Tirano II. Tormenta de flechas (60 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano II. Tormenta de flechas
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Srayanka había ordenado montar un campamento con una pesada pieza de cuero como techumbre y un par de lanzas que sujetaban un toldo de ramas para dar sensación de intimidad, justo debajo de los pinos que servían de sostén al conjunto. Distaba mucho del lujo en el que viviría un oficial ateniense, y sin embargo emocionó profundamente a Kineas; nadie más disponía de un refugio desde que los carromatos habían partido hacia el noroeste, y habían sido precisas muchas manos para levantarlo. Incluso había un hoyo circundado de piedras para el fuego que exhalaba aroma a cedro.

Cuando terminó de ocuparse de Talasa, Srayanka le dio una copa de vino que bebió a pequeños sorbos mientras admiraba la finura de los nudos de las cuerdas de cáñamo que sujetaban las lanzas; obra de Sitalkes, sin duda. Luego cogió la mano de Srayanka y se besaron.

Filocles llegó al reducido claro que albergaba su campamento. Miró en torno a él como desconcertado, y Kineas se percató de que estaba ebrio.

—¡Qué bonito! —dijo Filocles. Se tambaleaba un poco.

Diodoro lo seguía por el sendero, y tras él venían León y Sitalkes y alguien más caminando a oscuras.

—¿Qué se os ofrece, caballeros? —preguntó Kineas, un tanto irritado por haber sido interrumpido mientras besaba a su esposa.

Filocles volvió la cabeza, dio un bandazo y eructó.

—Perdonad, caballeros. No me encuentro muy bien. —Sonrió a Kineas—. No sabía que querías estar solo. Te extrañaba.

Diodoro se acercó y apoyó una mano en el hombro del espartano.

—Vámonos, Filocles.

—Dice que pronto habrá muerto. ¡Y no volveremos a verlo! —Filocles meneó la cabeza. Alzó su copa—: ¡Divino Kineas, comparte esta copa de vino! —dijo, y derramó parte del vino en la pinaza, aunque no fue nada fácil saber si lo hizo por torpeza o en deliberada invocación.

Diodoro agarró a Filocles. El espartano se zafó y dio un salto hacia atrás, pero con el aturdimiento del vino se olvidó de las dos lanzas y las cuerdas y tropezó. Filocles cayó al suelo con gran estrépito y todo el refugio se vino abajo con él, que bramó al rodar sobre el fuego, apagándolo.

—¡Hades! ¡Filocles, eres un maldito idiota!

Kineas agarró al espartano del brazo y tiró de él para ponerlo de pie, sacudiéndole las brasas. Al parecer, Filocles se había golpeado con un puntal.

—Ha sido sin querer… ¡Dioses! ¡Srayanka! ¡Lo siento!

Apartó a Kineas de un empujón y se puso a juntar los restos del refugio. Dio un traspié y sólo consiguió recoger una única cuerda.

Sitalkes salió de la oscuridad, lo mismo que Temerix. Temerix cogió a Filocles del hombro.

—Ven —dijo con su marcado acento—. Ven, amigo. Nosotros arreglamos esto. ¡Ven!

Filocles lloraba.

—¡No hago más que romper cosas! —Sollozaba mientras el herrero sindón se lo llevaba a rastras—. ¡No hago nada a derechas!

Srayanka sonrió.

—Sitalkes, vuelve a montar esto, por favor —dijo. Y se volvió hacia Kineas—. Tiene el alma destrozada, ve a confortarlo. —Detrás de ella, Sitalkes había sacado su equipo para encender fuego y soplaba el rescoldo tratando de avivarlo; los ojos de Srayanka destellaban—. Pero no tardes demasiado —agregó mientras Kineas se alejaba.

Kineas encontró a Filocles en su fogata con una jarra de vino en la mano y Temerix sentado a su lado.

—Lo siento —se disculpó Filocles. Estaba más huraño que arrepentido, y tenía los ojos encendidos.

