Toda la Historia del Mundo (25 page)

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Authors: Jean-Claude Barreau & Guillaume Bigot

Tags: #Historia

BOOK: Toda la Historia del Mundo
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Los ingleses y los otomanos intentaron reaccionar. Nelson hundió en Abukir la mayor parte de los barcos franceses, y se formó un ejército turco en Siria. Bonaparte acudió a su encuentro. Aunque su flota estaba inutilizada, tenía elaborado el plan de vuelta a Francia pasando por Constantinopla (¿por qué no proclamarse allí sultán?) o marchando sobre la India inglesa (que sólo estaba a treinta y tres etapas de Egipto). Tomó Jerusalén, pero, debido a la escasez del material de asedio, fracasó ante San Juan de Acre, una fortaleza de Galilea en la que turcos e ingleses se habían atrincherado (aquella fortaleza, ironías del destino, estaba bajo el mando de uno de sus condiscípulos de Brienne, un noble emigrado).

Bonaparte volvió a El Cairo. Allí supo que la situación de Francia había sufrido cambios: aumentaba la anarquía interior y Austria, que había vuelto a la guerra, expulsaba a la República de Italia. Dejando a Kléber al mando del ejército de Egipto (a quien se repatriará a Francia en el momento de las convenciones del armisticio), Bonaparte consideró que había llegado su hora. Se embarcó en un navío y llegó a Francia.

En poco tiempo, el poder le cayó en las manos —fue más un malentendido que un golpe de estado—. Era el día 18 brumario (9 y 10 de noviembre de 1799). Los revolucionarios buscaban una espada republicana; dieron con la horma de su zapato. Y a la vez, disuelto el Directorio, empezó el Consulado. Con treinta años, Bonaparte se convertía en el Primer Cónsul, es decir, en Jefe de Estado.

Le faltaba cumplir una formalidad: en Marengo, el ejército consular venció a los austríacos en una difícil batalla (junio de 1800) en la que murió el joven general Desaix. En marzo de 1802, incluso Inglaterra pareció renunciar (la Paz de Amiens). Había vuelto la paz, validando al mismo tiempo las fronteras naturales de Francia.

Quedaba por canalizar el potente torrente revolucionario. El Primer Cónsul lo logró completamente, salvaguardando los valores de la Revolución (igualdad de derechos, promoción según méritos, reparto de los bienes eclesiásticos) y repudiando sus excesos. Se atrevió a decir: «La Revolución se detuvo en los límites que yo establecí». Y era verdad.

Napoleón supo practicar el «despotismo ilustrado» que había aprendido de Voltaire. En julio de 1801, al firmar un concordato con el Papa, restableció la paz religiosa. Bonaparte no era cristiano, pero sabía valorar la importancia del hecho religioso. Él mismo lo decía: «Yo soy musulmán en El Cairo, judío en Jerusalén, católico en Francia». Fue él quien creó el Estado republicano actual: El Consejo de Estado (al que se sometía a menudo), el Tribunal de Cuentas, los prefectos, las escuelas, las administraciones modernas y el franco germinal (moneda que permanecerá estable durante más de cien años). Sobre todo, mandó redactar los valores revolucionarios en su famoso Código Civil.

En el ejército, la administración y el Gobierno hizo una amalgama entre nobles y hombres nuevos. Muchos emigrados decidieron volver.

Pero que nadie se equivoque: Bonaparte seguía siendo la encarnación de la Revolución. En marzo de 1804, por ejemplo, mandó secuestrar más allá del Rin y ejecutar al duque de Enghien (probablemente inocente). Sin embargo, devolvió la paz a Vendée. Los reyes europeos veían a Bonaparte, convertido en Napoleón, como una especie de jefe del ejército rojo. (Que se nos perdone el anacronismo: ya hemos dicho que los anacronismos no se pueden considerar una verdad, pero sirven para ilustrar una comparación.)

