Tirano II. Tormenta de flechas (63 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano II. Tormenta de flechas
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—¿Y entonces? —preguntó. Kineas miró al cielo.

—No habla mi orgullo desmedido —respondió—. Cuando los macedonios vengan a este campo, triunfaremos.

Se volvieron sin decir más y cabalgaron a lo largo de los riscos para acampar, y tal vez robar unas horas de sueño a lo que quedaba de la noche antes del nerviosismo previo a la batalla.

Aunque Kineas no durmió. Permaneció despierto, con el cuerpo entrelazado en el de Srayanka. Ya no necesitaba dormir. Ya no tenía intención de ceder un solo instante al sueño.

El final estaba tan próximo como la punta de su lanza.

32

—Quiero que el enemigo sólo vea a los sakje —declaró Kineas. Srayanka asintió, lo mismo que Lot.

Sentado sobre su clámide, Kineas fijaba el penacho de crin azul a su yelmo. Tenía una extraña sensación, como si ya hubiese hecho todo aquello muchas veces antes y él fuese un actor que interpretase el mismo papel durante sucesivas funciones en el teatro.

A su alrededor, los olbianos sacaban brillo a su equipo y fijaban los penachos de sus yelmos; el hipereta de cada escuadrón se paseaba entre los hombres inspeccionando su trabajo. Unos usaban cenizas de la última fogata para dar un lustroso acabado a sus bronces. Otros manejaban con destreza las piedras para afilar puntas de lanza y espadas. Unos cuantos celtas hablaban en voz alta, aunque en general guardaban silencio.

Filocles estaba sentado en una roca, sobrio, peinándose el pelo. A sus espaldas, el borde rojo del sol asomaba a las distantes montañas del este.

Sitalkes, que antaño había sido esclavo de Kineas, vino provisto de un par de jabalinas de astas largas y finas con cordones de lino para lanzarlas.

—Pensaba que no tenías ninguna —dijo, mirando al suelo.

—¡Que Ares te bendiga, Sitalkes! —El placer de una buena arma hizo sonreír a Kineas—. Se me había olvidado por completo. ¿De dónde las has sacado? —Sopesó una—. ¡Son hermosas!

Sitalkes miró a Temerix, que los observaba de lejos, fulminándolos con los ojos bajo las pobladas cejas.

—Temerix hizo las puntas. Yo las monté. —Sonrió—. Buena madera. De lanzas rotas.

Las dos puntas eran como gemas: emitían destellos rojos y azulados con las primeras luces, un trabajo mucho mejor del que solía verse en jabalinas. Kineas abrazó a Sitalkes y luego fue a abrazar a Temerix, que se dejó abrazar mirando al suelo y luego rió a carcajadas cuando el strategos se hubo dado la vuelta.

Kineas pensó que nunca hasta entonces había oído reír al herrero sindón.

La hueste de Srayanka patrullaba la orilla del río según lo previsto, sus formas, visibles, eran como destellos de oro y de bronce sobre cuero rojo. La mayoría de sus guerreros estaban ocultos en arboledas a aquel lado del Jaxartes, y un puñado, los más audaces, merodeaban por la orilla opuesta.

La fuerza enemiga se anunció justo antes de que terminara de amanecer, cuando las sombras aún eran alargadas en el suelo y las puntas de las lanzas parpadeaban en la última oscuridad. Su nube de polvo mostraba que avanzaban con cuidado, y sus avanzadillas se toparon con los prodromoi de Ataelo, haciéndolos retroceder fácilmente. Kineas observaba desde un grupo de árboles en lo alto del risco, con el yelmo bajo el brazo, sus reservas ocultas tras un pliegue del terreno a sus espaldas.

