¿Cuáles eran sus ensueños mientras permanecía tumbado en la hamaca con la negruzca cabeza de bala oculta bajo el pliegue del codo? ¿En qué soñaba hora tras hora, año tras año? Se hace difícil imaginar que los pensamientos que le cruzaban la mente fueran excepcionales, o que —a pesar de las brillantes hileras de esculturas que surgiendo del polvo se alargaban hasta el infinito en un arco de triunfo digno de un emperador— Rottcodd hiciera el más mínimo esfuerzo por salir de su aislamiento; parecía más bien disfrutar de la soledad por ella misma, temiendo en todo momento la aparición de un intruso.
Una tarde húmeda, cuando Rottcodd estaba cómodamente tumbado, ese visitante llegó de pronto. En vez del acostumbrado golpe de nudillos contra el panel, alguien sacudió ruidosamente el pomo de la puerta, interrumpiendo la siesta de Rottcodd. Los ecos resonaron a lo largo de la habitación antes de apagarse en la fina polvareda del piso. Los rayos del sol se colaban por entre las delgadas rendijas de la persiana. Incluso en tardes calurosas, sofocantes e insalubres como ésta, las persianas estaban echadas y la luz de las velas inundaba la sala con un incongruente resplandor. Al oír cómo sacudían el pomo, Rottcodd se incorporó inmediatamente. Las estrechas bandas de luz moteada que se filtraban por la persiana le rayaban la oscura cabeza con el brillo del mundo exterior. Al saltar de la hamaca, la cabeza se le bamboleó sobre los hombros, mientras echaba unas rápidas y precipitadas miradas a la puerta, arriba y abajo, después de clavarse un momento en las convulsiones de la cerradura. Agarrando el plumero con la diestra, Rottcodd empezó a avanzar por la brillante avenida, levantando a cada paso pequeñas nubes de polvo. Cuando por fin alcanzó la puerta, el pomo había dejado de vibrar. Arrodillándose precipitadamente, acercó el ojo derecho al agujero de la cerradura, atendió a las oscilaciones de su propia cabeza y a las veleidades errantes del ojo izquierdo (que se empeñaba en recorrer la superficie vertical de la puerta), y por fin, a fuerza de concentración, alcanzó a ver un ojo a unas tres pulgadas de distancia encajado como el suyo en el agujero de la cerradura, un ojo que no le pertenecía, pues no sólo no era de color gris mármol como los suyos, sino que además, lo que parecía aún más convincente, estaba al otro lado de la puerta. Este tercer ojo, que actuaba exactamente igual que el de Rottcodd, pertenecía al señor Excorio el taciturno criado de Sepulcravo, conde de Gormenghast. Que el señor Excorio estuviera verticalmente alejado del conde por una planta, y horizontalmente por cuatro aposentos, era algo muy insólito en la vida del castillo. El solo hecho de que no estuviera junto a su amo era ya anormal, y no obstante no parecía haber duda de que en esta tarde sofocante de verano el ojo del señor Excorio estaba pegado a la cerradura externa de la puerta de la Galería de las Tallas Brillantes, y presumiblemente el resto del señor Excorio se encontraba también detrás del ojo. Tras el mutuo reconocimiento, los ojos se retiraron simultáneamente y el puño del visitante sacudió una vez más el pomo de latón. Rottcodd hizo girar la llave y la puerta se abrió lentamente.
El hueco de la puerta quedó virtualmente obstruido por la figura del señor Excorio, que cruzado de brazos inspeccionaba con mirada ausente al hombre más bajo que tenía delante. No parecía que un rostro tan huesudo como el suyo fuera capaz de emitir sonidos normales, y que en vez de una voz, emergería algo más quebradizo, más añejo, más seco, quizás algo parecido a una astilla o un trozo de piedra. No obstante, los ásperos labios se entreabrieron: —Soy yo —dijo, avanzando un paso hacia la sala, mientras le crujían las articulaciones de las rodillas.
Cada paso que daba por una habitación (en realidad, cada paso de su vida) iba invariablemente acompañado por esos crujidos, uno por cada paso, como ramas secas que se quebraban.