Por otra parte, Inglaterra había roto la Paz de Amiens en mayo de 1803 y en 1805 consiguió reagrupar a las monarquías continentales en una tercera coalición.

En mayo de 1804, el Imperio seguía al Consulado. Aquélla no era una mala idea: ¿no había sucedido el Imperio romano a la República romana?

Pero Napoleón se quiso coronar como los antiguos reyes. Exigió que lo hiciera, no el arzobispo de Reims, sino el Papa en persona. Pío VII así lo hizo. La ceremonia tuvo lugar el 2 de diciembre de 1804 en la catedral de Notre-Dame. Aquella coronación fue un alarde propio de un advenedizo. Una anécdota revela su sentido oculto.

Napoleón estaba en la sacristía con los miembros de su familia. Mientras, en la nave, los grandes del mundo, entre ellos el Papa, lo esperaban. Entonces dijo a su hermano mayor: «¡José, Giuseppe, si papá nos viera!».

En efecto, el Imperio surgido de una Revolución meritocrática no podía ser hereditario (como tampoco lo pudo ser el Imperio romano). El principio de herencia es absolutamente contrario al principio de igualdad, fundamento de la Revolución. Sólo en este aspecto, Napoleón se equivocó. Incluso convertido en padre, nunca estableció el derecho de sucesión. Prueba añadida de que encarnó la Revolución. A pesar de la coronación, siempre escapó de la verdadera monarquía.

Mientras esperaba, intentó invadir Inglaterra. Puesto que su flota había sido destruida por Nelson en Trafalgar (allí murió el almirante inglés), Bonaparte ya no podía cruzar el mar. Desde Boulogne, en donde había reunido a la Gran Armada, se volvió contra los austríacos y los rusos, y más tarde contra los prusianos, a los que aniquiló.

Entre 1806 y 1807 Bonaparte se convirtió para siempre en Napoleón; «el dios de la guerra en persona», escribió Clausewitz, quien combatió con él, en su libro
De
la guerra.
El filósofo alemán Hegel, que le miró al pasar, creyó ver «¡el espíritu del mundo concentrado en un punto, sobre un caballo!».

Unas semanas después de haber desafiado en vano a Inglaterra en Boulogne, Napoleón estaba en Baviera. Consiguió, con unas rápidas maniobras, encerrar al ejército austríaco en la ciudad de Ulm, donde capituló y se rindió ante el emperador y general en jefe. A continuación, el conquistador entró en Viena, la capital imperial. Otro ejército austríaco y el ejército ruso se concentraban en Moravia (la República checa actual). A las puertas de Austerlitz, Napoleón consiguió hacer creer al zar Alejandro y al emperador Francisco II que tenía miedo: al dejar en sus manos los altos de Pratzen, les insinuó la idea de que rodearan al ejército francés por su derecha. Cuando vio a las tropas rusas y austríacas desfilar por la llanura en dirección hacia la ruta de Viena, gritó: «¡Ese ejército ya es mío!», y, empujándolo por el flanco, volvió a los altos y lo aplastó. El zar se retiró. El emperador germano se rebajó, acudiendo al campamento del capitán revolucionario a mendigar la paz. La batalla de Austerlitz, que se libró el 2 de diciembre de 1805, es una obra maestra de estrategia, digna de la llevada a cabo por Aníbal en Cannas veinte siglos antes, e igual de sanguinaria para los vencidos: cayeron miles y miles de muertos...

Prusia, que había entrado a destiempo en la coalición, exaltada por el recuerdo de Federico II y por los discursos de la reina, fue aniquilada en octubre de 1806, en Iéna y en Auersted.

El 27 de octubre de 1806, la Gran Armada, con Napoleón a la cabeza, efectuaba un desfile triunfal bajo la Puerta de Brandeburgo, ante los atónitos berlineses. Excepto la Guardia, con uniforme de gala, los soldados franceses caminaban a paso de marcha, cubiertos de polvo y con pollos asados clavados en sus bayonetas.

