Kineas inspiró profundamente y tosió. Luego dijo:
—Los sakje pidieron un tributo que pagué: dos caballos y un poco de oro.
—Y el señor de los sakje… ¿Era un hombre de barba roja?
—Una mujer, Arconte.
La sorpresa del arconte fue evidente. Su voz se volvió más sonora, más firme.
—¿Una mujer? Eso no me lo han contado. Una noticia interesante. ¿Cómo se llamaba?
No fue la primera vez que Kineas lamentó no haberlo preguntado.
—No lo sé.
—Qué pena. En esta vida me ha tocado en suerte seguir la carrera de esos bandoleros de mala muerte. A menudo es una cuestión de estado saber cuál de ellos tiene aspiraciones. Mira, joven, nosotros no pagamos tributos a los bandoleros de las llanuras. Ruego te asegures de no volver a hacerlo. Ah, y me han dicho que llevas a uno de ellos en tu séquito. Hazme el favor de despedirlo.
Kineas había ido dando carrete a su genio, pero se le acabó el sedal.
—Me temo que has mandado llamar al hombre equivocado, Arconte —espetó—. Soy un caballero de Atenas, no un perro.—Arrojó la carta a la mesa—. Tal vez a un perro pueda ordenársele que despida a sus hombres en Olbia, pero no a un ateniense.
El arconte sonrió. Sus dientes relucieron como marfil en la penumbra.
—No muy obediente. Pero leal a tus hombres. ¿Serás tan leal conmigo, me pregunto? —Su tono cambió, la sonrisa se esfumó, los dientes volvieron a sumirse en la oscuridad—. Has traído caballos. ¿Por qué? Hay pocas cosas que necesitemos menos, aquí. Los bandoleros nos venden cuantos precisamos. Los crían como gusanos. ¿Llegas cincuenta días tarde y te enemistas con un aliado para poder traer unos cuantos caballos griegos a mi ciudad? Eso no es tener criterio. Yo sólo quiero hombres que tengan criterio.
Kineas probó el vino y lo encontró excelente. Le limpió el humo que tenía en la garganta.
—No tienes un solo caballo de batalla en las cuadras de la ciudad —aseveró Kineas.
El arconte hizo una pausa. Por primera vez dirigió una mirada a Menón.
—Tonterías. Tengo veinte caballos allí, todos ellos corceles espléndidos. Más les vale ser espléndidos: pagué una buena suma porellos. Con tu consejo, compraré más si es preciso. No necesitamos vuestras bestias griegas.
Kineas asintió.
—Los veinte son excelentes. Ni uno está entrenado para la guerra. He traído veinte caballos de batalla y, con ellos como fundamento, puedo entrenar a otros cien este invierno.
«E iniciar una yeguada», pensó, aunque se guardó de decirlo.
El arconte ladeó la cabeza y apoyó el mentón en la mano.
—Hummm. Tal vez haya algo de verdad en lo que dices. Por eso quería un oficial de caballería. Bien, ya estás aquí. Engatusaré a los getas con lo que se me ocurra. Y en cuanto a los bandoleros, ¿qué te parecieron?
—Creo que son algo más que bandoleros. Muy buena caballería. No quisiera tener que lidiar con ellos.
—Bandoleros, te lo digo yo. Pretenden que les debemos tributos y derechos de tránsito. Hummm, ya lo verás cuando tengas que comerciar con ellos. Pero resultan útiles y no nos cuestan nada. A diferencia de tus caballeros, que son bastante caros.
Menón sonrió.
—La seguridad nunca es barata, señor.
—Hummm. Kineas, conoces los términos. Has traído hombres contigo: eso no ha figurado nunca en el contrato. Quiero que entrenes a los caballeros de mi ciudad. —Un profundo suspiro y luego la voz prosiguió en un susurro—. Consigue que sean útiles, que dejen de ser una molestia. Me hacen perder el tiempo con sus conspiraciones y sus pleitos. Pero no quería contratar a otro escuadrón de mercenarios.
