Tirano III. Juegos funerarios (63 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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—Debería irme —dijo Sátiro apresuradamente, sin mentir en absoluto.

—Pues vete —contestó su hermana.

Allí estaba ocurriendo algo: Melita parecía enjaulada, casi desesperada, y el joven se sentía en deuda con ella.

—¿Qué te pasa? —preguntó.

—¡Nada! —respondió la joven—. ¡Sal de mis habitaciones antes de que revientes de impaciencia!

Sólo cuando hubo salido al patio pensó en cómo miraba su hermana a Jeno y en lo unidos que habían estado a bordo del barco. Pero acto seguido sus pensamientos fueron para la ostra que tenía en la mano.

El mensaje que había en su interior decía: «Tolomeo habla muy bien de ti y de tu hermana, a quien no tardaré en invitar a que me visite. El hombre que me la traiga quizá reciba una recompensa.»

Salió del patio cantando un himno a Afrodita.

El miedo a estar embarazada alteraba el sueño de Melita y angustiaba sus horas de vigilia. La pérdida de la virginidad le preocupaba muy poco; las chicas sakje hacían lo que querían, y ella solía reírse de la aparente mojigatería de las griegas. Pero las consecuencias dominaban sus pensamientos, y escuchaba la música de su cuerpo con la avidez de una recién llegada a ese mundo, que le hablaba con elocuencia.

Cada retortijón de estómago la asustaba. Cada comezón, cada sensación en los genitales, cada cambio de la piel. Un comentario casual en el mercado —«hoy tiene el pelo muy lustroso, señora»— la hundía en la depresión.

Su amante, Jeno, era peor que inútil, siempre vacilando entre el miedo y la maravilla ante lo que había hecho, y poseído por un irrefrenable deseo de repetirlo. A Melita le había costado recuperar lo que había sentido por él en el barco. En Alejandría sólo lo veía como un chico fornido y bronceado, y temía que sus elocuentes miradas los delataran, así como que las consecuencias condicionaran sus vidas.

No iba a casarse con Jeno. Iba a ser la reina de los asagatje. Mientras su hermano se ponía como una cuba para recobrar el coraje después de su regreso —«tanto aspaviento por tan poca cosa»—, Jeno volvió a marcharse cuando el
Jacinto
se hizo a la mar para vigilar la flota enemiga. Así, la muchacha disfrutó de una relativa paz hasta que su hermano salió de la habitación con una estúpida concha de ostra en el puño y Calisto se volvió hacia ella.

—¿Estás embarazada? —preguntó con total naturalidad, tras asegurarse de que Dorcus no anduviera cerca.

Melita se lo contó todo en un momento. Lloró en el hombro de Calisto hasta que la hetaira se rio entre dientes.

—No es el amante que yo hubiera elegido para ti, pero Hades, al menos es un chico limpio y de tu edad. ¿Fue por tu voluntad?

—Casi todo tuve que hacerlo yo —confesó Melita, sin acertar a reprimir una sonrisa.

—Me lo imagino. Chicos… Son todos iguales. ¿Fue divertido?

Melita se encogió de hombros.

—Sí. No. Sí, sí que lo fue. No me dolió nada. Pero ¡tanta preocupación por tan poca cosa!

—Eso mejor que no lo digas mucho, cariño mío. Los hombres lo detestan. —Frunció el ceño—. Ojalá pudiera decirte que estás a salvo, pero lo cierto es que no lo sé. ¿Cuántos días?

—Diecisiete —respondió Melita de inmediato: todos sus temores se resumían en aquel número.

—Tenemos el periodo a la vez, de modo que eso no significa nada, deberías ver sangre dentro de una semana. Afrodita, lo hiciste en el peor momento, chica. ¿Es que no te he enseñado nada? A principios y a finales de mes puedes hacer los disparates que quieras.

—¿Y si no? —preguntó Melita. Había esperado, esperado contra toda esperanza, que cuando se lo contara a Calisto, la hetaira sabría cómo apaciguar sus temores.