Faltaba Rusia. En Varsovia, los franceses fueron recibidos como liberadores. En aquella ciudad, durante un baile, el emperador se había enamorado de una bella aristócrata de dieciocho años. Durante días, María Walewska rechazó al hombre más poderoso del mundo. Este, desarmado, le enviaba cartas propias de un colegial tímido. María acabó cediendo ante los galanteos de Napoleón y bajo las repetidas presiones de los más altos señores de Polonia, quienes pensaban que su sacrificio dulcificaría la suerte de Polonia. Aquella mujer se enamorará de Bonaparte, le dará un hijo y le será fiel en los duros momentos. Esta historia de amor no tendría un hueco en la Historia si no fuera porque ilustra de maravilla una verdad: cuando se habla de amor, ya no es cuestión de dominio. Durante aquellos días en Varsovia, en el momento de su mayor gloria, el «ogro» revolucionario sólo era un amante pendiente del consentimiento de una jovencita.

Con los rusos resultó más duro. En Eylau, bajo la nieve, en febrero de 1807, se jugó una especie de sangriento partido nulo. Napoleón se recuperó aplastando al ejército ruso en junio, en Friedland. El zar solicitó la paz. El principio monárquico y el principio revolucionario, el nacimiento y el talento, es decir, el zar de todas las Rusias y el emperador francés mantuvieron una famosa entrevista sobre una balsa, en medio del Niemen. Allí, en julio de 1807, se firmó la Paz de Tilsit, que marcó el apogeo de Napoleón. Durante once años (tomó el mando del ejército de Italia en 1796), Napoleón había hecho un recorrido sin falta alguna. Gracias a él, a Tilsit, las guerras de la Revolución concluyeron victoriosamente.

Imaginemos durante un segundo que se hubiera detenido allí y que la Gran Armada hubiera vuelto invicta a París (si la nariz de Cleopatra...), ¿qué habría podido hacer Inglaterra?

En aquel preciso instante, la desmesura, el
ubris
de los griegos, perdió a Napoleón. Nada le obligaba a intervenir en España, entonces aliada de Francia. Pero quiso expulsar a los Borbones y sentar en el trono de Madrid a su hermano José. Un error fatal.

Durante las campañas precedentes, las poblaciones italianas, checas, polacas o bávaras consideraban (salvo excepciones) a los soldados franceses liberadores que traían la igualdad y la abolición de los derechos feudales en el cañón de sus fusiles. «Una revolución —decía Bonaparte— es una idea que ha encontrado bayonetas.» De aquel espíritu existe una prueba concreta: en todos aquellos países, los soldados franceses se podían acostar para descansar en las casas de sus habitantes.

Pero el pueblo español, poco abierto a la Ilustración, consideraba a los franceses vulgares invasores. El valiente José pudo llegar a Madrid, pero las
guerrillas
[12]
(la palabra viene de entonces) surgieron por todas partes, masacrando a los franceses, que estaban aislados. Ya no podían acostarse en las casas de los habitantes; les habrían degollado.

De pronto, el ejército inglés pudo desembarcar. Napoleón en persona ganó las batallas, pero, al ver a la Gran Armada bloqueada en España, el emperador de Austria lamentó haberse rebajado y pensó que Madrid estaba lejos de Viena. En mala hora. Bonaparte dejó la Gran Armada en España y arremetió contra Viena con una tropa de reclutas, «con mi sombrero, mi espada y mis reclutillas —decía, añadiendo aquella consigna autoritaria como hacían sus generales—: Actividad, actividad, rapidez...». En Wagram, en julio de 1809, el soberano germano vencido tuvo que entregar en matrimonio al «Ogro» a su hija María Luisa (entre tanto, Bonaparte había repudiado a Josefina) —un descendiente de Carlos V empujaba a su hija a la cama de un revolucionario francés—. María Luisa dio a Napoleón su único hijo legítimo (quien murió como príncipe austríaco).

