—¡No soy una maldita griega! ¡Habría sido mejor que murieras en vez de dejarme con este cadáver andante!
Y Kineas pensó que lo que decía era cierto, a su manera, pero no importante. «Estoy muerto —se dijo—. ¿Qué esperabas?»
Otro sol, y otro día en la silla, las caderas contoneándose con soltura siguiendo el paso del caballo, la cabeza en las nubes. En torno a él, todos charlaban. ¡Cuánta cháchara! Sobre él, sobre el tiempo, sobre los masagetas y los dahae y las tribus reunidas en una gran horda delante de ellos, sobre el ejército de Alejandro al otro lado del río. Y luego se hizo de noche, y soñó con la asamblea de Atenas y escuchó a Demóstenes y a Focionte debatir sobre la conveniencia de seguir apoyando a Alejandro, reviviendo el momento en que el consejo le designó general de los jóvenes más ricos de la ciudad para apoyar a Alejandro. El sueño fue tan claro como la experiencia real.
Se puso a llorar porque nunca había pensado que volvería a ver Atenas y porque la añoraba mucho. ¿Cómo había olvidado que el Partenón brillaba tanto a la luz de la luna?
—¿Qué es la muerte, hermano? —preguntó una voz a su lado.
Seguía llorando y apenas recordaba por qué. Pero la pregunta fue de lo más oportuna. Le ocupó la mente y dejó de llorar. Contempló el firmamento y finalmente dijo:
—La cesación del cuerpo.
—¿Y la verdad? ¿Qué es la verdad?
Kineas inspiró profundamente. Iba montado otra vez, las caderas se le movían con vida propia.
—No tengo ni idea —dijo, y las costillas le dolieron como una magulladura reciente al reír. Y al decirlo en voz alta cobró conciencia de todo, desde las puntas del pelo hasta el dolor de sus heridas. Iba sentado en su montura geta, las piernas aferradas a su estrecho lomo, y en torno a él había miles de caballos pastando la hierba del valle del Jaxartes, y él era Kineas.
—¿Qué has dicho? —preguntó Srayanka, acercándose esperanzada.
—Te amo —susurró Kineas. Alargó el brazo hacia ella con una mueca por la punzada de dolor.
Srayanka dio un chillido como los que a veces murmuraba en la intimidad.
—¡Has vuelto!
—Nunca he estado muy lejos —repuso él. Sonrió y se rascó la barba.
—¿Has trepado al árbol? —preguntó Nihmu, rebosante de entusiasmo. Era de noche y estaban cenando en un campamento en el valle del Jaxartes.
—Esfúmate, pájaro de mal agüero. Esfúmate con tu bárbara concepción de la vida.
Filocles hizo ademán de ahuyentar a la niña bronceada de Kineas como un granjero espanta a las gallinas de su patio.
—¡Calma, hermano! —exclamó Kineas. Sonrió a Filocles. A Nihmu le dijo—: He trepado al árbol. Ahora lo he dejado a mis espaldas. —Se encogió de hombros—. No creo que mi árbol y el tuyo sean el mismo.
—¿Tu muerte? —preguntó Nihmu.
—Eso es asunto mío, niña —espetó Kineas.
—¿Y Alejandro? —preguntó León.
—Es un comandante muy capaz, con un buen ejército. —Kineas sonrió—. He soñado con él y he pensado en su ejército. —Se encogió de hombros—. Pero está al otro lado del río, según tengo entendido.
Filocles sacaba brillo a su casco, usando un estropajo envuelto en estopa para aplicarle sebo y arenilla.
—Hemos tenido refriegas con sus avanzadillas a diario desde que te pusiste malo, hermano. Ayer mismo le arrojé a Upazan mi mejor lanza. —Filocles sonrió con amargura—. Resulta que todos los deseos de paz que me induce el vino desaparecen en cuanto tengo ocasión de matar. —Dejó el yelmo en el suelo y se puso una gorra de fieltro, y luego el yelmo otra vez, pasando de filósofo al espíritu de Ares en un abrir y cerrar de ojos—. ¿Qué sentido tiene, Kineas? ¿Cuál es el sentido de tanto marchar, tanto esforzarse, tanto matar? ¿Te lo ha dicho tu querido árbol?
