Tirano III. Juegos funerarios (66 page)

Read Tirano III. Juegos funerarios Online

Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
12.77Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Después del combate ante la costa de Siria me acosté con Jenofonte. No fue culpa suya, sino mía. Lo siento. Se lo conté a Safo, y no quería que te enteraras por terceros.

Sátiro asimiló la noticia en silencio.

—¡Di algo! —pidió Melita.

—Teo ha muerto —respondió Sátiro—, a manos de hombres enviados a matarme. He dejado que se quedara en medio de la calle. No lo he matado yo, sólo he permitido que ocurriera.

—No eres el centro del mundo, Sátiro.

—No —reconoció el muchacho, y bebió más vino—. Lo estoy aprendiendo.

—Siento lo de Teo. ¿Qué ha dicho su padre? —preguntó Melita.

—Nada. Estaba asustado. ¡Asustado! ¿En qué se está convirtiendo esta ciudad? —Sátiro respiró profundamente y siguió bebiendo—. ¿Por qué Jenofonte, de todos modos? En fin, es mi mejor amigo, te has pasado toda mi vida de adulto tomándole el pelo y señalándome sus defectos, y es lo bastante caballero para sentir… cosas. Supongo que no te casarás con él, ¿verdad?

Sátiro deseó parecer más adulto.

—No tengo intención de casarme con ningún heleno, Sátiro —respondió Melita tras un momento de silencio.

—¿Piensas irte al mar de hierba sin mí, Lita? —preguntó su hermano, consciente de que había tomado demasiado vino.

—Si es preciso, sí. Quiero ser reina, no una simple chica.

Sátiro meneó la cabeza.

—En eso somos bien diferentes, hermana. Yo preferiría con mucho no ser rey.

—Te regodeas demasiado, ¿lo sabes? ¡No todo tiene que ver contigo! No has matado a Teo. No mataste a tu querido Peleo. A veces me entran ganas de darte un puñetazo. —Melita negó con la cabeza—. Tienes todo lo que yo deseo… ¡y encima no te gusta!

—Después de esta campaña… —comenzó Sátiro, pero la joven lo interrumpió bruscamente.

—¿Después de esta campaña? ¿Después de que vayamos a Rodas? ¿Después de combatir contra Antígono
el Tuerto
? ¿Cuánto tendré que aguardar?

Para entonces ambos gritaban. Sátiro levantó las manos y derramó parte del vino.

—¿Qué tiene de malo?

—¿Qué tiene de malo? ¿Cómo has pasado el día? ¿Reclutando soldados para salvar la ciudad de Demetrio y su padre tuerto? ¿Ha sido frustrante? ¿Te han rechazado unos mercaderes inútiles? ¿Has luchado por tu vida contra unos asesinos? ¿Has perdido un amigo? —Hizo una pausa—. Pues yo me he pasado el día en casa tejiendo.

Sátiro guardó silencio.

—En mis ratos libres me ha reconcomido la preocupación de estar embarazada —agregó Melita entre dientes—. Quiero ir a luchar contra Demetrio. Quiero cabalgar a mi antojo, o ser timonel, o reclutar jóvenes para la batalla. Pero sobre todo quiero la atención de hombres y mujeres con quienes valga la pena conversar. Esta noche he confesado mi transgresión a Safo. ¿Sabes qué me ha dicho? «Mejor que no le digamos nada a Sátiro hasta después de la batalla.» Filocles me trata como si fuese una niña. ¿Por qué? ¡Porque tengo pechos y mi cuerpo puede engendrar un bebé! ¿Por qué no me recluta alguien? Demetrio va a tener cuarenta elefantes mientras que nosotros no tenemos ni uno, y, por Apolo, quizá yo sea la mejor arquera de esta ciudad. ¿Cómo se entiende que no reclutemos un cuerpo de arqueros?

—¿Doncellas arqueras? —dijo Sátiro, tratando de conseguir que Melita sonriera, y fracasando de plano.

—¿Te duele la pérdida de mi virginidad, hermano? —inquirió con furia—. ¿Acaso el honor de nuestra familia estaba atado entre mis muslos?

