Durante las últimas etapas de su marcha hacia el claustro, se movió con una especie de sigilo anguloso. De vez en cuando se detenía y hacía varias genuflexiones rápidas. No se oía ningún ruido. Luego echaba a andar otra vez, blandiendo la espada. De pronto, casi sin darse cuenta, se encontró en el patio de la servidumbre junto a la pared que lo conduciría hacia el claustro. En menos de un minuto, ya era parte de la sombra de carbón del tercer pilar, donde había esperado tan pacientemente las últimas cinco noches sin luna.
ESA NOCHE, la atmósfera rebosaba de vida, una especie de vida que era aún más tangible a causa del letargo del aire, el aire pálido de los veranos de Gormenghast. De día, el calor de la luz mortecina; de noche los vómitos en el cuarto de un enfermo. No había escapatoria. La estación asediaba a Gormenghast.
Mientras Excorio esperaba, con los omoplatos apoyados contra el pilar de piedra, sus pensamientos refluyeron al día del Bautizo, cuando había azotado la cara blanda y abotagada, a la noche en que contempló cómo ensayaban matarlo, a aquel saco horrible que lo representaba, a la escena de desenfreno en la Gran Cocina, a los horrores del conde ululante, a los cientos de recuerdos que tenía de su atormentador, cuyo rostro creía ver en la oscuridad como una cosa putrefacta.
Tenía los oídos fatigados de tanto escuchar y le dolían los músculos. Durante más de una hora no se había movido excepto para girar la cabeza sobre el cuello. Entonces, de pronto, ¿qué había cambiado? Había cerrado los ojos un instante, y al abrirlos, la atmósfera era diferente. ¿El calor era aún más insoportable? Tenía la desgarrada camisa pegada al vientre y a los hombros. Pero no se trataba sólo del calor: la oscuridad era ahora omnipresente. El patio estaba tan negro como las sombras en las que se había cobijado. Unas nubes habían ocultado la luna. Ni siquiera pudo ver la espada brillante que tenía en la mano cuando la alargó hacia lo que hasta entonces había sido un claro de luna.
Entonces apareció. Una luz más brillante que la del sol, una luz como navajas. No sólo mostró hasta la más mínima cosa de la anatomía del paisaje —pilares, torres, árboles, briznas de hierba y guijarros— sino que las conjuró, las construyó a partir de la nada. Antes no existían; no había más que vacío, la simétrica ausencia de todas las cosas, y enseguida una creación imperó con un esplendor deslumbrante, mientras un torrente de fuego eléctrico cruzaba el firmamento.
A Excorio le pareció una eternidad de desnudez; pero el párpado negro y ardiente de todo el cielo volvió a cerrarse, y la sofocante atmósfera se sacudió estallando en un alarido de trueno que le puso de punta los pelos de la nuca. Del vientre de un mamut brotó y regurgitó, muriendo al fin con un largo y malhumorado gruñido. Entonces la enorme medianoche se derrumbó del todo. El cuerpo preñado de cúmulos se rajó de horizonte a horizonte, y el aire se hizo sólido con un peso tan grande de agua torrencial que Excorio oía cómo las ramas de los árboles se quebraban en medio de un rugido de espuma.
Ya no era necesario que Excorio, protegido de la lluvia bajo la bóveda del claustro, mantuviera el cuerpo en una posición tan apretada. El poco ruido que pudiese hacer sería inaudible ahora que la lluvia silbaba y tamborileaba, golpeaba el macizo dorso de Gormenghast y le chorreaba por los flancos, burbujeando y retorciéndose en las grietas de la piedra, y limpiando las hendiduras en las que durante tanto tiempo se acumulara el polvo blanco.
Ahora tendría que aguzar aún más el oído para oír las pisadas que se aproximaran, y era dudoso que pudiese distinguir el sonido de los pasos del chef del tamborileante fondo. Pero sucedió lo que nunca hubiera esperado, y el corazón empezó a latirle con un martilleo errático, pues la impalpable oscuridad de la izquierda fue perturbada por una débil luz, e inmediatamente después la fuente de esta aureola neblinosa se movió a través de la medianoche. Era un rayo de luz vertical que parecía flotar en el aire. El invisible portador de la linterna octogonal había cerrado todas las ventanillas menos una.
Mientras los dedos de Excorio apretaban con firmeza la empuñadura de la espada, la luz de la linterna llegó delante de él, y un instante más tarde ya había pasado, y en aquel preciso momento, la parte superior del voluminoso cuerpo de Vulturno se dibujó en la pálida luz amarilla. Era una silueta muy simple. Se encorvaba hacia arriba como una cúpula oscura. Parecía que le faltase la cabeza. Gacha y echada hacia adelante, así la tenía sin duda, a pesar de que esta postura parecía increíble en alguien cuyos rollos de grasa mantecosa llenaban todo el espacio entre el mentón y las clavículas.
