Tirano III. Juegos funerarios (55 page)

Read Tirano III. Juegos funerarios Online

Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
3.07Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Fuiste grosero, timonel? Creía que estabas cumpliendo con tu deber.

Dicho esto, se marchó enseguida hacia el toldo que compartía con Dorcus bajo el palo trinquete. Melita oyó el gruñido de Peleo mientras se alejaba, y volvió a sonreír con satisfacción. No eran las armas que ella habría elegido, pero desde luego cortaban.

Era primera hora de la tarde y el mar, azul sobre azul, pareció rebasar por el borde circular del cuenco del horizonte. El sol surcaba el cielo encima de ellos, dirigiéndose al oeste, y el puñado de nubes aborregadas que se veían en el cielo eran más un adorno que una amenaza.

—Nada da tanto miedo, salvo una tormenta —masculló Kalos. Se puso en cuclillas en la popa, resguardado del viento. Mantenía la vista al frente, como si no quisiera ver el borde vacío del cuenco, sin un atisbo de tierra en ninguna dirección.

—No seas afeminado —dijo Peleo—. Piensa en el ejemplo que das a los muchachos.

—Detesto no ver la costa —declaró Kalos. Se puso de pie, se estiró como un gran gato feo y se dirigió diligentemente hacia proa, sin que le afectara el balanceo.

—Yo también lo detesto —confesó Peleo. Dedicó a Sátiro su sonrisa más íntima—. Pero surcar el mar abierto es lo que nos convierte en mejores marineros, chaval. Y tiene que parecer que sabes adónde vas, como si hubiera un camino de oro remachado en la superficie del agua sólo para ti.

—Siempre finjo que no tengo miedo —dijo Sátiro, pensando en el consejo que había dado a su hermana.

—Para eso tenemos un nombre, chaval —replicó Peleo—. Lo llamamos coraje.

—¿Sabes dónde estamos?

—No —contestó el timonel, mirando en derredor—. En algún lugar al oeste de Chipre, mil estadios arriba o abajo. Esas nubes bajas que asoman por proa me han dado esperanza. ¿Las ves?

Sátiro alargó el cuello para ver por debajo de la vela mayor.

—Me parece que sí.

—Voy a echar un vistazo. Como si tal cosa, para que no parezca que algo va mal. Muesca en la estela, chaval.

Peleo fue hacia proa, ajustando escotas y maldiciendo a los remeros, que en su mayoría no habían tocado un remo desde media mañana y constituían un pesado cargamento humano.

Sátiro lo observó marcharse y se quedó mirando a su hermana y pensando en Amastris y en que, igual que la flor de loto, probablemente sería perniciosa para él a largo plazo. ¿Y si hacía peligrar sus planes de venganza? ¿De tener su propio reino? Le acudió a la mente la imagen de Ataelo, por mencionar a uno de tantos, el menudo sakje que estaba con su madre cuando la mataron. Había huido para liderar la revuelta de su clan, y había trabajado infatigablemente para reagrupar a la antigua coalición de los asagatje orientales para luchar contra los sármatas y contra Eumeles, apoyado por León. O Likeles, que hablaba en contra de Herón a diario en la asamblea de Olbia.

¿Y si contrariaba al padre de Amastris? ¿O a Tolomeo?

Se volvió hacia la estela. La vida, pensó, era demasiado complicada. Disfrutaba ejerciendo de timonel. Disfrutaba con la simple aunque interminable tarea, disfrutaba con la confianza y la responsabilidad y con el éxito palpable al final de la jornada. Si pilotabas un barco, éste llegaba a puerto. Misión cumplida. Lo de ser rey se le antojaba mucho más complicado.

Sus pensamientos lo llevaron al momento en que Amastris se deslizó entre sus brazos, la rendición de su boca, la rapidez de su lengua…

—¿Tienes intención de regresar a Rodas, chaval? —preguntó Peleo. Señaló la larga curva de la estela.

—¡Oh! ¡Mierda!

