Wyman Ford se detuvo para contemplar el gran tajo en la corteza terrestre conocido como Tyrannosaur Canyon. Hacía más de quince kilómetros que había dejado atrás el monolito de basalto negro que le daba nombre. Nunca se había adentrado tanto en sus profundidades. Era un sitio dejado de la mano de Dios. Cuanto más caminaba, más altas eran las paredes del cañón, que ahora se cernían claustrofóbicamente sobre él por ambos lados. El lecho estaba sembrado de rocas despeñadas, grandes como casas, que descansaban sobre manchas peligrosas de álcalis. El viento removía el polvo formando velos blancos. Ford tenía la impresión de que la única forma de vida del cañón eran algunos caramillos, aparte, claro estaba, de un número ingente de serpientes de cascabel.
Se paró al ver que se movía algo. Vio deslizarse despacio por la arena una serpiente más gruesa que su antebrazo, sacaba y metía la lengua a la vez que emitía un sonido estridente. Pensó que era la hora de la tarde a la que las serpientes salían de sus agujeros para iniciar su cacería nocturna, aprovechando que ya no hacía tanto calor.
Poco a poco, sus largas piernas recuperaron el ritmo anterior. Estaba en una especie de laberinto con infinidad de cañones laterales que tomaban direcciones ignotas. Los kilómetros pasaban deprisa. Al otro lado de un recodo, a punto de ponerse el sol, divisó un gran grupo de rocas. Eran las que había visto desde Navajo Rim, las que había bautizado con el fantasioso nombre de Los Calvos. La parte baja del cañón ya estaba sumida en la penumbra, cálidamente bañada por una luz naranja que rebotaba desde el borde oriental.
Se alegró de que el día tocara a su fin; había racionado el agua desde la mañana, y al menos si refrescaba no tendría tanta sed.
En el desierto, la noche caía muy deprisa. Ford no tendría mucho tiempo para montar un buen campamento. Siguió a paso ligero. Después de algunos giros a izquierda y derecha, no tardó en localizar lo que buscaba: un sitio protegido entre dos rocas, con suelo liso de arena blanda. Se quitó la mochila, bebió un poco de agua y la retuvo un buen rato en la boca para disfrutarla al máximo antes de tragar. Aún habría quince o veinte minutos de claridad. ¿Qué sentido tenía perderlos en cocinar y desenrollar la cama? Dejó su equipaje en el suelo y se internó por el cañón hasta el principio de Los Calvos. Vistos de cerca tenían más aspecto de setas gigantes aplastadas que de cráneos. Medían unos diez metros de ancho y unos veinte de alto. Procedían de una capa de arenisca de color naranja oscuro salpicada por cristales más finos de esquistos y conglomerados de color vinoso. Algunas de las rocas se habían fragmentado en pedazos como consecuencia de una caída.
Entró en el bosque de pilares de arenisca que sostenían las cúpulas redondeadas de piedra. Estaban hechos de una arenisca rosácea y blanquecina. Su altura rondaba los tres metros. Siguió caminando para ver hasta dónde se extendía la formación. Desde esa perspectiva, ninguna de las rocas se parecía a la que buscaba, pero sin duda eran de la misma familia. Tuvo otro escalofrío de emoción, nacido de la certeza de estar aproximándose al dinosaurio. Para pasar entre las rocas a veces tema que ponerse a cuatro patas, y la presión de la piedra que tenía encima resultaba agobiante. Cuando llegó al final se llevó la sorpresa de que Los Calvos escondían la entrada de otro cañón o, mejor dicho, de una continuación oculta de Tyrannosaur Canyon. Empezó a caminar deprisa por su lecho. Era un cañón estrecho, con muestras de haber sufrido inundaciones bruscas y de gran intensidad. Los bordes estaban sembrados de troncos y ramas partidos, arrastrados desde las montañas del fondo. La acción del agua había pulido y erosionado la parte inferior de las paredes.
Cada recodo —y había muchísimos— reservaba la sorpresa de nuevos nichos y rocas colgantes. Algunos de los nichos más altos contenían pequeñas viviendas anasazi. Después de caminar medio kilómetro, Ford llegó a una repisa de arenisca que recorría el cañón a gran altura; en épocas más húmedas debía de haber formado una cascada. Debajo, una extensión de cieno seco y agrietado testimoniaba la presencia de una antigua laguna. Empezó a trepar usando como asideros los estratos salientes de piedra.
Al otro lado de una curva, el cañón se abría bruscamente a un majestuoso valle donde desembocaban tres cañones tributarios, una especie de colisión pétrea de trenes que creaba un espectáculo de ferocidad erosiva. Ante tamaña violencia petrificada, se quedó boquiabierto. Sonrió y decidió llamarlo Cementerio del Diablo. Justo cuando Ford se levantaba, los últimos destellos del sol parpadearon en el borde del cañón, la noche reptó por el extraño valle y lo cubrió con una sombra violácea. Si algún paisaje estaba perdido en el tiempo, era aquel.
