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Por lo que me ha contado Denny acerca del gobierno y sus procesos internos, creo que este despreciable plan fue concebido en alguna habitación trasera de la Casa Blanca, nada menos, probablemente por algún maligno asesor de un presidente de catadura y fortaleza moral discutibles, y seguramente basándose en la correcta estimación, hecha, desgraciadamente, desde la paranoia más que desde la percepción espiritual, de que
todos los perros tienen inclinaciones progresistas en los temas sociales
.
Argumento número 2: el hombre lobo.
Sale la luna llena. La niebla cubre las ramas más bajas de los abetos. Un hombre emerge del rincón más oscuro del bosque y se encuentra transformado en...
¿Un mono?
Me parece que no.
Se llamaba Eve y, al principio, sentí resentimiento por la manera en que cambió nuestras vidas. Me fastidiaba la atención que Denny le prestaba a sus manos pequeñas, a sus nalgas rollizas y redondeadas, a sus modestas caderas. La forma en que contemplaba sus suaves ojos verdes, que asomaban por debajo de unos mechones de cabello rubio y lacio muy a la moda. ¿Envidiaba yo su cautivadora sonrisa, que compensaba todo lo que en ella hubiera podido considerarse no tan especial? Quizás. Porque ella era una persona, y yo no. Era todo lo que yo no era. Yo, por ejemplo, pasaba largos periodos sin cortarme el pelo ni bañarme; ella se bañaba a diario, y tenía una persona dedicada a teñirle el cabello al gusto de Denny y nada más. Mis uñas crecían demasiado y arañaban el suelo de madera; ella solía acicalar las suyas con palitos y cortaúñas y limas para asegurarse de que mantuvieran la forma y el tamaño adecuados.
La atención que prestaba a cada detalle de su apariencia también se reflejaba en su personalidad. Era una organizadora increíble, meticulosa por naturaleza. Se pasaba la vida haciendo listas y tomando notas de cosas que se debían hacer o buscar o conseguir. A menudo se trataba de listas que llamaba «para mi amor» y que se referían a Denny y a mí. Así que nuestros fines de semana estaban llenos de viajes al Home Depot o de esperas en la cola del Centro de Residuos y Reciclado de Georgetown. A mí no me gusta pintar habitaciones, reparar picaportes ni lavar cortinas. Pero, al parecer, a Denny sí, porque cuanto más trabajo de ése le daba ella para hacer, más prisa se daba él en terminar la tarea y recibir su recompensa, que, por lo general, incluía muchos morreos y caricias.
Al poco tiempo de que ella se mudara a nuestro apartamento, se casaron en una pequeña ceremonia, a la que asistimos un grupo de los amigos más íntimos de ambos y la familia inmediata de Eve. Denny no tenía hermanos ni hermanas a los que invitar, y explicó la ausencia de sus padres diciendo que simplemente no les gustaba viajar.
Los padres de Eve les dejaron claro a todos los participantes que el lugar donde se celebró la boda, una encantadora casita de playa en la isla Whidbey, pertenecía a unos amigos que no se encontraban allí. Se me permitió participar sólo bajo reglas estrictas: no podía andar libremente por la playa ni nadar en la bahía, pues de ello podía resultar que los caros suelos de caoba se rayaran con arena pegada a mis patas. Y me vi obligado a orinar y defecar en lugares muy precisos, cerca de los cubos de reciclaje.
Cuando regresamos de Whidbey, noté que Eve circulaba por el apartamento con más autoridad, y que se mostraba mucho más osada a la hora de mover o reemplazar cosas: toallas, ropa de cama e incluso muebles. Había entrado en nuestras vidas y lo había cambiado todo. Y aunque su intrusión me hacía desdichado, había algo en ella que me impedía sentir verdadera rabia por su presencia. Creo que era su vientre hinchado.