Sátiro puso el barco de nuevo en rumbo con un perceptible viraje que hizo que muchos volvieran la cabeza a lo largo de la cubierta. Estaba irracionalmente enojado, consigo, con Peleo, por estar siempre a prueba. Una vez más.

—¿Una chica? —preguntó el marino.

—Sí —contestó Sátiro en voz muy baja.

—No pienses en nada de eso cuando estés al timón. Aunque has estado al gobierno durante una guardia y media. Ya lo cojo yo.

—Estoy bien.

—No, nada de eso. Tomo el timón, navarco. Por favor.

De pronto, Peleo se había puesto muy formal. Sátiro se irguió y se avino a poner el remo en la mano del timonel, a pesar de la vergüenza que le encendía el rostro.

—Tienes el timón.

—Tengo el timón. Ve a dormir un poco y sueña con tu chica. Te has ganado un buen descanso. No te inquietes.

Pese a este último comentario, Sátiro sabía que había cometido un error, un error grave que de haberse tratado de otro habría sido castigado con un golpe o algo peor. Caminó en silencio hasta el toldo, y la tripulación de cubierta le abrió paso como si estuviera herido. Los marineros eran muy perspicaces ante el desasosiego; no les quedaba más remedio, viviendo en comunidad, y Sátiro había visto tratar a un hombre que había sido castigado con una consideración rayana en la ternura.

Ahora esa misma manta le envolvía a él, y aborreció haberles fallado. Se desplomó sobre un camastro de paja al lado de su hermana.

—No digas nada —rogó Sátiro.

Melita enarcó una ceja pero guardó silencio, y al cabo de un buen rato de recriminaciones, el muchacho logró conciliar el sueño.

Llegó la noche, una bonita noche. Sátiro despertó y se encontró con que tenía la cabeza apoyada en el regazo de su hermana cuando la primera estrella, Afrodita, comenzaba a asomar por el costado del barco.

—Estabas cansado —dijo Melita.

—¡Hermes! ¡He dormido horas!

Sátiro se puso de pie de un salto y constató que le dolía todo el cuerpo, que tenía la boca seca y que estaba muerto de frío. Kyros se acercó a él y le pasó un odre de agua.

—Bebe —dijo—. Hoy te ha dado demasiado el sol. El viejo cabrón te ha tenido demasiado tiempo al timón. A él no le queda piel que quemar, sólo cuero.

En cuanto el odre de agua tocó sus labios, Sátiro se puso a beber con avidez, llegando a notar el regusto de los posos del fondo, donde la resina, el pelo de cabra y el agua formaban un repugnante brebaje. Escupió por la borda y Kyros se rio.

—Bebe un poco más, navarco. Tienes una insolación de narices. ¿Tienes frío? —preguntó.

Sátiro asintió con aire de culpabilidad.

—Tápate. Tendrás más frío esta noche. Me alegra que durmieras. Buena almohada, espero —agregó, mirando de reojo a Melita.

Sátiro bajó entre los remeros hasta la sentina, que apestaba a orines y cosas peores, donde las ánforas de agua fresca se sostenían clavadas en la arena del lastre. Sacó de la sentina la que estaba abierta y llenó el balde de cuero y el odre del oficial de remeros, castigándose a sí mismo con la tarea. Con el cubo rellenó el tonel de cubierta para que los demás hombres pudieran beber, y luego devolvió el odre al oficial de remeros. Una vez concluida la apestosa labor, fue a presentarse ante el timonel.

—Insolación, me han dicho —comentó Peleo.

—Sí, señor —contestó Sátiro.

—No me llames señor, chaval. Tú eres el navarco. Te dejé demasiado tiempo al timón, no nos engañemos. Soy un estúpido. Pero ojo, te quedaste aquí como un tonto sin pedir un relevo. —Se encogió de hombros—. Sobrevivirás. Huelo la tierra. ¿Y tú?

Sátiro respiró profundamente.

—No —contestó Sátiro tras una honda inspiración—, pero veo las gaviotas.