Dio media vuelta. Era demasiado tarde para seguir explorando. Tenía que estar de vuelta en el campamento antes de que oscureciera totalmente. Las rocas, pensó el monje, habían esperado millones de años. Podrían esperar un día más.
Tom iba hacia el norte por la nacional 84, haciendo un gran esfuerzo de concentración. El avión había aterrizado con retraso. Eran las ocho y media y aún le faltaba una hora para llegar al tramo de carretera que le había indicado el secuestrador. En el asiento de al lado llevaba una bolsa hermética llena de basura amarilla y, en medio, el cuaderno. La bolsa compartía asiento con el teléfono móvil, que esperaba la llamada con la batería a tope.
Los sentimientos de Tom oscilaban entre la rabia y la impotencia; tenía la sensación, intolerable, de hallarse a merced de los acontecimientos. Le urgía encontrar una manera de recuperar el control, de pasar a la acción desde la simple reacción, pero no podía conformarse con la simple acción, necesitaba elaborar un plan. Y para eso, para poder pensar con toda la frialdad y lucidez posibles, tenía que olvidar sus emociones.
La superficie oscura del desierto pasaba a gran velocidad a ambos lados de la carretera, bajo un cielo tachonado de estrellas inmóviles y luminosas. El viaje en avión de Tucson a Santa Fe había sido para Tom la hora más difícil de su vida. Solo un esfuerzo sobrehumano le había permitido echar el freno a las especulaciones y concentrarse en el problema. Y el problema era muy simple: recuperar a Sally. Era lo único importante. Cuando tuviera a Saíly junto a él, se ocuparía del secuestrador.
Volvió a preguntarse si no habría sido mejor ir a la policía, o directamente al FBI, saltándose a Willer, pero en el fondo sabía que el secuestrador tenía razón: eso significaría perder el control, cedérselo a ellos. Por otro lado, la participación de Willer era inevitable, y Tom daba crédito a las palabras del secuestrador de que mataría a Sally a la menor intervención de las fuerzas del orden. Era un riesgo demasiado grande. No le quedaba más remedio que pensar por sí mismo.
Conocía la parte de la nacional 84 por donde el secuestrador quería que diera vueltas. Era uno de los tramos de dos carriles más solitarios de todo el estado. Solo había una gasolinera y una tienda abierta a todas horas.
Procedió a ponerse en la piel del secuestrador, preguntándose qué habría hecho, cómo lo habría organizado y cómo recogería el cuaderno sin que lo siguieran. Eso era lo que tenía que averiguar: el plan.
Willer levantó la vista del montón de papeles para ver qué hora era. Las nueve y cuarto. Miró a Hernández, bajo la desagradable y cruda luz del fluorescente del despacho parecía casi verde.
—Nos ha dado esquinazo —dijo Hernández—. Así de claro.
—Así de claro.
Willer dio un golpe de bolígrafo en el fajo de papeles. Un tipo que tenía tanto que perder… no tenía sentido. La gente como Broadbent podía evitar una entrevista con la policía de un millón de maneras legales.
—¿Se las habrá pirado?
—Su coche, el Chevrolet antiguo que conduce, estaba aparcado en el aeropuerto. El avión ha aterrizado a las ocho, y ahora el coche ya no está.
Hernández se encogió de hombros.
—¿Una avería?
—Está jugando con nosotros.
—¿Qué pretende?
—Ni puta idea.
El silencio era pesado. Finalmente, Willer tosió, salió de su apatía, sintió que tenía que hacer algo para reafirmar su autoridad. El hecho de que Broadbent hubiera pasado de él lo sorprendía y lo irritaba a partes iguales.
—Lo único que tenemos claro es lo siguiente: hay sangre fres ca en la alfombra del salón de Broadbent, y una bala reciente en la pared. También sabemos que ha faltado a una entrevista con la policía. Puede que le haya pasado algo, o que esté muerto. Quizá tenía tanto miedo que se ha escapado. Quizá se peleó con su mujer, se le fue la mano… y ahora ella está enterrada en el quinto pino. Quizá solo es un cabrón arrogante que se cree que no pintamos nada. Al final, la conclusión es la misma: tenemos que encontrarlo.
—Exacto.
—Quiero que se avise a todas las unidades del norte de Nuevo México. Que pongan controles en la nacional 84 a la altura de Chama, en la 96 a la altura de Coyote, en la 285 al sur de Española, en la interestatal 40 a la altura de Wagón Mound y de la frontera con Arizona, en la interestatal 25 a la altura de Belén y en la nacional 44 a la altura de la comisaría de Cuba State. —Hizo una pausa y rebuscó entre los papeles de su mesa—. Aquí está: conduce una camioneta Chevrolet 3100 del 57 de color turquesa y blanca con matrícula de Nuevo México 346 EWE. Nuestra ventaja es que con una camioneta así canta más que una almeja.
Maddox aparcó el Range Rover delante del Sunrise Liquor Mart y miró su reloj. Las nueve y veintiuno. En el escaparate de cristal blindado, media docena de anuncios de cerveza proyectaban un calidoscopio de luz fluorescente en el capó polvoriento de su coche. Aparte del encargado no había nadie. La luna aiín no había salido. Gracias a sus investigaciones preliminares, Maddox sabía que desde ese punto se veían los faros de los coches que venían del sur dos minutos y cuarenta segundos antes de que pasaran.