Había algo en el esfuerzo que le costaba tumbarse de costado para descansar tras quitarse la blusa y la ropa interior, en el modo en que sus senos caían sobre el pecho cuando se tendía en la cama. Me recordaba a mi madre a la hora de alimentarnos, cuando suspiraba y se echaba, antes de presentarnos sus mamas. Era como si dijese: «Esto es lo que uso para daros de comer. ¡Ahora, mamad!». Y aunque las atenciones que Eve le prodigaba a su criatura no nacida me ponían celoso, no tenía razón. Ahora me doy cuenta de que nunca le di un solo motivo para que me prodigara parecidos cuidados. Tal vez lo que me dolía era que, aunque yo amaba la forma en que se comportaba ahora que estaba encinta, sabía que nunca podría ser la fuente de sus afectos como lo era su bebé.
Se dedicaba a la criatura incluso antes de que naciera. La tocaba a través de su piel tensa. Le cantaba y bailaba con ella al son de la música del estéreo. Aprendió a hacerla moverse mientras bebía zumo de naranja, cosa que hacía a menudo, pues me explicó que aunque las revistas de salud decían que había que hacerlo por el ácido fólico, ella y yo sabíamos que lo bueno era que la hacía dar patadas. Una vez me preguntó si quería ver cómo se sentía. Sí que quería, de modo que apretó mi cara contra su vientre después de beberse el ácido zumo y la sentí moverse. Creo que era un codo que empujaba con perversidad, como un ser que quisiese salir de una tumba. Me costaba imaginar exactamente qué ocurría detrás de la cortina, en el interior del saco mágico de Eve, donde el cachorro se iba formando. Pero sabía que eso que llevaba dentro era independiente de ella, y que tenía voluntad propia, y que se movía cuando quería o cuando el ácido lo instaba a hacerlo, y que no se trataba, en fin, de algo que ella controlase.
Admiro al sexo femenino. Las hacedoras de la vida. Debe de ser asombroso tener un cuerpo que puede llevar otro ser vivo en su interior. (No tengo en cuenta, claro, el caso de las tenias que he alojado en mis tripas, porque en realidad no cuentan como otra vida. Son parásitos y, para empezar, no deberían haber estado ahí). La vida que Eve llevaba en su interior era algo creado por ella. Por ella y por Denny. En aquellos días yo anhelaba que el bebé se pareciese a mí.
Recuerdo el día en que el bebé llegó. Yo acababa de alcanzar la edad adulta, a los dos años, según el calendario canino. Denny estaba en Daytona, Florida, para la carrera más importante de su vida. Se había pasado todo el año buscando patrocinadores, suplicando, rogando, acosando, hasta que tuvo suerte y dio con la persona justa en el vestíbulo de hotel justo, quien le dijo:
—Tienes cojones, hijo. Llámame mañana.
Así fue como encontró su tan anhelado patrocinador y pudo comprarse una plaza en un Porsche 993 de competición para las 24 horas de Daytona.
Las carreras de resistencia no son para débiles. Se trata de cuatro pilotos que se pasan seis horas cada uno al volante de un automóvil de carreras ruidoso, potente, exigente y caro, en un ejercicio de destreza y coraje. Las 24 horas de Daytona, que se transmiten en directo por televisión, son un evento tan impredecible como emocionante. Que Denny hubiera logrado la oportunidad de participar en el mismo año en que iba a nacer su hijo era una de esas coincidencias cuyas posibles interpretaciones varían. A Eve la afligía lo poco adecuado del momento. Denny estaba feliz porque su momento hubiese llegado, y sentía que tendría todo lo que siempre deseara.
Pero es verdad que no era el momento oportuno. El mismo día de la carrera, cuando aún faltaba una semana para la fecha de parto estimada, Eve tuvo contracciones. Llamó a las comadronas, que invadieron nuestra casa, donde se hicieron cargo de la situación. Esa noche, mientras sin duda Denny estaba conduciendo en el circuito de Daytona y ganando la carrera, Eve estaba incorporada en la cama, doblada en dos, asistida por dos regordetas damas que la sujetaban de los brazos. Tras emitir un monstruoso bramido que pareció durar una hora, expulsó un pequeño cuajarón sanguinolento de tejido humano, que pataleó convulsivamente antes de echarse a berrear. Las señoras ayudaron a Eve a recostarse y depositaron la cosita morada sobre su torso. La boca del bebé acabó encontrando el pezón de Eve y se puso a mamar.
