Tirano III. Juegos funerarios (77 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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Sátiro se levantó con las primeras luces, sintiéndose como si no hubiese dormido en absoluto, picado de insectos y con la cadera dolorida de dormir en el suelo. Tenía un nudo en el estómago, y cada vez que miraba hacia Gaza a través del arenal, se le revolvían las tripas.

Fue al otro lado de la empalizada de los caballos a hacer sus necesidades, pero de poco le sirvió. Antes de que el sol hubiese subido un palmo más en el cielo, las tripas volvieron a revolvérsele y se sintió como si tuviera las mismas cagaleras que todos habían tenido cuando acamparon en el Nilo. Si se quedaba quieto, temblaba.

Al cabo de un rato, echó a correr. No fue una decisión consciente, simplemente tiró el quitón encima de su petate y se puso a correr, desnudo salvo por las sandalias. Corrió un estadio, y luego otro, a lo largo de las «calles» donde los hombres estaban tumbados en filas, unos despiertos, enfrentándose al alba, y otros roncando dichosos o agotados. Corrió hasta rebasar a los centinelas del oeste, donde el camino conducía a Egipto. Y luego dio media vuelta y regresó, sin dejar de correr. Sin molestar a Basis y Abraham, usó piedra pómez para pulir las escamas de su coraza, y luego frotó la plata de su yelmo con una gamuza hasta que brilló como la luna.

Igual que miles de otros hombres, bajó a la playa y nadó en el fresco amanecer. A lo largo de la orilla en dirección a Gaza, se veía a un sinfín de hombres llevando a cabo el mismo ritual.

Regresó junto a su petate y sacó su mejor
kitoniskos
rojo, y luego se puso la armadura; toda ella, incluso las canilleras, que hasta entonces sólo había usado en desfiles. Finalmente hizo la ronda de la falange de Egipto, sintiéndose vacío, y se aseguró de que todos los hombres comieran un buen desayuno.

Melita se despertó al alba. Había dormido con Jeno y en cierto modo lo lamentaba; no el acto en sí mismo, sino el haberse dejado vencer. Le dolía lo trillado del sexo antes de la batalla. Jeno iba a enfrentarse al combate con mil amigos más, y estaba asustado. Melita lo entendía. También ella estaba asustada.

Melita y su división se enfrentarían a los elefantes.

Arqueros, piqueros, todos los
peltastai
estaban en la arena, cavando fosos y clavando estacas en el fondo. El mayor miedo de Tolomeo eran los elefantes de Demetrio; cincuenta monstruos, mientras que Tolomeo no tenía ni uno. De modo que las compañías ligeras salieron al amanecer, cada una asistida por un puñado de esclavos, y cavaron. Esta vez tenían herramientas. Tolomeo preparaba con esmero las acciones de ese calibre.

Melita cavaba y cavaba. Pensaba en Argón y su hoyo poco profundo, y seguía cavando.

Estaba bañada en sudor cuando los esclavos trajeron la comida, y salió de su foso y comió, sorbiendo agua fresca de una jarra de barro para luego despachar una ración de sopa de cordero tan deprisa que la cebada le salpicó el quitón. Lamentaba cada instante que había pasado despierta la noche anterior, pero descubrió, cuando al salir el sol el mundo cambió de color, que no debía preocuparse de si estaba embarazada.

Eso quedaba relegado para el futuro.

Aquel día, bastante tenía con los elefantes.

Ambos ejércitos comenzaron por lanzar nubes de hostigadores. Demetrio, que tenía toda Asia en el bolsillo trasero de su padre, sacó varios miles de campesinos con jabalinas y algunas hondas y arcos.

Sátiro los observaba. Tenía el escudo en el pie y la lanza en la mano, pero casi todos sus compañeros de fila todavía estaban poniéndose la armadura o terminándose un cuenco de sopa. Rafik aguardaba junto a Filocles al frente de la formación, con la trompeta todavía en la cadera.