Cuando Excorio consideró que la silueta estaba a unos doce pasos, empezó a seguirla. Así se inició el primer episodio: la acechanza. Si alguna vez el hombre ha acechado a otro hombre, Excorio acechaba a Vulturno. Cabe preguntarse si comparado con los movimientos angulosos de Excorio, hay algún otro hombre en la tierra que pueda afirmar haber acechado alguna vez. Tendría que haberlo hecho con otra palabra.
La longitud y la forma de los miembros y articulaciones de Excorio, la particular anatomía de su cabeza, de sus manos y de sus pies, parecían haber sido hechas a propósito para esta única operación. Totalmente inconsciente de las posturas de arácnido con que movía el esqueleto, Excorio perseguía a la cúpula que se arrastraba furtivamente. Pues Vulturno estaba a punto de cazar a Excorio, o así lo creía, y aunque la presa no se encontraba donde él suponía, dos plantas más arriba, el chef avanzaba con el mayor sigilo posible. Al llegar al primer tramo de escaleras, dejaría con precaución la linterna junto a la pared, pues allí empezaba la hilera de velas, puestas en hornacinas a intervalos más o menos regulares y que proyectaban pálidos círculos de luz. Empezó a ascender.
Si Excorio acechaba, Vulturno
insinuaba
. Se insinuaba en el espacio. El cuerpo se le deslizaba, como un sabueso, de volumen de aire en volumen de aire, penetrándolos, llenándolos, y saliendo de ellos, uno a uno, con el lento e innoble vientre precediendo el avance horriblemente deliberado y potencialmente ágil de las piernas arqueadas.
Excorio no veía los pies de Vulturno, sólo la silueta de la cúpula, pero por la forma en que ascendía, comprendió que el chef se movía de escalón en escalón, el pie derecho precediendo siempre al izquierdo, que se arrastraba hasta colocarse junto a su compañero pisciforme. Trepaba con lentos y silenciosos espasmos, como los niños, los inválidos o las mujeres obesas. Excorio esperó a que doblara la curva de la escalera y estuviera en el primer rellano, y entonces subió de cinco en cinco los escalones de piedra.
Al llegar arriba del primer tramo, se asomó a la esquina de la pared, y ya no vio la silueta de su enemigo. Vio toda la mole, brillando a la luz de dos velas. En este punto, el pasillo era estrecho, y a cuarenta o cincuenta pies de allí se ensanchaba hasta tener las dimensiones de un vestíbulo, y de aquí el segundo tramo de escalera conducía al pasillo de lord Sepulcravo.
Vulturno, de pie, inmóvil, sacudía los brazos y parecía estar hablando con alguien. Excorio no alcanzaba a ver qué pasaba, pero al cabo de un rato oyó la voz del chef que decía: —Sí, preciosidad mía, te dejaré toda roja y pegajosa. —Entonces, la confusa mole se volvió con dificultad en el reducido espacio del pasillo y Excorio vio el reflejo del acero, al que siguió enseguida una parte del mango y finalmente toda la hoja asesina del machete. Vulturno lo mecía en brazos como si estuviera amamantándolo.
—Oh sí, toda roja y pegajosa —dijo otra vez la voz blanda como musgo—, y luego te secaremos con un bonito pañuelo limpio. ¿Te gustaría que fuera de seda, preciosa mía? ¿Verdad que te gustaría? ¿Bien limpita para poder llevarte a la camita? ¿Cómo es que no contestas? Pero has aprendido lo que te ha enseñado papá, ¿verdad que sí? Claro que sí, papá te lo explica siempre todo, y lo hace porque eres una niña muy dispuesta y de inteligencia afilada, oh sí, muy afilada.
Y entonces, Excorio tuvo que oír el más repugnante ruido, como de algún vil animal con problemas gástricos. Vulturno se reía.
Excorio, aunque conocía el bajo mundo, fue incapaz de contenerse, y cayendo sobre el grueso vendaje de las rodillas, vomitó en silencio.
Secándose el sudor de la frente mientras se incorporaba, y asomándose otra vez a la esquina de la pared, vio que Vulturno había llegado al pie de la segunda escalera, donde se ensanchaba el pasillo.
Aunque menos fuerte, el sonido de la lluvia era aquí perpetuo, y en este mismo sonido, aunque distante, podía sentirse un peso poco natural. Era como si el castillo no fuera más grande que una calavera sobre la que se vaciaba rápidamente una cisterna de agua. Los terrenos de alrededor estaban ya inundados: los agujeros y las depresiones profundas como valles se habían convertido en lagos oscuros que crecían por momentos, doblándose y triplicándose a medida que confundían las desbordadas orillas.
Había ahora una mayor intimidad entre todo lo que estaba de pie, tumbado, arrodillado, apuntalado, arrinconado, escondido, expuesto, dispuesto, animado o inanimado entre las paredes del castillo. Una especie de reconocimiento desganado de la
proximidad
de una cosa con otra, de un ser humano con otro, a pesar de estar separados por gruesas paredes; de la proximidad de un reloj, una barandilla, un pilar, un libro o una manga. Excorio sentía en sí mismo esta horrible proximidad, en el hombro y en la mano. El derramamiento de un continente de cielo había encarcelado a los que estaban al abrigo de todo, salvo del ruido de la tormenta, envolviéndolos en una extraña hiperrealidad en la que no había distancias.