Rottcodd, al comprobar la identidad del visitante, le indicó que se aproximara con un movimiento irritado de la mano, y cerró la puerta tras él.
La conversación no había sido nunca el fuerte del señor Excorio, y durante un buen rato, que a Rottcodd le pareció una eternidad, miró sombríamente delante de él, alzó la mano huesuda y se rascó detrás de la oreja. Luego hizo una segunda observación: —Todavía aquí, ¿eh? —preguntó con una voz que a duras penas le salía de la cara.
Rottcodd, considerando sin duda que no había mucha necesidad de que contestara semejante pregunta, se encogió de hombros y se dedicó a observar el techo.
El señor Excorio tomó aliento y prosiguió: —Dije, todavía aquí, ¿eh, Rottcodd? —Echó una amarga ojeada a la talla del Caballo Esmeralda—. ¿Conque sigue aquí, eh?
—Estoy invariablemente aquí —dijo Rottcodd bajándose los anteojos de cristales relucientes y recorriendo con la mirada el semblante del señor Excorio—. Un día y otro día, invariablemente. Tiempo muy caluroso. Extremadamente sofocante. ¿Quiere algo?
—Nada —respondió Excorio acercándose a Rottcodd con aire que tenía algo de amenazador—. No quiero nada. —Se restregó las palmas de las manos en las caderas, donde la tela oscura brillaba como seda.
Rottcodd sacudió el plumero sacándose la ceniza de los zapatos y ladeó la cabeza de bala. —Ah —dijo, evasivo.
—Usted dice «ah» —exclamó Excorio dando la espalda a Rottcodd y echando a andar por la avenida multicolor—, pero se lo aseguro, es más que «ah».
—Por supuesto —dijo Rottcodd—. Sin duda es mucho más, pero está fuera de mi alcance. Yo soy el conservador.
Al pronunciar estás palabras Rottcodd irguió el cuerpo tanto como pudo y se mantuvo de puntillas sobre el polvo.
—¿Es usted qué? —preguntó Excorio que había vuelto sobre sus pasos y se inclinaba ahora por encima de Rottcodd—. ¿El conservador?
—Eso es —dijo Rottcodd, sacudiendo la cabeza.
Un sonido ronco brotó de la garganta de Excorio. Rottcodd lo tomó como una falta total de comprensión. Le disgustaba que ese hombre hubiera invadido su terreno.
—Conservador —dijo Excorio después de un lúgubre silencio—, le contaré algo. Sé algo, ¿eh?
—¿Y bien?
—Se lo contaré. Pero antes ¿qué día es hoy? ¿Qué mes y qué año? Responda.
Rottcodd se desconcertó ante la pregunta, pero empezaba a sentirse intrigado. Era obvio que este hombre huesudo tenía algo en mente, y respondió: —Es el octavo día del octavo mes, no estoy seguro del año. ¿Por qué?
—El octavo día del octavo mes —repitió el señor Excorio con una voz que apenas se oía. Tenía los ojos casi transparentes, como si entre los peñascos de un paisaje de feas colinas aparecieran dos lagos que reflejaban el cielo—. Acérquese —dijo—, acérquese más, Rottcodd, voy a contárselo. Usted no entiende Gormenghast, lo que sucede en Gormenghast, las cosas que pasan, nada de nada. Ahí debajo, ahí pasa todo, bajo el ala norte. ¿Qué son esas cosas de aquí arriba? ¿Esos trozos de madera? De nada sirven ahora. Consérvelos, pero de nada sirven ahora. Todo bulle, el castillo bulle. Hoy es la primera vez en muchos años que se queda solo, sin mí, el conde. —Excorio se mordisqueó un nudillo—. Alcoba de la condesa, allí es donde está. Ha perdido el buen juicio, prescinde de mí, no me deja entrar a ver al Recién Llegado. El Recién Llegado. Ya ha nacido. Está abajo. Y yo no lo he visto. —Esta vez Excorio se mordió un nudillo de la otra mano, como para equilibrar la sensación—. Nadie ha entrado. Claro que no. Yo seré el siguiente. Los pájaros están posados sobre los barrotes de la cama. Cuervos, estorninos, todos los tunantes, y el grajo blanco. Hay un cernícalo; las garras clavadas en el almohadón. Su señoría la condesa los alimenta con cortezas de pan. Mijo y cortezas de pan. Apenas ha visto al recién nacido. El heredero de Gormenghast. Ni siquiera lo mira. Pero en cambio el conde no le quita los ojos. Lo he observado a través de la mirilla.
