—Tenemos a Terón. Es olímpico —dijo Sátiro, reparando en el hecho de que era él quien estaba levantando el ánimo de Filocles, situación completamente opuesta a la del día anterior.
—Ah, Terón —exclamó el espartano. Estaban ante la puerta de casa de Diodoro, que era la más cercana de las dos propiedades al campo de entrenamiento—. Partimos dentro de tres días. ¿Adónde vas, muchacho?
—A dormir una siesta —dijo Sátiro—. Tengo que cuidar este magnífico físico.
El corintio le dio una palmada en la espalda.
—No te olvides de ir al gimnasio —apuntó Filocles—. Lee un rato antes de acostarte. Nunca he tenido un hijo propio, chaval, pero cuando dices que vas a dormir la siesta, sospecho que tienes previsto ir a alguna parte esta noche. ¿Hummm?
Sonrojándose, Sátiro agachó la cabeza, avergonzado por una compleja mezcla de razones.
—Recuerda lo que dijo Diodoro. Fíjate en que no te ordeno que obedezcas, sólo quiero que entiendas que la desobediencia tendrá consecuencias para ti y para los demás. ¿Me entiendes?
Sátiro no estuvo seguro de entenderlo, pero de todos modos asintió, sonrió tontamente, hizo una reverencia y se retiró a su habitación, donde pasó un buen rato analizando el comentario de su preceptor desde un sinfín de ángulos distintos.
La luna habría contribuido a ponerlo de buen humor y facilitarle los movimientos, pero había luna nueva y las estrellas no eran de gran ayuda, dado que una neblina volvía la noche tan negra como el manto de un sacerdote. Sátiro, arrebujado en su clámide, iba y venía a los pies de la escalinata del templo de Poseidón. En las entrañas del recinto del templo había luz y un leve murmullo de voces, pero fuera sólo un vago resplandor, y las voces sonaban evocadoras e inquietantes. Sátiro tenía miedo. Había sido una estupidez acudir a la cita. Veía asesinos por doquier.
Sátiro comenzaba a sentirse idiota. Seguía yendo y viniendo, aguzando el oído para percibir la presencia de otra persona. Encima de él, ¿o tal vez a bordo de un barco en el puerto? Pero lo único que oyó fue el graznido de una gaviota y, en alguna parte de la bahía, dos voces que discutían acaloradamente.
Miró al cielo. De haber habido estrella, habría podido calcular la hora. El cielo oscuro se burlaba de su ignorancia y la noche parecía transcurrir mucho más despacio. Sátiro se sentó en un escalón que todavía irradiaba un poco del calor absorbido durante el día. Por enésima vez pensó en Amastris, y luego en Melita, y luego en la maravillosa máquina que había visto en casa de Abraham. No era que tales pensamientos guardaran relación alguna, tan sólo se sucedían sin solución de continuidad y le servían para mantener a raya otros pensamientos; bastó que hiciera esta reflexión para que surgieran como de la caja de Pandora, y de pronto estuvo viendo a Teo con la daga en el ojo, y luego a la chica sármata a la que había matado, y luego se estremeció.
¿Por qué le hacía aguardar tanto Amastris? Se puso de pie y fue hasta la muralla del mar. Las dos voces de la costa habían cesado. Se oían los sones de una cítara.
—¿Mi señor? —dijo una voz desde lo alto de la escalinata.
—¿Sí? —contestó Sátiro, sobresaltado.
—Tengo un mensaje, me parece —anunció la voz.
Sátiro no veía nada; podría estarle hablando el mismísimo dios. Aunque era poco probable, de modo que Sátiro comenzó a subir. Iba con cautela, y se encontró con que había desenvainado la espada sin darse cuenta.
—Estoy aquí —dijo Namastis. De cerca, Sátiro reconoció al grecoegipcio por su manera de pronunciar las consonantes.
—Yo también —replicó Sátiro. Ahora veía al sacerdote recortado contra la pálida luminiscencia del pórtico de mármol blanco y de las estatuas de vivos colores que resplandecían incluso en la noche más oscura—. Buenas noches, maestro Namastis.
—¡Vaya! —dijo éste. Parecía divertido, nada que ver con la ciega sumisión que mostraba durante el día—. Una sacerdotisa de Hator me ha pedido que hiciera un mandado para palacio y, mira por dónde, le estoy llevando recado a un griego.
Alargó el brazo y puso una concha de ostra en la mano de Sátiro.
—Apenas puedo leer con tan poca luz —dijo Sátiro.
—Puedo encender una tea en el santuario exterior —dijo Namastis, dando un golpecito contra el suelo como si llevara cayado—. Ven.
Sátiro subió al pórtico detrás de la mancha negra que dibujaba el manto del sacerdote sobre el blanco de los escalones, y se detuvo al llegar al interior, donde flotaba un intenso olor a incienso. No sabía hacia dónde ir y el sacerdote se había perdido de vista.
Se preguntó si aquello era una emboscada. Se estaba comportando como un idiota en más de un sentido. Y Namastis… ¿Era pura coincidencia? ¿Cómo era posible que Amastris supiera de su relación? Sátiro agarró el puño de la espada, y justo entonces oyó un sonoro gruñido y vio al egipcio soplando una chispa, y en un instante una tea impregnada de resina prendió, con el embriagador aroma de la brea quemada.