—Ha sido una broma estúpida. Perdona, Lita.

Sátiro alargó los brazos hacia ella, negándose a dejarse intimidar por su enojo y a creer que realmente disparase sus dardos contra él, y Melita apoyó la cabeza en su hombro. En cuanto se abrazaron, toda hostilidad desapareció.

Melita se meció unos instantes mientras se apaciguaba, y Sátiro contempló el firmamento, borroso por sus lágrimas no derramadas, hasta que volvió a ver las estrellas con toda claridad.

La joven se apartó.

—Me consta que no es culpa tuya, pero de pronto todos los de esta casa te tratan como si fueras un hombre, mientras que yo siempre seré una niña.

—No puedo conseguirte un cuerpo de arqueros, sean doncellas o no —dijo Sátiro—, pero cuando León desembarque a sus infantes de marina, sé de un barco que podría llevar a bordo a un arquero más. De todos modos, Lita, en esta batalla habrá un desequilibrio de fuerzas fenomenal. Estamos en clara desventaja. Demetrio lo tiene todo a su favor.

—Estuve presente cuando apresamos dos galeones piratas —dijo ella, levantando la barbilla.

—En efecto —dijo Sátiro, y le dio un beso en la frente—. ¿Por qué Jenofonte? Es tan bueno que te seguirá como un perro el resto de tu vida.

Melita se encogió de hombros.

—Es difícil explicarlo, la verdad. Sabía que le había salvado la vida; me lo agradeció. De camarada a camarada, aunque él hubiese luchado como Aquiles y yo no fuese más que una chica. —Volvió a encoger los hombros—. Y vi… cosas. Las mismas cosas… Dioses, lo sabes tan bien como yo. Estaba muerta cuando tu espada acabó con aquel hombre. Me sentí muerta. Y luego… estaba viva. —Agachó la cabeza—. Me importa un bledo mi virginidad, hermano. Pero estoy de acuerdo en que los actos acarrean consecuencias, e insisto en que Jeno no tiene que pagar por el precio; ni el de casarse ni ningún otro.

Sátiro se bebió de un trago el vino que le quedaba. Cuando eran niños se peleaban y luego se daban un abrazo y todo quedaba olvidado. Aquella noche, en cambio, percibió la pérdida de esa simplicidad, porque Melita no acababa de abrirse a él y porque no, en realidad no la había perdonado. Y el no poder perdonarla le pesaba como un sacrificio malogrado.

Melita reparó en su vacilación y lo miró de hito en hito. Sátiro le sostuvo la mirada. Antes tenían la misma estatura. Ahora él le sacaba media cabeza.

—¿Realmente me ayudarás a marcharme? —preguntó ella.

—Sí —contestó Sátiro. Se la imaginó muerta en el suelo, pisoteada por un elefante, tal como había visto a otros durante la gran batalla en las llanuras de sal. Meneó la cabeza; demasiado vino—. Maldita sea, Lita. Sí, tienes tanto derecho a acostarte con un hombre como yo con una mujer. También he pasado demasiado tiempo con helenos. —Sonrió con amargura—. No será fácil hablar con Jeno.

—Pues figúrate cómo me siento —dijo la muchacha. Se puso de puntillas y le dio un beso en la mejilla—. Gracias —añadió, y regresó al interior. Antes de cruzar el umbral se volvió y sonrió—. Tengo una cita para ti. Con Amastris. Iba a restregártelo por la cara si te ponías arrogante conmigo. —Meneó la cabeza—. Cosa que no has hecho. —Se sacó una concha de ostra del escote—. Mañana por la noche —dijo.

El trozo de papiro contenía dos versos de Menandro, y Sátiro sonrió porque decían la hora a cualquiera que conociera la obra.

—En la escalinata del templo de Poseidón —dijo Melita—. ¿La amas?

—Sí —masculló, mirándose las sandalias—. Y no obstante…

—No seas tonto, hermano. No te dejes atrapar. No creo… ¡No debería decir esto! No creo que seas el primer chico, o el primer hombre, de Amastris.

Se encogió de hombros, obviamente disgustada por lo que había dicho.

