—Sí.
Filocles se acercó a la mesa y se sirvió una copa de vino.
—Corren voces. ¿Problemas con el arconte? ¿Te ha enviado a una misión? Muy acertado por parte del arconte: te mantendrá alejado de la ciudad por unos días. A mí también me conviene: me gustaría acompañarte.
—Ya he elegido a mis hombres —dijo Kineas—. El arconte sólo permite que me lleve a dos.
—El resto de nosotros —apostilló Diodoroseremos buenos rehenes.
Filocles sonrió.
—Bueno, en realidad no soy uno de tus hombres —dijo—. Dudo mucho que el arconte quisiera privarte de mi compañía. Así que puedo ir por mi cuenta. O quizás os alcance por el camino.
Kineas, enfadado y aún resentido por la escena en el ágora, se sintió a un mismo tiempo conmovido e indignado. Le acudió a los labios una respuesta acalorada, pero se contuvo y se la tragó con un poco de vino.
—No puedo impedírtelo —dijo, aunque su voz traslucía un poco más de afecto.
Justo lo que yo decía. —Filocles apuró su copa de vino—. ¿Cuándo partimos?
—En cuanto localice a los hombres de esta lista.
Kineas señaló la tablilla que había encima de la mesa. Filocles leyó la lista y asintió.
—Conozco a la mayoría: todos son jóvenes. Varios son amigos de Ajax; un par de ellos quisieran ser más amigos, si captas a qué me refiero. Mándalo a reunirlos y llévatelo contigo, será tan fácil como esto. —Y chasqueó los dedos.
Diodoro asintió.
—Yo estaría más contento si pudiera quedarme con Likeles. Conoce a la gente tan bien como yo. —Miró a Filocles—. Jóvenes ricos. ¿Los hijos de los más ricos, tal vez?
Filocles se encogió de hombros.
—El arconte no tiene un pelo de tonto. Y tú tampoco, Kineas, cuando no pierdes los estribos. He oído un rumor… ¿Quizá tú también? Dicen que el arconte va a permitir que se reúna la asamblea para ratificar sus impuestos.
—Yo he oído lo mismo —asintió Diodoro.
Filocles puso una pierna encima de la mesa y se recostó como si estuviera en un diván. La maciza mesa de roble crujió bajo su peso.
—Si tuviera que adivinarlo, diría que el arconte manda lejos a los hijos de los hombres más influyentes como método para controlar la asamblea.
Diodoro se pasó una mano por el pelo.
—No te falta razón. Tendría que haberme dado cuenta.
Kineas miró a uno y a otro.
—Muchas gracias a los dos por mantenerme tan bien informado. ¿Tenéis más cabezas de gorgona que arrojarme mientras hago el equipaje para las llanuras?
—La ciudad croa como un coro de ranas sobre la reunión de la caballería. La gente está muy impresionada; con nosotros, contigo y con tu pequeña actuación contra los hombres de Menón. Los odian a muerte. Por el momento, a nosotros no. Bueno, ¿debemos avisar a Ajax?
—Detesto que me mimen —dijo Kineas, y sonrió atribulado—. Qué idiota he sido.
—¿Cuándo? —dijo Filocles con impostada ternura, antes de escabullirse tras la cortina.
La cena con Cleito fue poco interesante, decorosa y profesional. Por casualidad o deliberadamente, casi todos los demás invitados eran hombres cuyos hijos iba a llevarse consigo a las llanuras al amanecer. Kineas no percibió ninguna animosidad en ellos, y trató por todos los medios de dejar bien claro que entrenarían y montarían duro, pero que velaría por su seguridad.
El propio Cleito sacó a colación la posibilidad de que se reuniera la asamblea.
—Está en boca de todos en el ágora. El arconte nos convocará para que votemos sus nuevos impuestos.
Kineas guardó silencio y procuró captar la atención de Diodoro y Filocles para que hicieran lo mismo. No lo consiguió.
—¿Cuándo se reunió por última vez la asamblea? —preguntó Filocles entre dos sorbos de vino.
Cleito miró a los presentes y encogió los hombros. Un hombre de más edad, Cleomenes, uno de los mercaderes más ricos de la ciudad, se incorporó un poco en su diván.
—Hace casi cuatro años, señor. Ha transcurrido una olimpiada entera desde la última vez que fuimos autorizados a celebrar una asamblea.
Su hijo era un hombre muy joven, Eumenes, que se había presentado a la reunión del hipódromo a caballo y con armadura, según recordaba Kineas. Aunque no era tan joven como para no poder hablar en la cena. Se sentó en el diván de su padre y dijo:
—No siempre fue así, señor. Cuando el arconte fue nombrado para el cargo, la asamblea se reunía con regularidad.
Cleito hizo una seña a un esclavo para que sirviera otra ronda de vino.
—Aquí somos leales al arconte, querido, de modo que cuidado con esas insinuaciones.
Eumenes los miró a todos abriendo mucho los ojos.
—¡No he insinuado ninguna deslealtad!
Kineas tuvo la impresión de que toda la conversación tenía un trasfondo que se le escapaba. Incluso la declaración de lealtad de Cleito parecía tener cierto retintín. Bastaba con fijarse en los ojos y expresiones de los hombres para entrever parte de las tensiones que había entre ellos.