Las escenas del templo cobraron vida a la vacilante luz de la tea, pero Sátiro miró en derredor, volviendo la cabeza como un halcón o un búho.
Envainó la espada. Se estaba asustando de las sombras, en sentido bastante literal.
El sacerdote se acercó y se plantó a su lado con la antorcha mientras Sátiro abría la concha y leía el mensaje.
«Lo siento.»
—Espero que me sirva de lección —dijo Sátiro, encogiendo los hombros.
El sacerdote meneó la cabeza en silencio.
—Podría ofrecerte una copa de vino —dijo al cabo—. Se supone que no debemos —agregó, en un tono que daba a entender que aquella norma no se obedecía a rajatabla.
—No, gracias —dijo el joven—. Ya he hecho bastantes tonterías. Tengo que dormir un poco antes de que Filocles me lleve al campo de entrenamiento por la mañana.
—¿Estás con el espartano? ¿En la falange de Egipto? —preguntó Namastis, mirándolo como si fuese corto de vista—. Descubro cosas de ti a diario.
—Si es que mañana aún existe —contestó Sátiro.
—Sí —convino Namastis—. Los macedonios no querían armar a los meros nativos y ahora quieren ahuyentarlos a todos.
Sátiro se echó a reír.
—Dudo que se trate de un complot organizado, amigo —dijo—. La arrogancia macedonia basta y sobra. Hoy ha venido Panion y con una frase ha desbaratado cuatro semanas de trabajo de Filocles. Y tampoco es que tus paisanos sean los mejores soldados del mundo. Mucha obediencia y muy poco espíritu.
—¿Sería bienvenido en vuestra falange un sacerdote de Poseidón, Sátiro? —preguntó Namastis, frotándose el mentón afeitado.
Sátiro se encogió de hombros.
—Mi padre tenía sacerdotes en su falange. En las ciudades griegas, muchos sacerdotes sirven en las filas junto con los demás hombres. —Hizo una mueca—. No tengo idea de cuál es la tradición aquí.
—Entonces mañana iré —dijo Namastis.
Tal como Filocles había predicho, menos de la mitad de los egipcios regresó a las filas el día siguiente, y los que se presentaron se mostraron hoscos e incluso renuentes a llevar a cabo los ejercicios.
—¿A qué habéis venido, si no es a trabajar? —preguntó Filocles a uno.
El interpelado dejó con cuidado su pica en el suelo y se marchó.
—Mira el lado positivo —dijo Dionisio—. Ahora tenemos suficientes sarisas.
Él era el menos afectado por la muerte de Teo. Nunca le había caído bien el muchacho y ni siquiera fingía llorar su pérdida.
Sátiro trabajaba con los más jóvenes, practicando con las armas de hoplita que casi todos tenían: recios escudos un palmo más altos que los macedonios y mucho más anchos, de modo que protegían el cuerpo entero; lanzas más cortas con las puntas pesadas y conteras puntiagudas de bronce como las que llevaban los infantes de marina de León. Practicaban una táctica de infantería de marina que Filocles admiraba, una carga corta iniciada tan sólo a tres pasos de la línea enemiga. A bordo de un barco, ése era todo el espacio de cubierta que un infante tenía para cargar. Sátiro calculaba que en el campo de batalla esos tres pasos equivaldrían a la longitud de las sarisas enemigas.
Hizo que amarraran pértigas a carretas de dos ruedas de modo que sobresalieran el doble de las lanzas de los yugos. Una línea de esas carretas representaba al enemigo, y una y otra vez los muchachos se abalanzaban tres pasos, agachados y con los escudos en un ángulo agudo muy incómodo, para atacar a las carretas, evitando en lo posible las puntas de las pértigas, antes de empujarlas hacia atrás.
Cada tres o cuatro veces lo conseguían. El resto, tropezaban y se caían, o alguien se golpeaba la cabeza con una pértiga, o perdía el paso, o soltaba el arma; accidentes peliagudos todos ellos que les recordaban lo que ocurriría cuando hubiera asesinos veteranos al otro lado de las pértigas.
Fue después de uno de esos desastres, mientras Terón reprendía a un grupo de judíos como si fueran esclavos y no los hijos de cuatro de los ciudadanos más ricos de la ciudad, cuando Sátiro vio que todos los egipcios estaban quietos, negándose a obedecer más órdenes. Era una curiosa forma de rebelión, pues la falange era voluntaria y cualquiera de ellos podría haber dejado su pica en el suelo como había hecho el primer rebelde y marcharse.
—Caray… —rezongó Abraham. Se echó el yelmo hacia atrás de modo que la cofia blanca destacó contra su piel morena.
—¿Por qué trabajamos tan duro si todos los egipcios van a abandonar? —preguntó Dionisio. Bebió un trago de su elegante cantimplora negra y la pasó a los demás.
Aunque contenía vino sin aguar, de todos modos Sátiro bebió un poco.