Salió, se apoyó en el coche con las manos en los bolsillos, se llenó los pulmones de aire fresco del desierto, cerró los ojos, murmuró su mantra, y consiguió reducir los latidos de su corazón a algo más próximo a la frecuencia normal. Abrió los ojos. La carretera aún estaba oscura. Las nueve y veintidós. Hacía once minutos que había adelantado al Chevrolet de Broadbent. En principio, si iba por donde le había dicho Maddox, giraba deprisa y mantenía la velocidad, faltaban poco más de seis minutos para que sus faros aparecieran por el norte.
Se compró un trozo de pizza hecho hacía diez horas y un vaso gigante de café, y le dio al vendedor la cantidad exacta en calderilla. Salió de la tienda, volvió a su coche, apoyó una bota en el parachoques y miró la oscuridad de la carretera. Dos minutos más. Otra mirada a la tienda lo informó de que el chaval estaba enfrascado en un tebeo. Tiró el café al asfalto y el trozo de pizza a un cactus cholla que ya estaba rodeado de basura. Miró su reloj y su móvil. Había buena cobertura.
Subió al coche y esperó con el motor en marcha.
Las nueve y veintiséis.
Las nueve y veintisiete.
Las nueve y veintiocho.
Bingo: dos faros emergieron del mar de oscuridad, al norte. El tamaño e intensidad de los faros aumentaba despacio a medida que el coche se acercaba por la carretera de un solo carril. De repente, la camioneta pasó de largo como una mancha turquesa, las luces traseras se alejaron hacia el sur, y se perdieron en la oscuridad. Las nueve y media y cuarenta segundos.
Esperó con los ojos en el reloj, y exactamente un minuto después pulsó el botón de marcado rápido de su móvil.
Contestaron enseguida.
¿Diga?
—Escúchame bien. Sigue igual de deprisa. No frenes ni aceleres. Baja la ventanilla de la derecha. —¿Y mi mujer?
—Dentro de nada la tendrás. Tú haz lo que te digo.
—Ya he bajado la ventanilla.
Maddox vigiló el segundero de su reloj.
—Cuando te lo diga, cuelga el móvil pero déjalo encendido. Mételo en la bolsa hermética con el cuaderno y tírala por la ventanilla. Espera mi señal. Cuando la hayas tirado, sigue adelante, sin frenar.
—Escúchame, hijo de puta, no haré nada hasta que me digas dónde está mi mujer.
—O me haces caso o dala por muerta. —Pues entonces no verás el cuaderno.
Maddox miró su reloj. Habían pasado tres minutos y medio. Pisó el acelerador, conduciendo con una sola mano, y salió a la carretera dejando un rastro de goma quemada en el aparcamiento.
—Está en el camping de Madera Creek. ¿Lo conoces? Sesenta kilómetros al sur de aquí, a orillas del río Grande. La muy bruja se me resistió, se hizo daño y ahora está herida, con mi socio. Si no me haces caso, lo llamo, la mata y se va. Vamos, mete el móvil en la bolsa y tírala del coche, ahora.
—Escúchame: si ella muere, eres hombre muerto. Te seguiré hasta el fin del mundo y te mataré.
—¡No te hagas tanto el chulo y haz lo que te digo!
—Lo estoy haciendo.
El teléfono emitió algunos crujidos y la llamada se cono. Maddox sacó de golpe todo el aire retenido. Miró su reloj, apuntó la hora en minutos y segundos y consultó el indicador de velocidad. El cuaderno estaría a unos tres kilómetros y medio de la tienda. Cerró el móvil y siguió conduciendo a la misma velocidad. Con anterioridad había hecho un examen detenido de la carretera, cronometrando las distancias y anotando lo más significativo. Sabía dónde tenía que estar el cuaderno con una precisión de cuatrocientos metros.
En cuanto pasó el mojón frenó un poco, bajó las ventanillas y marcó el número de Broadbent. Un segundo después oyó sonar débilmente su teléfono. Ahí, en el arcén: una bolsa de plástico con cierre hermético. Mientras pasaba despacio, encendió los faros de su Range Rover por si Broadbent le había tendido una emboscada, pero no había nadie en toda la pradera. Broadbent ya debía de estar conduciendo a toda velocidad hacia el camping de Madera. Probablemente parara en Abiquiú para llamar a la poli y a una ambulancia. Maddox no disponía de mucho tiempo, tenía que coger el cuaderno y salir pitando.
Giró ciento ochenta grados y, cuando llegó otra vez a la altura de la bolsa, saltó del coche y la cogió. Mientras volvía a acelerar, desgarró el plástico con la mano derecha y buscó el cuaderno entre la basura.
Ahí estaba. Lo sacó y lo miró. Estaba encuadernado en piel vieja. Hasta había una mancha de sangre en la tapa de atrás. Lo abrió. Hileras de números de ocho dígitos, tal como le había dicho Corvus. Por fin. Lo había conseguido.