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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Historia, Histórico

Tirano (19 page)

BOOK: Tirano
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—¿Perteneces a los hippeis, Nicomedes?

—Sin duda estoy cualificado por mis propiedades, si a eso te refieres. Tengo un caballo, pero nunca he servido. Mi gente siempre ha servido a pie.

De cerca, Kineas se fijó en que Nicomedes era un poco lechuguino: tenía restos de maquillaje en los ojos y mejillas de bebedor empedernido. Era mayor de lo que le había parecido a primera vista, estaba en muy buena forma y su manera de acicalarse dejaba entrever que era consciente del buen cuerpo que tenía; pese a todo, era un compañero agradable.

Kineas eligió sus palabras con cuidado:

—Una pequeña advertencia, Nicomedes. El arconte me ha dado una lista completa para llamar a asamblea a la caballería de la ciudad, y al parecer espera conformidad.

Los hombros de Nicomedes salieron tan deprisa del agua que volaron salpicaduras.

—Eso no es justo: siempre hemos servido como hoplitas. —Y luego—: ¡La típica jodienda! —Y tras otra pausa—: No debería haber dicho eso.

Kineas se encogió de hombros y siguió frotándose.

—Quizás hagas correr la voz.

—¿Has conocido a Cleito, el hiparco? —dijo Nicomedes.

Kineas pensó: «El hiparco soy yo. —Y acto seguido recordó la vacilación del arconte a propósito del asunto—. Vaya, ahora empiezo a entenderlo.»

—Pues no. Y me gustaría: tendremos que trabajar juntos si queremos obtener algún resultado.

Otros hombres iban entrando a los baños y los esclavos se afanaban en echar agua caliente a las demás tinas de madera. La estancia comenzó a llenarse de vapor, propiciando un reconfortante anonimato. La cháchara subió de volumen. Kineas oyó a Likeles elogiando el físico de alguien, a Diodoro haciendo preguntas y a Coeno citando las opiniones de Jenofonte sobre la habilidad en el manejo del caballo.

Nicomedes dijo:

—A veces comparte un cargamento conmigo, y en ocasiones somos aliados en la asamblea; eso cuando el arconte nos deja celebrar una asamblea, claro está. Hummm, no tendría que haber dicho eso. En fin, podría pedirle que viniera a cenar, así tendríais ocasión de conoceros. Sólo nos dijeron que el arconte iba a contratar a un mercenario.

Kineas hizo una seña a un esclavo para que le frotara la espalda.

—Ya me lo imagino —dijo.

Limpio, vestido y agradablemente cansado, Kineas condujo a sus hombres de vuelta al cuartel. La barba húmeda pareció congelarse en cuanto salieron a la calle y la clámide no bastó para abrigarle.

—Ha ido bien —dijo Kineas.

—Esperaban que fuésemos unos monstruos —dijo Likeles—. Eso me lleva a preguntarme acerca de Menón y sus hombres.

—Aquí ocurren más cosas de las que me esperaba —dijo Diodoro—. No se trata tan sólo de los linajes antiguos contra el arconte. Mi impresión es que hay tres o incluso cuatro facciones. ¿Atenas apoya al arconte? No es propio de Atenas apoyar a un tirano, ni siquiera en estos tiempos tan decadentes.

—Atenas necesita grano —dijo Coeno—. Una vez asistí a un debate en la asamblea sobre la concesión de la ciudadanía al tirano de Pantecapaeum. Todo giraba en torno a unas subvenciones de grano. —Se rascó la barba—. Me ha parecido que tu Nicomedes es un hombre elegante, aunque un poco lechuguino. Yo he aburrido a uno de los mayores con mi erudición: me he despachado a gusto. Petroclo, se llamaba. Un sujeto refinado.

—Van con mucha cautela —dijo Likeles—. Por Hermes, qué reservados; todos menos tu Nicomedes. Un hombre apuesto. ¿Es buen corredor?

—Mejor de lo que lo seré yo nunca —contestó Kineas.

—Un tanto exaltado, comparado con el resto. Me pregunto cuánto tardará el arconte en saber que esta noche cenas con él —dijo Diodoro.

Uno de los hombres de Menón apareció en la entrada del cuartel.

—Ahí tienes tu respuesta —dijo Kineas.

Kineas tuvo que hacer un esfuerzo para disfrutar de la cena con Nicomedes. La comida fue excelente y el vino pasable, pero los hombres que ocupaban el círculo de divanes o bien permanecían callados o hablaban en lo que parecía un lenguaje cifrado.