Al borde del agua, una hora después, dos escuadrones de bactrianos cruzaron el río y arremetieron sin contemplaciones contra Parshtaevalt, barriendo de un plumazo sus heroicidades y la febril descarga de sus arqueros, obligando a los sakje a huir para salvar el pellejo. Srayanka se vio obligada a descubrir a sus emboscados para contener la desbandada. Su contraataque detuvo a los bactrianos en la orilla y vació numerosas monturas, pero dejó patente el reducido tamaño de sus tropas.

El comandante enemigo llegó con su Estado Mayor y caballería de refuerzo.

—Eumenes —dijo Kineas con satisfacción. Reconoció al cardio de inmediato por su físico atlético y fornido. La historia era que Filipo, el padre de Alejandro, lo había visto luchar en una competición deportiva y lo había reclutado en el acto. El cardio nunca había decepcionado ni al padre ni al hijo, y su físico, aun siendo soberbio, quedó eclipsado por su mente.

Eumenes enseguida reagrupó a los bactrianos y sus tropas comenzaron a desplegarse a lo largo del río, rodeando holgadamente a Srayanka por ambos flancos. Los hombres del comandante enemigo llevaban caballos frescos y los carcaj llenos de flechas, y los sakje comenzaron a amedrentarse, cedieron terreno desde la orilla y luego abandonaron por completo la hilera de árboles.

—¡Chupatintas! —profirió Diodoro con repulsa, aludiendo al puesto de secretario militar del cardio. Estaban tendidos en la gravilla al borde del risco—. La personificación de la cautela.

Kineas le dio un codazo y señaló con suma precisión, dirigiendo la atención de su amigo hacia el brillante resplandor de un yelmo de oro.

—El no será tan cauto —dijo.

Upazan agitaba su lanza apuntando hacia el río.

A cosa de un estadio río arriba, los prodromoi de Ataelo salieron de sus escondites en pos del flanco de un escuadrón de caballería mercenaria, disparando al galope. La caballería enemiga se desprendió de unas cuantas filas para detenerlos.

Al otro lado del río Eumenes hizo un exagerado ademán de asentir, como si el descubrimiento de la emboscada de Ataelo lo hubiera decidido. Los soldados de la caballería bactriana bajaron sus arcos. Upazan ya estaba en el agua con treinta sármatas provistos de armadura.

—¡Por los huevos de Ares, Kineas! —Diodoro rodó por el suelo para alejarse del borde del risco y se puso en pie—. ¡Está vadeando el río! —exclamó Diodoro como si acabaran de invitarlo a una magnífica fiesta.

Kineas meneó la cabeza.

—Tendría que dejarlo correr. Carece de sentido insistir en una carga que encuentra resistencia contra un flanco.

Diodoro usó su lanza a modo de pértiga para saltar a la silla de su caballo de combate sin tocarle el lomo, una espectacular manera de montar que causó murmullos de aprobación entre los jinetes olbianos. Hizo una reverencia.

—¡Al Hades con la táctica! ¡Vienen hacia aquí!

Kineas se rascó la barba.

—¡Cabrón engreído! —dijo a Diodoro, y montó de un salto en su segundo caballo de batalla sin tocar la espalda del castrado. Sonrió a Diodoro, que meneó la cabeza.

—¿Quién es ahora el cabrón engreído, strategos? —preguntó.

Kineas cogió las lanzas que Cario le ofrecía.

—Y ahora, a por la victoria —gritó a los celtas y olbianos allí reunidos. Hincó los talones en los ijares del castrado y avanzó con cuidado hacia el borde del risco hasta que pudo ver de nuevo el valle del Jaxartes.

Igual que en el Oxus, los macedonios y sus aliados habían formado un frente amplio con la intención de engullir las reducidas fuerzas de Srayanka. Seis escuadrones de caballería bactriana, sogdiana y mercenaria cubrían casi cuatro estadios a lo largo de la ribera, un tanto desparramados porque a veces el ribazo era demasiado alto o el matorral demasiado tupido para los caballos. El trompetero de Eumenes dio un toque largo que luego repitió, y todo el contingente cruzó a la carrera. Hacían gala de tener mejor disciplina de la que Cratero había demostrado, y la opinión de Kineas a propósito de Eumenes, el cardio, mejoró varios puntos.