—Pues tendrás un bebé. Aunque no es necesario preocuparse anticipando acontecimientos. Tienes todo un mes por delante, quizá más. A veces una no tiene el periodo; a mí me ocurre, a veces. Tarde, pronto, nada… es como la filosofía, cielo. Nunca te ofrece la respuesta que necesitas.

—Tengo miedo.

Calisto sonrió.

—No hay nada que temer. ¿Acaso eres una prostituta callejera o una esclava en una casa del dos al cuarto? Ve a contárselo a Safo y Nihmu. Hoy mismo. Cuanto antes. En esta casa te aman. ¿Lo entiendes, chica? Incluso me aman a mí, y tardé lo mío en comprenderlo, pero tú eres la señora de este hogar.

—Safo me echará —sollozó Melita.

—¡Safo fue hetaira! —respondió Calisto—. Y conmigo ha sido mejor madre que mi propia madre. Saca la cabeza de debajo del ala, o de donde la hayas escondido, y cuéntaselo a Safo. ¿Estás enamorada?

—No —dijo Melita en voz baja.

—Qué bendición —exclamó Calisto con una risita.

Sátiro fue primero a casa de Abraham porque no se veía capaz de ir solo al local de Cimon. O porque lo echaba de menos. Jeno había tenido una actitud muy extraña aquellas últimas semanas, y ver a Abraham le pareció que sería como regresar a tiempos mejores. Tiempos más seguros. Jeno en cambio vivía en un mundo de guerra y, además, era probable que estuviera enamorado de su hermana.

Se le revolvió el estómago y se detuvo en medio de la calle, en el cruce de dos grandes avenidas construidas por el conquistador para que las brisas circularan a través de la ciudad que había sometido. Se apoyó contra un edificio.

—¿Amo? —preguntó el esclavo que había salido con él. Joven, lampiño e inútil.

—¿Cómo te llamas, chaval?

—Ciro —contestó el esclavo hoscamente. Una vez más, Sátiro deseó tener un sirviente en quien confiar. Alguien de su propiedad.

—No es nada —dijo Sátiro, frotándose la frente.

Luego torció hacia el Alexandrion y pasó por delante de los templos y las mansiones de la clase alta macedonia. Muchos de ellos eran más pobres que su tío León, y muy pocos tenían el poder político y militar de su tío Diodoro, pero vivían en la más derrochadora ostentación porque, al parecer, así era como vivían en Macedonia. Luego cruzó el Posideion, con sus casas de mercaderes y sus embarcaderos públicos y privados. Cada vez eran más los hebreos como Abraham que se mudaban al Posideion, cosa que no dejaba de tener su lógica, dado que dos tercios de los solares estaban vacíos y la mayoría de los recién llegados de Palestina eran mercaderes.

Ben Zion poseía una de las casas más grandes, un edificio utilitario distribuido a la griega con un sobrio exterior. Igual que él mismo. Ben Zion toleraba a León, pero tenía reputación de ser un hebreo fanático. Vestía las túnicas más sencillas y siempre llevaba algún elemento de la vestimenta de su tribu cananea o israelita, como si desdeñara el mundo helénico en el que vivía.

Sátiro sólo lo había visto dos veces, ambas al ir a sacar a Abraham de su guarida. Igual que en esta ocasión.

Evitando a un hombre que yacía muerto en el albañal que discurría por el centro de la calle, y arrugando la nariz de manera quisquillosa al ver que un carnicero arrojaba las entrañas impuras de un animal a la misma alcantarilla bajo la atenta mirada de un sacerdote, Sátiro los dejó atrás, sonrió a un afilador porque estaba haciendo un trabajo esmerado y entrevió un par de ojos que miraban al exterior desde detrás de una cortina en la exedra de la casa de Ben Zion.

Sátiro sonrió para sí, pues pese a las nubes que enturbiaban su humor, le seguían conmoviendo aquellos ojos que seguramente nunca asociaría a una voz o a un cuerpo. Las mujeres hebreas vivían aún más recluidas que las griegas.