—Quizá las cosas sean distintas después de la asamblea —terció otro caballero. Kineas sabía que aquel hombre poseía la naviera más importante de la ciudad y que su hijo, Cliomenedes, apenas tenía edad de servir en la caballería pero que, no obstante, iba a partir con la expedición por la mañana.
La frase cayó como un signo de mal agüero, tanto más cuanto que quedó en la mesa con el vino derramado. Ningún otro invitado la recogió, ni siquiera Filocles.
Para romper el silencio, Cleito desvió la conversación hacia el éxito de la reunión ecuestre.
Kineas fue objeto de alabanzas; demasiadas para su gusto.
—Aún no hemos comenzado a entrenar —dijo—. Ninguno de vosotros me tendrá en tan alta estima cuando tengáis el trasero en carne viva.
La ocurrencia suscitó risas, pero el padre de Clío, Petrocles, negó con la cabeza.
—Esperábamos a otro mercenario como Menón. Nos llevamos una buena sorpresa cuando vimos claro que eras todo un caballero. Creo poder hablar en nombre de muchos hombres cuando digo que estaremos encantados de recibir instrucción; al menos en primavera. ¡Esta idea de hacer ejercicio en invierno ya me está haciendo crujir los huesos!
La fiesta prosiguió en un tono más ligero a partir de ahí. Cleito, pese a la brusquedad que manifestaba en público, era un anfitrión excelente. Hubo bailarinas, delicadas y diestras, y también acróbatas, y un liberto de piel oscura que imitó a varios hombres importantes de la ciudad: a Menón, al propio Cleito y, por último, a Kineas.
Incluso Kineas tuvo que reír con la burda parodia de sus piernas y de sus autocráticos gestos con las manos. Se reconoció de inmediato: no era la primera vez que lo imitaban. Los demás se partieron de risa y él cosechó varias sonrisas.
Al final de la velada, Filocles tocó la lira espartana y Agis recitó un pasaje de la Ilíada. Fue un bello recordatorio de que los hombres de Kineas eran caballeros de talento, y ambas actuaciones fueron bien recibidas.
Arrebujados en los mantos, procurando no pisar los charcos de la calle mientras regresaban al hipódromo escoltados por un par de esclavos de Cleito, Filocles se echó a reír.
—Ha ido bien —dijo.
Agis también rió.
—Esperaba que mi antiguó tutor apareciera por la puerta y me señalara con una manó huesuda si me saltaba una palabra. ¡No ha sido como recitar juntó a la hoguera del campamento!
Diodoro se mostró más sombrío.
—Están ocultando algo.
Kineas estuvo de acuerdo.
—Mantente al margen, sea lo que sea —dijo. Diodoro—. No te involucres. ¿Queda claro?
Diodoro asintió. Levantó la vista al cielo, se detuvo un momento y dijo:
—Se avecina un cambio de tiempo. ¿Lo notas? Ya está refrescando.
Kineas se tapó mejor con el manto. Tenía frío. Tosió.
Partieron mientras el alba pintaba de rojo la escarcha al norte de la ciudad bajó un gélido cielo azul. Los siete jóvenes iban bien montados y cada uno llevaba a un esclavo con él; los dos mayores llevaban a dos esclavos y media docena de caballos. También iban bien vestidos, con buenas armaduras y mantos gruesos. Y todos estaban ansiosos por partir.
Su entusiasmó hacía más llevadera la situación. Rehenes ó no, eran la caballería de la ciudad y sus hombres, y Kineas se encontró a gustó en su compañía mientras seguían el sendero que, saliendo de la ciudad, subía entre peñones hasta las planicies. A lo largó de estadios, el camino serpenteaba entre muros de piedra que delimitaban los campos de granó, ahora un desierto de rastrojos después de concluida la siega de las mieses. Sólidas granjas de piedra salpicaban el paisaje y a medida que la mañana fue avanzando comenzaron a cruzarse con labriegos que se dirigían a la ciudad, la mayoría a pie, tirando de carretas, y otros más prósperos a caballo. Su aliento dejaba nubecillas flotando en el aire, y los campesinos no parecían contentos de ver a tantos soldados.
Los jóvenes charlaban, señalaban granjas que pertenecían a sus familias, comentaban partidas de caza en tal ó cual bosque y ensayaban sus opiniones filosóficas con Filocles; hasta que Kineas comenzó a hacerles preguntas.
—¿Cómo cabalgaríais hasta esa granja —Kineas indicó un lejano edificio de piedra con la mano—, al mando de veinte hombres, de modo que nadie se diera cuenta de que os aproximáis?
Le tomaron en serio y se pusieron a hablar de ello agitando las manos con vehemencia. Finalmente el líder, Eumenes, cuyo liderazgo era más obvio para Kineas que para sus amigos, señaló:
—Rodeando el bosque y subiendo por aquel barranco de allí. Kineas asintió. Resultaba interesante ver el cambio operado en Eumenes: poco tenía que ver con el muchacho tímido de la noche anterior. Entre los suyos, parecía bastante maduro.