—Llevas razón, y veremos aves de tierra antes de que se ponga el sol. Ahora viene lo más difícil. ¿En qué parte de la llanura líquida de Poseidón nos hallamos, eh? Porque querremos una playa en cuanto tengamos una al alcance: agua fresca, y un sitio donde cocinar por la mañana. Los muchachos han sorbido tanto ciceón que no tardarán en sublevarse y asesinarme.

Asintió, como si hablara con un tercero.

—¿Quieres que coja el timón? —preguntó el joven.

—No. Ve a proa y escruta el horizonte. Avistaremos tierra en cualquier momento. Avísame en cuanto veas algo.

—Podría subir al palo mayor —propuso Sátiro. Se moría de ganas de ser perdonado.

—Sólo en caso de emergencia. Hace que todo el barco se incline. Es un buen truco a bordo de un mercante, pero no en un trirreme, ¿eh? Venga, a proa.

—¡A la orden!

Sátiro recogió su manto tracio más grueso al pasar junto a su hermana. En cubierta, casi todos los hombres iban desnudos, pero Sátiro estaba helado hasta los huesos, y, sin embargo, tuvo la impresión de que los últimos rayos del sol lo desollaban cuando salió de debajo de la vela mayor camino de la proa.

A sus espaldas oyó que Peleo ordenaba a Kyros que comenzara a despejar las cubiertas de los remeros puesto que el viento que los había propulsado todo el día estaba dando paso a una ligera brisa. A proa, las nubes bajas de la media tarde se habían alzado en el cielo y atrapaban el sol en un mural de rosas y rojos.

Sátiro tuvo que mirarlas y apartar la vista dos veces para estar seguro. Entonces corrió a lo largo de la cubierta central entre los remeros de las bancadas superiores, dejando caer su manto con la prisa por llegar a la popa.

—¡Tierra! Justo en proa, ningún cabo a la vista.

Peleo recibió la noticia como si no hubiera abrigado la menor duda al respecto. Asintió.

—¿Listo para coger el timón, navarco? —preguntó.

Sátiro puso una mano en el remo.

—Tengo el timón.

—Tienes el timón. —Peleo saltó de la plataforma de popa, dirigiéndose a proa, y desapareció debajo de la vela mayor.

Kyros subió a popa con Kalos a la zaga.

—Tierra —dijo Sátiro.

Ambos hombres se mostraron aliviados. Kalos se detuvo cuando su compañero se volvió.

—Lamento haber tenido tanto miedo —dijo a Sátiro—. Era tu primera vez al timón en alta mar. Podríamos haber acabado en el Hades, ¿me entiendes? —Entonces le dio una palmada en la espalda desnuda, y Sátiro se encogió e hizo una muesca en la estela—. ¡Pero lo has hecho muy bien! —agregó, y regresó a organizar el desarbolado del palo mayor.

Melita le llevó el manto tracio mientras Peleo oteaba el horizonte. Sátiro se envolvió con él, agradecido, sintiéndose como un anciano en una noche de invierno.

—Todo el mundo dice que tengo una insolación.

—Estás tan rojo como la lana de Tiro —contestó Melita—. Tú atiende al timón, que Dorcus te untará la piel con aceite.

Juntas, ella y su doncella le frotaron la piel con una mezcla de aceite de oliva y aceite de lana que enseguida le hizo sentirse mejor, con menos frío, quitándole la sensación de que la piel se le caería a tiras por la mañana.

—Gracias, hermana.

—¿Y ahora quién es el adulto? —preguntó Melita—. Yo he tenido el atino de protegerme del sol. Peleo te estaba poniendo a prueba.

—Le he fallado —dijo Sátiro con amargura.

—Eres un idiota —contestó Melita afectuosamente. Se quedó junto a él, guardando un cordial silencio, hasta que Peleo se reunió con ellos. Entonces se marchó.