La casa de Nicomedes era muy vistosa, decorada a la última moda salvo por un mosaico antiguo en el suelo de la estancia principal, que representaba a Aquiles matando a la reina de las Amazonas en Troya con minuciosa truculencia. El mobiliario y la comida eran parecidos a los de las mejores casas de Atenas.

Kineas reconsideró su opinión sobre Olbia. El comercio de grano hacía muy ricos a aquellos hombres.

Le presentaron a Cleito de inmediato: un hombre bajo, de pelo moreno, con la barba muy larga y los ojos hundidos, bastante canoso; pero no hubo manera de entablar conversación con ninguno de los demás invitados. Cada cual cenaba en su diván, y éstos estaban dispuestos tan separados que resultaba complicado conversar. Un trío de bailarinas nubias le recordó con cierto desasosiego que un buen baño no era lo único de lo que no había disfrutado desde hacía mucho tiempo, pero también sirvió para acallar cualquier charla que hubiese podido surgir después del plato principal.

Imposibilitado de levantarse de su diván debido a la prominencia de su aprobación de las bailarinas, Kineas observó a los demás hombres tratando de discernir por qué la situación parecía tan normal y al mismo tiempo tan extraña. Por un lado, todo era tal como debía ser en un hogar griego bien gobernado: la atención a los comensales, las guarniciones, la salsa para el pescado, el vino en el aparador, los esclavos atareados. Por otro lado, el silencio resultaba opresivo. Kineas trató de recordar alguna ocasión en Atenas, incluso bajo el más represivo de los gobiernos, en la que en la mesa de su padre no se hubiesen oído airadas denuncias o violentas protestas, aunque sólo fuese contra los tributos impuestos a los ricos, así como discusiones políticas.

Los últimos platos fueron retirados y les sirvieron más vino. Sin que se lo pidieran, Kineas se levantó y acercó su diván al de Cleito. Cleito le miró mientras empujaba el diván, pero no dijo nada.

Kineas volvió a acomodarse y alzó la copa para que se la llenaran. Nicomedes se levantó, pronunció una plegaria y derramó una libación. Los demás invitados agregaron sus plegarias y libaciones. Una vez más, se comportaban igual que los griegos, pero no había ni asomo de procacidades, bromas o insinuaciones. Raro.

—Nicomedes —dijo Kineas—. He repasado los rollos. Figuras en la lista para servir en la caballería.

Nicomedes se incorporó en su diván.

—Por todos los dioses; bueno, supongo que no es culpa tuya. Monto bastante bien. ¿Cuándo es esa asamblea de tropas?

—El día siguiente al del festival de Apolo, me parece. Cleito, ¿eres tú el hiparco?

Cleito negó con la cabeza.

—Soy el hiparco en funciones. Sólo la asamblea de la ciudad puede designar al hiparco. Y ésta no se ha reunido…, no ha…, es decir…

Llegado a este punto, Cleito hizo una pausa y apuró su copa de vino. Nicomedes sonrió.

—Cleito no quiere decirlo, pero el consejo no se ha reunido desde que el arconte lo disolvió. En el ínterin, el hiparco, Cleandro, falleció, y Cleito le sustituye.

Kineas frunció el ceño con la vista fija en su copa de vino.—Entonces tú no eres el hiparco y tampoco yo lo soy. ¿Quién manda en semejante situación?

Cleito, herido en lo más hondo, lo fulminó con la mirada.

—¿Qué hay que mandar? La última vez que convoqué una asamblea de tropas, sólo dieciséis hombres acudieron con caballo y armadura. Muchos otros vinieron a pie, para ver y ser vistos.

Kineas asintió. La caballería ateniense a menudo demostraba el mismo desdén por la autoridad. Él mismo lo había hecho, una vez.

—¿Cuándo estuvisteis por última vez en el campo?

Nicomedes resopló. Cleito llegó incluso a sacar vino por la nariz.

—¿Campo? ¿En el campo? ¿Qué, contra los escitas? Nos habrían comido los sesos. ¿Los getas? ¿Otra ciudad? Tienes que estar de broma.

Kineas echó un vistazo a los presentes.

—¿Entonces todos sois hippeis?

El hombre más joven negó con la cabeza y declaró que sus propiedades no le cualificaban para ello, aunque tenía un caballo y le gustaba montar. El resto pertenecía a la clase de los caballeros.

Kineas dijo con suma prudencia:

—¿No sería mejor que esta ciudad tuviera un cuerpo de caballería bien entrenado y dirigido en lugar de una legión de hombres ricos?

