Tirano II. Tormenta de flechas (61 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano II. Tormenta de flechas
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Zarina era una mujer baja, con el pelo gris como el hierro recogido en trenzas muy rectas entretejidas con hilos de oro, y un gorjal de oro era el único signo de realeza que lucía en su persona. En un perchero lacado que tenía detrás descansaban una coraza que alternaba hileras de escamas de hierro y de oro, otro gorjal de oro tan suntuoso como el de Srayanka y un yelmo de oro coronado por un grifo cuyos ojos eran sendos granates. El niño, a todas luces su escudero, volvió a colocar el gorytos en el perchero y le llevó un hacha de mango largo y doble filo. Zarina pasó el dedo por las hojas, primero una y luego la otra, y sonrió. Y, al sonreír, levantó los ojos y de un vistazo reparó en la presencia de Qares y del grupo que lo acompañaba.

—¡Los has encontrado! —exclamó, adelantándose. La tienda se sumió en el silencio al levantar ella la voz, y todas las cabezas se volvieron.

Srayanka fue a su encuentro. Inclinó la cabeza, siendo éste el ademán más parecido a una reverencia que jamás haría un sakje.

Zarina le tomó ambas manos.

—Tú debes de ser doña Srayanka de los Manos Crueles —dijo en sakje. Tenía una voz grave y ronca para ser mujer, pero su tono fue cariñoso y cordial.

—Soy doña Srayanka. He traído a cuatrocientos de los míos a la asamblea de tropas, y mi esposo ha traído a doscientos griegos que son nuestros aliados. Y al príncipe Lot —agregó volviéndose hacia él para invitarlo a aproximarse, y el señor de los sármatas inclinó la cabeza y sonrió.

—Zarina y yo somos viejos amigos —dijo Lot.

—Y acérrimos enemigos —repuso Zarina—. A veces.

Se miraron de hito en hito y en la tienda reinó el más absoluto silencio. La tienda de Zarina alternaba toda ella lienzos rojos y blancos untados en aceite y casi traslúcidos. La luz que se filtraba a través de los lienzos se proyectaba de manera diferente sobre los presentes en la tienda; la reina estaba bañada de luz bajo un lienzo blanco, mientras que Lot estaba cubierto de un rojo sangre. El príncipe hizo otra reverencia.

—Entonces, ¿no has seguido al charlatán de Farmenax? —le preguntó Zarina a Lot—. ¿Sigue haciéndose llamar rey de todos los sármatas?

—El príncipe Lot se ha pasado todo el verano luchando contra Iskander —terció Qares.

Kineas se dio cuenta de que la vieja enemistad mencionada no carecía de fundamento. Había tensión en la postura de Zarina, y Lot estaba más estirado de lo que era habitual en él.

—Sólo un idiota seguiría a Farmenax —dijo Lot.

—Te prohibí ir al oeste —lo reprendió Zarina.

—Dije que regresaría con aliados —replicó Lot—. Y lo he hecho.

Bahareh se adelantó para distraer a la reina, y las dos mujeres se abrazaron.

—Pero que conste que lo prohibí —insistió Zarina.

Kineas pensó que sólo se dirigía a Bahareh. La sármata pegó a la reina en el hombro y protestó:

—Ha hecho lo que dijo que haría, ¿no?

Zarina frunció el entrecejo, pero acto seguido la expresión de su rostro cambió. Se dirigió a Lot.

—Es cierto. ¡Bienvenido!

Como si todos hubiesen estado conteniendo la respiración, un suspiro inundó la tienda y se reanudaron las conversaciones.

La reina Zarina hizo una seña y Kineas se le acercó. Al acortar la distancia, se fijó en que tenía los ojos verdes más oscuros que jamás hubiese visto en un ser humano. Sus manos estaban tan curtidas como las de un leñador.

—¿Es verdad que has venido desde el lejano mar de la Oscuridad? —preguntó Zarina.

