—Parece un poco solitario para vivir —dijo Robbie Weathers.
—¡Qué va! —contestó Crookshank—. Este desierto tiene una especie de pureza zen. Es fascinante, está lleno de cosas que vale la pena ver: ruinas indias antiguas, coladas de lava, cuevas con millones de murciélagos… Hasta un antiguo camino español. Hay caballerizas y piscina. Últimamente he aprendido a montar. En todo caso, seguro que es mejor que un sótano sin ventanas en Nueva York.
La camioneta saltó sobre una reja para el ganado. Un vigilante les indicó que pasaran. Aparcaron frente al edificio, en una zona de grava que ya estaba a reventar de coches, furgonetas de televisión con parabólicas, todo terrenos Humvee, jeeps y otros vehículos militares.
—Parece una fiesta —dijo Ford.
—Me han dicho que la retransmisión en directo de la ceremonia tendrá casi tanta audiencia como la del mundial de fútbol, mil millones de espectadores.
Ford silbó.
Bajaron de la camioneta y se enfrentaron al calor de un mes de julio en el sur de Nuevo México. Era un calor que brotaba del suelo a oleadas, como si la propia tierra se estuviera evaporando.
Cruzaron la zona de estacionamiento en dirección al edificio de titanio. Un vigilante les abrió la puerta. Accedieron a un atrio de grandes dimensiones con el aire acondicionado a tope. Un hombre uniformado, con dos estrellas en el hombro, se acercó con la mano tendida.
—Soy el general Miller —dijo, repartiendo apretones—, el comandante del campo de prueba de White Sands. —Saludó a Tom con la cabeza—. Nos hemos visto antes, pero entonces no estaba usted en condiciones.
—Lo siento, la verdad es que no lo recuerdo.
El general le dio la mano con una sonrisa socarrona.
—Ya no tiene tan mala cara.
Los reporteros que esperaban en un lado del atrio se acercaron a la vez disparando flashes y enarbolando cámaras y micros.
—¡Doctora Crookshank! ¡Doctora Crookshank! ¿Es verdad que…?
Las preguntas concretas se perdieron en el fragor de la multitud.
Crookshank levantó las manos.
—Las preguntas luego, señores. Después de la ceremonia habrá una rueda de prensa.
—¡Una pregunta para la señorita Weathers!
—¡Guárdesela para la rueda de prensa! —dijo Robbie a pleno pulmón, mientras cruzaban unas puertas de cerezo y penetraban en el complejo del laboratorio propiamente dicho, un pasillo largo y blanco con varias puertas de acero inoxidable.
El pasillo hacía una curva y acababa en una puerta de dos hojas muy grande. La habitación del otro lado, una especie de sala de reuniones con hileras de asientos frente a una cortina larga y blanca que tapaba toda una pared, estaba llena de científicos con batas de laboratorio, hombres trajeados con aspecto de burócratas, conservadores y oficiales del ejército. Los representantes de los medios de comunicación estaban separados con una cuerda, y se notaba que no les gustaba.
—¿Está detrás? —preguntó Robbie, señalando la cortina.
—Exacto. Todo el laboratorio está diseñado para que podamos trabajar en condiciones de bioseguridad de nivel cuatro, pero abiertamente, no en secreto. Es la clave. Los resultados se colgarán en internet y estarán al alcance de todos. Un descubrimiento así es… digamos que trascendental, y me quedo corta.
Melodie saludó a varias personas. Llegaron más dignatarios. En respuesta a un aviso, la gente empezó a sentarse.
—Me toca —dijo Melodie.
En cuanto subió al estrado y se puso delante de media docena de tarjetones, la gente bajó la voz. Se encendió toda una batería de focos de televisión. Melodie parpadeó unas cuantas veces.
Se hizo el silencio.
—Bienvenidos al nuevo centro de investigación paleontológica del Smithsonian —dijo ella. Aplausos.
—Soy la doctora Melodie Crookshank, la directora adjunta. Supongo que ya saben por qué estamos aquí. —Movió las tarjetas con cierto nerviosismo—. Nos hemos reunido para mostrar, y bautizar, lo que sin duda constituye el mayor descubrimiento paleontológico de la historia. Para algunos, el mayor descubrimiento científico de todos los tiempos.
»Pero antes de seguir me gustaría dedicar unos momentos a hablar de la persona que encontró este espécimen tan increíble: Marston Weathers, que en paz descanse. Todos ustedes conocen la historia de cómo descubrió el fósil y de cómo fue asesinado. Lo que pocos saben es que Weathers probablemente haya sido el mayor buscador de dinosaurios desde la época de Barnum Brown y Robert Sternberg, aunque su metodología no fuera del todo ortodoxa. Tenemos entre nosotros, en representación suya, a su hija Roberta. ¿Robbie? Levántese, por favor.
Una gran ovación saludó a Robbie, que asintió ruborizada.
—Quisiera hacer extensivo este agradecimiento a algunas personas más. En primer lugar, a Tom y Sally Broadbent, así como a Wyman Ford, sin los cuales este dinosaurio no habría visto la luz del día.
