—¿Quién es ése? —preguntó.
Parshtaevalt tenía el aspecto de un hombre que se está ahogando y a quien le han tendido un remo al que agarrarse.
—Ése es Qares, uno de los señores de Zarina. Vino del este confiando en llevarnos a la asamblea de tropas.
Kineas se rascó la barba. Tenía los ojos hinchados y le escocían, y no deseaba cargar con el liderazgo de los asagatje. De hecho, había rehuido a sus propios hombres durante un día.
Parshtaevalt alzó las manos al cielo.
—¿Qué podía hacer yo? ¡No soy el señor de los asagatje! —exclamó—. ¡Kineax! Libérame de esta carga. Puedo dirigir asaltos o incursiones. Pero ¿dónde vamos a pasar el invierno? ¿Debemos acudir a esta asamblea? ¿Cómo podemos rescatar a nuestra señora? —Estaba angustiado, con los brazos levantados al cielo como si implorase a los dioses—. ¡Yo no soy rey!
Kineas negó con la cabeza, desalentado.
—Yo tampoco —repuso—. Pero tú has convocado al consejo en mi nombre y no en el tuyo.
El jefe sakje se rascó la cabeza y suspiró.
—Soy un jefe guerrero —dijo—. Los consejos de paz me dejan confundido. Estaba… aguardando. Y mira, ¡has venido!
—Yo no soy el rey de los asagatje —insistió Kineas.
—Eres su consorte —dijo Parshtaevalt—. Con eso basta.
Y así resultó ser. El consejo dejó claro con su respetuoso silencio que deseaba que Kineas tomara el mando. Kineas tenía suficiente experiencia con los sakje para escuchar lo que no decían. Se levantó, enojado con su vacilación y su silenciosa insistencia.
—No soy vuestro rey. ¿Por qué aguardáis sentados a que os dé órdenes? —preguntó.
Ninguno de los jefes dijo nada. Varios de ellos miraron a Parshtaevalt como esperando que lo hiciera él. Finalmente, Bain, el más agresivo de los líderes militares, se levantó.
—Señor, eres el consorte de nuestra señora y fuiste nuestro líder durante todas las campañas del año pasado. Aunque Srayanka estuviera aquí, compartiría su autoridad contigo. ¡Guíanos!
Kineas suspiró profundamente.
—Quiero rescatar a Srayanka —dijo—. ¿Acaso aún será posible? Tenemos que saber qué ha sucedido en el mundo. He oído rumores de traición, y también de que la han tomado como rehén.
Mientras decía esto, sintió que el corazón se le hundía en una marea de desesperación. Por un momento, el dolor fue tan intenso que dejó de hablar y se quedó plantado en medio de los asagatje con la cabeza gacha.
Kineas había seguido a Srayanka durante meses, y allí, en medio del mar de hierba, la volvía a perder. Aquello era demasiado.
Una mano firme le apretó el hombro, cálida en el fresco de la noche.
—¡Coraje, hermano! —lo animó Filocles—. La encontraremos. —El espartano estaba sobrio, cosa rara habiendo anochecido, desde la toma de la ciudadela—. Venga, ateniense. Levanta la cabeza. Estas gentes cuentan contigo.
Kineas tragó saliva y levantó el mentón.
—De acuerdo —dijo—. Oigamos a quienes sepan algo sobre lo ocurrido.
Pese a los esfuerzos de Alejandro por evitarlo, había un constante intercambio de hombres e información entre las tribus que servían a Espitamenes y sus primos al servicio del rey macedonio, de modo que los rumores cruzaban las líneas en cuestión de días y ambos bandos conocían las intenciones del otro y lo que cada uno había hecho, y en el campamento de los asagatje había una docena de guerreros que sabían lo que había ocurrido en el Oxus y en el valle del Jaxartes durante el verano. Uno tras otro se fueron levantando para declarar ante el consejo o fueron mandados llamar por sus jefes.
