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El androide dejó escapar un trino triunfal y una cuenta atrás apareció en la esquina superior del diagrama sensor.
—Nueve a Vigilantes, cuarenta, cuatro cero, segundos para el lanzamiento. Silbador, conecta el aleatorizador cuando me encuentre a dos kilómetros y medio del objetivo. —El armamento de la Lancero había sido tomado de los bombarderos TIE, por lo que padecía las mismas limitaciones de alcance que los cazas—. También quiero que obtengas un registro completo de cómo están funcionando las torretas y que transmitas esos datos a Control y al Jefe Rebelde. Si la Lancero tiene algún punto débil, si cualquiera de las torretas parece no tener muy buena puntería…, bueno, en ese caso necesito saberlo.
El cronómetro llegó a los diez segundos. Corran volvió a acariciar su medallón, y después puso la mano derecha sobre la palanca de control y sonrió.
—Y allá va Rebelde Nueve, siguiendo la tradición de aceptar misiones suicidas con una sonrisa en los labios tan apreciada por su unidad… Vigilantes, cuando dé la señal. Cinco. Cuatro. Tres. Dos. Uno. Ya. ¡Lanzad los torpedos!
El comunicador emitió una oleada de informes de disparo. Corran no consiguió entender nada, pero pudo oír el último informe. —«Vigilante Tres, torpedos lanzados»— en cuanto el conflicto de voces se hubo disipado.
Lanzó una mirada al cronómetro, que había empezado a recortar los segundos que faltaban para el impacto. «Dos segundos de retraso… Probablemente no será un problema».
—¿Quieres hacer el favor de bajar el volumen de la sirena de advertencia de la fijación de torpedos, Silbador? Te aseguro que ya me he enterado de que se están aproximando.
El ruido de fondo de la cabina cesó de repente. El corelliano contempló la lenta cuenta atrás de los segundos. Dejar atrás el punto de lanzamiento y llegar a la parte central del trayecto hacia la Lancero pareció requerir una eternidad. Mientras su nave seguía avanzando hacia el objetivo, Corran pudo ver cómo hileras de verdosos haces láser empezaban a extenderse en su dirección. Los haces iniciaron una serie de curvas y ondulaciones a medida que los artilleros intentaban seguir la trayectoria de su nave. Al principio la velocidad con la que se estaba aproximando hizo que los primeros disparos de los imperiales quedaran demasiado largos.
Cuando faltaban doce segundos para el impacto, Silbador activó el programa aleatorizador y Corran sintió que la palanca de control empezaba a vibrar. Una minúscula chispa de miedo se deslizó por su cuerpo cuando se imaginó que había perdido el control de la nave. Pero el miedo se disipó casi al instante, dejando tras de sí una calma que le resultó terriblemente familiar porque era la misma que había experimentado aquella noche en Talasea. «Bueno, entonces no morí. Quizá, sólo quizá…».
Desplazando la palanca hacia atrás y hacia la izquierda, Corran hizo que el ala-X fuera siguiendo las ondulaciones. Oleada tras oleada de verde energía láser aparentemente sólida surgió de la Lancero, pero el caza de Corran se fue abriendo paso a través de los huecos y se deslizó por encima de las crestas, flirteando con sus mortíferas caricias. Cortinas de luz resplandecían sobre los escudos del joven corelliano dejándole parcialmente cegado, pero aquellas fracciones de impacto ni le frenaron ni le desviaron de su curso.
No había forma de fallar el objetivo. La fragata de la clase Lancero, Silbador la había identificado como la
Devastadora
— fue aumentando de tamaño hasta convertirse en un rectángulo de contornos nítidamente marcados y recubiertos de pinchos con una proa curvada hacia arriba y un bulboso módulo motriz. Los reflejos verdosos de los láseres cuádruples esparcían pinceladas de color sobre el blanco exterior del navío imperial. Corran alineó —más o menos, evidentemente— el ala-X con la cubierta central de la nave, y después el caza quedó completamente fuera de su control.
Obedeciendo las instrucciones que Corran le había dado antes, Silbador hizo que el caza se inclinase bruscamente hacia estribor. La palanca de control impulsó la mano derecha de Corran contra el lado de la cabina pero luego, y antes de que su cerebro pudiera empezar a percibir el dolor, la palanca se liberó de su presa y le asestó un potente golpe en el pecho. Con la palanca de control aprisionándole en su asiento de pilotaje, Corran sólo podía alzar la mirada y contemplar cómo el casco de la
Devastadora
se convenía en una masa borrosa que desfilaba vertiginosamente por encima de su cabeza.
A los torpedos les faltaba medio segundo para alcanzar al caza cuando éste ascendió de repente y empezó a describir una curva alrededor de la
Devastadora
. Aunque eran perfectamente capaces de llevar a cabo la misma maniobra que había efectuado el caza, su mayor velocidad hacía que los torpedos necesitaran más espacio para poder imitarla. En el mismo instante en que empezaban a corregir sus rumbos para seguir a Corran, los torpedos chocaron con la
Devastadora
y detonaron.