Kineas asintió.
—Corrí el riesgo de que los aceptaras. Son soldados de primera, caballeros de linaje de Grecia y otras partes. Y necesito contar con algunos hombres experimentados como oficiales deflancoe instructores. Dichos hombres tienen que ser de alta cuna o vuestros hippeis no aceptarán sus indicaciones. He traído una docena de hombres, señor; dudo que vayan a vaciar vuestras arcas —Kineas señaló una lámpara de oro—, ya que parecen bien provistas.
—No cuentes mi tesoro antes de habértelo ganado —espetó el arconte. Su voz, sonora y melodiosa cuando estaba sereno, era afilada como una espada cuando se excitaba. Y estaba claro que el dinero le excitaba—. ¿Menón? ¿Qué piensas tú?
—Creo que lleva razón. Yo no me ofrecería a enseñar a los hoplitas de una ciudad a ser mejores soldados sin mi propio personal —contestó Menón cruzando una mirada con Kineas.
—¿Cuánto esperas que se les pague, a esos…, «caballeros»? —preguntó el arconte.
—Cuatro dracmas al día, pagaderos cada mes. —Kineas se alegró de pisar suelo firme, diciendo de un tirón las cifras que había considerado durante semanas—. Un mes por adelantado para cada hombre. Doble paga para mi hipereta y otro oficial veterano. Una prima por combate y por cada año de buen servicio.
—El doble de la paga de mis hombres —dijo Menón, aunque dedicó a Kineas un contenido ademán de asentimiento.
—Tus hombres no aportan sus propias monturas, a las que hay que mantener, ni todos los arreos —dijo. Menón—. Creo que verás que después de deducir el coste del sustento, la paga será equivalente.
En realidad, Kineas había pedido más dinero del que sus hombres esperaban. Menón soltó una carcajada que sonó como un ladrido.
El arconte meneó la cabeza.
—Hummm. Muy bien. Espero que presten un buen servicio y que cuando aprenda a confiar en ellos, tus hombres estén a mi disposición. —Hizo sonar una campanilla que resonó aguda en el ambiente cargado. Un esclavo con una toga larga acudió de inmediato. El arconte señaló a Kineas con un ademán—. Haz las cuentas y entrega a este hombre la paga de un mes para su tropa.
El esclavo iba bien vestido, era enjuto como una pértiga, lucía una gran barba y tenía los ojos hundidos. Hizo una reverencia.
—A tus órdenes, mi señor. —Hablaba griego con acento persa. Miró a Kineas—. Soy Ciro, el factor del arconte. Si lo he entendido bien, se trata de doce hombres, dos de los cuales reciben paga doble, a razón de cuatro dracmas al día. ¿Correcto?
Kineas asintió. El persa era muy formal. Seguramente había sido noble. Nada en su conducta dejaba traslucir lo que pensaba de su condición presente. Kineas inclinó la cabeza.
—Ciro, soy Kineas de Atenas. Que el conocernos sea para bien.—Ciro le sostuvo la mirada durante el saludo, algo impropio de un hijo de esclavos, y quedó obviamente complacido de ser saludado con tal formalidad. Kineas prosiguió—: Mi hipereta aguarda detrás de estas puertas. Por favor, entrégale a él el dinero.
—Como gustes, señor.
Ciro salió por una puerta lateral. Kineas se volvió de nuevo hacia el arconte.
—También deseo el rango de hiparco de la ciudad, tal como mencionaste en tu carta.
El arconte vaciló.
—Te estoy contratando para que instruyas a mis nobles…
—Y esperarás que sea su comandante en el campo de batalla —interrumpió Kineas.
—No seas tan contumaz. Hay un hombre en la ciudad, un hombre poderoso, Cleito, que ostenta el cargo de hiparco. No quisiera ofenderlo.
