Read Todos los cuentos de los hermanos Grimm Online
Authors: Jacob & Wilhelm Grimm
Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil
«¿Qué hace mi hijo? ¿Qué hace mi corzo?
Vendré otra noche, y ya nunca más.»
Y después de atender al niño como solía, desapareció nuevamente. El Rey no se atrevió a dirigirle la palabra; pero acudió a velar también a la noche siguiente. Y dijo la Reina:
«¿Qué hace mi hijo? ¿Qué hace mi corzo?
Vendré otra noche, y ya nunca más.»
El Rey, sin poder ya contenerse, exclamó:
—¡No puede ser más que mi esposa querida!
A lo que respondió ella:
—Sí, soy tu esposa querida.
Y en aquel mismo instante, por merced de Dios, recobró la vida, quedando fresca, sonrosada y sana como antes. Contó luego al Rey el crimen cometido en ella por la malvada bruja y su hija, y el Rey mandó que ambas compareciesen ante un tribunal.
Por sentencia de éste, la hija fue conducida al bosque, donde la destrozaron las fieras; mientras la bruja, condenada a la hoguera, expió sus crímenes con una muerte miserable y cruel. Y al quedar reducida a cenizas, el corzo, transformándose de nuevo, recuperó su figura humana, con lo cual el hermanito y la hermanita vivieron juntos y felices hasta el fin de sus días.
E
RASE una vez el hijo de un rey, a quien entraron deseos de correr mundo, y se partió sin más compañía que la de un fiel criado.
Llegó un día a un extenso bosque y al anochecer, no encontrando ningún albergue, no sabía dónde pasar la noche. Vio entonces a una muchacha que se dirigía a una casita y, al cercarse, se dio cuenta de que era joven y hermosa.
Dirigióse ella y le dijo:
—Mi buena niña, ¿no nos acogerías por una noche en la casita, a mí y al criado?
—De buen grado lo haría —respondió la muchacha con voz triste—; pero no os lo aconsejo. Mejor es que os busquéis otro alojamiento.
—¿Por qué? —preguntó el príncipe.
—Mi madrastra tiene malas tretas y odia a los forasteros —contestó la niña suspirando.
Bien se dio cuenta el príncipe de que aquella era la casa de una bruja; pero como no era posible seguir andando en la noche cerrada y, por otra parte, no era miedoso, entró.
La vieja, que estaba sentada en un sillón junto al fuego, miró a los viajeros con sus ojos rojizos:
—¡Buenas noches! —dijo con voz gangosa, que quería ser amable—. Sentaos a descansar.
Y sopló los carbones, en los que se cocía algo en un puchero.
La hija advirtió a los dos hombres que no comiesen ni bebiesen nada, pues la vieja estaba confeccionando brebajes nocivos.
Ellos durmieron apaciblemente hasta la madrugada y, cuando se dispusieron a reemprender la ruta, estando ya el príncipe montado en su caballo, dijo la vieja:
—Aguarda un momento, que tomarás un trago como despedida.
Mientras entraba a buscar la bebida, el príncipe se alejó a toda prisa, y cuando volvió a salir la bruja con la bebida, sólo halló al criado que se había entretenido arreglando la silla.
—¡Lleva esto a tu señor! —le dijo.
Pero en el mismo momento se rompió la vasija, y el veneno salpicó al caballo; tan virulento era, que el animal se desplomó muerto, como herido por un rayo. El criado echó a correr para dar cuenta a su amo de lo sucedido; pero, no queriendo perder la silla, volvió a buscarla.
Al llegar junto al cadáver del caballo, encontró que un cuervo lo estaba devorando. «¿Quién sabe si cazaré hoy algo mejor?», se dijo el criado; mató, pues, el cuervo y se lo metió en el zurrón.
Durante toda la jornada estuvieron errando por el bosque, sin encontrar la salida. Al anochecer dieron con una hospedería y entraron en ella.
El criado dio el cuervo al posadero, a fin de que se lo guisara para cenar. Pero resultó que había ido a parar a una guarida de ladrones y, ya entrada la noche, presentáronse doce bandidos que concibieron el propósito de asesinar y robar a los forasteros. Sin embargo, antes de llevarlo a la práctica se sentaron a la mesa, junto con el posadero y la bruja, y se comieron una sopa hecha con la carne del cuervo. Pero apenas hubieron tomado un par de cucharadas, cayeron todos muertos, pues el cuervo estaba contaminado con el veneno del caballo.
Ya no quedó en la casa sino la hija del posadero, que era una buena muchacha, inocente por completo de los crímenes de aquellos hombres. Abrió a los forasteros todas las puertas y les mostró los tesoros acumulados. Pero el príncipe le dijo que podía quedarse con todo, pues él nada quería de aquello, y siguió su camino con su criado.