—Si Filocles estuviera aquí, diría que si se amotinan es su decisión y no la nuestra en lo que atañe a defender nuestra ciudad.
Dionisio parecía mucho más despejado de lo habitual en él. Enarcó una ceja.
—Un bonito argumento para las aulas, querido. Pero para un hombre que se está planteando enfrentarse a una línea de lanzas, no me parece que tenga mucho peso.
Filocles estaba con los brazos en jarras. Tenía el rostro colorado, como si estuviera a punto de dar rienda suelta a su ira. Los egipcios se movían como si una brisa meciera un campo de espelta, y se oyó una suerte de suspiro colectivo en sus filas, que no eran demasiado regulares.
Y entonces una hilera de hombres con mantos negros vino desde el oeste a la plaza de armas, procedente del barrio de los templos. La mayoría, aunque no todos, eran mestizos. Sus rasgos y sus características prendas de lino señalaban a unos cuantos como sacerdotes egipcios. Eran más de veinte, y se detuvieron con suma dignidad detrás de Filocles.
Namastis se separó del grupo.
—¿Maestro Filocles? El barrio del templo envía un diezmo de ciudadanos a alistarse.
Otro suspiro escapó de los hombres de la formación.
Filocles correspondió a la reverencia del sacerdote.
—Veinte hombres bien dispuestos es algo que me llena de alegría, pero el favor de los dioses nos alegraría a todos.
Un hombre de más edad con el curioso atuendo que antaño lucían los siervos de los antiguos dioses egipcios dio un paso al frente.
—Tal vez no sirva para luchar con armas —dijo—. Pero si puedo dirigir unas palabras a tus hombres, quizá los encuentres mejores soldados.
Filocles frunció el ceño y acto seguido se apeó de la tarima de mando.
—¡Faltaría más, sacerdote! —dijo educadamente. Fue a reunirse con Terón y Sátiro—. No puede hacernos ningún daño —añadió, encogiéndose de hombros—. Tal vez nos ayude. Lo conozco, es del templo de Osiris. Un buen orador.
—Extraño, como todos los bárbaros —dijo Terón—. ¿Sacerdotes que no combaten?
—Me dijiste que en Corinto los sacerdotes de Afrodita no combatían, sino que eran los chulos de las sacerdotisas que vendían su cuerpo —se extrañó Sátiro.
Terón se rascó la nariz y tuvo la gentileza de mostrarse avergonzado.
—Es verdad.
Filocles y Sátiro cruzaron una mirada, justo cuando el sacerdote de Osiris levantaba los brazos y comenzaba a hablar.
En la formación había hombres distraídos, aburridos e incluso molestos con que les hablara un sacerdote, pero la mayoría escuchaba como si oyeran la palabra de los mismísimos dioses, y algunos se arrodillaron hasta que el sacerdote dejó de hablar. Uno tras otro, los cinco sacerdotes los arengaron en egipcio. Luego los bendijeron en griego y en egipcio y se apartaron a un lado, a la sombra de unas palmeras datileras.
Los sacerdotes de los dioses griegos también ofrecieron bendiciones, y cuando hubieron acabado, Namastis dio unas palmadas y los esclavos trajeron escudos y armaduras de lino como las que usaban los egipcios, y buenos yelmos griegos recién salidos de la fragua.
—Inofensivo —dijo Filocles. Hizo girar los hombros como si cargara de nuevo con la responsabilidad—. Aunque quizá nos sirva de algo.
Y sirvió. Si los nativos habían abrigado alguna intención de amotinarse, y ninguno de los helenos los conocía a ellos o su idioma lo suficiente para saberlo, se habían desprendido de ella. La mayoría reanudó la instrucción con algo parecido al entusiasmo, y pese que desde el día anterior les faltaban mil hombres para tener la medida necesaria, Filocles también los dirigió ejercicio tras ejercicio con algo parecido al entusiasmo. Dionisio meneó la cabeza con admiración cuando lograron su primera conversión completando un círculo entero, una maniobra difícil incluso para profesionales. Por supuesto era más fácil con la mitad de los hombres, pero el espíritu general fue diferente; profundamente diferente.
Cuando el sol rozó el horizonte, Sátiro buscó al sacerdote de Poseidón.
—¿Qué has hecho? —le preguntó.
—Muy poca cosa. Ya lo habíamos hablado, pero nuestro encuentro de anoche fortaleció mi resolución.
—¿Qué ha dicho el sacerdote de Osiris? ¡Ha sido como magia! —quiso saber Sátiro.
—¡Sí! —respondió Namastis. Miró un momento a Filocles—. Les ha dicho que se portaran como hombres. Que los ojos de todo el bajo reino estaban puestos en ellos. Que ellos, y sólo ellos, se interponían entre los antiguos dioses y la destrucción.
Sátiro meneó la cabeza.
—Bueno, es un anciano entrañable.
—No me trates con condescendencia, griego. —Namastis tenía un aspecto mucho más imponente con un coselete de lino y un yelmo que con sus vestiduras habituales—. Y tampoco seas condescendiente con él.
—No lo haré —concedió el joven, tragándose una réplica de adolescente.