—La guerra tiene el mismo efecto sobre algunos hombres —dijo Filocles.
—¡Sí! —respondió el hindú—. Igual que los elefantes, el hombre puede aprender a amar cualquier cosa, incluso el asesinato.
—Eres un tipo muy especial, para ser soldado —opinó Crax. Sonrió a Filocles—. ¿Un hermano tuyo perdido tiempo atrás?
El hindú tenía nombre, algo que sonaba como Tavi, de modo que Tavi le llamaban. Pasaron buena parte de la tarde vagando por el campamento de los elefantes, familiarizándose con las bestias. Ninguna de ellas parecía muy belicosa, a pesar de su tamaño.
—Deja que te huelan —dijo Tavi—. Deja que te vean. Así te reconocerán el día de la batalla.
Sátiro se sometió a ser olido y, en algunos casos, palpado por los elefantes. Les dio nueces y hierba, deleitándose con la manera en que manejaban la trompa y con el brillo de inteligencia de sus ojillos redondos y brillantes como cuentas.
—Quiero ser
mahout
—exclamó, con el entusiasmo propio de los doce años.
Tavi le ayudó a montar en la elefanta más vieja, y él y el hindú cabalgaron juntos, sentados en el cuello de la bestia. Tavi le dio permiso para llevar el focino, dio unas palmadas a su vieja amiga y ésta giró obedientemente.
—Esto sí que es potencia —dijo a Filocles y a Crax cuando saltó del cuello de la elefanta.
—Una prueba más, si se necesitara alguna, de que la guerra es el sumo tirano —dijo Filocles—. Estas bestias son tan inteligentes como los humanos. —Meneó la cabeza—. Más inteligentes aún, pues como dice Tavi, no harían la guerra si no fuese por los hombres.
—Siempre dices que la guerra es un error —señaló Crax—. ¿Por qué? ¿Cómo detienes a un invasor? ¿Cómo conservas tu libertad? ¿Hablando?
Filocles chasqueó la lengua y asintió al getón.
—Ese es el meollo del asunto, ¿verdad, Crax? Hay que entrenar a todos los hombres del mundo para que renuncien a ese amor al mismo tiempo… Si sólo lo hace uno, nos arrastrará a los demás de regreso al sangriento altar de Ares.
Crax miró en derredor, como comprobando si había alguien más con ellos.
—Entonces, ¿tengo razón? —preguntó.
—Demasiada —dijo Filocles mirando a los elefantes, y dio media vuelta.
La cena fue más bien apagada, puntuada por las excitadas descripciones que hizo Sátiro de los elefantes y de Tavi, el
mahout
, que había causado una duradera impresión en él y en Filocles. Safo fue atenta con su marido, pero Diodoro parecía estar en otra parte: escuchaba con una sonrisa postiza una anécdota sobre los elefantes y de pronto sus ojos se apartaban de Sátiro y comía con aire ausente.
—¿Se nos viene encima? —preguntó Safo, mientras retiraban el servicio del cabrito asado.
—Perdón —dijo Diodoro—. No estoy satisfecho con los planes trazados para mi ala. Disculpadme un momento.
Se levantó del diván, fue a la puerta de la tienda y llamó a uno de sus oficiales. Todos oyeron sus palabras y las breves respuestas de su subordinado, y enseguida estuvo de vuelta.
—Eso está mejor —dijo Diodoro al regresar.
—¿Lucharemos mañana? —preguntó Filocles.
—Sí —contestó Diodoro—. Hoy Crax ha tomado diez prisioneros, y Andrónico trajo otros tantos ayer. Todos dicen lo mismo. Antígono formará su línea de batalla por la mañana.
Safo se mordió el labio, pero cuando habló, lo hizo con ligereza.
—Entonces tenemos que acostarte temprano, cariño. Te levantarás antes del alba.
—Eres la mejor esposa de soldado de todo este ejército —dijo Diodoro con afecto.
—Pobre cumplido me haces —replicó ella—, teniendo en cuenta que soy la única que hay.
—¿Y los gemelos? —preguntó Filocles.
Diodoro negó con la cabeza.
—Se quedarán en el campamento, por supuesto. Cuento con que la batalla se libre en la llanura del norte. Aquí estarán a salvo. ¿Debo buscarte un coselete, Filocles?
—No, gracias. Nunca me he acostumbrado a la idea de luchar a caballo, y no me gusta estar entre extranjeros; extranjeros asiáticos, además. Me quedaré en el campamento con los niños.
Terón asintió.
—Yo también,
strategos
. Sin ánimo de ofender, ésta no es mi contienda, y sólo tengo equipo de hoplita.
Diodoro los miró a los dos y sonrió.
—Podría formar un
taxeis
basado en vosotros dos —dijo—. Terón, tú eres como un segundo Filocles. Apuesto a que eres el terror en una melé.
—Nunca lo he hecho —dijo el corintio—. He entrenado con efebos y he luchado hombre a hombre, pero nunca he tenido que defender posiciones como lo hizo mi padre en Queronea.
Filocles sonrió forzadamente.
—No te has olvidado de nada —comentó.
Entró el mayordomo de Safo e hizo una profunda reverencia.