—Madre de los clanes, es bien cierto que hemos cabalgado desde el mar Occidental —respondió Srayanka—. Prometí venir y aquí estoy, aunque menos de un diezmo de nuestras tropas han venido conmigo.

Zarina hizo un ademán para restar importancia a aquella reducción de efectivos.

—¿Y las ciudades del mar Occidental enviaron un contingente? ¿De modo que unos griegos irán a luchar contra otros griegos? No he dejado de recibir informes en este sentido durante todo el verano y sigo sin salir de mi asombro.

La mirada de Zarina volvió a posarse sobre Kineas, a quien examinó con el detenimiento que cualquier sakje pondría en un caballo que estuviera pensando comprar o robar.

—Dicen que eres baqca —comentó Zarina.

Kineas hizo una reverencia.

—Soy el strategos de Olbia —precisó—. Un jefe militar.

—¡Hum! —exclamó Zarina. Y no se demoró más en Kineas, dado que Srayanka procedió a presentarle a otros líderes: Diodoro, cuya cabellera y barba pelirrojas hicieron reír a la reina, y Parshtaevalt, y León, cuya piel oscura tocó varias veces. A continuación, le llegó el turno a Ataelo. Zarina enarcó una ceja.

—Tú perteneces a mi pueblo, ¿no? —preguntó Zarina.

Ataelo se encogió de hombros a la manera griega.

—Me marché al oeste hace muchos años, señora —contestó—. Ahora sirvo a doña Srayanka.

Zarina frunció los labios y pasó al siguiente hombre que iban a presentarle, y entonces Filocles dio un paso al frente. Lo miró de arriba abajo.

—¿Tú eres espartano? —inquirió.

—Lo soy —contestó Filocles, obviamente complacido de que allí, en los confines del mundo conocido, se conociera la palabra «espartano».

—¡Hum! —murmuró la reina. Las dos mujeres que llevaban armadura rieron; ambas tenían aspecto de ser muy fuertes. Una de ellas se abrió paso para palpar los bíceps de Filocles. Asintió con un ademán de aprobación.

—Así es como debe ser un hombre —le dijo a Srayanka—. ¿Por qué no te casaste con éste?

Srayanka soltó un resoplido.

—¡No sabía montar! —repuso entre risas.

Zarina se rió tanto que tuvo que llevarse las manos a la barriga. Cuando se serenó, siguió sonriendo de oreja a oreja.

—Sed todos bienvenidos a mi campamento —dijo—. Veré si mis esclavos pueden haceros un hueco para la cena. Esta noche establecemos el orden de batalla. ¿Vuestros caballos están preparados para entrar en combate?

Srayanka sacudió la cabeza.

—Lo suficiente. Echamos de menos el grano de casa. Ninguno de nuestros caballos de batalla está en plena forma.

Zarina asintió.

—Estamos agotando los pastos. Iskander está agotando los suyos. La lucha no puede demorarse.

La cena fue frugal y le recordó a Kineas las cenas con Satrax: cordero especiado servido en el mismo caldero de bronce en el que se había guisado, y cada hombre y mujer rebañando con pan ácimo la olla. El cordero estaba delicioso, pero no había ni vino ni aceite. Nadie hablaba. Los invitados allí reunidos comieron deprisa y sin distraerse, y luego aguardaron en silencio a que Zarina se pusiera de pie.

—Ahora —anunció a sus invitados—, discutiremos cómo mostrar a Iskander nuestra fuerza.

La reunión de los jefes de todos los escitas hizo que Kineas recordara que realmente se hallaba entre bárbaros. Hablaban todos a la vez y sin parar. Los caciques en ningún momento abordaron consideraciones tácticas, sino que se limitaron a exigir a gritos preferencia en la batalla, ya fuera para situarse a la izquierda o a la derecha de la línea o para ocupar la posición que custodia el estandarte, basándose en antiguas tradiciones o en privilegios ganados a pulso por los barbudos señores de la guerra.