—Bien visto —dijo Kineas.
Eumenes se sonrojó con el elogio.
—Gracias, señor. Pero…, si puedo preguntar… ¿La guerra en la caballería no consiste en…, bueno, en luchar hombre a hombre? Es más propio de los psiloi atacar por sorpresa…, según tengo entendido. ¿No nos corresponde cubrir el flanco de los hoplitas y combatir contra la caballería enemiga?
—En la guerra lo importante es tener ventaja —dijo Kineas—. Si puedes sacar ventaja a la caballería enemiga mediante una acción por sorpresa, deberías llevarla a cabo, ¿no te parece?
Otro joven, Cliomenedes, el hijo de Petrocles, tartamudeó:
—¿Y eso es-está…, eso es-está…, o sea, puede hacerse, está bien? ¿Está bien sacar ventaja? ¿Hacía esas cosas Aquiles?
Kineas montaba con soltura en medio de ellos. Ajax iba a su derecha, Filocles se había quedado atrás con una mirada divertida que daba a entender que los asuntos mundanos como la guerra no eran de su incumbencia, y Ataelo ya se había adelantado al galope perdiéndose en el resplandor de la mañana.
—¿Eres Aquiles? —preguntó Kineas.
—A mí me gustaría serlo —dijo otro muchacho, Sófocles—. Mi tutor dice que es el modelo de todo caballero.
—¿Eres tan buen hombre de armas que puedo contar con que abatas a un buen número de enemigos? —preguntó Kineas.
El muchacho agachó la cabeza. Otro chico, Kyros, le dio un capón.
—La guerra real es a muerte. Y muerto, lo pierdes todo: libertad, amor, posesiones, todo perdido. Para conservarlo se precisan algunos ardides. Sobre todo cuando tus enemigos son numerosos y están mejor entrenados que tú.
Dijo todo lo que los soldados mayores decían a los jóvenes, y sus palabras fueron recibidas con la misma incredulidad respetuosa que él había mostrado ante los amigos de su padre que habían luchado en Queronea.
Desmontaron para almorzary los esclavos dispusieron una espléndida comida para un grupo de príncipes en una partida de caza. Kineas no se quejó: los víveres no tardarían en acabarse y luego tendrían que comer las provisiones que llevaban en dos mulas bajo la supervisión de Arni. Filocles comió por dos y encauzó la conversación hacia la filosofía otra vez.
—¿Por qué creéis que hay reglas en la guerra? —preguntó.
Eumenes se frotó el mentón imberbe. Filocles señaló a Kineas.
—Kineas dice que debéis estar dispuestos a utilizar subterfugios. ¿Deberíais usar espías?
Eumenes se encogió de hombros.
—Todo el mundo usa espías —dijo con el cinismo propio de la juventud.
—Agamenón envió a Ulises a Troya a espiar —dijo Sófocles. Hizo una mueca como indicando que aunque él dijera esas cosas, no ponía mucha fe en ellas.
—Si cogéis un prisionero, ¿podéis torturarlo para que os dé información? —preguntó Filocles.
Los chicos se avergonzaron, y Eumenes prestó demasiada atención a su comida.
Kineas dio una patada a Filocles en la rodilla sin levantarse.
—Ulises tortura a un prisionero —dijo—. Sale en la Ilíada. Me acuerdo.
—¿Tú lo harías? —preguntó Filocles.
Kineas se rascó la barba y miró su comida; postura semejante a la de Eumenes. Lu ego levantó la cabeza.
—No. No sin una razón de peso, y aun en ese caso…, es repugnante. Indigno de hombres.
Sófocles levantó la vista de su pan.
—¿Estás diciendo que las reglas son estúpidas?
Filocles meneó la cabeza.
—No estoy diciendo nada. Estoy haciendo preguntas y vosotros las contestáis.
—El capitán dice que la guerra es a muerte. ¿Para qué queremos reglas, entonces? —Sófocles miró a Kineas buscando su aprobación—. Cualquier cosa que sirva para vencer es buena, ¿no?
Filocles se inclinó hacia delante.
—Dime, ¿atacarías a un enemigo durante una tregua? ¿Quizá mientras estuviera recogiendo a sus muertos?
Sófocles se echó hacia atrás y su rostro mostró indignación, pero, con la tenacidad de los jóvenes, se aferró a su argumento.
—Sí —dijo—. Sí, si así pudiese conseguir la victoria.
Filocles miró a Kineas y éste negó con la cabeza.
—Nunca —dijo.
Sófocles se puso rojo y agachó la cabeza. Kineas volvió a rascarse la barba y se manchó con el aceite del almuerzo.
—Las reglas de la guerra tienen un propósito —dijo—. Cada regla que se rompe profundiza el odio entre los enemigos. Cada regla que se respeta mantiene el odio a raya. Si dos ciudades combaten y ambas se atienen a las reglas, y son temerosas de los dioses, luego, cuando hayan resuelto sus diferencias, podrán reanudar su comercio. Pero si un bando viola una tregua, o asesina a mujeres, o tortura a un prisionero, luego impera el odio y la guerra deviene una forma de vida.