Una nueva y ferviente ovación. Tom miró a Ford. Ya no llevaba el hábito marrón y las sandalias de monje, sino un traje muy elegante, la barba recortada y el pelo rebelde bien peinado hacia atrás. Su cara de huesos grandes seguía morena por los días en el desierto e igual de fea que siempre. Eso sí, se le veía en su elemento, sofisticado, relajado.
Melodie desgranó una lista de personas merecedoras de su gratitud. La gente empezaba a impacientarse. Melodie hizo una pausa para volver a consultar sus tarjetas y sonrió con nerviosismo. Silencio.
—El físico del MIT Philip Morrison constató que o bien hay vida en alguna otra parte del universo o no la hay, y que ambas posibilidades son igual de inquietantes. Hoy nos hemos reunido conociendo la respuesta a la mayor pregunta de la ciencia: sí, hay vida en el resto del universo.
»Desde hace siglos, el descubrimiento de vida extraterrestre ha dado pie a toda clase de especulaciones y fantasías de ciencia ficción, plasmadas en un sinfín de libros y películas. Ahora se ha hecho realidad, pero, ¡oh, sorpresa!, se ha producido de la manera más inesperada, en forma de un microbio extraterrestre enterrado en un fósil. Para este descubrimiento tan trascendental, los escritores de ciencia ficción habían imaginado casi todas las situaciones posibles excepto esta; otra prueba, por si fuera necesaria, de que nuestro grande y hermoso universo sigue lleno de sorpresas.
»Aquí, en el Centro de Investigación Paleontológica del Desierto, tendremos ocasión de estudiar esta nueva forma de vida en condiciones seguras, pero abiertamente, compartiendo nuestras averiguaciones con el resto del mundo en bien de toda la humanidad. No habrá secretos, ni riesgo de que el descubrimiento se use para fines perjudiciales y no en bien de la humanidad. Por otra parte, el fósil nos enseñará muchas cosas sobre los dinosaurios terópodos, especialmente sobre el
Tyrannosaurus rex:
su anatomía, su biología celular, sus hábitos, lo que comía, cómo se reproducía… Por último, aprenderemos mucho sobre el momento, hace sesenta y cinco millones de años, en que el impacto del asteroide Chicxulub provocó el mayor desastre natural de la historia de nuestro planeta. De momento ya sabemos que estos misteriosos microbios extraterrestres, las partículas Venus, llegaron a la Tierra con el asteroide y se propagaron por el impacto. Lo sabemos porque la misión Apolo 17 encontró un fragmento del mismo asteroide en la Luna.
»Estos microbios extraterrestres acabaron de rematar a los dinosaurios. Los que sobrevivieron al impacto fueron exterminados por una pandemia mortal, una peste como no ha habido otra. Sin la extinción completa y total de los dinosaurios, la evolución de los mamíferos nunca habría desembocado en nada más grande que una rata, y jamás habrían existido los seres humanos; podría decirse pues que las partículas despejaron el planeta para nuestra llegada. El asteroide y la epidemia pusieron en marcha la gran cadena evolutiva que condujo a la aparición de la especie humana.
Crookshank hizo una pausa para respirar.
—Gracias.
La gente aplaudió. El director de la Smithsonian Institution, Howard Murchison, se acercó al podio con una botella de champán y dio la mano a Crookshank. Después se volvió muy sonriente hacia el público y las cámaras.
—Invito a subir a Robbie Weathers.
Tras sonreír a Tom y Sally, Robbie subió al podio, donde el director tomó su mano y puso en ella la botella de champán. —Luces, por favor.
Al fondo se encendió una batería de focos dirigidos hacia la gran cortina blanca que tapaba un lado de la sala.
—Permítanme que les presente a Robbie Weathers, la hija de Marston Weathers, el hombre que encontró el dinosaurio. Le hemos pedido que presida este bautizo.
Aplausos.
—No nos es posible romper una botella contra el dinosaurio, pero sí brindar por él, y ¿quién mejor para hacer los honores? —Murchison se volvió hacia Robbie—. ¿Desea decir unas palabras?
Robbie levantó la botella.
—Por ti, papá.
Más aplausos.
—Un redoble, por favor —dijo el director.
El sistema de megafonía emitió el sonido pregrabado de un tambor. Al mismo tiempo, la cortina del fondo de la sala se empezó a descorrer, dejando a la vista un laboratorio muy iluminado, aislado por un grueso cristal. El fósil, todavía parcialmente en su matriz, estaba dentro del laboratorio, repartido por una serie de mesas de acero muy resistentes. Los preparadores habían desnudado ya gran parte del cráneo del animal, con las mandíbulas abiertas de par en par, así como el cuello torcido y las cuatro patas terminadas en garras. La impresión de que quería salir a zarpazos de la roca era más real que nunca.
Murchison silenció el tambor con una mano.
—Adelante, Robbie, descorche.