La reina Zarina se mostraba indiferente y observaba a sus jefes tribales con evidente orgullo, segura de su fuerza. Kineas, rodeado por Diodoro, Srayanka y Ataelo, guardaba silencio, susurrando de vez en cuando su indignación ante tan caótica exhibición de arrogancia.

Lot sonrió con ironía.

—Había olvidado cómo era esto —dijo.

Ataelo meneó la cabeza.

—Por luchar demasiado tiempo con griegos —repuso—. Sakje por hablar.

—¿Saben quién es Alejandro? —preguntó Diodoro—. ¿Creen que pueden cabalgar en círculos por el llano disparando flechas y alzarse con la victoria?

Filocles llevaba más de una hora callado.

—Admiro a este pueblo —confesó—, aunque nadie ha propuesto que nos larguemos sin más y dejemos que Alejandro se muera de hambre en los altiplanos. ¿Dónde está la sabiduría de los asagatje? ¿Dónde está su Satrax?

Srayanka se tiró de una trenza, inquieta por sus hijos.

—Ya no me acordaba de cómo éramos en tiempos de mi padre —dijo—. Lo cierto es que Kam Baqca y Satrax nos hicieron más grandes. Y tú también, esposo mío. Vosotros tres hicisteis que cada líder viera su lugar.

—A lo mejor si hablaras con la reina… —le sugirió Diodoro.

Srayanka negó con la cabeza.

—Aquí soy tan extranjera como cualquiera de vosotros. Debo ir a atender a mis hijos. Tengo los pechos llenos. —Besó a Kineas en la mejilla.

Lot torció el gesto como si oliera algo podrido.

—Conozco a Zarina desde hace mucho tiempo —observó—. No te resultará fácil decirle nada. Aprecia más a las mujeres que a los hombres, aunque menos a las que tienen hijos. —Miró a Srayanka, que asintió mostrándose de acuerdo—. Estima a los hombres, pero sólo por su fuerza, no por su sabiduría, ni siquiera en la guerra. —Lot echó una mirada a Filocles—: Quizás el espartano pueda transmitirle un mensaje. Le han impresionado su fortaleza y su ascendencia. Y doña Bahareh la conoce desde hace años.

Los caciques siguieron discutiendo a gritos hasta el ocaso, y llegaron exploradores para informar de que Iskander había situado ballestas a orillas del río y estaba ensamblando balsas. Srayanka se marchó. Kineas se mesó la barba mientras escuchaba la creciente excitación. Los rumores sobre el inminente ataque de Alejandro no hicieron sino alimentar el griterío, y la reina observaba con una expresión tolerante y divertida que la revelaba más interesada en ser la señora de la guerra de aquellos jefes que en trabajar para vencer al enemigo común. Diodoro meneó la cabeza.

—Van a servirles sus cabezas en bandeja. ¡Por los huevos de Ares, Kineas! ¿Hemos cabalgado quince mil estadios para ver cómo Alejandro despacha otra horda de tribus como hizo con los tracios? Larguémonos; la derrota será aplastante.

Kineas estaba harto de aguardar sin hacer nada.

—Hay cierta ironía divina —interrumpió— en que todos veamos cómo Alejandro va a atacar sin que nadie se digne a prestarnos atención.

Se encogió de hombros y sacó a sus camaradas de la gran tienda. Atardecía sobre el campamento sakje, cuyas tres mil fogatas titilaban a lo largo del meandro del río. El aire olía a caballo y a leña quemada.

—Deberíamos regresar mientras aún quede algo de luz —sugirió Kineas.

—Yo intentaré hablar con la reina, si me lo permites —propuso Filocles. Miró a Bahareh y Ataelo.

—¿Cuándo has necesitado mi permiso? —Kineas dio una palmada en el hombro al espartano—. Esto no pinta tan mal como todos pensáis. Su propio caos les será propicio contra Alejandro. Es casi imposible planear una batalla contra cien generales. Nuevas fuerzas llegarán al campo de batalla a lo largo de todo el día, y cada cual actuará según lo estime conveniente, sin ataduras de precedencia o estructura.