—Amo, cada vez hay más hombres aguardando fuera. Preguntan por el
strategos
.
Diodoro se limpió la boca.
—Una cena excelente, amor mío. Debo ir a escuchar los miedos y preocupaciones de Eumenes.
—Lo recuerdo como un comandante de primera —dijo Filocles.
—Y lo es. Pero los macedonios le odian porque no es macedonio. Una de las razones por las que me contrató fue contar con un oficial griego en quien pudiera confiar, pero incluso eso ha causado problemas. Yo no gusto a los macedonios; ninguno de nosotros, en realidad.
—No han cambiado mucho, ¿verdad? —preguntó Filocles.
Él y Diodoro sonrieron, compartiendo un recuerdo común. Sátiro pensó que escuchar aquellas cosas era como estar cenando con los dioses. ¡Hablaban del gran Eumenes
el Cardio
como si de un simple conocido se tratara, como de un compañero de juego!
—Hoy he oído cosas que no me han gustado demasiado —dijo Terón, incorporándose en su diván—. Sobre los griegos. Sobre Eumenes.
Diodoro miró en derredor y bajó la voz.
—¿Os habéis fijado en que he regresado a mi propio regimiento para comer y dormir, en que tenemos nuestros propios guardias y en que estamos un poco apartados del resto del ejército? Así de mal están las cosas, amigos. Si mañana perdemos, o incluso si en algún momento parece que estamos perdiendo, este ejército se desintegrará. Los idiotas de los argiráspidas preferirían matar a Eumenes porque es griego que derrotar a Antígono, que los odia.
Safo tomó un sorbo de vino con cuidado, alzó la copa para que se la rellenaran y habló lentamente.
—Nunca habías hablado con tanta franqueza, esposo mío. ¿Debo hacer preparativos?
Diodoro se acarició la barba.
—Nunca hemos estado tan mal. Sospecho que el Tuerto está sobornando a los argiráspidas, pero no sé cómo lo hace. No paro de decirle a Eumenes que haga formar a Banugul y a su mocoso para acallar a los extremistas…
—Se refiere a la mujer que sostiene haber sido la amante de Alejandro y a su hijo, Heracles —explicó Safo, lanzando una mirada muy elocuente a su marido—. El chico tiene vuestra misma edad, o quizá sea un poco más joven, y es el vivo retrato de Alejandro. —Sonrió, pero no así sus ojos—. Banugul no ha cambiado un ápice. Es la enemiga inveterada de Olimpia, y el muchacho, Heracles, amenaza todo aquello a lo que ésta aspira. —Se encogió de hombros—. Debería ser vuestro aliado.
Diodoro interrumpió a su esposa.
—Pero no lo será. Dice que no mermará su ejército por un niño. Sí, Safo. Tendremos problemas. De hecho, nos dirigimos a una batalla para ver si podemos vencer al Tuerto antes de que los macedonios asesinen a mi patrono. —Se encogió de hombros—. Todo en un día de trabajo.
Safo llamó a su mayordomo.
—¿Eleuterio? Trae una reata de caballos y bestias de carga y prepara el equipaje de modo que estemos listos para partir en cuanto despunte el día. Deja las tiendas montadas con todo su contenido. Empacad sólo la ropa, las camas y lo necesario para vivir, comer y viajar deprisa.
Diodoro se levantó de su diván, se inclinó ante su esposa y le dio un beso. Resultó embarazoso para los demás hombres, porque fue un beso lujurioso que se prolongó demasiado. Cuando se apartó de ella, Safo le dio una ligera bofetada.
—No soy una flautista —dijo.
Diodoro la besó otra vez.
—No, eres la mejor oficial de estado mayor de todo el campamento. Sólo que además tienes otras ventajas. Quizá me reúna contigo más tarde, aunque es posible que pase la noche en vela. —Miró a los presentes en la tienda y bajó la voz—. He dado a los muchachos un punto de reunión por si llega lo peor. Queda a un estadio más allá del barranco que está al sur de aquí. Filocles, deberías ir con Crax para reconocer el sitio. ¿Puedo confiarte el traslado de las esposas y los hijos de los
hippeis
hasta allí, si las cosas se tuercen?
Filocles contemplaba una copa de vino. Se rascó el mentón.
—Sí —dijo—. Es una gran responsabilidad.
—Las has tenido mayores —repuso Diodoro. Cogió el manto tracio de color púrpura de manos de un esclavo y se cubrió los hombros.
—Ve con los dioses —dijo el espartano.
Diodoro esbozó un saludo militar y salió de la tienda comedor.
Safo se levantó de su diván.
—A la cama ahora mismo, niños. Nos levantaremos al amanecer y nos pondremos ropa de montar.
Sátiro miró a su hermana.
—Montamos muy bien —dijo.
Melita se mostró triunfante.
—Sé que está mal desear que perdamos, pero no puedo reprimirme más. No quiero ser una buena doncella griega, una
koré
.
Poco después estaban acostados, escuchando el trajín de la docena de criados que preparaban el equipaje. Ambos pensaron que les costaría conciliar el sueño, pero cayeron dormidos de inmediato.
