«Tenía que hacerlo en público, de modo que no pueda negarme. Por comparación, la petición de Filocles ha sido la quintaesencia de la cortesía.» Ki neas miró de soslayo a la esposa de Calco. Parecía interesada. Kineas dijo:
—Soy soldado. Llevo una vida peligrosa y las campañas son largas. Me da miedo asumir la responsabilidad de tu hijo y dejar sus huesos en un campo cualquiera. Temo la cólera de los dioses si te lo arrebato, y temo tu ira si ocurre algo que haya que lamentar. ¿No dice el dicho: «en la paz, los hijos entierran a sus padres, pero en la guerra, los padres entierran a sus hijos»?
Isocles estaba sentado en su diván con una mano apoyada en el hombro de Ajax.
—Necesita ver un poco de mundo. Tiene la cabeza llena de las hazañas de Aquiles y Ulises, y sólo el barro y las moscas de una campaña de verdad le curarán. —Isocles le miró a los ojos—. Siempre hay riesgos, cuando uno es padre. He dejado que Penélope cantara aquí esta noche: he arriesgado su reputación y la mía. El riesgo ha sido poco; la compañía es próxima y querida, lo admito. Tal vez dirás que sólo hace tres días que te conozco, pero yo digo: eres amigo de infancia de Calco, y Calco, por más rivales que seamos en todo, y hablo con franqueza para agradar a los dioses, por más que seamos rivales, Calco es el hombre más próximo a mi corazón. Y además tu fama te precede, Kineas. ¿No fuiste enviado al niño rey con cincuenta hombres para que fuerais rehenes de Atenas? ¿Y no tuviste éxito en ganarte sus elogios como hombre y como soldado, para mayor gloria de tu ciudad? Calco dice que has participado en cinco campañas en seis años, y que sólo los celos de la asamblea por la riqueza de tu padre te han enviado al exilio. Te he conocido. Eres un hombre a quien puedo confiarle a mi hijo.
—O a los dos —susurró Filocles.
Kineas no quería tantas alabanzas, y tampoco creía que supieran la escasa gloria que había cosechado con Alejandro. Soldados que gozaban de su confianza dirigían cargas de caballería que aplastaban a ejércitos persas. La caballería griega tenía suerte si le asignaban que reconociera un vado en el flanco del ejército.
—Mis méritos no son dignos de tantos elogios. Me llevaré a Ajax a Olbia para que vea un poco de guerra y se cure, tal como pides.
Kineas suspiró. Filocles le dio un codazo bastante fuerte en las costillas. Calco se puso en pie de un salto.
—Basta de asuntos de familia. Esposa, podéis retiraros: es hora de que los hombres hablemos de cosas de hombres y bebamos un poco de vino.
Su esposa cogió a Penélope de la mano y se levantó con elegancia, inclinó la cabeza ante los invitados y se retiró. No había dicho ni una sola palabra. Tendría… ¿Cuántos? ¿Quince? ¿Dieciséis? Kineas la observó marcharse y se fijó en el ceño fruncido de la esposa de Calco.
—¿Ajax tiene un buen caballo? —preguntó Kineas.
—No tan bueno como los vuestros. Los nuestros son más ligeros; en realidad sólo sirven para echar carreras detrás del ágora.
Kineas miró a Isocles.
—Si va a venir conmigo, necesitará dinero para comprar un equipo en Olbia: aquí no tenéis lo que necesita, he inspecciona do el mercado. Dos caballos de batalla recios y uno ligero; seguramente su caballo de carreras le servirá. Varias túnicas gruesas. Un sombrero grande de paja como los que los esclavos llevan en el campo; cuanto más grande, mejor. Dos jabalinas; que sean buenas, con los fustes de madera de cornejo y las puntas de bronce. Botas que le protejan las piernas cuando hagamos maniobras. Y una espada. Me gustaría que llevara una espada de caballería. Le enseñaré su manejo. —Miró al muchacho—. ¿Eres buen jinete?
Ajax bajó la vista con discreción.
—Bastante.