—¿Pueden dejarnos solas un minuto...? —alcanzó a decir Eve.
—Por supuesto —respondió una de las damas, dirigiéndose a la puerta.
—Ven con nosotras, perrito... —me dijo la otra, mientras salían.
—No —la interrumpió Eve—, puede quedarse.
¿Me podía quedar? A mi pesar, me sentí orgulloso por ser incluido en el círculo íntimo de Eve. Las dos señoras se marcharon a ocuparse de lo que se tuvieran que ocupar y yo contemplé fascinado cómo Eve amamantaba a su nuevo bebé. Al cabo de unos minutos mi atención se desplazó de la primera comida del bebé al rostro de Eve, y vi que lloraba, y me pregunté por qué.
Dejó caer su mano libre, y los dedos colgaron junto a mi morro. Dudé. No quise dar por sentado que me estaba llamando. Pero entonces, sus dedos se movieron y cuando me miró a los ojos, supe que eso era lo que hacía. Le toqué la mano con la nariz. Puso los dedos en mi coronilla y me rascó, sin dejar de llorar ni de amamantar al bebé.
—Ya sé que le dije que fuera al circuito —aseguró—. Ya sé que le insistí, ya lo sé. —Las lágrimas le corrían por las mejillas—. ¡Pero cuánto me gustaría que estuviese aquí!
Yo no sabía qué hacer, pero sí que no tenía que moverme. Ella me necesitaba.
—¿Prometes protegerla siempre? —preguntó.
No me lo preguntaba a mí. Se lo preguntaba a Denny, de quien yo no era más que un sustituto. Aun así, sentí el peso de la responsabilidad. Entendía que, como perro, nunca podría relacionarme con los humanos tanto como hubiera querido. Pero en ese momento me di cuenta de que había algo que podía hacer. Les podía dar a las personas que me rodeaban algo que necesitaban. Podía confortar a Eve durante la ausencia de Denny. Podía proteger al bebé de Eve. Y aunque siempre ansiaría más, había encontrado, en cierto modo, un punto de partida.
Al día siguiente Denny regresó de Daytona, Florida, de mal talante. Su ánimo cambió en cuanto tuvo en brazos a su niñita, a quien llamaron Zoë, no por mí, sino por la abuela de Eve.
—¿Ves a mi angelito, Enz? —me preguntó.
¿Si la veía? ¡Qué pregunta! ¡Prácticamente la había acompañado en su llegada al mundo!
Consciente de que caminaba sobre una capa de hielo muy delgada, Denny se conducía con mucha cautela desde su regreso. Maxwell y Trish, los padres de Eve, estaban en la casa desde el nacimiento de Zoë, cuidando de su hija y de su nieta recién nacida. Yo los llamaba los Gemelos, por lo parecidos que eran, con los cabellos teñidos con un color del mismo tono artificial, y porque inevitablemente se vestían con prendas que hacían juego: pantalones color caqui, o pantalones sueltos de poliéster, siempre con suéteres o polos. Cuando uno se ponía gafas de sol, el otro también lo hacía. Y lo mismo ocurría cuando se trataba de bermudas, que usaban con calcetines que les llegaban a las rodillas. Y siempre olían a productos químicos: plástico y potingues para el pelo con base de petróleo.
Desde que llegaron, los Gemelos se pasaban el día regañando a Eve por haber tenido a su bebé en casa. Le dijeron que eso era poner en peligro la salud de la criatura, y que en estos tiempos modernos era una irresponsabilidad tener un bebé en cualquier lugar que no fuese uno de los hospitales más prestigiosos, con los médicos más caros. Eve procuró explicarles que las estadísticas demuestran precisamente lo contrario en el caso de madres saludables, y que cualquier señal de alarma habría sido detectada de inmediato por el experto equipo de matronas tituladas, pero ellos no cedían. Afortunadamente para Eve, la llegada de Denny significó que los Gemelos dejaron de ocuparse de sus errores para concentrarse en los de él.