Quizá, una vez más, igual que después de Tilsit, el emperador hubiera podido detenerse. Pero, al no poder reducir a Inglaterra a pesar del embargo al que le había sometido (el bloque continental), rompió la paz con el zar y, en 1812, atacó Rusia.

Como en España, el pueblo ruso, refractario a Voltaire, se levantó contra la invasión. El 14 de septiembre de 1812, Napoleón pudo dormir en el Kremlin. Pero el zar, negándose a someterse, mandó incendiar la ciudad. La Gran Armada, apenas recién salida de España, tuvo que retroceder y se perdió en el invierno de la «retirada de Rusia».

Esto demuestra, como escribe Clausewitz, que es imposible conquistar Rusia. Al menos cuando su Gobierno no cede y su pueblo resiste. Es un país demasiado grande. Allí, el ejército invasor está fatídicamente muy alejado de sus bases. La Gran Armada se había perdido en la nieve (véase
Guerra y paz
de Tolstoi).

Napoleón consiguió volver a París en trineo. Un nuevo reclutamiento —los «reclutas de 1813», o los «María Luisa», por el nombre de la emperatriz— le permitió lanzar una campaña contra Alemania. Victorioso al principio (Lützen, Bautzen), cayó derrotado en Leipzig, como consecuencia de la deserción de las tropas del rey de Sajonia, su aliado. Ahora, el sentimiento nacional de los pueblos jugaba a favor de los reyes y en contra de los franceses. Fitchte acaba de escribir su
Discurso a la na
ción alemana.
Entonces, los reyes se atrevieron a invadir Francia. Napoleón arremetió contra ellos en 1814, en su brillante «campaña de Francia» (quizá la más brillante), pero no consiguió nada: el pueblo estaba cansado y los mariscales del Imperio no tenían más de veinte años..., estaban hartos.

En Fontainebleau, el conquistador caído aceptó abdicar y se marchó a la isla mediterránea de Elba, que se habían dignado dejarle. Una islita después de un Imperio que se había extendido desde Gibraltar hasta el Niemen y desde Nápoles hasta Suecia...

El hermano de Luis XVI hizo su entrada en París, y sólo podía actuar en favor de los Borbones. Chateaubriand, ya entonces, nos dejó una descripción de gran periodista:

El 3 de marzo de 1814, Luis XVIII (se había reservado el número XVII para el hijo de Luis XVI, muerto en prisión) acudió a Notre Dame. Se había querido ahorrar al rey la visión de las tropas extranjeras; era un regimiento de la vieja Guardia el que formaba filas desde el Puente Nuevo, a lo largo de todo el quai des Orfebres. No creo que nunca antes unos rostros humanos hubieran tenido una expresión tan amenazante. Cubiertos de heridas, vencedores de Europa, los granaderos, que habían visto volar por encima de sus cabezas tantas balas de cañón y olido el fuego y la pólvora, aquellos mismos hombres, privados de su capitán, se veían forzados a formar ante un viejo rey, inválido por el paso del tiempo, no por la guerra, y vigilados en la capital invadida de Napoleón por un ejército de rusos, austríacos y prusianos.

Unos movían la piel de la frente, provocando la caída de sus gorros de piel sobre los ojos para no ver; otros bajaban las comisuras de los labios con desprecio y rabia, y otros detrás de sus bigotes dejaban ver sus dientes como los tigres.

Cuando presentaban armas, era con un movimiento de rabia, y el ruido de aquellas armas daba miedo. Al final de la fila estaba un joven húsar a caballo; tenía el sable desenfundado…, estaba pálido… se fijó en un oficial ruso: la mirada que le lanzó no se puede describir. Cuando la carroza del rey pasó delante de él, hizo ponerse a sus caballo a dos patas; seguro que tuvo la tentación de precipitarse sobre el rey y matarlo.

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