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En el fragor de la carrera, a veces les ocurren cosas a los coches. Se puede romper un diente de un engranaje de transmisión, privando al conductor de todas sus marchas. Quizá falle el embrague. O los frenos se ablanden al recalentarse. Se pueden romper los amortiguadores. Cuando surge uno de estos problemas, el mal conductor choca. El conductor normal se da por vencido. Los buenos siguen al volante. Dan con una manera de seguir conduciendo a pesar del problema. Como en el Gran Premio de Luxemburgo de 1989, cuando el irlandés Kevin Finnerty York ganó la carrera y después reveló que había corrido las últimas doce vueltas con sólo dos marchas. Dominar así una máquina es la prueba definitiva de habilidad, decisión y conciencia. Hace que nos demos cuenta de que el aspecto físico del mundo sólo es un límite si nuestra voluntad es débil. Un verdadero campeón puede lograr cosas que le parecerían imposibles a una persona normal.
Denny redujo sus horas de trabajo para poder llevar a Zoë a la escuela infantil. Por la noche, después de cenar, le leía cuentos y la ayudaba con sus números y sus letras. Pasó a ocuparse de hacer todas las compras y de cocinar. Se hizo cargo de la limpieza de la casa. Y lo hizo todo bien y sin quejarse. Quería aliviar a Eve de toda carga, de toda tarea que le pudiera pesar. Pero lo que sus nuevas responsabilidades le impedían era relacionarse con ella de la manera juguetona y físicamente afectuosa que yo me había acostumbrado a ver. Le era imposible hacerlo todo. Estaba claro que había decidido que su prioridad era cuidar el organismo de Eve. Lo cual, creo, fue la decisión correcta, dadas las circunstancias. Porque me tenía a mí.
Veo el verde como gris. Para mí, el rojo es negro. ¿Eso me hace malo? Si me enseñaran a leer y me dieran un sistema computerizado como el que alguien le dio a Stephen Hawking, yo también podría escribir libros importantes. Pero nadie me enseña a leer y nadie me da un mando de ordenador que pueda apretar con la nariz para indicar la siguiente letra que quiero pulsar. Así que ¿de quién es la culpa de que sea como soy?
Denny no dejó de amar a Eve. Sólo delegó en mí la tarea de darle amor. Me convertí en su representante en lo referente a dar amor y comprensión. Cuando Eve enfermaba y él se hacía cargo de Zoë, llevándosela de la casa a ver alguna de las muchas maravillosas películas de animación para niños que se hacen, para que no oyera los gritos de dolor de su madre, yo me quedaba. Él confiaba en mí. Mientras Zoë y él tomaban sus botellas de agua y las galletas especiales sin grasas hidrogenadas que le compraba en el mercado bueno, me decía:
—Por favor, cuídala por mí, Enzo.
Y yo lo hacía. La cuidaba tumbándome junto a la cama, o si se había derrumbado en el suelo, quedándome junto a ella. A menudo, me estrechaba con fuerza, me apretaba contra su cuerpo, y, mientras lo hacía, me contaba cosas sobre el dolor.
—No puedo quedarme quieta. No puedo estar sola con esto. Necesito gritar y debatirme, porque se va cuando grito. Cuando me quedo en silencio me encuentra, me rastrea, me perfora y me dice: «¡Ahora te tengo! ¡Ahora eres mía!».
Demonio. Diablo. Duende. Espectro. Fantasma. Espíritu. Sombra. Ogro. Estantigua. Trasgo. Las personas les temen, así que relegan su existencia a cuentos, a libros que pueden cerrar y poner en el anaquel, o dejar en una habitación de hotel después de leerlos; cierran los ojos con fuerza para no ver el mal. Pero créeme si te digo que la cebra existe. En algún lugar, la cebra está bailando.