La comida no estaba ayudando. Sátiro tenía la impresión de que si se tiraba un pedo, el desayuno le chorrearía por las piernas con el poco coraje que le quedaba. Apretó los dientes.

Abraham se acercó, dejó su escudo en el suelo y levantó un brazo.

—¿Me abrochas la coraza? —pidió.

—Claro —dijo Sátiro—. ¿Dónde está Basis?

—Rezando —contestó Abraham.

Sátiro terminó de abrochar las correas.

—¿Me sostienes la lanza? —preguntó—. Tengo que ir a mear otra vez.

Salió corriendo de la formación y regresó enseguida, todavía con la sensación de que se le aflojarían las tripas, recogió el escudo, Abraham le dio la lanza e intentó erguirse.

Rafik tocó la trompeta. Sátiro sintió que le flaqueaban las piernas. Se preguntó cómo debían de sentirse los hombres condenados a muerte. Odiaba ser débil, pero la debilidad era bien real.

—¡Sacerdotes! —llamó Filocles.

Uno tras otro, los sacerdotes castrenses acudieron al frente de la formación. A lo largo de todas las líneas, los hombres ofrecieron sacrificios y cien animales murieron.

Sátiro se sorprendió al ver, a través de la niebla de su miedo, que la falange de Egipto estaba al lado de los Compañeros de Infantería. Los macedonios se encontraban tan sólo unos pasos a la derecha de su columna, silenciosos salvo por alguna que otra orden. Los hombres tenían la armadura puesta, pero sus sarisas las llevaban sirvientes.

Su sacerdote degolló una vaquilla.

En el arenal que se abría delante de ellos, los hombres morían; piqueros, arqueros y hombres desnudos que arrojaban piedras, a cuatro estadios de los sacerdotes. La batalla había comenzado.

Las compañías ligeras enemigas eran terribles; como esclavos azuzados con un látigo. De hecho, según decía saber Melita, así era cómo las hacían avanzar: a golpe de látigo. Todos los
toxotái
de Idomeneo estaban juntos, con mejores armaduras que antes de la emboscada, desplegados a intervalos de dos pasos, ocupando varios cientos de pasos de terreno. Los
peltastai
egipcios, con escudos pequeños y jabalinas pesadas, avanzaban a través de ellos para enfrentarse a las hordas de campesinos de Demetrio, y la lucha no duró mucho antes de que los campesinos huyeran.

Idomeneo se acercó y le ofreció una manzana. Melita le sonrió al aceptarla.

—Me encantan las manzanas —dijo.

Otro grupo de
psiloi
surgió del polvo que se estaba levantando y arrojó piedras a los
peltastai
, que cargaron contra ellos y los ahuyentaron, aunque esta vez algunos
peltastai
cayeron al suelo, desangrándose en la arena.

Melita notó que la tierra retumbaba bajo sus pies antes de verlos. Eran inmensos. Demasiado grandes para ser reales. Avanzaban con un paso distinto al de los caballos y eran lentos, pero estaban viniendo.

Delante de ellos apareció una nueva oleada de
psiloi
, hombres con armadura ligera y pequeños escudos redondos que parecían tener cierto espíritu.

—¡Manteneos firmes! —chilló el oficial egipcio. Su voz no resultó muy tranquilizadora.

Melita se terminó la manzana, tiró el corazón al suelo y lo tapó con arena sin pensar.

—Me parece que nos toca pronto —dijo Idomeneo—. Suerte, Bión. Apunta bien.

—Lo mismo te digo, amigo —contestó Melita. Y se puso a encordar el arco.

Sátiro veía las compañías ligeras hasta donde le alcanzaba la vista: varios miles de hombres. Su avance levantaba una cortina de polvo, pero no era nada comparada con la polvareda que habría más tarde, y mucho menos con la que había habido en Gabiene. El mero recuerdo del combate en las llanuras de sal le hizo beber un sorbo de la cantimplora.