Después de vagar mucho tiempo sin rumbo fijo, llegaron a una ciudad donde residía una orgullosa princesa, hija del Rey, que había mandado pregonar su decisión de casarse con el hombre que fuera capaz de plantearle un acertijo que ella no supiera descifrar, con la condición de que, si lo adivinaba, el pretendiente sería decapitado. Tenía tres días de tiempo para resolverlo; pero eran tan inteligente, que siempre lo había resuelto antes de aquel plazo.
Eran ya nueve los pretendientes que habían sucumbido de aquel modo, cuando llegó el príncipe y, deslumbrado por su belleza, quiso poner en juego su vida. Se presentó a la doncella y le planteó su enigma:
—¿Qué es —le dijo— una cosa que no mató a ninguno y sin embargo, mató a doce?
En vano la princesa daba mil y mil vueltas a la cabeza; no acertaba a resolver el acertijo. Consultó su libro de enigmas pero no encontró nada; había terminado sus recursos. No sabiendo ya qué hacer, mandó a su doncella que se introdujese de escondidas en el dormitorio del príncipe y se pusiera al acecho pensando que tal vez hablaría en sueños y revelaría la respuesta del enigma. Pero el criado, que era muy listo, se metió en la cama en vez de su señor, y cuando se acercó la doncella, arrebatándole de un tirón el manto en que venía envuelta, la echo del aposento a palos.
A la segunda noche, la princesa envió a su camarera a ver si tenía mejor suerte. Pero el criado le quitó también el manto y la echó a palos.
Creyó entonces el príncipe que la tercera noche estaría seguro, y se acostó en el lecho. Pero fue la propia princesa la que acudió, envuelta en una capa de color gris, y se sentó a su lado. Cuando creyó que dormía y soñaba, púsose a hablarle en voz queda, con la esperanza de que respondería en sueños, como muchos hacen. Pero él estaba despierto y lo oía todo perfectamente.
Preguntó ella:
—Uno mató a ninguno, ¿qué es esto?
Respondió él:
—Un cuervo que comió de un caballo envenenado y murió a su vez.
Siguió ella preguntando:
—Y mató, sin embargo, a doce, ¿qué es esto?
—Son doce bandidos, que se comieron el cuervo y murieron envenenados.
Sabiendo ya lo que quería, la princesa trató de escabullirse, pero el príncipe la sujetó por la capa, que ella hubo de abandonar.
A la mañana, la hija del Rey anunció que había descifrado enigma y, mandando venir a los doce jueces, dio la solución ante ellos. Pero el joven solicitó ser escuchado y dijo:
—Durante la noche, la princesa se deslizó hasta mi lecho y me lo preguntó; sin esto, nunca habría acertado.
Dijeron los jueces:
—Danos una prueba.
Entonces el criado entró con los tres mantos, y cuando los jueces vieron el gris que solía llevar la princesa, fallaron la sentencia siguiente:
—Que este manto se borde en oro y plata; será el de vuestra boda.
U
N ratoncillo, un pajarito y una salchicha hacían vida en común. Llevaban ya mucho tiempo juntos, en buena paz y compañía y congeniaban muy bien. La faena del pajarito era volar todos los días al bosque a buscar leña. El ratón cuidaba de traer agua y poner la mesa, y la salchicha tenía a su cargo la cocina.
Cuando las cosas van demasiado bien, uno se cansa pronto de ellas. Así, ocurrió que un día el pajarito se encontró con otro pájaro, a quien contó y encomió lo bien que vivía. Pero el otro lo trató de tonto, pues que cargaba con el trabajo más duro, mientras los demás se quedaban en casita muy descansados. Pues el ratón, en cuanto había encendido el fuego y traído el agua, podía irse a descansar en su cuartito hasta la hora de poner la mesa. Y la salchicha no se movía del lado del puchero, vigilando que la comida se cociese bien, y cuando estaba a punto, no tenía más que zambullirse un momento en las patatas o las verduras, y éstas quedaban adobadas, saladas y sazonadas. No bien llegaba el pajarillo con su carga de leña, sentábanse los tres a la mesa y, terminada la comida, dormían como unos benditos hasta la mañana siguiente. Era, en verdad, una vida regalada.
Al otro día el pajarillo, cediendo a las instigaciones de su amigo, declaró que no quería ir más a buscar leña; estaba cansado de hacer de criado de los demás y de portarse como un bobo. Era preciso volver las tornas y organizar de otro modo el gobierno de la casa. De nada sirvieron los ruegos del ratón y de la salchicha; el pájaro se mantuvo en sus trece. Hubo que hacerlo, pues, a suertes; a la salchicha le tocó la obligación de ir por leña, mientras el ratón cuidaría de la cocina, y el pájaro, del agua.