Robbie se peleó con el tapón, girándolo en los dos sentidos hasta que hizo «pop» y salió volando por encima del público, mientras la boca de la botella lanzaba un chorro de champán. El público respondió con aplausos y vítores. Murchison acercó la copa al chorro y, levantándola hacia el dinosaurio, dijo:
—Yo te bautizo con el nombre de «Robbie, el
Tyrannosaurus rex».
El público se volvió loco. Por ambos lados de la sala aparecieron camareros con bandejas de plata llenas de copas de champán. —¡Un brindis! ¡Un brindis!
La sala se llenó de conversaciones, risas y entrechocar de copas. Todos brindaban por la fiera, y hubo muchos gritos de «¡Por el tiranosaurio Robbie!». La banda sonora de John Williams para
Parque Jurásico
sonó a todo volumen por los altavoces.
Pocos minutos después, Melodie regresó junto a Tom y su grupo. Brindaron.
—Será tan emocionante desentrañar los misterios del fósil… —dijo.
—Debe de ser el sueño de su vida —dijo Ford. Ella se rió.
—Bueno, siempre he sido muy soñadora, pero esto nunca se me había pasado por la cabeza, ni siquiera en los sueños más delirantes.
—La vida siempre nos sorprende —dijo Ford con un guiño—. Cuando ingresé en el monasterio no podía imaginar que acabaría aquí.
—Mucho aspecto de monje no tiene —dijo Crookshank. Ford se rió.
—Es que no lo soy, nunca lo he sido y ahora ya nunca lo seré. La búsqueda del dinosaurio me ha llevado a comprender que no estoy hecho para toda una vida de contemplación. En su momento el monasterio era la mejor opción, pero no para el resto de mi vida.
—¿Y ahora? ¿Qué hará? —preguntó Tom—. ¿Volver a la CÍA? Ford negó con la cabeza.
—No, voy a dedicarme a la investigación privada.
—¿Qué? ¿Detective? ¿Qué diría el abad?
—El hermano Henry está completamente de acuerdo. Dice que siempre supo que no me vería de monje, pero que tenía que descubrirlo yo mismo. Es lo que he hecho.
—¿Detective de qué tipo? —preguntó Sally—. ¿De los que siguen a los maridos infieles con la cámara?
Ford se rió.
—¡Qué va! Espionaje de empresa e internacional, criptografía, criptoanalisis, ciencia y tecnología. Un poco como lo que hacía en la CÍA. Estoy buscando un socio. —Le guiñó el ojo a Tom—. ¿Qué le parece?
—¿Quién, yo? ¡Si no sé nada de espionaje! —Como tiene que ser. Sé el tipo de persona que es, y con eso me basta.
—Me lo pensaré.
Nuevos aplausos acogieron el momento en que el director abrió otra botella y empezó a circular entre los periodistas para rellenar sus copas y atender sus quejas.
Ford señaló la cabeza de dinosaurio, con sus dientes al desnudo y sus órbitas vacías.
—No puede decirse que el tiranosaurio entrara dócilmente en esa dulce noche.
—Rabia, rabia por la muerte de la luz —murmuró Melodie.
[5]
Ford bebió un poco de champán.
—Oiga, Melodie, durante su discurso he tenido una idea un poco estrambótica. —¿Cuál?
Ford miró primero al animal y luego a Melodie.
—Voy a hacerle una pregunta: ¿por qué considera que la partícula Venus está viva?
Crookshank sacudió la cabeza sonriendo.
—Bueno, técnicamente es verdad que no responde a nuestra definición actual de vida, porque no está basada en el ADN, pero sí que se ajusta a todas las otras definiciones de la vida en el sentido de que puede reproducirse, crecer, adaptarse, alimentarse, procesar energía y excretar residuos.
—Hay una posibilidad que creo que no se ha planteado.
—¿Cuál?
—Que la partícula Venus sea una máquina. —¿Una máquina? ¿Una especie de nanoaparato? Y ¿con qué propósito?
—Garantizar la extinción de los dinosaurios. Puede que sea una máquina construida para manipular o dirigir la evolución y sembrada en un asteroide que se dirigía a la Tierra, por no decir en un asteroide que fue impulsado hacia ella.
—Pero ¿para qué?
—Acaba de decirlo usted: para despejar el terreno para la aparición del ser humano.
Se hizo un breve silencio, que Melodie rompió con una risa forzada.
—Sí que es una idea estrambótica, sí… Locuras como esta solo se le pueden ocurrir a un ex monje.
Estoy profundamente en deuda con mi editor de Tor/Forge, el nunca bien ponderado Robert Gleason, por sus ideas, su talento y sus magníficos consejos editoriales. Sin salir de Tor, también quiero darles las gracias a Tom Doherty, Linda Quinton, Elena Stokes, Eric Raab y Dana Giusio. Mi gratitud a Lincoln Child, cómplice en delitos literarios, por sus muchas y excelentes sugerencias. Gracias también de corazón a Eric Simonoff, Matthew Snyder, John Javna, Bobby Rotenberg, Niccoló Capponi y Sebastian Pritchard.