La puerta de la calle que daba al patio estaba abierta, y los peones, de distintas razas, jadeaban con la espalda contra la pared del patio. En el suelo de mármol había un pesado cajón de embalaje, y Ben Zion tenía los brazos en jarras, con una gruesa toga de lana encima de una túnica vagamente helénica.

—Nada de visitas en horas de trabajo —ladró Ben Zion al verlo.

Sátiro se amedrentó, luego, con una sonrisa forzada, dio un paso al frente.

—Necesito a su hijo, señor. Por un asunto público.

Ben Zion tenía la barba muy poblada, igual que muchos hombres griegos, y se la acarició con los dedos de ambas manos, gesto del todo extranjero.

—¿Un asunto público? —preguntó.

—¿Eres ciudadano? —preguntó Sátiro con su mejor voz de timonel. Ben Zion sonrió con franqueza al reconocerlo y su rostro se iluminó.

—Sí, joven sobrino de mi socio León. Soy ciudadano.

Sátiro hizo una reverencia.

—¿Tu hijo es ciudadano?

Ben Zion asintió.

—Requiero a tu hijo para que sirva en la falange, con panoplia y armas, contra el enemigo común, en defensa de la ciudad.

Sátiro plantó su lanza de caza en las esquirlas de mármol.

—Confío en que tengáis lanzas mejores que ésa —comentó Ben Zion—. León me ha advertido de que vendrías. Bien, pues. Benjamín, ve a buscar a mi hijo. —Hizo una seña a uno de los peones—. ¿Puedo mostrarte una maravilla, joven guerrero? ¿O las armas llenan tu cabeza excluyendo todo lo demás?

Sátiro no comprendía por qué Ben Zion no suscitaba simpatías. En realidad era, a su manera hebrea, igual que Diodoro y León.

—Me encantaría —dijo el joven.

Al parecer, ver la maravilla conllevaba quitarse la clámide, ayudar a los peones a levantar el cajón —«Dios no quiera que se rompa, ¡idiotas!»— y acarrearlo. Era la carga más pesada que Sátiro se había echado jamás al hombro, y hubo que llevarla hasta el fondo de la casa.

—¡Ah! ¡Cuidado! ¡Dios es testigo de que he hecho lo imposible por traer esto a mi casa! Amo Sátiro, tienes brazos fuertes, ¡procura que además sepan tocar las cosas con delicadeza! ¡Cuidado con el telar!

Mil imprecaciones, algunas en griego y muchas más en un idioma que Sátiro no comprendía, pero que tenía que ser hebreo. Cruzaron una cocina cuyos efluvios abrieron el apetito de Sátiro. Ahora llevaban el cajón, él y otro hombre, a través de umbrales demasiado estrechos para que cupieran más manos, y lo único que podía hacer era caminar y cargar con el peso. Sudaba como un atleta olímpico en el estadio final, y los soportes de madera con los que llevaban el cajón comenzaban a crujir y combarse.

—Justo encima de ahí. Eso es. ¡Sostenedlo! ¡Arriba! Y ahora bajad despacio. Perfecto, hijos míos. Eres tan fuerte como mi sirviente más fuerte, quizá no habría podido traerlo sin tu ayuda.

Sátiro se irguió y finalmente vio dónde estaba; una hermosa habitación redonda, bastante grande, con una atmósfera como de templo y casilleros llenos de rollos en hasta donde alcanzaba la vista. El cajón estaba encima de un elegante pedestal de piedra oscura, arrimado a una pared. Sátiro se frotó la espalda, mirando en derredor. El techo era como la bóveda celeste, el primer mosaico que veía en su vida.

—¿Cuándo te ha dicho mi tío que vendría? —preguntó, para demostrar que no era tonto de remate.

—Ah. Hoy, por supuesto. ¿Qué puedo decir, joven amo? Cuando uno tiene la reputación de un famoso atleta helénico, un pobre comerciante debe hacer lo que buenamente pueda, ¿no es cierto? —Ben Zion le pasó un tazón humeante—.
Qua-veh
. Un hábito adquirido. Nabateo. He enviado una nota a tu tío diciendo que el hijo del Tuerto los ha invadido, en busca del dinero del tributo, y sufriendo por ello.