—El ejército va a avanzar derecho —gritó Filocles—. Preparaos.

Por el momento, no iban a marchar. Cuando sonó la trompeta, los hombres levantaron sus escudos y caminaron penosamente en orden abierto, con los sirvientes acarreando cantimploras y comida; algunos hombres de otros
taxeis
todavía obligaban a sus sirvientes a llevar sus escudos. El avance produjo un ruido atronador y el suelo retumbaba mientras dieciséis mil piqueros, sus sirvientes y sus escuderos, casi treinta mil hombres en total, caminaban hacia delante. Los polemarcas y los filarcos observaban con atención, y los hombres situados en los flancos de las formaciones se gritaban unos a otros porque, en aquel punto, aglomerarse o desperdigarse podía afectar al orden de toda la formación.

Sátiro vio unas jorobas que avanzaban hacia él. «Elefantes.» Tropezó y se obligó a mantenerse erguido. «Ares. Ares, dios de la guerra, no me permitas ser cobarde.»

Curiosamente, los elefantes surtieron un efecto tranquilizador en Sátiro, sobre todo porque sabía que su hermana tenía que enfrentarse a ellos y deseaba que estuviera a salvo. Pensar en otras personas proporcionaba un extraño alivio del miedo, pero era real, como si el miedo fuese algo egoísta.

«¡Ajá!»

Sátiro sonrió. Se volvió y miró los pálidos rostros de sus compañeros. Filocles seguía al frente de la falange, lo mismo que Terón en el flanco opuesto.

—¡Guardad las distancias, Egipto! —gritó Sátiro. Se obligó a sonreír a la primera fila—. ¡Sólo son elefantes, caballeros!

Cincuenta pasos más adelante, y luego cien, y luego otros cien. Los elefantes estaban a dos estadios, menos, y Sátiro notaba su avance. En un instante, las grandes criaturas marrones y grises estarían entre los hostigadores tolemaicos, y su hermana se enfrentaría a los monstruos.

Las trompetas tocaron al alto.

—¡Rompan filas los escuderos! —ordenó Filocles.

«Ha llegado la hora.»

Abraham se le echó encima, con escudo y todo, y se abrazaron. Sátiro alargó el brazo más allá de Abraham para chocar las palmas con Dionisio y con Jeno. Jeno le retuvo la mano.

—Lo siento —dijo. Detrás de él, su chico sonrió con timidez y se volvió para salir de la formación.

Sátiro sonrió y lo abrazó.

—¡Dímelo después! —dijo, y su sonrisa no fue fingida.

En torno a ellos, los sirvientes rompían filas y los soldados se daban fuertes apretones de manos. Sátiro recibió flojos apretones de Diocles y de Namastis, un beso de Dionisio, y la formación estuvo lista.

—¡Medias filas al frente! —ordenó Filocles.

Se oyó dar la misma orden a los Compañeros de Infantería, que estaban justo a su derecha.

Namastis condujo su media fila adelante para llenar el hueco que habían dejado los escuderos. Ahora la falange era de ocho en fondo, pero en un orden mucho más cerrado. Detrás de Sátiro, Diocles y el resto de su fila para formar en orden cerrado de batalla.

Sátiro vio que Panion, el comandante de los Compañeros de Infantería, se dirigía a grandes zancadas hacia Filocles. Su cuerpo revelaba ira.

—¡Estás aglomerando mis filas con tus putos esclavos! —dijo Panion—. Vuelve a doblar tus filas y dame más espacio.

—Tus hombres se habrán desviado durante el avance —respondió Filocles—. Nosotros estamos alineados con los Escudos Blancos a nuestra izquierda. —Se encogió de hombros—. Abríos hacia la derecha.

Panion escupió.

—Ya estoy harto de ti, griego. Tú y tu cuerpo de mozos de equipaje no pintáis nada en la formación. Advertí a Tolomeo que nos haríais perder la batalla. Ahora estáis en mi flanco. ¿Y sabes qué? ¡Tú y tu jauría de perros sois unos cobardes!