—Yo tampoco, Arconte. Sin embargo, ningún escuadrón puede tener dos comandantes. O bien yo soy su superior, en cuyo caso es tarea mía hacer que lo comprenda y me obedezca, o bien él es mi superior, en cuyo caso ni él ni ningún otro caballero de esta ciudad tiene motivo alguno para hacer caso a lo que yo diga.
El arconte se toqueteaba la barba. Menón no decía nada, tenía los ojos clavados en una de las lámparas que colgaban sobre la cabeza de Kineas. Reinaba un silenció absoluto.
—Ambos seréis hiparcos —dijo el arconte—. Ésta es mi palabra al respecto. Mi ley. Seréis iguales en rango. Si él no está dispuesto a aprender de ti, quizá vendrás a decírmelo. Y otra cosa… —Levantó una mano para acallar la protesta de Kineas—. De vez en cuando, sin duda oirás rumores sobre conspiraciones de esos hombres contra mi persona. Me informarás de esos complots puntualmente. Te ganarás su respeto para que cuenten con que pueden confiar en ti. De esta manera reforzarás mi gobierno y a la propia ciudad. ¿Entendido? —Volvió a bajar la voz—. Y si esos hombres no acuden a las asambleas o se niegan a servir a tus órdenes… Eso es delito según las leyes de la ciudad desde mucho antes de que yo gobernara. Me informarás de cada delito sin tardanza.
Ahora le tocó a Kineas guardar silencio. De hecho, le estaban pidiendo que informara sobre sus propios soldados, una situación tan repugnante que estuvo tentado de dar una respuesta acalorada. Por otra parte, era justamente la clase de mezquindad que cualquier soldado esperaba cuando servía a un tirano. Kineas sopesó ambas cosas: el bien de sus hombres, el suyo propio y su opinión de sí mismo como hombre de honor.
—Te informaré cuando crea que un hombre esté conspirando contra la ciudad —dijo con cuidado. Su elección de verbos fue exacta, fruto de sus estudios de retórica en la infancia—. O cometiendo un delito grave.
Si el arconte percibió las evasivas de su respuesta, se abstuvo de hacer comentarios.
—Muy bien, pues. Me complace que no hayas tenido el mal gusto de preguntar por tu propia paga. ¿Qué esperas percibir?
—Lo que me ofreciste para que viniera aquí —dijo Kineas.
—Ruego tomes nota de que no resto la bonificación porque hayas llegado cincuenta días tarde. —La voz del arconte era cálida, afable—. Comenzaré la paga de tus hombres contando desde que entraron en nuestras tierras.
—Gracias, Arconte. Eres generoso. —Kineas ardía en deseos de salir de la estancia, de alejarse del hedor del brasero y de la atmósfera de restricción y miedo—. ¿Cuándo comienzan mis obligaciones?
—Las has comenzado al presentarte ante mí. Espero tener mandados para tus hombres muy pronto. Convocaré a los hippeis para el día siguiente a la festividad de Apolo. Es costumbre que participen en el desfile del hipódromo a la hora novena. Por favor, dame los nombres de cada hombre que no acuda a la asamblea de tropas. Ciro te facilitará una lista completa. —Con un ademán indicó que podía retirarse—. Espero grandes cosas de ti, Kineas…, ahora que por fin has llegado.
Kineas no cedió terreno.
—¿Cómo debo dirigirme a ti?
—Como Arconte…, en todo momento.
El arconte bajó la cabeza y volvió a indicarle que se retirara.
Incluso Alejandro había usado su nombre de pila con sus compañeros. Y decía que era un dios. Kineas se permitió sonreír.
—Muy bien, Arconte.
Giró en redondo y se marchó.
Niceas aguardaba con dos pesadas bolsas de cuero y un rollo de pergamino. Diodoro echó un vistazo al interior por las puertas entreabiertas y al ver todo aquel oro silbó.
—¿Y bien?
—Estamos contratados.
Una vez fuera de la sala, Kineas se puso a pensar en todas las cosas que tendría que haber dicho y en otras tantas que más le valdría haber callado. Agarró una saca de monedas y se metió el rollo bajo el cinto de la espada que poco después le devolvió uno de los guardias. Éste hizo llamar a un guía para que los condujera a la salida de la ciudadela y les diera indicaciones para ir al cuartel.