El grupo de Srayanka disparó de cerca una descarga cerrada y se dispersó, retrocediendo a medio galope, ganando fácilmente terreno a los jinetes que cruzaban el río. En su mayor parte, el río tenía sólo unos pocos dactiloi de profundidad, pero los caballos o bien tenían sed o temían lo que pudiera haber debajo del agua y avanzaban con cuidado.

Eumenes, visible con su clámide púrpura y un casco beocio plateado con una corona de laurel al valor en lo alto, escrutaba la acción haciendo visera con la mano, y dirigió su mirada al risco donde Kineas estaba sentado en su caballo. Se volvió y gritó algo a su hipereta. Kineas tuvo el impulso de esconderse, un deseo irracional dado que, casi con toda certeza, era ya demasiado tarde para que Eumenes salvara a sus tropas de la trampa que Kineas les había tendido.

Kineas murmuró una plegaria a Tiqué para que no lo castigara por su orgullo. Por descontado, el resultado aún estaba en manos de los dioses.

El trompetero levantó su corneta prácticamente al mismo tiempo en que Diodoro condujo al trote a toda la caballería olbiana sobre el risco y la ponía a galopar. El risco no era gran cosa, la altura de unos pocos hombres en el punto más alto, pero fue suficiente para imprimir impulso a los olbianos.

La trompeta de Eumenes terminó de sonar.

Kineas observó cómo cientos de jinetes enemigos vacilaban en el río, o recién llegados a lo alto del ribazo. La señal era a todas luces un toque de retirada.

Kineas se volvió hacia Darío, que estaba a su lado.

—Dile a Lot que «ahora» —ordenó.

Darío sonrió y puso su caballo al galope.

A su lado, Filocles se rió.

—Llevo toda la mañana temiéndome que al final tendría que luchar a caballo.

—Eres un buen jinete —observó Kineas.

—El mejor de Esparta —confirmó Filocles. Seguía riendo.

La caballería olbiana se topó con los bactrianos y los sármatas a orillas del Jaxartes y arremetió contra ellos, desmontando a docenas de hombres de sus monturas y derribando caballos al suelo o al agua. Su cuña estaba un poco desordenada, pero Diodoro seguía al frente conduciéndolos derechos al Jaxartes, apuntando con una flecha al comandante enemigo.

A la derecha de Kineas, Srayanka reagrupaba a los suyos con un brazo en alto; hizo una pirueta con el caballo como una acróbata en el circo de Atenas y los condujo de vuelta contra el enemigo. Sus guerreros formaron cuña al trote y ella no les permitió seguir corriendo, de modo que alcanzaron la maraña de bactrianos a tiempo para aniquilarlos.

Kineas veía el yelmo de Upazan en la melé, y también que León se abría paso en busca del joven sármata. León abatió a un enemigo que llevaba una excelente armadura, atravesándole la cara con la lanza que recuperó para parar el golpe de un hombre desmontado, y tuvo que hacerse a un lado para evitar que lo desensillaran a su vez. Sitalkes remató al hombre con la lanza y León siguió adelante, pero Upazan dio la vuelta a su caballo, parando golpes de tres olbianos, y luego huyó.

Privado de su presa, León reculó y le arrojó la lanza. Ésta voló por encima de los celtas que tenía delante y golpeó a Upazan de lleno entre los hombros, pero rebotó contra las escamas de su coraza.

Eumenes, el cardio, miró alrededor en busca de apoyo, y después se retiró, con su séquito a la zaga y Diodoro pisándole los talones. El ateniense alcanzó al trompetero de Eumenes al borde de la creciente bruma de la batalla y lo derribó de la silla con un solo mandoble de su espada.