—¿Con silla? ¿En la grupa del caballo?
—No. Como los dacios. Uno me enseñó a montar cuando era niño.
Ajax levantó los ojos para ver si era una respuesta correcta. Lo era.
—Bien. Y armadura. La panoplia será muy parecida a la de un hoplita: peto y espaldarón macizos, y un casco con carrilleras.
Isocles se atusaba la barba.
—¿Cuánto? Quiero que lleve buen equipo y buenos caba llos. Pueden mantener a un hombre con vida.
Kineas asintió con firmeza, no se andaba con rodeos.
—Exactamente. No tengo ni idea de lo que cuestan las cosas en Olbia, pero con tantos escitas como hay allí, cuento con que abundarán los buenos caballos y que no serán caros. Aun así…
¿Cien lechuzas?
Isocles se rió.
—¡Caray! Escucha, Ajax, ¿por qué no me pides que te haga construir un barco? —Levantó la mano—. No, es broma. Cien lechuzas en una bolsa, y otras cincuenta para ti, Kineas, en previsión de gastos.
Kineas sabía que era costumbre que los hiparcos llevaran dinero extra en campaña para los hijos de los ricos, pero nunca se había beneficiado de ello.
—Gracias.
—No quiero que parezca pobre ante los hijos de los ricos de Olbia. Envía a por más si las cosas son caras.
Calco se levantó de su diván.
—Yo también tengo algo para ti, Kineas. —Hizo una seña hacia la puerta y un esclavo joven entró—. Éste es Crax. Es tracio. Sostiene que es bueno con los caballos y que sabe manejar la lanza. Necesitas un esclavo: un hombre de tu posición parece desnudo si no lo tiene.
—Eres demasiado generoso —dijo Kineas, que no había tenido un esclavo de su propiedad desde hacía años. No sabía qué decir. Crax parecía más un posible recluta que un esclavo: buen porte, buenos músculos, joven, y su postura indicaba que la esclavitud no le había arrebatado toda su agresividad.
—Bien, pues insisto. Todos queremos que tengas éxito: ve, complace al tirano, gana unos cuantos talentos y vuelve aquí. Y seré franco: a mi capataz le cuesta lo suyo manejar a Crax. Para ti será pan comido, estoy seguro.
Crax aguardaba como un soldado en posición de firmes. En la caballería había un refrán: no hay peor regalo que un caballo sin domar.
—Gracias, Calco. Agradezco tu hospitalidad y los cuidados que has prodigado a mis hombres y a mis caballos, y ahora esto. Te resarciré en cuanto pueda. —Le hizo una seña a Crax—. Trae mi clámide y mis sandalias, ¿quieres?
Crax salió de la sala con paso resuelto.
—¿Tan pronto? Tú y Filocles tenéis mucho que añadir para hacer más sabrosa nuestra conversación —dijo Isocles.
—Me disculpo por dejaros tan temprano, pero tengo previs to partir al alba.
—Y llevándote a mi hijo. En fin, disfrutaré de su compañía una hora más.
Kineas asintió mirando a Ajax.
—Vente al potrero en cuanto amanezca. Te proporcionaré un caballo hasta que compremos tu reata.
Ajax no daba crédito a lo que le estaba ocurriendo.
—No podré aguardar hasta mañana.
Kineas miró a Isocles y negó con la cabeza.
—Yo sí.
Dio un ligero codazo a Filocles, que pareció no notarlo.
—Me quedaré aquí un rato a disfrutar de mi última noche en la civilización —dijo.
Alzó la copa de vino para que se la llenaran.