Se quitó el yelmo, claramente insatisfecho con cómo le quedaba. Miró las ataduras con detenimiento.
Kineas a menudo se sentía perdido cuando debatía con Filocles, pero esa noche las respuestas manaban de su mente como el Jaxartes crecido fluía a través de los llanos.
—Venga, hermano, conoces muy bien la respuesta. —Rio al ver cómo lo miraba su brillante y filosófico amigo. Le dio un abrazo—. ¿Qué te diría Aquiles, espartano? ¿Qué diría Sócrates?
Filocles bebió agua de un odre. Se estaba sonrojando.
—Dirían que el sentido es la virtud —respondió.
—Exacto. —Kineas tomó aire como si le encantara saborearlo—. A veces matamos porque somos hombres de virtud y a veces nos abstenemos de matar por la misma razón. A veces un hombre puede decidir beber vino y en otra ocasión quizá decida abstenerse. El modo de hacer las cosas es lo que granjea la gloria. No deberíamos precisar ni recompensa ni alabanza.
Nihmu miraba a uno y a otro.
—¿De qué estáis hablando? —preguntó con la irritación de una jovencita que piensa que se están burlando de su ignorancia—. ¿Es una cosa griega?
Kineas sonrió y meneó la cabeza.
—Tal vez sí, tal vez no, niña. La búsqueda de la virtud.
Kineas arrebató el yelmo a Filocles.
—Eres el último hombre de la Tierra que lleva casco corintio, hermano. ¿Qué le pasa? —preguntó.
—Tiene el forro raído.
Kineas asintió.
—No tiene remedio. Hay que separar el cuero y coser uno nuevo.
—Me daba pereza. —Filocles sacó la navaja del cinto, cortó los hilos y arrancó el forro de un tirón—. Ares me asista si nos atacan ahora —dijo.
Nihmu meneó la cabeza.
—No entiendo nada de lo que estáis diciendo —protestó, y se fue muy ofendida.
Cuando se hubo marchado, Diodoro se unió a ellos, con León y Srayanka. Ataelo se sentó pesadamente en el suelo. Se le veía muy flaco.
—Reina Zarina —dijo Ataelo—. Por preguntar por ti. —Señaló hacia el horizonte oriental—. Por muchos mensajeros.
Diodoro asintió y preguntó:
—¿Cuándo llegaremos hasta ella?
Srayanka se desperezó.
—Dos días más y llegaremos a la reunión de tropas. Aun yendo despacio. Los caballos están recobrando el pelaje.
Kineas asintió.
—Antes quiero hablar con Espitamenes —dijo—. Tiene que estar cerca.
—Dioses, ¿lo sabes por ser baqca? —preguntó Diodoro.
Kineas se frotó el mentón y se mesó la barba, gozando con la incomodidad de su amigo.
—No —replicó Kineas—. Es por llevar diez años en la silla. Piénsalo, amigo. Cuando estábamos en el Oxus, Espitamenes estaba cien estadios al sur de nosotros. No nos alcanzó en el Polytimeros. Nadie ha dicho que Alejandro lo atrapara. Todos nos dirigimos al mismo sitio. No puede andar lejos.
Filocles rió.
—Y llamamos zorro a Diodoro. ¡Bien razonado, Kineas!
Ataelo gruñó.
—Podrías haber preguntado a mí. Los jodidos persas en el segundo abrevadero hoy. —Se encogió de hombros—. Garait lo dijo.
Kineas se volvió para besar a Srayanka.
—Primero quiero hablar con el viejo bandido. Luego vamos a la asamblea de tropas.
—El viejo bandido me vendió a Iskander —repuso Srayanka.
—Quiero zanjar este asunto antes de entrar en campamento ajeno —dijo Kineas.
Srayanka puso los ojos en blanco.