En el norte, la caballería mercenaria del enemigo había cruzado la corriente y se reagrupaba en un flanco de Srayanka, avanzando a un trote contenido y formando un sólido tetrágono. A diferencia de Eumenes, el comandante mercenario había visto su lugar en la trampa a tiempo para reaccionar, giró para enfrentarse a los sármatas de Lot en terreno llano, un estadio al norte del vado, y ambos contingentes desaparecieron en una nube de polvo.

Al otro lado del Jaxartes, Antígono hacía sonar el toque de reagrupamiento. Kineas contempló el campo de batalla una vez más.

—¡No se puede tener todo! —suspiró—. Los sármatas están combatiendo. ¡Vamos!

Hizo una seña a su escolta, la única reserva que tenía, y salieron a toda velocidad del risco y a través de la nube de polvo de la última melé de Srayanka. Su gorjal de oro resplandecía como el sol, de manera que le resultó fácil encontrarla.

—¡Tengo que ayudar a Lot! —le gritó Kineas.

—¡Nuestros caballos están cansados! —repuso Srayanka, pero envió a docenas de sus caballeros a engrosar sus filas mientras cabalgaban hacia el norte siguiendo el curso de Jaxartes. Los mercenarios no cedían terreno de espaldas al río, visibles a través de la neblina como espíritus del averno.

—¡Al trote! —ordenó Kineas.

Contaba con cincuenta hombres que comenzaron a desplegarse a ambos lados para formar una cuña. Hizo girar a su caballo para estar bien seguro de que arremetería contra los mercenarios sin desordenar a los sármatas y luego el polvo lo cegó, y se encontró en un túnel de ruido, furia y miedo. Una lanza surgió de la melé y rajó el cuello de su castrado geta justo cuando lanzaba la primera jabalina; no llegó a ver si daba en el blanco. Acto seguido, cruzó la espada contra un griego y el caballo geta se hundió entre sus piernas. Recibió un mandoble en el guantelete de la mano de la brida, asestó un tajo al adversario entre su yelmo y su coraza y ambos cayeron a la vez, y entonces fue arrollado por el caballo que venía detrás. Se acurrucó en el suelo, casi sin sentir el costado tras encajar una coz en el mismo sitio por tercera vez en cuatro semanas. Notó que tenía arenilla entre los dientes y trató de escupir. Su caballo agonizaba entre relinchos y otro tropezó contra él y le cayó encima, y el peso de la grupa del caballo aplastó a Kineas contra la tierra, arrancándole un alarido de dolor.

Pero los dioses no lo habían abandonado por completo, y su buen castrado geta compartió el peso del caballo. Ambas bestias rodaron alejándose, enloquecidas, y sin embargo ningún casco le golpeó. Kineas se arrastró unos pocos metros.

—¿Hermano? —preguntó Filocles. Tendió una mano forzuda, levantó a Kineas de la tierra y lo izó a lomos de su corcel como si Kineas pesara menos que Nihmu—. Habría jurado por todos los dioses que me habías dicho que evitara a toda costa caer del caballo durante una batalla.

Kineas se agarró a la cintura del espartano.

—¡Que te zurzan! —rezongó agradecido.

El combate terminó antes de que Kineas tuviera ocasión de volver a montar, y él fue la única baja. Sus escoltas estaban profundamente avergonzados porque ninguno de ellos lo había visto caer, y sus disculpas tuvieron todo el dramatismo que los celtas podían llevar a cualquier teatro.

Lot surgió de la polvareda y se quitó el casco. Su armadura de oro estaba rayada en varios sitios y había perdido la espada.

—¡Por todos los dioses! —exclamó—. Ha sido un combate memorable. ¿Quiénes eran? ¿Tus primos?

Kineas observó que los últimos griegos en cruzar el Jaxartes hostigados por los exploradores de Ataelo aún mantenían la formación en cierto orden.

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