El sol se asomó sobre las distantes colinas irradiando entre una loma y la siguiente, y de repente la luz fue distinta y cada brizna de hierba del patio tuvo su propia sombra. Kineas contó cabezas: todos presentes, todos impacientes, incluso los viejos soldados. Ajax tenía un esclavo con su propio caballo, que había insistido en traer, una hermosa yegua persa. Crax montaba uno de los caballos de batalla de Kineas como si hubiese nacido para la silla, cosa probablemente cierta, y sujetaba con soltura sus dos jabalinas con la misma mano que las riendas. Ataelo llevaba un arco al cinto y una fusta, y movía a su bayo por la hierba como si fuese un hombre caminando, hombre y caballo fundidos en un solo animal. Niceas montó y pasó las riendas de las bestias que llevaban el equipaje a los esclavos. Kineas cabalgó con él recorriendo la columna de arriba abajo. Una docena de hombres, veinte caballos y equipaje: un blanco demasiado grande para los bandidos, con todos los hombres ostensiblemente armados. A Kineas le gustó la traza que tenían, estaba contento de tenerlos a todos con él. Dejó a Niceas en la mitad de la columna con los caballos de refresco y el equipaje y cabalgó hasta la cabeza, donde el escita aguardaba.
Calco no se había levantado. Sólo un puñado de esclavos se movía en torno a la casa, en su mayoría acarreando agua. Isocles había acudido a presenciar la partida de su hijo; estaba apoyado en la cerca del potrero mascando hierba.
—Abraza a tu padre —le dijo Kineas a Ajax.
Ajax desmontó y se abrazaron un buen rato. Luego regresó y saltó a la silla.
Kineas levantó la mano.
—Adelante —dijo.
El camino que salía de la granja de Calco se convirtió en un sendero con la anchura de dos ruedas de carro al cabo de unos pocos estadios, y así siguió siendo a lo largo de todo el día mientras se adentraba en la tierra, alejándose del mar en dirección al noroeste. Al principio, granjas griegas flanqueaban la senda, cada casa retirada en medio de olivares y campos de trigo. Transcurridas unas cuantas horas, dejaron de verse granjas griegas y en su lugar aparecieron rústicas aldeas donde las mujeres trabajaban los campos y los hombres lucían vestimenta bárbara, aunque había un sinfín de artículos griegos en todas las casas: ánforas, objetos de bronce, mantas y tejidos de lana.
—¿Quiénes son? —preguntó Kineas.
Ataelo no entendió la pregunta hasta que se la repitió gesticulando.
—Bastarnos —confirmó. Dijo muchas más cosas, mezclando algunas palabras griegas con su lengua bárbara: ¡bar bar babble golpe bar bar bar destruir! Y bar babble guerreros. De lo que Kineas dedujo que eran temibles guerreros cuando los provocaban. Eso había oído decir.
Aquéllos no parecían particularmente fieros.
Cuando el sol se estaba poniendo encontraron una casa más grande en el tercer pueblo y pidieron alojamiento. Fueron bien recibidos por quienes a todas luces eran el cacique y su esposa, y una lechuza de plata de Atenas pagó el forraje y la comida de toda la comitiva. Kineas rehusó la invitación a dormir en la casa pero aceptó cenar con ellos, y a pesar de la barrera idiomática, pasó un rato agradable con sus anfitriones. Filocles rehusó la cena.
—Tengo los jodidos muslos en carne viva —dijo.
Kineas hizo un gesto de dolor.
—Eres espartano.
Filocles maldijo.
—Renuncié a toda esa mierda de apretar los dientes y aguantar el dolor cuando me exiliaron.
Niceas se rió.
—Te pondrás bien —le dijo—. Antes de una semana.
Pero le proporcionaron bálsamo, y Niceas se encargó de que el esclavo también le llevara otro poco a Ajax.
Por la mañana, volvieron a partir con las primeras luces. Siguieron cabalgando entre aldeas y campos. En dos ocasiones se cruzaron con campesinos griegos que iban con sus carros cargados de bienes hacia el mercado de la ciudad de donde ellos venían.
A última hora de la tarde llegaron al transbordador del Danubio. El río, tan sólo una de sus numerosas bocas, era tan ancho como un lago. El barquero tenía una pequeña granja y cuando alguien quería cruzar tenía que ir en su busca. Tardaron una hora en descargar los caballos y trasladar el equipaje al transbordador. El barquero y sus esclavos los llevaron a remo mientras los caballos nadaban a su lado. Era una empresa difícily compleja, pero Kineasy sus veteranos habían cruzado demasiados ríos para no estar preparados, y lo hicieron sin perder equipaje ni caballos.