Kineas se acercó y le cogió la jarra de vino. Bebió un trago y vació el resto del contenido sobre el fuego.

—¡Eh! —gritó Filocles.

—¿Me amas, hermano? —preguntó Kineas.

Filocles se quedó paralizado. Luego se irguió.

—Sí. Claro que sí.

Kineas asintió.

—Yo también te amo. Demasiado para verte matar con vino al héroe que llevas dentro. Ésa ha sido tu última copa, hermano. Júrame por todos los dioses y por mis hijos que nunca más volverás a beber vino.

Filocles se quedó horrorizado.

—¿Nunca?

—Nunca, bajo ningún concepto. Júralo, si somos amigos. —Kineas vio un ánfora clavada en el suelo y la arrancó—. Temerix, ¿esto es tuyo?

Temerix escupió.

—Nunca doy vino a Filocles —dijo—. Amigo.

Kineas se la metió bajo el brazo.

—Ahora es mía. ¡Jura, Filocles!

Filocles adoptó un aire hosco y taimado, dos expresiones para las que no había sido hecho su semblante.

—¿Y si no lo hago? —preguntó.

Kineas se encogió de hombros.

—Tal vez nunca más conteste a otra de tus malditas preguntas. O quizá simplemente te destierre y siga luchando sin ti. En cualquier caso, si no dejas de beber vino, olvídate de ser mi camarada.

Filocles se acercó.

—¡Jódete! —protestó, alargando el brazo hacia el ánfora.

Kineas le dio un puñetazo en la barbilla. Luego dejó con cuidado el recipiente en la tierra mientras el espartano retrocedía. Kineas levantó las manos. Filocles dio otro paso hacia atrás y se detuvo. Adoptó la postura de guardia del pancracio, con las manos abiertas y en alto para cubrirse el rostro, y la izquierda adelantada. Acto seguido arremetió deprisa, alargando la izquierda para agarrar a Kineas.

Kineas dio un paso al frente, esquivando su izquierda, y asestó dos golpes seguidos, dejando estupefacto a Filocles, que retrocedió un paso sin que Kineas se lo impidiera.

Se quedaron frente a frente.

Filocles soltó un alarido, un grito de ira, casi el lamento de un hombre herido, y cargó. Sus dos fintas no fueron las propias de un hombre borracho, y Kineas encajó la segunda y acto seguido se encontró tumbado boca arriba en la tierra, pero rodeó las rodillas de Filocles con sus piernas y giró las caderas, haciendo tropezar al corpulento espartano que cayó al suelo cuan largo era. Asió sus dos manos con las suyas y forcejearon, dándose impulso con los pies y las espaldas para agarrarse, cubiertos de polvo.

Carecía de sentido que Kineas tratara de vencer al espartano en un forcejeo, pero siguió intentándolo hasta que Filocles le hizo una llave con la cabeza y un brazo detrás de la espalda y el dolor fue tan agudo que lo dejó sin aliento.

Y entonces, de improviso, Filocles, que lo tenía a punto de rendirse, se dejó caer en el suelo, tumbado boca arriba como si le hubiesen golpeado en la cabeza con un madero. Luego se puso de pie y le tendió una mano.

Kineas la aceptó y las palmas sonaron al chocar.

—Juro por Zeus y por todos los dioses, y por el espíritu de mi madre que murió al parirme, y por la fuerza de mi amor por ti, Kineas, que nunca volveré a estar borracho en tu presencia, que nunca más beberé vino en exceso. Y, si deshonro este juramento, que todas las Furias destrocen mi alma. —Filocles pronunció el juramento con voz sobria.

—Que los dioses te oigan y te apoyen en tu juramento —dijo Kineas—. Pero, cuando yo me haya ido, debes seguir este camino, pues no hacerlo será tu perdición y tu muerte.

El espartano y el ateniense se abrazaron.

—¡Lo siento! —se disculpó Filocles, y rompió a llorar.

—Tienes que dejar la vida de soldado, hermano —dijo Kineas—. Es el matar lo que te empuja a beber.