Al día siguiente Kineas se reunió con Espitamenes. Garait localizó su campamento y Ataelo le condujo allí. Darío ejerció de intermediario, y Kineas cabalgó con un reducido séquito para compartir un almuerzo con el último persa que seguía combatiendo a Alejandro.
El líder persa era alto y enjuto, con una barba pelirroja entrecana. Era un hombre bien parecido pese a su gran nariz aguileña, y su presencia imponía. Montaba un magnífico corcel y era profundamente religioso, de modo que incluso en medio de su primer encuentro con Kineas, hizo una pausa para rezar.
Teniéndolo delante, Kineas constató que aquel hombre era un fanático. ¿Cómo iba a ser de otro modo? Y, enfrentado a él, era como si su recién adquirida sabiduría fuera puesta a prueba contra sus antiguos odios. Espitamenes había vendido su esposa a Alejandro por lo que él consideraba una causa superior. La táctica había fallado y ahora el persa lo lamentaba, pero su disculpa fue tan fría que indicaba que volvería a hacerlo si eso sirviera para expulsar al odiado invasor del sagrado suelo de Persia.
A su lado se sentaba Darío, que traducía libremente, si bien Kineas tenía un buen dominio del persa y muchos otros hombres hablaban ese idioma. Pero Darío no miraba a Espitamenes con adoración o siquiera admiración. Poco después, Espitamenes señaló a Darío mientras éste saludaba a sus amigos y compañeros de filas olbianos.
—Ése te ama más a ti que a su patria —dijo Espitamenes.
—Somos amigos y compañeros de armas —contestó Kineas—. Me ha salvado la vida varias veces.
Kineas observaba a los persas, medos y bactrianos sentados en torno a las fogatas. Espitamenes tenía menos de mil hombres e igual número de caballos. Había perdido la campaña de aquel verano y sus hombres lo acusaban: sucios, cansados, con la mirada apagada. Se sentaban en la hierba con las mantas de la silla como asiento. No tenían seguidores, ninguna mujer y muy poca charla. Encendían sus hogueras directamente en la hierba en lugar de cavar hoyos como hacían los griegos, de modo que todo el campamento olía a hierba quemada y de vez en cuando la hierba prendía y ardía hasta que un guerrero cansado la apagaba a pisotones. Iban muy sucios, pero se mostraban orgullosos, con la cabeza bien erguida; lo fulminaban con la mirada como si él y Filocles fueran la encarnación del enemigo.
Espitamenes apartó la mirada, obviamente contrariado. Luego preguntó:
—¿Dónde está tu bella esposa?
Cuando Kineas fue a visitar a los persas, Srayanka se quedó en casa con el resto de los sakje. Se trataba de una cuestión de sangre. Ningún sakje podría perdonar semejante afrenta.
—En el campamento, afilando su hacha —dijo Kineas.
Espitamenes asintió.
—Haría mejor cuidando de tus hijos, ¿verdad? —inquirió.
No quedó claro si aquella pregunta era sincera o maliciosa.
—Cometiste una estupidez al ofrecerle mi esposa a Alejandro —contestó Kineas. No veía motivo alguno para andarse con chiquitas—. Ahora ella te desprecia y todo su clan desea tu cabeza.
Espitamenes se echó hacia atrás.
—¡Cuánta franqueza! —dijo. Se rascó la barba—. Y yo que esperaba que fuésemos amigos.
Kineas rió y comió más cordero especiado con los dedos.
—Permíteme recordarte, señor, que la vendiste como rehén a Iskander; la vendiste, aunque no te debía lealtad ni vasallaje.
Espitamenes se encogió de hombros.
—Estaba a mano —dijo—. El dios exigió que tomara duras decisiones por mi grey. Es hija de extranjeros. ¿Por qué tenía que haberme contenido?
Filocles, sentado al lado de Kineas, se atragantó con un pedazo de cordero y se tapó la boca con la mano.
—¿Tu amigo desea hablar, tal vez? —preguntó Espitamenes. Sus ojos brillaban peligrosamente.
Filocles carraspeó otra vez.