—Me necesita, ¿sabe?, pero no me deja entrar. ¿Me está usted escuchando?
Ciertamente el señor Rottcodd estaba escuchando. En primer lugar porque jamás había oído a Excorio hablar tan prolijamente, y en segundo lugar porque el nacimiento del hijo tan esperado en el seno de la antigua e histórica casa de Groan no dejaba de ser un interesante bocado para un conservador que se pasaba los días encerrado en la planta superior de la desolada ala norte. Eso le mantendría la mente ocupada en los días venideros. Excorio tenía razón al señalar que él, Rottcodd, no podía seguir el pulso del castillo desde las profundidades de una hamaca, y lo cierto es que ni siquiera había sospechado que un heredero estaba en camino. Las comidas brotaban de las sombras mediante un minúsculo ascensor que atravesaba la oscuridad, desde la zona de la servidumbre, varias plantas más abajo, y como por la noche dormía en la antesala, vivía completamente aislado del mundo y de todos sus avatares. Excorio le había traído auténticas nuevas. No obstante le desagradaba que lo importunaran, incluso para pasarle información de este calibre. Su cabeza de bala debatía la cuestión de la inesperada visita. ¿Por qué Excorio, que en el decurso normal de los acontecimientos no hubiera ni siquiera levantado una ceja para reconocer la presencia del conservador, por qué ahora se había molestado en escalar una zona del castillo que le era tan ajena? ¿Por qué se había esforzado en conversar con un carácter tan taciturno? Echó una de sus rápidas ojeadas a Excorio y se sorprendió a sí mismo diciendo de repente:
—¿A qué he de atribuir esta visita, señor Excorio?
—¿Qué? —dijo Excorio—. ¿Qué sucede?
Miró a Rottcodd y los ojos se le nublaron. A decir verdad, él era el primer sorprendido por lo que había hecho. ¿Por qué diantres, pensó, se había tomado la molestia de anunciar a Rottcodd una noticia que tanto significaba para él? ¿Por qué precisamente a Rottcodd y no a otro? Siguió observando al conservador, y cuanto más lo pensaba, más claro le parecía que la pregunta de Rottcodd era, cuanto menos, incómodamente pertinente.
El hombrecillo de enfrente le había hecho una pregunta simple y directa. Pero para Excorio era un enigma. Se arrastró un par de pasos hacia Rottcodd, se metió las manos en los bolsillos y giró lentamente sobre un tacón.
—¡Ah! —dijo al fin—, ya entiendo lo que quiere decir, Rottcodd, ya lo veo.
Rottcodd estaba deseando volver a la hamaca y disfrutar el lujo de sentirse otra vez completamente solo, pero al oír este comentario, se volvió rápidamente a mirar la cara del visitante. Excorio había dicho que entendía lo que él, Rottcodd, quería decir. ¿Realmente? Muy interesante. Y a propósito, ¿qué había querido decir? ¿Qué es lo que Excorio había entendido? Quitó una imaginaria mota de polvo de la cabeza dorada de una dríade.
—¿Está interesado en el nacimiento de abajo? —preguntó.
Excorio permaneció un rato inmóvil como si no hubiera oído nada, pero al cabo de unos pocos minutos fue evidente que estaba estupefacto.
—¡Interesado! —exclamó con voz ronca y profunda—. ¡Interesado! El pequeño es un Groan. Un auténtico varón Groan. ¡Un desafío al Cambio! ¡No habrá Cambio, Rottcodd, no habrá Cambio!