Filocles lloró un rato más y luego se recompuso.

—¿Qué hace la gente cuando no bebe? —preguntó.

Kineas recogió el ánfora.

—Averígualo. ¡Tú eres el filósofo!

31

Y, por fin, tras haber pasado un año en el campo de batalla, el ejército de Olbia, representado por los trescientos hombres más fuertes, y los asagatje occidentales, representados por cuatrocientos jinetes seleccionados por dos veranos de guerra, y los sármatas occidentales, representados por los doscientos de Lot, llegaron a la reunión de todos los pueblos sakje.

La reina Zarina había acampado el grueso de sus fuerzas en un meandro del Jaxartes, con la certidumbre de que el agua a sus espaldas era profunda y fría y de que las montañas que se alzaban en sus flancos constituían un obstáculo infranqueable para cualquier enemigo. Había congregado en el valle del Jaxartes a treinta mil guerreros, y otros tantos vivían en campamentos satélite, uno tan sólo a un día a caballo y otros a no menos de diez; de tal manera que, si los sakje hubiesen sido granos de arena sobre un pergamino, sería como si los dioses lo hubiesen inclinado hasta hacer que una esquina contuviera toneladas de arena en un área reducida.

Los pastos estaban devastados, y el ejército entero había tenido que trasladarse dos veces. No había un solo venado para cazar en cincuenta estadios a la redonda, ni un solo pez en el río, nada de leña. Cada tribu había enviado a sus miembros más débiles a sus zonas de invernada para reducir su población, e incluso la reina tenía que hacer rotar a sus tribus entre las praderas y el río para vigilar a Iskander.

En la otra margen del río, el ejército de Macedonia concentraba fuerzas de los campamentos establecidos a lo largo del Jaxartes, el Polytimeros y el Oxus en una sola masa de hombres, caballos y máquinas. Se había puesto fin al sitio de Maracanda dejando en la ciudad una mínima guarnición. La artillería de sitio del rey fue arrastrada por bueyes hasta su campamento a orillas del Jaxartes, la mayor horda enemiga que los sakje habían visto jamás; y aun así los oficiales macedonios contemplaban las nubes de polvo del otro lado del río y se estremecían. Tanto podían ganar como perder contra un enemigo cuyas fuerzas iban todas a caballo.

Al noroeste del ejército de Alejandro, un contingente menor, de tan sólo dos mil sogdianos, bactrianos y mercenarios y un puñado de sármatas, avanzaba por la orilla sur del Jaxartes, buscando un vado, bajo las órdenes de Eumenes.

Kineas se fue poniendo al corriente a través de los exploradores, de los sakje, de Srayanka y finalmente del propio Ataelo antes de que concluyera el último día. El sol se ponía en el valle del Jaxartes y bajo ellos se arremolinaban veinte mil caballos, todos buscando los últimos restos de hierba junto al río. Los muchachos hacían carreras y tiraban al arco. Las mujeres afilaban armas y remendaban arreos. En algunos lugares se levantaban tiendas de fieltro, y en otros había unos pocos carromatos, pero en general era un campamento militar y la gente dormía en el suelo con las riendas de los caballos a mano.

Ataelo hizo un ademán que abarcó toda aquella extensión de gente que cubría el terreno hasta donde la vista alcanzaba.

—El poder de los masagetas, los sakje, los dahae. —La sonrisa de Ataelo era tal que le borraba los pómulos—. Yo fui chico aquí.

Filocles se rascó la barba y observó, petrificado, mientras asimilaba lo que Kineas acababa de decirle.

—¿O sea que Alejandro intentará desviar a los sakje hacia la izquierda? —preguntó.

—Alejandro vendrá derecho a través del río —respondió Kineas de modo terminante—. Aunque me huelo que enviará una columna a hacer un amago a los escitas por su izquierda. Y eso es lo que dice Ataelo.

Filocles casi lo veía.

—¡Por Ares! —exclamó—. ¿Cruzará el río hasta aquí?