—Vuelve a tu
taxeis
—dijo Filocles—. Estamos en el mismo ejército. Yo no cuestiono vuestra valentía, ten la cortesía de hacer lo mismo.

—¡Mira quién fue a hablar! —Panion se volvió de cara a la falange de Egipto—. ¡La mayoría de vosotros morirá en esta batalla! ¡No tenéis por qué estar en la línea de combate! Vuestro supuesto polemarca exigió que combatierais. ¡Huid a casa, egipcios!

La falange de Egipto se removió. Panion rio desdeñosamente.

—Perros haciéndose pasar por hombres —bufó.

—Vuélvete hacia mí —exigió Filocles.

Panion obedeció.

—¡Escuchad, macedonios! —rugió Filocles, y su voz se oyó a un estadio—. Soy un hombre de Esparta. Cuando carguemos contra el enemigo, ya veremos quién se arredra. Ningún hombre de mi formación tiene un amigo al otro lado de las líneas, macedonios. Nadie se apiadará de ninguno de mis hombres. —Caminó hasta Panion, a quien sacaba un pie y medio de estatura—. ¡Compañeros de Infantería! Vuestro oficial está comprado y pagado por el enemigo.

Filocles se apartó la clámide de los hombros.

—Mientes… —comenzó Panion, y levantó su lanza.

—¡Que los dioses decidan quién miente! —rugió el espartano.

Panion golpeó, pero el brazo de Filocles se movió rápido como un rayo y su lanza dio un mazazo al yelmo de Panion, tirándolo al suelo.

Filocles se rio.

Sátiro estaba a un brazo de distancia de la columna de macedonios más próxima. Estaban sumamente irritados.

—¡Macedonios! —se oyó gritar detrás de Sátiro. Al volverse vio a Tolomeo y Seleuco a caballo, con brillantes armaduras y rodeados de
hetairoi
—. ¡Macedonios! El enemigo es Demetrio, a quien no tardaremos en destruir. El enemigo no está a vuestro lado en la formación. El próximo hombre que hable contra otro será considerado traidor. Queda advertido.

Bajó la vista hacia Panion, que se estaba levantando del suelo.

—Cabrón… —dijo Panion, añadiendo algo ininteligible.

—Demuestra que la acusación carece de fundamento en el campo —dijo el señor de Egipto. Señaló al comandante de sus Compañeros—. Yo mismo —dijo, lo bastante alto para que lo oyeran las primeras filas de ambos
taxeis
—, yo mismo pienso que seguramente eres un traidor, Panion. Muere con honor y me encargaré de tu viuda. Intenta jugármela y lanzaré a mis mercenarios contra tu flanco desprotegido para que os maten a todos tanto si venzo como si no.

El señor de Egipto saludó con el brazo en alto al sinfín de filas de los Exiliados de Diodoro, que estaban formados con sus caballos en el flanco de los Compañeros de Infantería.

Cuando el señor de Egipto saludó, la mayoría de los hombres lo vitorearon, no así los Compañeros de Infantería, y Filocles se plantó delante de ellos. Tolomeo dio un apretón de manos a Filocles y se marchó, dejando a Panion en la arena.

Detrás de él, los elefantes se acercaban a los
toxotái
.

—Hombres de Alejandría —dijo Filocles. Hizo una pausa, e incluso los hombres de Panion se callaron—. Ayer, o hace dos semanas, o hace un año, erais hombres distintos. Llevabais una vida diferente. Algunos de vosotros sois hombres ricos, y algunos sois pobres. Algunos de vosotros robabais, y otros bebíais vino. En algún lugar de esta formación hay un hombre que mataba por dinero. Otro acarreaba ladrillos. Algunos sois griegos, y algunos sois egipcios. Algunos sois incluso macedonios.

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