—¿Qué? —preguntó Sátiro—. Pero…

—Me consta que para los hombres es diferente —dijo Melita—. De verdad, no vayas. El riesgo no merece la pena.

—¿Y eso lo dice mi hermana, que quiere que la meta a escondidas en el cuerpo de arqueros para luchar contra los elefantes?

—Eso es un golpe bajo, hermano. —Melita sonrió—. Muy bien. Ve si tienes que hacerlo. Pero ella no se presentará. Esta primera vez sólo pondrá a prueba tu devoción. Soy amiga suya, sé lo que me digo.

Se volvió y entró en la casa, dejándolo con una concha de ostra y una sensación de confusión.

A la mañana siguiente, el viento todavía traía un penetrante olor a mar, y soplaba con suficiente fuerza para enfriar el sudor de dos mil espaldas y pechos que entrenaban a pleno sol. Panion, el comandante de los Compañeros de Infantería, se hallaba al frente del
taxeis
con Filocles, Terón y otra media docena de oficiales macedonios.

—Resultan ridículos —dijo Panion, en voz tan alta que se le oyó desde las primeras filas—. Niños y esclavos. Los veteranos del Tuerto los aplastarán igual que sus elefantes aplastarán a nuestra caballería.

Sus oficiales macedonios rieron atribulados o desdeñosos, según la facción a la que pertenecían. Filocles dijo algo en voz baja y Panion se encogió de hombros.

—Trabaja cuanto quieras, espartano. Los pondré en segunda línea o allí donde su huida no nos cueste demasiado. ¿Tal vez podrían llevarnos el equipaje?

Se carcajeó, y los seis macedonios volvieron a reírse.

Filocles se acariciaba la barba.

—Necesito más sarisas —dijo—. No tendremos suficientes.

—Tolomeo envió demasiado armamento a Casandro —respondió Panion, encogiéndose de hombros—. Apáñate con lo que tienes. Al fin y al cabo, si el reino de Tolomeo depende de esta tropa, estamos condenados.

Filocles volvió a hablar en voz baja, y Panion negó con la cabeza.

—Me parece que olvidas cuál es tu sitio. Yo soy macedonio. Tu pueblo tuvo cierta fama de guerrero, lo admito. Pero te aseguro que, por más instrucción que hagan, nada convertirá a estos esclavos en soldados, y me trae sin cuidado su moral.

Panion miró en torno a él y escupió con desprecio.

Más tarde, él y su estado mayor regresaron mientras Filocles intentaba que la falange hiciera una maniobra de conversión; mal ejecutada, como todas las conversiones.

Esta vez, el macedonio inspeccionó las dos primeras filas, y a cada macedonio que encontraba le ordenaba que saliera de la formación. Se detuvo ante Sátiro.

—¿Tú? —dijo. Luego, recobrado de su confusión, sonrió al joven—. No pintas nada aquí, con esta chusma. Ven conmigo.

—¿Qué chusma? —preguntó Sátiro, viendo que Amintas se revolvía incómodo entre los jóvenes macedonios.

—Egipcios. —Panion se encogió de hombros—. Sólo valen para braceros.

—Parece que da resultado entrenar a macedonios —dijo Sátiro.

—Sí —admitió Panion—. Pero son hombres, no esclavos. Estos muchachos son macedonios.

Sátiro se secó el sudor de los ojos.

—Ni uno de ellos nació en Macedonia, señor —repuso Sátiro, mirando al comandante de hito en hito—. Los he reclutado en Alejandría para esta falange.

—Otro griego con ínfulas —dijo Panion, entornando los ojos—. Muy bien, sigue achicharrándote, chico. Disfruta del tiempo que te queda. —Y, levantando la voz, agregó—: Vosotros, macedonios, venid conmigo.

Una vez que Panion se hubo marchado, Filocles siguió dando instrucción a los hombres y, cuando las sombras se alargaron, trató de proporcionar el entrenamiento que permitiría a los egipcios enfrentarse a hombres en plena forma física. No eran débiles, muchos de ellos tenían buen cuerpo y fuertes músculos gracias al trabajo, pero Filocles iba de un lado a otro, instándolos a levantar mancuernas más pesadas o a correr más deprisa.