Había tres ejércitos. Espitamenes sitiaba Maracanda, la legendaria ciudad de la ruta comercial, y el suyo era el último ejército persa que seguía combatiendo contra Alejandro, con veteranos jinetes persas y endurecidos nobles sogdianos, exiliados en su propia tierra, que habían luchado contra Alejandro durante tres y a veces incluso cuatro años. Alejandro tenía una guarnición en Maracanda que defendía la ciudad con prudencia y tenía la vista puesta en Oriente, a la espera de que llegaran refuerzos del ejército real. Era en el este donde Alejandro tenía al grueso de su ejército, todavía empeñado en rescatar a las siete guarniciones que había dejado en el Jaxartes y en mantener al tercer ejército en observación. El tercer ejército lo constituía la horda escita, al mando de la reina de los masagetas. Su contingente era reducido, tan sólo de unos pocos miles de jinetes, pero había convocado una gran asamblea de tropas y parecía que la hierba misma estuviera cruzando la estepa hacia el punto de encuentro establecido.
Cuando uno de los caballeros de Bain describió las fuerzas de Zarina, Qares se levantó, aguardó a que lo reconocieran y dio un paso al frente para dirigirse al consejo.
—Soy Qares, de los masagetas de los Montes de Hierro —dijo, su voz con la misma tonalidad que la de Ataelo—. Vengo de la reina Zarina a vuestra reina. Veo una fuerza considerable aquí, una fuerza que los masagetas necesitan y que es mayor de lo que habíamos osado imaginar. —Su voz era firme. Llevaba el pelo recogido en doce trenzas, cada una terminada con una campanilla de oro, y era un hombre bien parecido—. Yo también lloro la pérdida de vuestra reina. Pero todos los sakje deben cabalgar juntos para enfrentarse a Iskander. La reina Zarina tiene buenas huestes, y tendrá más cada semana. Pero cuando Iskander libere Maracanda y derrote a Espitamenes, en quien no confiamos, entonces se volverá hacia el este. Tenemos que estar preparados. ¡Démonos prisa!
Kineas asintió y Qares se calló.
—Señor Qares —dijo Kineas alzando su fusta—. ¿Cuánto hay de aquí al campamento de vuestra reina?
—Veinte días cabalgando sin prisa —contestó Qares.
—¿Hay agua? —preguntó Parshtaevalt.
Qares se encogió de hombros.
—Ahora más que dentro de un mes —contestó.
El consejo no tomó ninguna decisión esa noche, y Kineas se mostró amargado cuando bebió vino con sus oficiales.
—Si hubiese querido ser arconte, podría haberme quedado en Olbia —confesó Kineas.
Filocles había bebido mucho. Los asagatje tenían una provisión de vino persa y Filocles había decidido agotarla.
—Sé más hombre —dijo arrastrando las palabras—. Esta gente te necesita.
—Vete a la cama —le recomendó Kineas.
—Está borracho —observó Diodoro. Pero cuando Temerix y Safo se llevaron a Filocles, admitió—: Tiene razón. Estas gentes te necesitan.
Kineas inspiró profundamente. Tuvo ganas de decir que lo único que quería era a Srayanka, y también de maldecir, pero se lo pensó mejor y soltó el aire sin haberlo usado.
Kineas estuvo silencioso por la mañana. Tras haber dormido en el carromato de Srayanka, se despertó oliendo su aroma en las mantas. Al amanecer, permaneció despierto en el lecho contemplando los dragones, grifos y venados de los gruesos tapices de fieltro que mecía la brisa matutina. Y cuando ya no pudo seguir tumbado, se levantó, fue en busca de Talasa y salió a las llanuras. Cabalgó solo, galopando por el mar de hierba hasta que Talasa estuvo tan cansada como él. Entonces desmontó de sus lomos y le tejió una guirnalda de rosas tardías mientras la yegua respiraba pesadamente y luego pastaba buscando la hierba verde que aún había bajo la hierba agostada que formaba olas doradas en el llano. El sudor dibujaba manchas negras en su pelaje gris plateado y Kineas le secó el cuello.