—¡Ah! Ya comprendo por dónde va, señor Excorio. ¿No estará muriéndose el conde?
—No —respondió Excorio—. ¡Pero le salen canas! —y se acercó a las persianas de madera con largas y lentas zancadas de garza, levantando nubes de polvo. Cuando la polvareda se asentó, Rottcodd vio que había apoyado contra el dintel la cabeza angulosa de color de pergamino.
El señor Excorio no alcanzaba a sentirse completamente satisfecho de la explicación que había dado a Rottcodd sobre el motivo que lo había traído a la Galería de las Tallas Brillantes. Mientras permanecía de pie junto a la ventana, se repetía una y otra vez la pregunta: ¿por qué Rottcodd? ¿Por qué demonios Rottcodd? Y no obstante sabía que en cuanto se enteró del nacimiento del heredero, cuando su naturaleza austera se había conmocionado de tal modo que había sentido la irresistible necesidad de comunicar su entusiasmo a algún otro, fue en Rottcodd en quien pensó inmediatamente. Ni comunicativo ni entusiasta por naturaleza, le había sido difícil, incluso bajo la presión emocional del acontecimiento, informar directamente a Rottcodd. Como ya se ha dicho, él fue el primer sorprendido, no sólo por haberse librado de aquella carga, sino también por haber necesitado tan poco tiempo.
Se volvió y vio que el conservador estaba de pie con aire cansino junto al Tiburón Policromo, meneando como un pájaro la pequeña cabeza rapada y sosteniendo el plumero entre los dedos. Se daba cuenta de que Rottcodd aguardaba cortésmente a que se marchase. En resumidas cuentas, el señor Excorio se encontraba en un peculiar estado de ánimo. Le había sorprendido que Rottcodd apenas se inmutara al oír la noticia, y estaba sorprendido consigo mismo por haber venido a anunciarla. Extrajo un enorme reloj de plata del bolsillo y lo sostuvo horizontalmente en la palma de la mano.
—He de marchar —dijo torpemente—. ¿Me oye, Rottcodd? He de marchar.
—Agradecido por la visita —dijo Rottcodd—. ¿Firmará a la salida el libro de visitantes?
—¡No! ¿Visitante yo? —preguntó Excorio levantando los hombros hasta las orejas—. Treinta y siete años al servicio del conde. ¡Firmar un libro! —añadió con desprecio, y escupió en un rincón apartado de la sala.
—Como guste —dijo Rottcodd—. Me refería a la sección del libro reservada al personal.
—¡No! —dijo Excorio.
Fue hacia la puerta y al pasar junto al conservador lo miró atentamente. La pregunta continuaba aún preocupándolo. ¿Por qué? La natividad había conmocionado el castillo. Se hacían mil conjeturas. No había ningún orden. Los rumores barrían la fortaleza. Por todas partes, por pasadizos, arcadas, claustros, refectorio, cocina, alcobas y salas era igual. ¿Por qué había elegido al apático Rottcodd? De pronto lo comprendió. Tenía que haber pensado inconscientemente que la noticia no habría sido noticia para nadie más; que Rottcodd era terreno virgen para este mensaje, Rottcodd, el conservador que vivía solo entre las Tallas Brillantes, era la única persona a la que podía llevar la primicia sin comprometer su hosca dignidad, y aunque la reacción sería poco entusiasta, por lo menos sería una verdadera novedad.
Había resuelto el problema, y dándose cuenta de un modo un tanto obtuso de que la conclusión era particularmente mundana y poco inspirada, y habiendo descartado que su alma hubiese recorrido todos esos pasillos y escaleras en busca del alma de Rottcodd, Excorio avanzó con las piernas ligeramente esparrancadas por los corredores del ala norte y bajó por la curva escalinata de piedra que conducía al patio de piedras acompañado todo el rato por una curiosa desilusión, la idea de que había menoscabado su propia dignidad, y el alivio de que su visita a Rottcodd hubiera pasado inadvertida y de que el propio Rottcodd estuviera bien escondido del mundo en la Galería de las Tallas Brillantes.