La primera media docena de explosiones produjo más energía de la que podían absorber los escudos. Las murallas protectoras se derrumbaron, dejando indefensa a la fragata ante el resto del enjambre de torpedos. Los escudos antidetonaciones se doblaron y los ventanales de transpariacero se evaporaron bajo las detonaciones de los torpedos. Las planchas de titanio del casco se derritieron, fluyendo en riachuelos de glóbulos de metal que se endurecerían en la oscuridad helada del espacio para convertirse en esferas perfectas. Las cubiertas se partieron y la bola de fuego que estaba empezando a crecer en el centro de la nave consumió atmósfera, equipo y personal con un voraz apetito.
Salvo dos, todos los torpedos sirvieron para alimentar la burbujeante tormenta de plasma que hervía en el corazón de la
Devastadora
. Al bisectar la nave, los torpedos cortaron todas las conexiones de control y energía entre el puente, en la proa, y los motores, en la popa. Los sistemas de seguridad automáticos entraron inmediatamente en acción y los motores dejaron de funcionar. La
Devastadora
dejó de escupir haces láser, y la fragata herida de muerte inició un rápido escoramiento. La
Devastadora
empezó a ser derrotada en el pulso invisible que mantenía con el planeta que se extendía debajo de ella, y fue cayendo lentamente por el pozo gravitatorio de Rachuk.
Corran, en un ala-X que se alejaba a gran velocidad de la fragata imperial, no podía ver ninguno de los daños que los torpedos habían infligido a la
Devastadora
. El joven corelliano bajó la mirada hacia su monitor de sensores y sonrió mientras éstos le iban informando, línea tras línea, de las muertes de los veintidós torpedos que le habían estado siguiendo.
«¿Veintidós? Pero tendría que haber veinticuatro…». Corran apartó la palanca de control de su pecho.
—¿Dónde están esos dos últimos torpedos, Silbador?
La imagen mostrada por el monitor de sensores cambió. Los dos últimos torpedos habían pasado por debajo de la
Devastadora
, readquiriendo su objetivo cuando éste dejó atrás el lado opuesto de la fragata. «Ya casi los tengo encima… ¡He de virar, y deprisa!».
La palanca de control tembló y vibró como si tuviera vida propia. El horror hizo que un hilillo de electricidad se deslizara a través de las entrañas de Corran.
—¡Anula el sistema, Silbador!
La palanca de control siguió estremeciéndose y oponiendo resistencia a sus dedos. En un instante de nitidez dolorosamente cristalina, Corran comprendió que al no especificar el sistema al que se refería su última orden había cometido un error igual en magnitud al que suponía haber mantenido toda la energía de los escudos concentrada en su arco delantero. Se dispuso a rectificar ambos errores, pero el indicador de proximidad que mostraba la situación de los torpedos lanzados por Vigilante Tres le informó de que se le había acabado el tiempo.
La lanzadera de Kirtan Loor emergió del hiperespacio un segundo antes de que la oleada de torpedos protónicos alcanzara a la
Devastadora
. Suspendido a unos diez kilómetros por encima de la lejana fragata de la clase Lancero, el agente de inteligencia sólo pudo ver cómo un cono verde de potente luz láser hendía el espacio y, después, una intensa claridad surgida de la nada que apareció en la base del cono e iluminó la estructura de la fragata dentro de la que ardía. Estallidos subsidiarios rodearon la nave con murallas de fuego, y después la fragata empezó a alejarse lentamente mientras los módulos de escape salían disparados en todas direcciones para escapar de su deriva.
—¡En el nombre de los Sith! ¿Qué ha ocurrido aquí?
El piloto de la lanzadera meneó la cabeza.
—No lo sé, pero mis lecturas indican que ahí fuera hay una burladora de bloqueos de la Alianza y un número considerable de cazas. ¡Voy a poner rumbo inmediatamente hacia el
Incontenible
!
El miedo que había en la voz del piloto casi consiguió imponerse al sentido de la misión de Kirtan.
—Mientras lo hace capte la máxima cantidad de charla de comunicaciones posible, teniente. Quiero poder disponer de todo lo que se diga. ¿Cuenta con alguna sonda de exploración? Lance una.
—Los sensores nos están diciendo todo lo que necesitamos saber sobre la fragata que los rebeldes acaban de destruir, señor.
—No estoy, interesado en ella, estúpido. Lance la sonda hacia la burladora de bloqueos y los cazas —dijo Kirtan, y si se abstuvo de estrangular al piloto fue únicamente porque no sabía manejar la lanzadera—. Si tuviera un láser por cerebro, ni siquiera podría derretir un trozo de hielo con él.
—Sonda lanzada. —El piloto le miró—. ¿Alguna cosa más, o puedo poner rumbo hacia la cubierta del
Incontenible
para que salgamos de aquí?
—¿Esos cazas suponen una amenaza realmente seria para nosotros?