—Eso sí que es tener mala suerte. —Maxwell hablaba a Denny en la cocina. Maxwell estaba feliz. Me di cuenta por su voz.
—¿Te devolverán algo de tu dinero? —preguntó Trish.
Denny estaba afligido, aunque no supe por qué hasta que, esa misma noche, más tarde, vino Mike y ambos abrieron sus cervezas. Ocurrió cuando Denny estaba a punto de comenzar su tercer turno al volante. El coche respondía bien y todo parecía estar en orden. Iban segundos en su categoría, y a Denny no le costaría nada tomar la cabeza cuando el sol se pusiera y llegara el momento de conducir de noche. Pero el piloto encargado del segundo turno estrelló el vehículo contra el muro de contención durante la tercera vuelta.
Chocó cuando un Daytona Prototype —un coche mucho más veloz que el de ellos— se disponía a pasarlo. Primera regla de la conducción deportiva: jamás te apartes para dejarle paso a nadie. Haz que ellos te tengan que pasar. Pero el conductor del equipo de Denny se hizo a un lado y pisó las canicas, que es como se llama a los fragmentos de caucho que se van desprendiendo de los neumáticos y que se acumulan al borde de la pista. Pisó las canicas y la cola del auto se desequilibró, y se estrelló contra el muro casi a la máxima velocidad, y el coche se deshizo en un millón de pedacitos.
El conductor salió indemne, pero la carrera había terminado para el equipo. Y Denny, que se había pasado un año trabajando para brillar en esta ocasión, se encontró plantado en el campo, enfundado en el elegante traje de piloto que le habían dado, cubierto de pies a cabeza con los logotipos de los patrocinadores, tocado con su propio casco especial, que él había equipado con toda clase de dispositivos de radiotransmisión y orificios de ventilación adaptados y de protección reforzada, viendo cómo la oportunidad de su vida se había desviado malamente, y era sacada de la pista, amarrada a un remolque y llevada al depósito de chatarra sin que él hubiese conducido ni siquiera una vuelta.
—Y no te devuelven tu dinero —dijo Mike.
—Nada de eso me importa —dijo Denny—. Tendría que haber estado aquí.
—El parto se adelantó. No se pueden saber las cosas de antemano.
—Sí que se puede. Si haces las cosas bien, puedes.
—En cualquier caso —dijo Mike, alzando su botella de cerveza—, por Zoë.
—Por Zoë —se hizo eco Denny.
«Por Zoë —pensé—, a quien siempre protegeré».
Cuando sólo estábamos Denny y yo, él ganaba diez mil dólares al mes en su tiempo libre llamando a gente por teléfono, como quien dice. Pero cuando Eve quedó encinta, Denny comenzó a trabajar detrás del mostrador del concesionario de coches finos donde se ocupaban de reparar únicamente marcas alemanas caras. A Denny le gustaba de verdad este trabajo, pero ocupaba todo su tiempo libre y ya no pasábamos los días juntos.
Algunos fines de semana, además, Denny daba clases en alguno de los cursos de conducción de alto nivel que organizaban los muchos clubs de automóviles —BMW, Porsche, Alfa Romeo— de la zona, y solía llevarme, lo que me agradaba mucho. En realidad, no le gustaba dar ese tipo de clases, pues cuando ello ocurría no conducía, sino que se limitaba a sentarse en el asiento del acompañante y decirles a otras personas cómo se conduce. Y, según comentaba, lo que le pagaban apenas compensaba lo que gastaba en gasolina para llegar allí. Tenía la ilusión, o mejor dicho la fantasía, de mudarse a algún lugar —Sonoma, Phoenix, Connecticut, Las Vegas, Europa, incluso— para trabajar en una escuela importante y conducir más, pero Eve le dijo que creía que nunca podría dejar Seattle.