Los hombres se mostraban apáticos, más de lo usual, y cuando el sol tocó el borde del mundo Filocles les dio permiso para irse, conteniendo su enojo de forma harto evidente. Sátiro se puso al lado del espartano mientras regresaban bajo la última luz de la tarde.

—Mañana, la mitad no vendrá —dijo cuando ya llevaban recorrido un estadio—. Maldito idiota jactancioso. Tendría que haberle metido la espada por el culo allí mismo.

—¡Filocles! —exclamó Sátiro—. Maestro, nunca te había oído hablar así. —Por primera vez desde la muerte de Teo consiguió sonreír. Se le había ocurrido que Panion podría haber tenido algo que ver con aquel asesinato—. Veo que no sólo eres filósofo.

—¿Sabes de qué hablan los oficiales macedonios? —preguntó Filocles—. De montar un buen espectáculo. Combatir lo suficiente para conseguir las mejores condiciones posibles de Demetrio. ¿Recuerdas lo que le sucedió a Eumeles, cuando una parte de sus queridos macedonios decidió no luchar? Pues eso es lo que está ocurriendo aquí, chaval. Dentro de un par de semanas nuestro
taxeis
también valdrá algo. Están en forma, mejor que muchos griegos. Son fuertes, estos egipcios. Pero Panion acaba de decirles que para él son meros esclavos. —Filocles escupió—. Seis semanas de trabajo al garete. Y para colmo se ha llevado a la mitad de nuestros mejores muchachos. Todos esos chicos macedonios sabían cómo se empuña una lanza.

—Seguimos teniendo a los griegos y a los judíos —dijo Sátiro.

Filocles esbozó una sonrisa y apoyó una mano en el hombro de su antiguo pupilo.

—Así es —concedió—. Pero dudo que sean suficientes. Creo que necesitamos muchas más filas de egipcios fuertes, leales y valientes, pues de lo contrario podrán con nosotros. Ahora bien, debería tomar mi propia medicina y ocuparme de esos problemas cuando surjan. ¿Cómo resolvemos lo de las sarisas?

—Por ahora, las tres primeras filas pueden usar su equipo de hoplitas —intervino Terón—. Todos los efebos helenos lo tienen, e incluso los judíos han venido con lanzas pesadas.

—Un frente de lanzas cortas no es la mejor manera de generar confianza en las primeras filas, muchacho —dijo Filocles—. ¿Sabes lo que supone enfrentarse a un
taxeis
macedonio? Salvo si están desordenados, cada fila tiene seis u ocho puntas de lanza en el frente. Avanzan impulsados por los hombres que llevan detrás, como la hierba mecida por el viento. No es fácil enfrentarse a eso. Es aterrador.

—Tú mismo dijiste que con un
aspis
y disciplina no tenías problemas para penetrar un muro de lanzas.

Sátiro había oído un montón de veces el relato del combate en los vados del Borístenes en boca de distintos hombres. Sabía que Filocles y el cuerpo de élite de las dos ciudades del Euxino habían repelido y vencido a una falange macedonia.

Filocles hizo una mueca.

—Los veteranos no deberían ir contando esas historias tan a la ligera. Fuimos tan afortunados como valientes. Había buenos hombres en ese
taxeis
; hombres duros y en la plenitud de su forma física. Tuve a diez olímpicos. —Miró hacia el mar. La contera de su lanza marcaba el paso al golpear el adoquinado—. Yo mismo era mucho más joven. ¡Mírame! He tardado seis semanas en quitarme la grasa de la barriga. Quince años antes, habría tenido unos músculos como tu coraza; como los tuyos, luchador.

Señaló a Terón, que llevaba el
kitoniskos
colgado de un hombro, mostrando la musculatura casi perfecta de su torso.

Other books

The H&R Cattle Company by Doug Bowman
The Tragic Age by Stephen Metcalfe
The Assassins of Isis by P. C. Doherty
The Lost Level by Brian Keene
The Naked Detective by Laurence Shames
A Bookmarked Death by Judi Culbertson
No Orchids for Miss Blandish by James Hadley Chase