Read Toda la Historia del Mundo Online
Authors: Jean-Claude Barreau & Guillaume Bigot
Tags: #Historia
La guerra de Secesión fue la primera guerra «moderna»: empleo masivo del ferrocarril, cañones, armas de disparo rápido. Causó seiscientos mil muertos: 350.000 nordistas y 250.000 rebeldes.
Se abolió la esclavitud en toda la Unión, pero el racismo y el
apartheid
se mantuvieron vivos (de hecho así fue hasta el Movimiento de los Derechos Cívicos de Martin Luther King). Aquí se encuentran las raíces de los dos partidos actuales, aunque sus recíprocos electorados hayan cambiado. Sólo gracias a la guerra de Secesión, Napoleón III pudo arriesgarse a su aventura mexicana.
En Estados Unidos, el problema negro está en vías de solución. Esa población es más pobre que la de origen europeo o asiático; al menos es numerosa y está en el camino hacia la ascensión social.
Otra minoría fue casi aniquilada: los pieles rojas. Sobreviven alrededor de un millón de indios, en la actualidad integrados, pero a finales del siglo XIX su número no superaba los cien mil.
Los amerindios, al norte de Río Grande, no eran campesinos como los aztecas o los incas, sino cazadores nómadas. Los americanos se apropiaron de sus tierras de caza para convertirlas en terrenos de cultivo, acabaron con la caza (quizá en 1815 podía haber veinte millones de bisontes, frente a los menos de un millón en 1880) y masacraron a las tribus conservando su buena' conciencia. Tocqueville, que visitó América antes de la guerra de Secesión, dejó una sorprendente página en
La democracia
en América
sobre el comportamiento de los americanos para con los indios.
Los españoles sueltan sus perros contra los indios como contra las bestias salvajes; saquean el Nuevo Mundo en cuanto se apoderan de una ciudad, sin criterio y sin piedad, pero no se puede destruir todo, la furia tiene un límite: la población indígena que escapó a las masacres acabó por mezclarse con sus vencedores y por adoptar su religión y sus costumbres.
La conducta de los americanos de Estados Unidos para con los indígenas respira, al contrario, el más puro amor a las formas y a la legalidad. Por más que los indígenas permanezcan en estado salvaje, los americanos nunca se mezclan en sus asuntos... Les toman fraternalmente de la mano y les conducen a morir fuera del país de sus padres.
Los españoles, cometiendo unas monstruosidades sin parangón, cubriéndose de una vergüenza inefable, no llegaron a exterminar a los indígenas, ni siquiera a impedirles compartir sus derechos. Los americanos de Estados Unidos alcanzaron ese doble resultado con una maravillosa facilidad, tranquila, legal, filantrópicamente, sin violar uno solo de los grandes principios morales a los ojos del mundo. ¡No se sabría destruir a los hombres respetando más las leyes de la humanidad!
Tras la guerra de Secesión, Estados Unidos reanudó su expansión. En 1867 compró Alaska al Imperio del zar, colonizada hasta entonces por los rusos. Nos podemos imaginar lo que habría sido la guerra fría si la URSS hubiera contado con Alaska.
En 1898 Estados Unidos declaraba por segunda vez la guerra a una potencia europea. España conservaba de su antiguo Imperio Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Los americanos no tuvieron que esforzarse para ganar a aquella monarquía, entonces decadente. Puerto Rico todavía les pertenece. Filipinas, independiente desde 1946, permanece bajo su influencia. Sólo Cuba se liberó, pero Washington conserva la base de Guantánamo, donde envía a sus prisioneros talibanes.
En 1901, el presidente Theodore Roosevelt formuló la teoría, todavía en práctica, del gran palo
(big stick)
contra los enemigos de Estados Unidos. Sesenta años antes, el presidente Monroe había pronunciado el famoso eslogan: «América para los americanos» que entonces y ahora significa: «América latina para los americanos del norte».
Al mismo tiempo se operaba una formidable expansión industrial, facilitada por la llegada de inmigrantes y de capitales, por la inmensidad de espacios vírgenes con un clima templado y por la libertad para emprender.
En 1869, el primer ferrocarril continental, el Grand Pacific Railway, unía Nueva york con San Francisco. El magnate del ferrocarril era Van de Bilt. A continuación, el petróleo salió a flote en Texas, creando la fortuna de la familia Rockefeller. Las acerías de Carnegie y de Morgan empezaron a producir acero en abundancia.
Un poderoso movimiento sindical, en lucha contra la agresiva patronal americana, se desarrolló al precio de las primeras revueltas sociales sangrientas. (Éste es el origen de la fiesta del trabajo del 1 de mayo.) Se crearon grandes sindicatos como el AFL
(American Federation of
Labor).
Al final, patronal y sindicatos firmaron compromisos aún difíciles.
La violencia de las luchas sociales después de la guerra de Secesión no impidió la integración de los inmigrantes y un patriotismo —común entre obreros y patronos, gánsteres de Chicago y financieros de Wall Street— que hizo posible esa integración: el
meltingpot.