—¿Qué quieres hacerle saber a la reina? —preguntó Bahareh.

Kineas buscaba sus caballos, atados junto a una manada de magníficos corceles traídos por doscientos jefes. Le complació que Talasa encabezara la suya, rodeada de admirados niños masagetas y una docena de respetuosos adolescentes. Una muchacha muy seria le entregó las riendas y asintió.

—Es todo un caballo —dijo—. ¿La vendes?

Kineas sonrió, imaginándose los potros de Talasa.

—Jamás —respondió en sakje—. Pero deseo que encuentres un caballo tan bueno como ella.

Se saludaron inclinando la cabeza y Kineas se sirvió de su lanza para montar de un salto a la silla, alardeando ante los niños como si fuese un guerrero mucho más joven. Se inclinó hacia Bahareh.

—Pide permiso a la reina para remontar el río hacia el norte hasta el próximo vado —le recordó— y así precavernos contra un ataque por el flanco. Dile que pensamos que Alejandro ordenará cruzar a su mejor caballería y a su más curtida infantería al alba de mañana o pasado, y que nosotros enviaremos un contingente aguas arriba, hacia el norte. Pídele que nos autorice a repeler la ofensiva por el norte. —Hizo girar a Talasa con una pirueta para gran admiración de todos.

—¿Eso es todo? —preguntó Filocles—. ¿Alejandro cruzará y nosotros lo repeleremos en el vado del norte?

Kineas asintió.

—Eso es todo. Intentar explicar a esta gente cómo luchar contra Alejandro sería como intentar enseñar a debatir a un ateniense. Cualquier cosa aprendida a medias tintas no hará más que entorpecerlos.

Bahareh miró a Kineas con respeto.

—Eres sabio —afirmó—. Temía que quisieras decirle a la reina cómo debe combatir.

—Esperadnos. Es tan posible que nos reciba como que no. En cualquier caso, tardaremos poco —dijo Filocles.

Diodoro sonrió con complicidad.

—Si le muestras tus músculos no tardarás tan poco, espartano —bromeó—. Toda la noche, quizá.

Filocles golpeó al ateniense en la rodilla, lo bastante fuerte para que le doliera.

—Valora a los hombres en su cama justo en la misma medida en que yo valoro a las mujeres —repuso el espartano.

Bahareh se tapó la boca con la mano y carraspeó. Filocles hizo una seña a Ataelo, que se encogió de hombros mirando a Kineas y lo siguió, y luego su desteñida capa roja revoleó antes de desaparecer en la penumbra.

Kineas iba de un lado a otro en su caballo. Se le acercó un chico a lomos de una hermosa montura, un corcel del que con razón estaba orgulloso, y Kineas, empujado por un daimon, aceptó el desafío a echar una carrera. De la oscuridad surgieron antorchas y otros jinetes mientras Diodoro lo acusaba de portarse como un crío.

—¿A qué viene esta chiquillada teniendo una batalla mañana?

—¡Calla! —gritó Kineas—. Estoy haciendo un sacrificio a Poseidón.

Diodoro frunció los labios.

—Espero que no sea pura jactancia —voceó mientras Kineas se dirigía a la lanza de salida.

La carrera fue como nadar en oscuridad y fuego desde el primer impulso de los cuartos traseros de Talasa hasta las últimas zancadas que dio el pelotón de cabeza al irrumpir en el círculo de teas de la meta, donde lo recibió semejante griterío que se alzó por encima de la discusión en la tienda de Zarina como una ofrenda al Caballo-Dios, a quien Kineas elevó una plegaria mientras los sakje lo abrazaban por su victoria.

Diodoro, sentado en su caballo de combate, meneaba la cabeza.

—¿Acaso tienes doce años? —preguntó.

Kineas negó con la cabeza.

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