Diodoro aguardó a que el guía se marchara antes de preguntar:
—¿Tirano?
—Y tanto —respondió Kineas, que tenía ganas de lavarse.
—Hueles como una chica persa —comentó Diodoro. Señaló las monedas—. ¿Nos quedamos?
Niceas quiso decir algo pero se puso a toser, de modo que contestó Kineas.
—Sí. Primero, porque la paga es excelente. Segundo, porque no tenemos otro sitio al que ir.
—Ahí has dado en el clavo —dijo Diodoro riendo.
Kineas apoyó una mano en el hombro de Niceas.
—¿Estás muy enfermo?
—Me pondré bien.
—De acuerdo, pues entonces ve y agrupa a los hombres. Hay que dejar unas cuantas cosas claras.
Cuando llegaron al hipódromo, casi en línea recta a través de la ciudad desde la ciudadela, Diodoro sirvió dos copas de vino. Kineas llamó a Arni y le hizo preparar un ponche caliente de vino y especias para Niceas. Para cuando la habitación más grande del cuartel estuvo llena de su aroma, todos los hombres se habían congregado. Diodoro permaneció al lado de Kineas, y Niceas se les sumó mientras se sonaba la nariz con un trapo. Los demás trajeron banquetas. Likeles se sentó delante con Laertes y Coeno. Antígono y Andrónico se apostaron en la puerta. Crax se quedó arrimado a la lumbre. Ataelo se sentó en el suelo y Ajax se quedó de pie con Filocles junto a la ventana.
Kineas enarcó una ceja mirando a Filocles, que respondió sonriendo. Kineas no tenía tiempo en ese momento para averiguar dónde se había metido el espartano. Se puso de pie y les habló a todos.
—Caballeros. Nuestro primer día de paga desde que dejamos a Alejandro. Ahora toca fijar algunas normas. —Kineas levantó una mano para silenciar los vítores y murmullos que suscitó la mención de la paga—. En primer lugar, servimos a un tirano. No voy a decir más al respecto: antes de salir de este cuarto, todo hombre aquí presente debe jurar lealtad primero a sus camaradas y amigos, anteponiéndola a cualquier otra lealtad. Os pido esto porque sospecho que vamos a ser espiados, que lo que digamos podrá ser transmitido, y que nuestra posición aquí podría volverse muy complicada. En lugar de vivir con miedo, propongo que acordemos hablar con entera libertad entre nosotros, por más que tengamos que guardar silencio fuera del recinto del hipódromo.
Tomó un sorbo de vino. Reinaba un silencio sepulcral.
—Impartiremos instrucción a los hippeis de esta ciudad, caballeros de provincias con grandes sumas de dinero, grandes propiedades y ninguna experiencia en acatar órdenes de nadie. Os hablaré con franqueza. Aquellos de vosotros que erais propietarios en vuestras ciudades, Likeles, Diodoro, Laertes, Coeno, Agis y Ajax —al oír su nombre, Ajax levantó la cabeza de golpe como si le sorprendiera verse incluido en cualquier cosa—, cargaréis con la responsabilidad de ejercerde instructores. Entenderéis mejor las maneras y motivaciones de nuestros nobles soldados, y aun siendo inflexibles en cuestiones de disciplina, decidiréis por vuestra cuenta el mejor método de aplicarla.
Likeles asintió.
—¿No hacer enfadar a los ricos?
—Predicad con el ejemplo. Por eso os he traído. Premiaremos destreza y logros desde el comienzo. No escatimaremos elogios sinceros, pero nunca adularemos. Nos esforzaremos por ser siempre mejores que nuestros pupilos, pero sin avergonzarlos ni ponerlos en evidencia. Si es posible, tendremos trato social con ellos y los enterraremos bajo el peso de nuestras hazañas bélicas.