Sátiro sonrió a su compañero de acarreo, un hombre enorme que lucía los mismos distintivos tribales que Ben Zion. El hombre respondió asintiendo; compañeros de fatigas. Luego bebió un sorbo de la taza y casi lo escupió: el brebaje era muy amargo.

—Ponle un poco de miel —dijo Abraham a sus espaldas—. Veo que mi padre ha sabido sacar provecho de tu visita.

A Sátiro le pareció un poco desdeñoso. El jamás habría empleado semejante tono de voz ante León, pero Ben Zion se limitó a sonreír.

—La miel es la solución de Abraham para casi todo, ¿eh? ¿Los griegos amarán a los hebreos si añadimos un poco de miel? —Ben Zion se encogió de hombros. De todos modos, sirvió a Sátiro él mismo, usando una pesada cuchara de asta para añadir miel. Apareció una mujer con una bandeja, una muchacha atractiva y sin velo que sonrió y miró a Sátiro a los ojos como si fueran viejos amigos.

—¡Miriam! ¡Vete arriba ipso facto! ¡Esos aires de fulana! —Ben Zion estaba enfadado—. ¿Cómo te atreves?

—Ésa es mi hermana —murmuró Abraham—. Bebe café y no te inmutes.

Sátiro dedicó una sonrisa a Miriam, que se batía en retirada, incólume pese al enojo de su padre. Se oyó una voz femenina procedente de la exedra. La madre de Miriam; Sátiro no abrigó la menor duda. No entendía una sola palabra de hebreo, pero habría apostado una docena de lechuzas de plata a que las palabras «qué pensarán los vecinos» acababan de ser gritadas.

Ben Zion se volvió hacia los chicos, encogiendo los hombros con un ademán que desmentía su reciente demostración de enojo. ¿Puro teatro?

—Mi hija. La niña de mis ojos. Bonita, ¿verdad? Vamos, sé franco, heleno. Esther, Ruth, Hannah… Todas buenas chicas. Pero Miriam es como Sofía personificada.

—Salvo por su falta de sabiduría —susurró Abraham.

—¡Bah! Te he oído. Escucha, pícaro ateo, este heleno ha venido a mi humilde tienda a requerir que sirvas en la falange de la ciudad. ¿Cierto?

Miró a Sátiro mientras Abraham sonreía abiertamente.

—¿En serio? Pensaba que tendría que suplicar que me admitieran. Y eso es muy humillante para nuestro pueblo. ¿Me pides que me aliste? Eso lo cambia todo. Estaré encantado de servir.

—¿Tanto como para buscar a otros cincuenta como tú? —preguntó Sátiro—. Deben aportar su propia panoplia de acuerdo con las exigencias de Filocles.

—¡Ah! ¡Las armerías de toda la ciudad se harán ricas! —exclamó Ben Zion. Ambas manos le colgaban de la barba—. Qué suerte que León y yo seamos los propietarios de casi todas. —Asintió—. Es como dice mi hijo, joven amo. Detestamos suplicar. Ahora bien, ¿que nos inviten? Dudo que encontréis menos de cincuenta.

—¿Filocles está al mando? Da miedo pensarlo —dijo Abraham.

Sátiro sonrió y acto seguido frunció el ceño.

—Podrías morir —dijo de pronto, sin saber cómo abordar el asunto—. Esto va en serio.

Ben Zion asintió de manera cortante.

—¿La guerra causa muerte? Quizás en Grecia eso sea noticia. En Israel sabemos muy bien qué trae consigo la guerra. —Miró a su hijo—. Espero que nos honres.

—Lo haré —asintió Abraham, dirigiendo una respetuosa reverencia a su padre.

—Me consta —dijo Ben Zion. De repente les dio la espalda—. Tu amigo heleno debería ver esto, puesto que es el triunfo de nuestros dos pueblos trabajando juntos.

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