—Tu dios debería haber tenido más ojo con las consecuencias —dijo en griego—. La señora tiene aguijón en la cola y un millar de amigos bien armados.
Kineas tradujo.
—No blasfemes contra lo que no tienes cerebro para entender, extranjero —amenazó Espitamenes, endureciendo el tono de voz, y a su alrededor los caballeros persas empuñaron las armas.
Kineas tomó otro bocado de guiso. Cuando terminó de masticar, dijo:
—O bien Espitamenes es un hombre de palabra, en cuyo caso esto es sólo pose y deberíamos disfrutar de la cena, o bien es un bellaco traicionero y vamos a morir. —Kineas sonrió a Espitamenes—. Y luego Espitamenes morirá. ¿No has pensado que mi esposa está ahí fuera, al amparo de la noche?
Kineas meneó la cabeza como un padre comprensivo que discute con su hijo favorito, y luego siguió comiendo.
Espitamenes se irritaba más cada vez que Kineas abría la boca, pero era un hombre de honor y Kineas pudo terminar la cena sin trabas.
—No volveré a invitarte —dijo Espitamenes mientras los griegos montaban para irse.
—Como no te has molestado siquiera en disculparte por el rapto de Srayanka, te iba a ser muy difícil hacerme venir otra vez —replicó Kineas—. Tu tiempo se acaba. Los sakje están en condiciones de detener a Alejandro o no hacerlo, según les convenga. Cuando le enviaste amazonas como rehenes, los perdiste como aliados; y este verano no has hecho más que perder prestigio en cada acción. Estás acabado.
La voz de Kineas tuvo el tono de una sentencia o una profecía.
Espitamenes se sobresaltó como si hubiese pisado una serpiente.
—¡Lárgate antes de que lamente mi hospitalidad! —gritó.
—Mantente alejado de nuestro camino, persa —advirtió Kineas—. Si te encuentro, te liquidaré yo mismo.
Filocles percibió el desapasionado tono de Kineas; no era una amenaza, sino una exposición de hechos. Como una voz de profecía mezclada con otra de mando.
Espitamenes frunció el ceño.
—Me habían dicho que eras profeta.
Kineas hizo recular a su caballo y asintió.
—¿Quieres que profetice para ti, señor?
Aun diciendo que no, la voz de Espitamenes revelaba sus ansias y su vacilación, y Filocles tuvo la impresión de que Kineas era el mayor de los dos. Y entonces el persa preguntó:
—¿Habrá una gran batalla?
Kineas asintió.
—Sí.
—¿Iskander perderá? ¿Me alzaré con el triunfo? —preguntó Espitamenes.
Kineas permaneció callado un rato, un rato incómodo con docenas de persas provistos de antorchas rodeándolo en la oscuridad. Finalmente, dijo:
—Iskander no vencerá. Pero tú perderás. Yo moriré. —Entonces se rió, como si la vida entera fuese un chiste—. Tu muerte se avecina, pero la mía está próxima.
—¿Cómo moriré? —preguntó Espitamenes, acercándose al caballo de Kineas.
El semblante de Kineas se contrajo de miedo o repugnancia; a Filocles le costó discernirlo a la luz de las llamas. Miró al hombre que estaba al lado de Espitamenes.
—Mal —respondió Kineas—. No me preguntes más.
Espitamenes dio media vuelta y gruñó algo a uno de sus lugartenientes. La multitud de las antorchas se dispersó.
—Vete, antes de que me vuelva contra ti —le advirtió Espitamenes.
Kineas asintió. Luego hizo retroceder al caballo, comprobó que sus amigos estuvieran listos y se marchó.
Aquella noche acamparon en un pinar al borde de un acantilado sobre la orilla del Jaxartes. La hierba había sido cosechada hacía poco y Ataelo informó sobre una docena de campamentos sakje en los alrededores. Kineas veía sus fogatas, así como las del ejército de Alejandro en la otra orilla. Y olía el humo que llenaba el valle del Jaxartes, el cual no había visto a tanta gente desde que se había producido el deshielo de los Montes Sogdianos, cuando los dioses eran jóvenes.