Pasando la noche en vela, pues era imposible poder dormir, no había nadie en este sombrío y ruidoso lugar que no hubiera meditado, aunque sólo fuera por un momento, en el hecho de que todo el castillo estaba en vela. En todas las camas, con los ojos abiertos, yacían hombres y mujeres. Se veían unos a otros. Tenían conciencia de las presencias individuales y sólidas de todos los otros, no sólo a causa del aguacero abrumador, sino también por la creciente atmósfera de recelo, aunque nadie sabía exactamente de qué recelaba; sólo sabían que algo estaba cambiando, cambiando en un mundo en el que el cambio era un delito.
Por fortuna, Excorio no se había equivocado al confiar en el carácter reservado de lady Gertrude, que no había mencionado el destierro de Excorio; aunque el cuerpo del delito seguía sufriendo en el prodigioso pecho de la condesa.
Así pues, cuando Vulturno empezó a deslizar los pies de potaje por el mal iluminado pasillo de lord Sepulcravo, ignoraba que estaba acercándose a una oscuridad que ya no albergaba a Excorio, y que justo delante de la puerta no había más que sombras impenetrables. A la izquierda, una alta ventana había estallado con el viento, y por encima del rellano los pedazos de cristal brillaban tenuemente a la luz de una vela.
Excorio subió el segundo tramo de escalera, y a pesar de la tensión casi insoportable, sintió una punzada de placer irónico cuando vio el trasero de su enemigo que se bamboleaba en la oscuridad, buscando a quien lo acechaba.
Había un pequeño hueco en el pasillo, cerca de las escaleras, y Excorio lo alcanzó con dos zancadas. Desde allí podría observar la oscuridad a su izquierda. Era inútil seguir a su enemigo hasta la puerta del conde. Esperaría a que regresase. ¿Cómo podría el chef acertar el golpe en la oscuridad? Extendería el brazo a tientas hasta que el machete tocara la puerta, y retrocedería un paso. Luego levantaría el arma por encima de la cabeza, y mientras un gusanillo se le retorcía de delicia en el cerebro, dejaría caer el machete de doble mango, como una guillotina, con la gran hoja amolada hasta que el filo se había puesto a aullar. Mientras que la imagen de los movimientos de Vulturno se iluminaba en el interior del oscuro cráneo de Excorio, esos mismos movimientos ocurrían fuera. En el instante en que Excorio imaginaba la caída del machete, el machete cayó.
Las tablas del piso debajo de los pies de Excorio se levantaron de repente, y una ola de madera recorrió el pasillo de un extremo a otro y fue a morir en un acantilado de yeso. Curiosamente, fue la ondulación del suelo lo que hizo comprender a Excorio que el chef había asestado el golpe, pues en ese mismo momento el estruendo de un trueno apagó todos los otros ruidos.
Vulturno había dejado caer la hoja fría con tal concentración de entusiasmo, que la arrebatadora impresión de haber consumado al fin lo que tanto le importaba, le embotó momentáneamente el cerebro, y sólo cuando intentó desclavar el machete empezó a comprender que algo no funcionaba. Es cierto que había previsto que la hoja atravesara al «postrado» a sus pies como si éste fuera de mantequilla, a pesar de la constitución huesuda del hombre, pero no con
tanta
facilidad,
tanta
fluidez. Se preguntó si no habría afilado el machete hasta el extremo de haber hecho posible una nueva sensación, la de matar, como quien dice, sin darse cuenta, como la mortífera guadaña que siega las hierbas altas sin enterarse. No había tanteado con la punta del pie para comprobarlo, porque no se le había ocurrido pensar ni por un instante que quien se había tumbado allí noche tras noche durante más de doce años pudiera estar en otro sitio. Y de cualquier modo, esto tenía que haber despertado al larguirucho esqueleto. ¿Qué había fallado? El momento orgásmico tanto tiempo esperado se había desvanecido. Le costaba retirar el machete. Quizás se había incrustado entre las costillas. Vulturno empezó a deslizar las manos por el mango pulgada a pulgada, al tiempo que doblaba las rodillas y el tronco y forzaba a las masas de arcilla caliente y lampiña a redistribuir sus ondulaciones. Los dedos se le movieron inexorablemente hacia abajo, cada vez más impacientes por entrar en contacto con el cadáver. Sin duda ya estaban muy cerca del suelo, aunque sabía lo engañoso que puede ser el sentido de las distancias en una oscuridad cerrada. Y entonces, topó con el acero. Deslizando ávidamente las palmas por ambos lados de la hoja, emitió un repentino silbido, sonoro y mortífero, y soltando el machete, giró bruscamente como si tuviera a su enemigo pegado a los talones. Mirando a través del oscuro pasillo, escrutó el tenuemente iluminado rellano de la escalera. No parecía haber nadie, y tras unos momentos se secó las manos en las caderas, se volvió hacia el machete, y lo arrancó violentamente de las tablas.