El patriotismo es una cualidad americana. Cuando uno se convierte en ciudadano americano, se compromete. Se obtienen derechos pero se acepta estar sujeto a los deberes. Se presta juramento a la Constitución y a la bandera. También lo hacen en las escuelas, hasta los catorce años, todos los americanos:
«Aledge allegeance to
the flag of the United States of America and to the Republic
which it stands for. One nation under God, with justice and
liberty for all».
A finales del siglo XIX, Estados Unidos ya se había convertido en un país muy poderoso. Sin embargo, intervenía poco en el antiguo mundo. Cuando se dice que el americano es aislacionista, no se sabe bien hasta qué punto esto es exacto. América es una isla —mucho más que Inglaterra, que necesita importar y exportar—. América es una isla continental muy grande que no necesita del mundo exterior. Incluso tiene petróleo, sólo lo importa por razones estratégicas. Si el mundo exterior desapareciese, América no se inmutaría. Ese Estado-continente se basta a sí mismo. Además cuenta con una población cuyos antepasados, todos ellos, por una u otra razón, huyeron del viejo continente.
El americano del Medio Oeste no se interesa por el resto del amplio mundo. Si un intelectual parisiense quiere medir la importancia de Francia por medio del número de líneas que se le dedica en los periódicos de Minneapolis, es que desconoce que el «exterior» en general y Francia en particular no le interesa en absoluto al americano profundo, quien, por cierto, antes de las guerras del Golfo desconocía hasta la existencia de Irak. (Sin embargo, en tiempos del Imperio británico, apenas había una familia inglesa que no tuviera un primo en el ejército de la India.) En realidad, la epopeya americana es completamente «interior»: la conquista del Oeste, convertida en imágenes por las películas de vaqueros.
D
ESDE LOS GRANDES
descubrimientos del siglo XVI, los europeos se habían lanzado a la conquista del mundo.
Ya hemos relatado las aventuras portuguesas y españolas (a las que contribuyeron los navegantes venecianos y genoveses), y más tarde las de holandeses y franceses; el Reino Unido acabó por triunfar sobre sus competidores —al precio, es verdad, de la independencia de Estados Unidos—. Aquél fue el apogeo de la talasocracia inglesa,
the British Empire.
En África, los boers o
afrikaners
prefirieron liberarse del dominio inglés. Con sus familias, sus carros y sus bueyes, abandonaron Ciudad del Cabo entre 1834 y 1838 para ir a fundar estados libres en Orange y en Transvaal.
En Asia, Holanda pudo conservar Indonesia.
En América, Estados Unidos dominaba todo salvo Canadá, que permaneció fiel a Londres.
Tras la guerra de Secesión y la guerra franco-alemana (por lo tanto, después de 1870), todas las potencias europeas quisieron estar presentes en el reparto del mundo, y también Estados Unidos (Puerto Rico, Filipinas y Cuba).
El Imperio británico se consolidó, y con mucha ventaja, como el primer Imperio colonial europeo.
La India se había convertido en una colonia de explotación próspera, en la que la reina Victoria había sido proclamada emperatriz en 1877, con Calcuta como capital, más tarde Nueva Delhi, y con Bombay como el principal puerto mirando hacia la metrópoli. El Estado de la India, al que los ingleses llamaban
Radjih,
fue la gran realidad colonial del siglo XIX. Allí las revueltas eran escasas (la de los cipayos, en 1857, que había empezado como un amotinamiento militar). Los ingleses practicaban el gobierno indirecto por medio de príncipes y rajas, y se mantenían cuidadosamente a distancia de los indígenas, con los que —al contrario de los portugueses y españoles— no se mezclaban. Pero ellos fueron los que equiparon al subcontinente (vías férreas, infraestructuras) para su gran provecho y aseguraban la paz con ayuda de un ejército indígena de trescientos mil hombres, bajo del mando de veinte mil ingleses: «el ejército de las Indias».
Los británicos buscaron proteger el subcontinente (por primera y última vez unido) ocupando sus fronteras: en el Himalaya, Sikkim, Bután, Nepal; hacia el este, Birmania; hacia el sur, Malasia. No lograron instalarse de manera permanente en el oeste, en Afganistán, que también lo ambicionaba el Imperio de los zares. Afganistán se convirtió entonces en un espacio tapón entre rusos e ingleses. Frente a aquel país, en las zonas tribales que aún existen, poderosas guarniciones británicas controlaban las montañas. Se pueden ver, atravesando el paso de Khiber, unas placas clavadas en las rocas con los nombres de los regimientos de Su Graciosa Majestad.