Por fin, llegó la primavera, después de un invierno excepcionalmente húmedo, lleno de días grises y de lluvia y de un frío penetrante que no tenía nada de rejuvenecedor. Durante el invierno, Eve comió poco y se puso pálida y macilenta. A veces, cuando el dolor la atacaba, pasaba días enteros sin probar bocado. Nunca hacía ejercicio, de modo que su delgadez, la piel floja sobre huesos frágiles, no daban una impresión de vigor. Se iba consumiendo. Denny se preocupaba, pero Eve nunca hizo caso a sus súplicas de que consultara a un médico. Sólo es un leve caso de depresión, decía. Tratarían de darle píldoras y ella no quería píldoras. Y una noche, después de la cena, que fue especial, aunque no recuerdo si se trataba de un cumpleaños o de un aniversario, Denny apareció, inesperadamente, desnudo en el dormitorio, donde Eve ya estaba desnuda en la cama.
Me pareció raro, porque hacía mucho que no se montaban ni jugaban. Pero ahí estaban. Él se puso sobre ella y ella le dijo:
—El campo está fértil.
—En realidad no lo está, ¿no? —preguntó él.
—Sólo dilo —respondió Eve al cabo de un momento. Sus ojos, hundidos en las órbitas y rodeados de piel hinchada, habían perdido brillo y ciertamente no daban una impresión de fertilidad.
—¡Siembro este campo de la fertilidad! —repitió él. Pero el encuentro fue débil y carente de entusiasmo. Ella hacía ruidos, pero fingía. Yo me di cuenta porque, en medio de todo, me miró, meneó la cabeza y me indicó que me marchara con un gesto. Me retiré de la habitación y descabecé un sueño ligero. Y si no recuerdo mal, soñé con cornejas.
Esas siniestras criaturas se posan en los cables de la electricidad y en los techos y lo miran todo. Su graznido tiene algo oscuro, burlón. Saben siempre dónde te encuentras, estés dentro o fuera de la casa. Estas primas pequeñas del cuervo están llenas de ira y resentimiento. Las amarga que sus genes las hagan parecer enanas en comparación con sus parientes. Se dice que el cuervo ocupa el peldaño inmediatamente superior al del hombre en la escala evolutiva. Al fin y al cabo, según las leyendas de los nativos de la costa noroeste, el cuervo creó al hombre. (Y es interesante notar que la deidad equivalente en el folclore de los indios de las llanuras es el coyote, que es un perro. De modo que, me parece, cuervos y perros ocupamos el lugar más alto de la cadena alimentaria espiritual). Y si el cuervo creó al hombre, y la corneja es prima del cuervo, ¿cuál es el lugar de la corneja?
El lugar de la corneja es la basura. Muy inteligentes, ladinas, lo que mejor hacen es aplicar su maligno geniecillo a destapar cubos de desperdicios o abrir con sus picos cualquier cosa que albergue alimentos. Son escoria, seres que andan en bandadas. Al verlas, dan ganas de matarlas.
Nunca persigo a las cornejas. Si lo intentas, se alejan dando saltitos, provocándote para que te embarques en una persecución de la que saldrás lastimado. Procuran dejarte en situación apurada y lejos, para poder hacer lo que quieren con la basura. Es verdad. A veces, cuando tengo pesadillas, sueño con cornejas. En bandadas. Atacando sin piedad, haciéndome pedazos. Es lo peor.
Cuando acabábamos de mudarnos a nuestra casa ocurrió algo con las cornejas; por eso sé que me odian. Tener enemigos es malo. Denny siempre juntaba mis deyecciones en bolsas verdes biodegradables. Es parte del precio que las personas deben pagar por su necesidad de supervisar tan de cerca a sus perros. Deben retirar excrementos de la hierba con una bolsa de plástico vuelta del revés. Deben cogerlos con los dedos y manipularlos. Aun cuando hay una barrera plástica por medio, no les agrada hacerlo, porque los deben oler y su sentido del olfato carece de la sofisticación necesaria para discernir la sutileza de los distintos niveles de un aroma y sus diversos significados.