Veréis lo que sucedió. La salchichita se marchó a buscar leña; el pajarillo encendió fuego, y el ratón puso el puchero; luego los dos aguardaron a que la salchicha volviera con la provisión de leña para el día siguiente. Pero tardaba tanto en regresar, que sus dos compañeros empezaron a inquietarse, y el pajarillo emprendió el vuelo en su busca.
No tardó en encontrar un perro que, considerando a la salchicha buena presa, la había capturado y asesinado. El pajarillo echó en cara al perro su mala acción, que calificó de robo descarado, pero el can le replicó que la salchicha llevaba documentos comprometedores, y había tenido que pagarlo con la vida.
El pajarillo cargó tristemente con la leña y, de vuelta a su casa, contó lo que acababa de ver y de oír. Los dos compañeros quedaron muy abatidos; pero convinieron en sacar el mejor partido posible de la situación y seguir haciendo vida en común.
Así, el pajarillo puso la mesa, mientras el ratón guisaba la comida. Queriendo imitar a la salchicha, metióse en el puchero de las verduras para agitarlas y reblandecerlas; pero aún no había llegado al fondo de la olla que se quedó cogido y sujeto y hubo de dejar allí la piel y la vida.
Al volver el pajarillo pidió la comida; pero se encontró sin cocinero. Malhumorado, dejó la leña en el suelo de cualquier manera, y se puso a llamar y a buscar, pero el cocinero no aparecía. Por su descuido, el fuego llegó a la leña y prendió en ella. El pájaro precipitóse a buscar agua, pero el cubo se le cayó en el pozo con él dentro y, no pudiendo salir, murió ahogado.
T
ENÍA un hombre un asno que durante largos años había transportado incansablemente los sacos al molino; pero al cabo vinieron a faltarle las fuerzas, y cada día se iba haciendo más inútil para el trabajo. El amo pensó en deshacerse de él; pero el burro, dándose cuenta de que soplaban malos vientos, escapó y tomó el camino de la ciudad de Brema, pensando que tal vez podría encontrar trabajo como músico municipal.
Después de andar un buen trecho, se encontró con un perro cazador que, echado en el camino, jadeaba al parecer cansado de una larga carrera.
—Pareces muy fatigado, amigo —le dijo el asno.
—¡Ay! —exclamó el perro—, como ya soy viejo y estoy más débil cada día que pasa y ya no sirvo para cazar, mi amo quiso matarme, y yo he puesto tierra por medio. Pero, ¿cómo voy ganarme el pan?
—¿Sabes qué? —dijo el asno—. Yo voy a Brema, a ver si puedo encontrar trabajo como músico de la ciudad. Vente conmigo y entra también en la banda. Yo tocaré el laúd, y tú puedes tocar los timbales.
Parecióle bien al can la proposición, y prosiguieron juntos la ruta. No había transcurrido mucho rato cuando encontraron un gato con cara de tres días sin pan:
—Y, pues, ¿qué contratiempo has sufrido, bigotazos? —preguntóle el asno.
—No está uno para poner cara de Pascua cuando le va la piel —respondió el gato—. Porque me hago viejo, se me embotan los dientes y me siento más a gusto al lado del fuego que corriendo tras los ratones, mi ama ha tratado de ahogarme. Cierto que he logrado escapar, pero mi situación es apurada; ¿adónde iré ahora?
—Vente a Brema con nosotros. Eres un perito en música nocturna y podrás entrar también en la banda.
El gato estimó bueno el consejo y se agregó a los otros dos.
Más tarde llegaron los tres fugitivos a un cortijo donde, encaramado en lo alto del portal, un gallo gritaba con todos sus pulmones.
—Tu voz se nos mete en los sesos —dijo el asno—. ¿Qué te pasa?
—He estado profetizando buen tiempo —respondió el gallo—, porque es el día en que la Virgen María ha lavado la camisita del Niño Jesús y quiere ponerla a secar. Pero como resulta que mañana es domingo y vienen invitados, mi ama, que no tiene compasión, ha mandado a la cocinera que me eche al puchero; y así, esta noche va a cortarme el cuello. Por eso grito ahora con toda la fuerza de mis pulmones, mientras me quedan aún algunas horas.
—¡Bah, cresta roja! —dijo el asno—. Mejor harás viniéndote con nosotros. Mira, nos vamos a Brema; algo mejor que la muerte en cualquier parte lo encontrarás. Tienes buena voz, y si todos juntos armamos una banda, ya saldremos del apuro.
El gallo le pareció interesante la oferta, y los cuatro emprendieron el camino de Brema