—La roca de Akamas está justo ante nuestro espolón —dijo Peleo, apareciendo por debajo de la vela mayor—. Tu gobierno quizá sea tan errático como un cordero recién nacido, pero eres hijo de Poseidón, chaval. Llevamos el rumbo exacto, tanto así que doblaremos el cabo hacia el norte y mañana tendremos viento del oeste para recorrer la costa. —Levantando la voz, se dirigió a los marineros y a los remeros del centro del barco—: Avistamiento perfecto. Treinta estadios bogando y las arenas blancas de Licia estarán bajo nuestra popa.

Con alguna aclamación que otra, los remeros ocuparon sus puestos en las bancadas con gusto. Antes de que la luna se viera llena sobre el oleaje, giraron el barco enfrente de la playa, poniendo el largo casco atravesado al rumoroso rompiente, y luego los remeros invirtieron sus paladas y el
Loto
retrocedió hacia la playa hasta que la popa curvada besó la sibilante arena brillante y estuvieron a salvo.

Sátiro durmió hasta entrada la mañana. Se protegió el rostro del sol en cuanto zarparon y Dorcus lo untó de aceite dos veces ese día, mientras el viento del oeste los impulsaba a lo largo de la costa norte de Chipre. Peleo iba señalando los promontorios y las mejores playas, donde un timonel podía fondear para entregar un cargamento ilegal de cobre y donde la comida era barata. Atracaron para pasar la noche en Urania con la tripulación descansada, y Peleo compró carne. Los remeros se dieron un festín.

—Mañana haremos la travesía hasta la costa de Líbano —dijo Peleo—. Piratas por doquier. Corsarios, trotamundos, supuestos mercaderes y quizá, sólo quizás, escuadras de avanzadilla de la flota del Tuerto. Quiero a nuestros muchachos en plena forma. Tú quieres que estén en plena forma.

—Hoy no he visto un solo barco —dijo Sátiro.

—Has dormido toda la tarde, chaval. Y me ha alegrado que lo hicieras. Una insolación te deja hecho polvo. Pero te has perdido el avistamiento de tres grandes mercantes fenicios con las bodegas llenas que se dirigían al oeste. Con una escolta.

Sátiro reflexionó unos instantes.

—O sea que cualquiera que nos esté persiguiendo…

—Sabrá de nosotros con todo detalle. Así es. Y el crucero rodio no estaba en su posición frente a Makaria. Algo va mal. —Se encogió de hombros—. En fin, volveremos a dormir hasta tarde y mañana aprovecharemos el viento del oeste para cruzar hasta la costa de Asia. Luego el tiempo cambiará.

Se rascó la barba.

18

Por la mañana, la insolación de Sátiro había remitido casi del todo. Tomó el timón de gobierno en cuanto zarparon de la playa de Urania y puso la proa rumbo al este, hacia el sol naciente. Kyros le llevó un sombrero de paja de ala ancha como los que se ponían los jinetes de la caballería.

—Ahora eres un
hippeis
—bromeó—. Una chica los vendía en la playa.

—Te lo compro —dijo Sátiro con una sonrisa.

—¿Has visto que tiene un cordón de lino para que no se lo lleve el viento? —señaló Kyros—. Ni hablar, chico, es para ti de parte de los remeros. La suerte suerte es. Tanto marear el timón y al final nos has desembarcado en la roca de Akamas como una puta del Pireo desembarca en la polla de un marinero. —Kyros sonrió. A sus espaldas, Kalos lo miró con lascivia—. Los muchachos piensan que eres afortunado, navarco.

—Y has pagado por ello con la insolación —terció Kalos. Señaló el sombrero. Había un diminuto tridente de plata prendido en la copa—. Los tripulantes de cubierta han añadido eso. Es una insignia de peregrino. —Sonrió—. Para que la suerte no te abandone.

De modo que Sátiro se quedó el sombrero.

Other books

The Fool's Girl by Celia Rees
Eden's Creatures by Valerie Zambito
The Inseparables by Stuart Nadler
A Blood Seduction by Pamela Palmer
Leaving Eden by Anne Leclaire
Jezebel by Koko Brown
Kidnapped Hearts by Cait Jarrod