Denny iba juntando las pequeñas bolsas llenas de mierda en una gran bolsa de compras de plástico. De tanto en tanto, se deshacía de ésta dejándola en el cubo de residuos del aparcamiento que había calle arriba. Tal vez lo hiciera porque no quería contaminar el suyo con mis heces. No sé.
A las cornejas, que se enorgullecen de ser primas de los cuervos y, por lo tanto, muy inteligentes, les encanta depredar bolsas de compras. Y muchas veces atacaban alguna que se quedaba en el porche cuando Denny o Eve compraban muchas cosas y las iban metiendo en la casa poco a poco. Son muy veloces, y un instante les basta para robar unos bizcochos o alguna otra cosa y huir.
En una ocasión, cuando yo era joven, las cornejas divisaron a Eve, que traía unas compras, y se apiñaron en un árbol ubicado en la linde misma de la propiedad. Eran muchísimas. Se mantenían en silencio, pues no querían llamar la atención, pero yo las había visto. Tras aparcar en el caminillo de entrada, Eve hizo varios viajes, llevando bolsas del coche al porche y de ahí a la casa. Las cornejas miraban. Se dieron cuenta de que Eve se había dejado una bolsa fuera.
Bueno. Son astutas, lo reconozco, porque no actuaron de inmediato. Miraron y esperaron hasta que Eve fue al piso superior, se desvistió y se metió en la bañera, como hacía a veces por las tardes, cuando se tomaba un día libre. Observaron hasta cerciorarse de que la puerta acristalada de la cocina estaba cerrada, de modo que no pudieran entrar asesinos ni violadores, ni yo pudiese salir. Entonces, se pusieron en acción.
Unas cuantas volaron hasta la bolsa y se pusieron a hurgarla con sus picos. Una se acercó a la puerta acristalada para provocarme y hacerme ladrar. Por lo general, me hubiese resistido, sólo por no darles el gusto, pero, como sabía qué estaban haciendo, ladré unas pocas veces, sólo las suficientes como para que pareciera que lo hacía en serio. No se alejaron. Querían burlarse de mí, que viera, sin poder hacer nada, cómo disfrutaban de los contenidos de la bolsa. Así que toda la bandada acudió al patio. Bailoteaban en círculos, me hacían muecas, aleteaban y llamaban a sus amigas. Desgarraron la bolsa de plástico y sepultaron sus picos en ella para comer toda la maravillosa comida, los deliciosos bocados que contenía. Las estúpidas aves comían; se llenaban el pico y tragaban, felices. Hasta que se dieron cuenta de que se estaban atiborrando con mi mierda.
¡Mi mierda!
¡Oh, las caras que pusieron! ¡El silencio atónito que se produjo! Cómo menearon las cabezas, cómo fueron todas a la fuente del vecino del otro lado de la calle a lavarse los picos.
Después regresaron. Limpias y furiosas. Cientos de ellas, miles, tal vez. Se plantaron en el porche y el terreno traseros. Había tantas que parecían una inmensa capa de brea y plumas. Fijaban en mí sus ojitos brillantes, como diciendo: «Sal, perrito, y verás cómo te arrancamos los ojos».
No salí. Y no tardaron en marcharse. Pero cuando Denny regresó del trabajo ese día, le echó un vistazo al jardín. Eve preparaba la cena y Zoë, que aún era pequeña, estaba sentada en su trona. Denny miró fuera y preguntó:
—¿Por qué hay tanta caca de pájaro en el porche?
Yo lo sabía. Si me hubiesen dado un ordenador como el de Stephen Hawking se lo hubiese dicho.
Salió, tomó la manguera y limpió el porche. Y recogió las bolsas de mierda rotas, desconcertado, aunque no dijo nada. Los árboles y los cables de teléfono estaban cubiertos de cornejas. Todas miraban. Yo no salí. Y cuando Denny quiso jugar a tirar la pelota, fingí que me sentía mal y me tumbé a dormir.