Sátiro vio despuntar el día ataviado con sus botas, un coselete debajo de la clámide y un sombrero de paja de ala ancha colgado a la espalda. Fue un amanecer espectacular, rosa y gris, rojo y dorado, y el muchacho siguió echando vistazos al cielo mientras ayudaba a Terón a cargar las mulas que habían traído consigo todo el camino desde Heráclea.
En torno a ellos, en la penumbra del alba, los hombres se dirigían al frente establecido a unos ocho estadios del campamento. El despliegue estaba cuidadosamente organizado, aunque Sátiro lo observaba con ojo crítico, pensando cómo podría mejorarse. En las bocacalles del campamento los hombres formaban grupos que luego se reunían en
taxeis
. Los mejor entrenados marchaban marcialmente, pero había muchos —los frigios, los numerosos tracios, lidios y carios— que se limitaban a caminar detrás de un oficial o de un noble a quien conocieran. Los oficiales del estado mayor, resplandecientes de hierro y bronce, con grandes penachos de crines teñidas, cabalgaban de un lado a otro entre la muchedumbre, gritando constantemente. «¿Artabazes? ¿Jabalinas carias? ¡No! ¡No! ¡Vosotros vais en el ala derecha! ¡No, señor, tenéis que marchar en esa dirección!» y «¿Felipe? ¿Escudos Blancos? Sí, señor. En el centro de la línea, con los Escudos Plateados a vuestra derecha. ¡Sí, señor!»
Cuando las bestias de carga estuvieron listas y Safo ordenó que se trasladaran a la parte trasera del campamento, los gemelos fueron al principio de su calle para contemplar el gran desfile del ejército. Llegaron justo a tiempo para ver pasar a los elefantes, sesenta bestias enormes que parecían la encarnación misma del poderío militar, todos ellos engalanados con mantas rojas y blancas, con argollas de oro, protectores de bronce para el pecho y la cabeza, y con sus
mahouts
tan bien armados como los generales.
—¡Ahí está Tavi! —gritó Sátiro, y se puso a saludarlo con la mano como un loco.
El hindú, que ahora parecía un Aquiles moreno con un quitón púrpura y un coselete que alternaba hileras de escamas de oro y de plata, alzó su focino, un arma en sí mismo, y los saludó. Detrás de él, un par de macedonios con largas sarisas se despidieron de los niños con la mano.
En su calle, el cuarto escuadrón de los mercenarios de Diodoro —todos los hombres que habían pasado la noche de guardia o efectuando otros servicios— se reunía y montaba, y cuando pasaron los elefantes cada uno de ellos se apresuró a sujetar la cabeza de su corcel. Los caballos piafaron y se movieron inquietos hasta que el último elefante se alejó lentamente.
En ese momento Crax saltó a su silla y gritó a voz en cuello para que el escuadrón formara. Miró a los gemelos a través del polvo arremolinado.
—Sed prudentes —les recomendó—. Si todo se va a la mierda, agrupaos detrás del barranco. ¿De acuerdo?
Sátiro asintió, y Crax saludó con el puño y el escuadrón enfiló la calle, despacio al principio, luego más deprisa, hasta que los jinetes desaparecieron en la nube de polvo que levantaban. Todos los soldados saludaron a los gemelos al pasar, y muchos de los celtas se agacharon y tocaron a Melita para que les diera buena suerte.
—¡Quiero ver la batalla! —dijo Sátiro a Filocles.
—¡Yo también! —exclamó Melita.
—Por supuesto —respondió el preceptor, y señaló el promontorio desde donde habían visto el campamento por primera vez. Él y Terón reunieron caballos y los cuatro montaron.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó Safo. Llevaba pantalones persas, una chaqueta saje y el pelo recogido en trenzas.
—Por favor, tía, ¡queremos ver la batalla! —rogó Melita—. Filocles subirá al promontorio con nosotros.
—Voy a enviar a un esclavo con vosotros —accedió Safo tras sopesarlo un momento—. ¡Targis! Ve con el amo Filocles y los niños. Ven a avisarme si sucede algo malo.
Se llevó al espartano a un aparte. Hablaron en voz baja un momento y, de pronto, Safo se arrojó a sus brazos, llorando. Sátiro lo vio, pero no estuvo muy seguro de que hubiera ocurrido realmente, porque un instante después Safo estaba dando órdenes, y el único signo de que hubiera llorado era cierta rojez en torno a sus ojos. Filocles regresó junto a ellos.
—¿Targis? —dijo el preceptor con la cortesía que siempre mostraba con los esclavos—. Acompáñanos, por favor.
Targis era un muchacho pálido y rubio con las piernas muy largas, como un corredor. Asintió a su ama y siguió al grupo.
—Me pregunto qué habrá sido de Felipe y Draco —comentó Sátiro.
—No creo que les haya ocurrido nada malo —respondió Filocles, enarcando una ceja.
—Los echo de menos —dijo Sátiro.
—Estás comenzando a ver que hay un mundo más allá de ti mismo —señaló el espartano.
Cabalgaron al trote hasta lo alto del promontorio, y Targis corrió tras ellos con soltura, dándose impulso con los brazos.