El mástil de la barca proyectaba una sombra alargada para cuando hubieron cruzado. Niceas puso a los hombres a descargar y Kineas, una vez superadas las preocupaciones de la travesía, se sentó bajo un roble solitario a supervisar. El barquero no participó en la descarga aunque instó a sus esclavos a echar una mano.
Ataelo no tocó el equipaje. Tampoco mostró indicio alguno de estar bebiendo vino. Recuperó su caballo mojado, lo almohazó y montó, y quedó sentado en la silla cual inmóvil centauro.
El barquero hablaba bien el griego, de modo que Kineas le indicó que se aproximara.
—¿Puedes hablarme de los dos próximos días de viaje?
El barquero rió forzadamente.
—Acabas de salir de la civilización, si es que Aegissos puede llamarse civilización. En la margen norte sólo estáis tú y los dacios, los getas y los bastarnos. Ese chico tuyo, ¿Crax?, es getón. Esta noche huirá, ¡ya verás!, y te rebanará el cuello si puede. Los getas querrán tus caballos. Si vas siguiendo el borde de esas colinas de allí y te mantienes lejos de las marcas, llegarás a Antifilos en cuatro o cinco días. No hay una granja ni una casa hasta allí.
Kineas volvió la cabeza para observar a Crax. El chico trabajaba duro bajo las órdenes de Antígono el galo. Estaban riendo. Kineas asintió.
—Está bien.
—Tu grupo es demasiado pequeño. Mañana a estas horas los getas estarán rellenando vuestros cráneos de paja.
—Lo dudo. Aunque agradezco tu preocupación.
El barquero se encogió de hombros.
—Os llevaré de vuelta. Naturalmente, tendré que cobraros otra vez, pero podéis esperar en mi casa hasta que llegue otro grupo.
Kineas bostezó. No fue algo fingido, encontraba aburrida la táctica del barquero para meterle miedo. De hecho, ya le habían contado todo aquello antes.
—No, gracias.
—Como gustes.
Antes de que el sol se hubiera hundido otro grado, el bar quero y su transbordador se habían largado. Estaban solos en la ribera norte. Kineas llamó a Niceas para que se aproximara.
—Acampamos aquí. Hay que montar guardias, estacar y manear a los caballos, y vigilar a Crax. Intentará escapar esta no che, según el barquero.
Niceas echó un vistazo al chico y se encogió de hombros.
—¿Qué más ha dicho?
—Que los getas nos matarán a todos.
—Como que no —dijo Niceas filosóficamente, aunque se llevó la mano al amuleto—. ¿Quiénes son los getas?
—El pueblo de Crax. Tracios con caballos. —Kineas oteó el horizonte haciendo visera con la mano. Hizo una seña a Ataelo, que vino al paso hasta ellos—. Acampamos aquí. Coges a Antígono y a Laertes, salís a reconocer el terreno y volvéis aquí. ¿Sí?
Ataelo dijo:
—Es bueno. —Palmeó el flanco de su caballo—. Quiere correr. Yo también.
Esperó a que Antígono montara. Laertes, el mejor explorador de la compañía, ya estaba arriba, y los tres salieron a trote en dirección noroeste, hacia el horizonte de la llanura.
Los demás hombres encendieron dos fogatas y montaron el caldero en una de ellas. Hicieron camas con hierba que arrancaron en las inmediaciones. Discutieron sobre si montar las dos tiendas y Niceas les obligó a hacerlo; su voz grave y sus ingeniosas maldiciones fueron el contrapunto a su tarea. Kineas no tomó parte: excluyendo una crisis, interpretaba el papel de oficial y los observaba. Niceas daba casi todas las órdenes, resolvía las disputas y asignaba los turnos de guardia. Los tres hombres montados regresaron justo antes de que cayera la noche cerrada y dijeron haber visto huellas de caballo en todas direcciones hacia el norte, pero ninguna amenaza inmediata.