Fue divertido ver a todas esas estúpidas aves que se creen tan astutas con los picos llenos de mierda de perro. Pero, como ocurre con todo, hubo repercusiones. Desde entonces, mis pesadillas siempre están llenas de cornejas furiosas.
En bandadas.
Los indicios estaban a la vista, pero yo no había sabido interpretarlos. Durante el invierno, Denny practicó de forma obsesiva un juego de simulación de carreras en el ordenador, lo que era muy poco propio de él. Nunca le habían interesado esos juegos. Pero ese invierno lo hacía constantemente, noche tras noche, cuando Eve se iba a dormir. Y sólo ponía circuitos de los Estados Unidos. De St. Petersburg a Laguna Seca. De las carreteras de Atlanta al centro de Ohio. Me tendría que haber dado cuenta con sólo ver los circuitos que recorría. No estaba jugando. Estaba estudiando. Aprendía las curvas y los puntos donde debía disminuir la velocidad. Yo le había oído hablar de lo precisos que eran esos juegos, de cómo les eran muy útiles a los pilotos profesionales para familiarizarse con nuevos circuitos. Pero en aquel momento no lo recordé.
Y su dieta: nada de alcohol, ni de azúcar, ni de fritos. Su rutina de ejercicios: correr muchos días por semana, nadar en la piscina Medgar Evers, pesas en el garaje del fornido vecino que había comenzado a ejercitarse cuando estaba en la cárcel. Denny se había estado preparando. Estaba flexible, fuerte y listo para dar guerra al volante de un coche. Y yo no había sabido descifrar las señales. Pero he de decir que me parece que me mantuvo desinformado adrede. Porque cuando, un día de mayo, bajó con su bolso deportivo y su maleta con ruedecitas y su funda especial para el casco y el dispositivo protector del cuello, Eve y Zoë no se mostraron sorprendidas porque se marchara. Ya se lo había dicho a ellas. A mí, no.
La despedida fue extraña. Zoë estaba excitada y nerviosa al mismo tiempo; Eve, abatida, yo, completamente confundido. ¿Adónde se iba? Alcé las cejas, erguí las orejas, ladeé la cabeza; recurrí a todos mis gestos faciales en busca de información.
—Sebring —me dijo, como si me hubiese leído la mente—. ¿No te había dicho que obtuve una plaza en la categoría de turismos?
¿Categoría de turismos? ¡Pero si dijo que nunca podría hacerlo! ¿No habíamos quedado en eso?
Me sentí eufórico y desolado a la vez. Un fin de semana de carreras significaba una ausencia de al menos tres noches, a veces cuatro, cuando el evento es en la costa opuesta, y hay once carreras en un periodo de ocho meses. ¡Pasaría mucho tiempo lejos de nosotros! Me preocupaba el bienestar emocional de los que quedábamos en casa.
Pero tengo corazón de piloto, y un piloto jamás permite que lo que ya ocurrió afecte a lo que está pasando en el momento presente. La noticia de que había obtenido la plaza de la categoría de turismos, y que se iba a Sebring para participar en una carrera que se transmitiría por ESPN2, era más que buena. Por fin haría lo que debía hacer, cuando quisiera hacerlo. No tendría que preocuparse por lo que hacían los demás, ni esperar a nadie. Sería responsable de sí mismo y nada más. Un corredor debe ser muy egoísta. La fría verdad es que hasta la familia está después que su carrera.
Meneé el rabo con entusiasmo y me sonrió. Le brillaban los ojos. Sabía que yo entendía todo lo que me decía.
—Pórtate bien —me dijo en tono de jocosa advertencia—. Cuida a las chicas.
Abrazó a la pequeña Zoë y le dio un suave beso a Eve. Pero cuando se volvió para marcharse, ella se precipitó sobre él y lo abrazó con fuerza. Le sepultó el rostro, enrojecido a fuerza de contener las lágrimas, en el hombro.