—No —dijo Kineas sonriendo—. Aquí no hay vado. La reina eligió bien el campamento. Cruzará diez estadios río arriba.

Lo dijo con convicción, y Ataelo asintió. El sakje apretó los labios.

—Viaje corto —dijo—. A la batalla —agregó tras una pausa.

—Sabiendo todo esto, ¿seguro que puedes vencer a Alejandro? —preguntó Filocles. Kineas negó con la cabeza.

—¿Tengo pinta de jefe sakje? Aquí no mando yo, espartano. Todo cuanto puedo hacer aquí es dar mi opinión a la reina Zarina. Vayamos a verla.

—Pero ¿estamos en condiciones de vencerlo? —insistió Filocles.

Kineas detuvo su caballo y se inclinó hacia él.

—No tengo ni idea, hermano. No soy vidente, sólo comandante de quinientos soldados de caballería. De modo que, pese a tu preocupación por el panhelenismo, quizá podrías dejar de hablar sobre la puta batalla.

Filocles se rió.

—¡Estás nervioso! ¡Jamás lo hubiese dicho! —exclamó.

Kineas lo fulminó con la mirada, pero se mordió la lengua.

Filocles exclamó una vez más entre risas:

—¡Vayamos a conocer a la reina del mar de hierba!

Cuando dieron el alto a la columna, tuvieron que acampar en un lugar que ya había sido usado y abandonado por otros contingentes, y llevó tiempo embutir a ochocientas personas y el cuádruple de caballos en un rincón del inmenso campamento. La ubicación era buena y el agua abundaba, pero de la hierba no quedaban ni las raíces. Antígono dispuso a los caballos casi en el lecho del río, el único lugar donde había algo de pasto que no hubiesen devorado otros grupos, y duplicó los piquetes de vigilancia, porque se veía a los macedonios a tan sólo dos tiros de arco desde la otra margen del río. Lot llegó acompañado de doña Bahareh desde el final de la columna, donde estaban los sármatas. El y Kineas se dieron un fuerte apretón de manos.

—Ella y Zarina son viejas amigas. Nosotros, Zarina y yo, hemos cruzado los aceros algunas veces.

—Bien —dijo Filocles—. Podemos escondernos todos detrás de Bahareh.

La lancera sármata sonrió, era delgada como una rama de árbol y tenía el pelo del color del hierro.

—Yo te protegeré, principito —sentenció—. Saludos, don Kineas.

Srayanka llevó consigo a Ataelo y Parshtaevalt, y Kineas, a León y Diodoro. Filocles nunca precisaba invitación. Fueron sin escolta y dejaron a su gente preparando la cena. Cabalgaron deprisa hacia la tienda de la reina, tan sólo a una docena de estadios pasado el siguiente meandro del río.

Habiendo viajado más de cuatrocientas parasangas desde el vado del río Dios en el pequeño Borístenes hasta el curso superior de Jaxartes, la reina Zarina fue casi una decepción.

Qares, el mensajero de Zarina que había ido a verlos a principios del verano, fue el primero en reconocerlos. Ordenó a un grupo de chicas adolescentes que se ocuparan de los caballos y los acompañó a la tienda de la reina, una magnífica estructura roja y blanca. No había guardias, y la tienda estaba llena de jefes tribales y caballeros sakje, además de otros masagetas vestidos con más sencillez y una docena de esclavos. Si Qares no hubiese estado junto a él guardando un respetuoso silencio, con toda la atención puesta en una mujer de corta estatura enfundada en un simple vestido, Kineas quizá no habría sabido cuál de las mujeres allí presentes era la reina. Había varias con regios atuendos, dos de ellas con armadura, pero la reina se hallaba un tanto apartada del grupo, mirando astas de flecha. Las iba mirando una por una, haciendo comentarios en voz baja a un niño que estaba a su lado con su gorytos de oro, hasta que hubo elegido trece. Las descartadas se las llevaron de la tienda. Kineas tuvo ocasión de observarla mientras hablaba a media voz con el niño y con un hombre de su misma edad que estaba a su lado.

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