—Probablemente no. Se encuentran demasiado lejos, pero no quiero correr el riesgo de que nos alcancen.
—Muy bien. Entonces lleve a cabo su maniobra de atraque, pero no interrumpa el flujo de datos de esa sonda.
—Como ordenéis, mi señor.
Kirtan ignoró la obvia burla que contenía su voz y se recostó en su asiento para pensar. La minúscula sonda-cohete proporcionaría escasos datos útiles. Había sido diseñada para que se hundiera en la atmósfera de un planeta y transmitiera datos atmosféricos e información acerca de los vientos a una lanzadera con vistas a determinar cómo dichas condiciones afectarían al vuelo y al descenso. La sonda también disponía de las capacidades básicas imprescindibles para la detección de comunicaciones, y de unos cuantos sensores visuales que quizá pudieran proporcionarle algunos datos sobre la burladora de bloqueos y los cazas.
Y todo eso sólo serviría para confirmar lo que Kirtan ya sabía: los cazas, o por lo menos una parte de ellos, pertenecían al Escuadrón Rebelde. Su necesidad de devolver el golpe después de la incursión sufrida por su base resultaba tan evidente como el que la Rebelión necesitaba castigar al almirante Devlia por haber osado atacarlos.
Kirtan unió las manos, juntando las puntas de los dedos.
—¿Estamos recibiendo alguna clase de señal de la Gran Isla, teniente?
—Sólo las de las balizas de advertencia automáticas y algunas localizaciones muy tenues procedentes de restos de cazas TIE.
«Excelente… Eso quiere decir que Devlia acaba de conseguir justo lo que se merecía».
Kirtan ya estaba seguro de que el Escuadrón Rebelde y la Rebelión se vengarían de la incursión incluso antes de haber deducido su localización, y ésa era la razón por la que había querido que el envío de una sonda mecánica precediera a un ataque a gran escala. Destruir al Escuadrón Rebelde hubiese creado un serio obstáculo para las operaciones rebeldes en el sector de Rachuk, y no cabía duda de que también hubiera evitado la pérdida de la
Devastadora
, así como de la Gran Isla. «Si las cosas se hubieran hecho a mi manera, ahora el almirante Devlia sería un héroe en vez de un cadáver…».
Kirtan cerró los ojos e hizo acudir a su memoria toda la información de que disponía sobre los efectivos y las ubicaciones dentro de la esfera de espacio que rodeaba a Coruscant. Tanto Corellia como Kuat se encontraban en la porción más densamente habitada de la galaxia y, a causa de sus astilleros, ambos mundos se hallaban muy bien defendidos. Sus respectivos sectores albergaban una actividad rebelde bastante limitada, en gran parte debido a la presencia imperial. Aunque eran lo suficientemente arrogantes para creer que podían destruir el Imperio, los rebeldes no eran estúpidos. Atacar al Imperio allí donde éste disponía de más fuerzas no era una buena forma de ganar la guerra.
Sectores como Rachuk constituían eslabones débiles en el perímetro, pero no eran las claves para obtener la victoria en la guerra civil galáctica. La guerra industrializada exigía la destrucción de la capacidad para librar la guerra de una de las dos fuerzas enfrentadas, y el conquistar mundos primitivos que producían muy poco de cuanto contribuía al esfuerzo de la guerra no era una buena forma de alcanzar ese objetivo. La facilidad con que se podía trasladar a los efectivos necesarios desde otras guarniciones imperiales para que atacaran Rachuk significaba que, como posición ocupada, resultaría muy difícil de defender, y en consecuencia Kirtan había dado por supuesto que los rebeldes no intentarían conservar sus conquistas.
«Y dejarlo en nuestras manos significa que tenemos que dedicar ciertos efectivos a defenderlo, lo cual diluye todavía más nuestra fortaleza…».
La elección ideal para un ataque rebelde sería un sector del espacio en el que la movilidad estuviera severamente limitada debido a la presencia de agujeros negros, nubes de gases ionizados y otras anomalías gravíticas que volvieran impredecibles y peligrosos los viajes hiperespaciales. Dicho sector también tendría que encontrarse fuera de las áreas más densamente habitadas de la galaxia porque eso minimizaría la cantidad de apoyo que el Imperio podía llegar a dedicarle, pero no se encontraría tan lejos de esas mismas áreas como para que la Alianza, que también obtenía una gran parte de su apoyo de los mundos mas populosos del Imperio, no pudiera proveerlo y defenderlo.
Kirtan rebuscó en su memoria enciclopédica y extrajo de ella los nombres de una docena de sectores-candidatos, y además estaba seguro de que tenía que haber como cuatro veces ese número de sectores sobre los que no sabía absolutamente nada. El agente de inteligencia se abstuvo deliberadamente de seleccionar un objetivo. «Si el engañarme a mí mismo sobre la veracidad de una hipótesis de trabajo realmente es la clase de error que causó la muerte de Gil Bastra, está claro que no puedo permitirme volver a cometer semejante error…».