Le puso la guirnalda en la cabeza y Talasa trató de sacudírsela porque le picaba, pero luego se serenó y Kineas cantó un himno a Poseidón. Estaba solo bajo la bóveda del cielo, observándolo, hasta que finalmente un ave solitaria se alzó por el este a su derecha y describió grandes círculos en el cielo. Era un águila, y después de que el sol avanzara hacia el oeste, una segunda águila se le unió, y juntas bailaron sobre su cabeza antes de dirigirse a Occidente.
Kineas montó a lomos de Talasa y cabalgó al paso cruzando las llanuras hacia su campamento.
Aquella noche convocó al consejo de motu propio, y un tercio de la gente acudió, de modo que el murmullo de sus voces llenaba el aire nocturno. Los sakje se sentaron en corro con los olbianos, tal como hicieran un año antes. Kineas se levantó.
—¿Me aceptaréis como líder hasta que nos devuelvan a Srayanka? —preguntó Kineas.
Parshtaevalt se puso de pie de un salto.
—¡Lo haremos! —gritó a voz en cuello.
—Muy bien —dijo Kineas. Miró a su alrededor. Invitó a todos los jefes a hablar, y uno tras otro se fueron levantando para exigir el rescate de Srayanka, y para hablar sobre el forraje y el grano, sobre transgresiones de la ley, sobre los peligros de invernar en el mar de hierba.
Entonces Kineas se levantó, empuñando la fusta que Srayanka le había regalado. Primero bosquejó con palabras lo que sabía de la gran guerra que se libraba en el sur. Luego, describió tan bien como pudo cómo debían de haber traicionado a Srayanka. Hizo hincapié en que Alejandro carecía de motivos para hacer daño a sus rehenes, ni a Srayanka de los Manos Crueles ni a su joven amiga Urvara de los Gatos Esteparios ni a su trompetera Irene.
Los hombres y mujeres jóvenes que habían cabalgado al extranjero se levantaron para contar lo que habían oído en el gran campamento de Maracanda, así como de boca de los mercaderes que transitaban por la ruta comercial. Hablaron demasiado, como suelen hacer los jóvenes, pero, a pesar de todo, en el círculo aumentó la excitación.
Y entonces Diadoro se levantó. Su sakje no era bueno, y llamó a Eumenes para que lo tradujera.
—Aquí no nos conocen —dijo. Se volvió hacia Qares—: Los masagetas no desdeñan a Espitamenes por su traición porque no conocen a Srayanka ni lo lejos que ha llegado. —Luego se volvió hacia Darío—: Espitamenes no está al corriente de la campaña que hicimos el año pasado. —Finalmente, se volvió hacia Kineas—: Alejandro no nos conoce. —Miró al círculo; rostros sakje, rubicundos a la luz de la hoguera, con adornos de oro que brillaban en el pelo, rostros griegos, con las barbas largas y a menudo entrecanas, y celtas con sus barbas de bronce y oro. Kineas los observó a todos; se sentía como si hubiese regresado a casa aun sin Srayanka. Aquéllos eran los camaradas de su última campaña y allí, entre ellos, podría haber estado a unos pocos estadios de Olbia, en otro trecho del mar de hierba.
Diodoro hizo una pausa y dejó que se prolongara.
—Es una lástima que no nos conozcan, pues de lo contrario ninguno de ellos habría permitido que nada de esto ocurriera. —Aguardó a que Eumenes terminara de traducir—. Hace un año, oí a Satrax decir esto cuando Macedonia se acercaba. —Hizo otra pausa y, en buen sakje, dijo—: Que sientan el peso de nuestros cascos.
En torno a la hoguera, olbianos, sindones y sakje profirieron sus gritos de guerra. Diodoro se volvió hacia Kineas.
—¡Guíanos contra el enemigo! —exclamó. Kineas se levantó.
—Propongo que rescatemos a Srayanka —dijo. Cuarenta voces bramaron asentimiento. Kineas levantó las manos pidiendo silencio—. Se requerirá paciencia y disciplina, como en la campaña contra los getas, y suerte, como en toda guerra.