La gran preocupación de la Inglaterra imperial era controlar las rutas marítimas que la unían con la India por el sur, a eso se debe la conquista de Ciudad del Cabo, o por el norte, el canal de Suez. Construido por los franceses y en sus manos, Suez planteaba problemas a los ingleses. El problema se resolvió con la compra de la mayor parte de las acciones de la compañía, y sometiéndolo a la tutela de Egipto. El Cairo se convirtió, por así decirlo, después de Londres, en la segunda capital de Imperio británico. Algo que se pudo comprobar durante la Segunda Guerra Mundial. El control (sobre Egipto y el canal) no cesará hasta 1956. Más allá de Suez, los ingleses se establecieron en Aden, y más allá de Malasia fundaron en China el rico enclave de Hong Kong. Para controlar los
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estrechos del sureste asiático, crearon la ciudad portuaria de Singapur, de alguna manera la tercera capital imperial.
En África, el Imperio británico se dirigió hacia el sur desde Egipto, y hacia el norte desde Ciudad del Cabo. Conquistó Sudán después de una sangrienta revuelta del
mahadi
de Jartum y de la muerte de Gordon (1884), por medio de la gran expedición de Kitchener, en 1898. Desde Ciudad del Cabo, Cecil Rhodes extendió la influencia inglesa hacia el norte con la idea de unir Ciudad del Cabo con El Cairo.
Por otra parte, los ingleses poblaban Canadá (sin poder deshacerse de los quebecquenses, prueba de la presencia francesa), Australia y Nueva Zelanda. Estos países se convirtieron en
dominios
de los «Estados asociados» con sus propias libertades.
En el Mediterráneo, Inglaterra poseía Gibraltar, Malta y Chipre (conquistada a los turcos). En África occidental se aseguraba la desembocadura del río Niger (Nigeria).
Por desgracia para el Imperio, en la ruta de Ciudad del Cabo a El Cairo, los
afrikaners
se habían instalado desde 1834 en Orange y en Transvaal. Los colonos holandeses no temieron enfrentarse a los ingleses. Aquélla fue la guerra de los Boers, de 1899 a 1902. Bajo la dirección de su presidente Kruger, los boers se hicieron con varias victorias y Kitchener sólo pudo vencerles, tras una dura campaña, a finales de 1901. Los ingleses triunfaron, pero se vieron obligados, por la Paz de 1902, a hacer amplias concesiones a los
afrikaners.
Principalmente dejarles el poder en el nuevo
dominio
de Sudáfrica —lo que, en el siglo siguiente, con el
apartheid,
comportará muchos conflictos—. Pero en 1899, los boers se ganaron la simpatía general. Sus «comandos» (la palabra que hizo fortuna procede de entonces) aterrorizaron al ejército colonial inglés, y pasaron por defensores de la libertad.
El Imperio colonial francés, lejos de poder igualar a Inglaterra, fue el segundo en importancia.
Instalado desde 1830 en Argel, Francia creó Argelia. En la península del Magreb, entre el Sahara y el Mediterráneo, desde la Antigüedad sólo existían dos países: al este, el África romana,
Ifrika
árabe, convertida en Túnez; al oeste, Marruecos, islamizado, pero que los turcos no habían podido conquistar.
Francia hizo retroceder al mundo turco hacia el este y conquistó Constantina, luego empujó al mundo árabe-bereber hacia el oeste y se hizo con Oran. Había nacido Argelia. Durante mucho tiempo, Francia dudó. Tras el sueño del «reino árabe» de Napoleón III, las circunstancias —éxodo de los alsacianos, deportación de los comuneros, inmigración espontánea de españoles y sicilianos— convirtieron a Argelia en una colonia muy poblada. Por lo tanto, la República del 4 de septiembre creó en aquella tierra departamentos franceses. Aunque quiso y logró ' integrar a los argelinos de confesión judía (el decreto de Crémieux), no se atrevió a proceder de igual manera con los indígenas de religión musulmana. Permanecieron como sujetos sin convertirse en ciudadanos.
De este modo, la Argelia francesa descansaba cómodamente sobre una ficción. Realmente, en Argelia hubo un pueblo formado por ciudadanos franceses (una mezcla de franceses de Francia, españoles, malteses, italianos y judíos indígenas), pero el pueblo indígena musulmán nunca se integró. ¿Lo podría haber hecho? ¿La solución del «reino árabe» era real?
Sin embargo, en 1881, Francia practicó con éxito la política del protectorado en Túnez. Más tarde, en 1912, llevó esta política a la perfección en Marruecos: el general Lyautey, Alto Comisario, se creyó una especie de Richelieu al servicio del sultán. Desde Marrakech hasta t Kairuán, todo el Magreb era francés.
A partir de 1862, el general Faidherbe creó el gran puerto estratégico de Dakar, que domina el Atlántico sur, y ocupó Senegal en el África negra. Valientes capitanes aseguraron, más o menos, la posesión de la mayor parte del oeste de África. Y un francés de origen italiano, Savorgnan de Brazza, garantizó la de África ecuatorial. En el río Congo, Savorgnan fundó Brazzaville, que aún conserva su nombre. Savorgnan era el heredero de una gran familia veneciana de Brazza, en Dalmacia (Kvar en la actualidad).