El círculo de los cuarenta bramó su aprobación.
Kineas se volvió hacia Qares, el mensajero de la reina de los masagetas.
—Acudiremos a la asamblea de tropas. Pero antes debemos hacer cuanto podamos por rescatar a nuestra señora.
Qares negó con la cabeza.
—Quizá lleguéis demasiado tarde y sólo veáis un festín de cuervos.
Kineas asintió.
—Tal vez será como tú dices, pero sin Srayanka nunca habríamos venido al este. Dile a tu reina que acudiremos, junto con los sármatas, después de haber intentado lo posible por rescatar a Srayanka.
Qares miró a los componentes del círculo y optó por guardar silencio.
—Quiero enviar exploradores al sur —manifestó Kineas. Señaló a Ataelo—: Ataelo irá al este con Qares para reunirse con los masagetas. —Señaló a Filocles con el mentón—: Filocles llevará una patrulla hacia el sur en busca de Alejandro —dijo, y se miraron a los ojos. En el rostro de su amigo, Kineas vio desagrado y aceptación. Con su educación espartana y sus trazas, Filocles podría meterse derecho en cualquier unidad mercenaria de Alejandro y ser aceptado.
—Y pediré a Darío que cabalgue en pos de Espitamenes —agregó.
Darío levantó la vista y miró primero a Filocles y luego a Kineas. Asintió, aunque con cierta vacilación.
Los ojos de Kineas volvieron al círculo.
—Avanzaremos hacia el sur, adentrándonos en el valle del Oxus, manteniéndonos ocultos a todos excepto a los sármatas en la medida de lo posible. Ataelo me asegura que puede hacerse. Allí aguardaremos los informes de nuestros exploradores. Uno de los tres nos traerá noticias de Srayanka. Sólo entonces actuaremos. Hasta entonces no habrá ninguna incursión, ningún acto de venganza.
Sus ojos se apartaron de los griegos para dirigirse a Parshtaevalt y a los jefes de los clanes sakje. El joven Bain, el más desenfrenado de los jefes, le sostuvo la mirada.
—¡Esto va por ti, Bain! —gritó Kineas—. Si montas una incursión sin permiso, serás expulsado.
Bain lo fulminó con la mirada.
—¿Tendremos venganza? —preguntó.
Kineas asintió.
—Lo prometo —dijo.
Bain se puso en pie.
—Yo, Bain, el Arco del Oeste, juro no levantar la mano hasta que regresen los exploradores.
Los demás jefes, hombres y mujeres, asintieron con aprobación.
A la mañana siguiente Ataelo, Filocles y Darío abandonaron el campamento a orillas del río con sendas comitivas de miembros de las tribus, guías y reatas de caballos. Kineas tuvo que quedarse junto al río, entrenando a su caballería, mordiéndose la mejilla con preocupación durante el día y soñando con guerras, desastres y muerte por la noche.
Al cabo de una semana, los escoltas de Lot llegaron al campamento y ambos grupos se mezclaron. La hierba había desaparecido del lugar donde los sakje habían acampado y ambas tribus se desplazaron al norte y el oeste siguiendo el curso del río. Sus exploradores encontraron franjas de hierba pisoteada y las huellas de miles de cascos en la principal ruta comercial que cruzaba el Oxus justo al norte del Polytimeros.
Los sakje avanzaban hacia el este.
Kineas siguió avanzando hacia Oriente durante cinco días y luego dio descanso a sus olbianos, con Lot a un día de marcha tras ellos, más cerca de la ribera del Oxus. Sus manadas de caballos eran demasiado grandes para que fuera fácil acampar juntos cuando escaseaba la hierba, aunque había un constante tráfico en ambos sentidos, tráfico en el que León y Mosva participaban. La guerra y la caminata habían contribuido a que surgieran lazos de amistad y matrimonios mixtos, y Kineas se había fijado en que pertenecer a una tribu no era tanto una cuestión racial como de tradición, y cuando una familia prefería a un jefe distinto del suyo, trasladaba sus caballos a la manada de aquél y se unían a su tribu.