—Mejor para tu paga, tal vez —replicó Cleito.

Nicomedes asintió.

—¿A quién serviría? ¿Qué facción controlaría esa caballería bien adiestrada?

—Al bien de la ciudad —dijo Kineas.

Todos se echaron a reír. Pero Nicomedes se rascó la barba rubia con aire meditabundo.

A lo largo de su vida, Kineas había oído la frase «al bien de la ciudad» usada de muy distintas maneras: con deliberado sarcasmo, con inmoralidad política; para adular, engatusar o exigir. Había oído cómo abusaban de ella, pero nunca que la ignorasen de aquel modo. «¿Quiénes son estos hombres? —pensó—. ¿Qué clase de ciudad es ésta?».

—¿Qué tal la velada? —preguntó Diodoro cuando Kineas entró en el cuartel.

—El vino era bueno. La compañía, un poco aburrida. ¿Qué estás leyendo? De hecho, ¿qué haces en mis dependencias?

—Aquí se está más caliente y quería hablar contigo en cuanto regresaras. Creía que el arconte te había dicho que evitaras a Nicomedes.

Kineas rió con amargura.

—En realidad, el arconte me pidió que fuera cuidadoso haciendo amistades. Siempre lo he sido, así que decidí tomar sus palabras como un cumplido. ¿Me has esperado levantado porque te preocupa mi relación con el arconte?

—No; por esto. — Diodoro le pasó un rollo—. He recibido varias cartas de amigos que me están esperando, y creo que deberías saber lo que dicen. Antípatro ha convertido a Zopirón en su sátrapa en Tracia. Está enviando oro y hombres a Tracia para formar un ejército.

—¿Con qué intención?

—No puedo decirlo con certeza y mis fuentes tampoco. Han hecho correr la voz de que es un ejército de refuerzo que saldrá en apoyo del Conquistador.

—Podría ser bien cierto, desde luego.

—También podría apuntar hacia aquí. Estas tierras son ricas y Antípatro necesita liquidez. Puede que Alejandro esté conquistando el mundo, pero no ha enviado dinero a casa y Antípatro tiene un montón de enemigos. Piensa en Esparta.

Kineas asintió. Se atusó la barba y comenzó a deambular por el reducido espacio de la cámara.

—¿Esparta planea una guerra?

—Tarde o temprano lo hará. ¿Qué alternativa tienen? Y Macedonia es poderosa, pero necesita dinero. ¿Qué sitió mejor que éste para conseguirlo? — Diodoro hizo un gesto grosero—. A tomar viento mi prima.

—Si son pobres y no obstante envían dinero y hombres a Tracia, el siguiente paso no se hará esperar. No tendrán dinero para pagar mercenarios durante mucho tiempo —dijo Kineas pensando en voz alta. Dejó de caminar y se sirvió un poco de vino—. ¿Quieres una copa?

—Gracias —aceptó Diodoro—. Hasta el próximo verano, me imagino.

—¿Cuántos hombres calculas? —preguntó Kineas.

—Dos taxeis de falangitas, unos cuantos mercenarios y algunos tracios; quizá quince mil infantes. Compañeros y la caballería tesalia; quizá cuatro mil caballos.

Kineas silbó.

—Pues entonces más vale que nos quitemos de en medio. Diodoro asintió.

—Por eso he pensado que debía decírtelo de inmediato. No pareces sorprendido.

Kineas se encogió de hombros.

—Ya lo diste a entender en Tomis, sólo que no con tanto de talle. Además —vaciló unos instantes—, algo me dijeron sobre esa posibilidad en Atenas.

Diodoro asintió.

—En cambio, negaste saber nada al respecto en su momento. Kineas le miró a los ojos y se sostuvieron la mirada unos segundos.

—Entiendo. De modo que este asunto no admite debate. —Dio doro se frotó la frente, claramente molesto—. ¿Y qué han dicho los invitados a la cena? ¿Has conocido al hiparco?

—En realidad no es el hiparco —dijo Kineas. Le explicó por qué y le resumió la conversación.

Diodoro estaba pensativo.

—Creo que ya veo adónde va todo esto.

—No eres el único que piensa, Diodoro. Puedo ver a través de una pared de ladrillo cuando se tercia. El arconte está intentando designarme para así poder usurparle un poder más a la asamblea. Lo tengo claro. —Kineas hizo un gesto con su copa de vino—. Y luego me usará para mantener a raya a los ricos.

Diodoro asintió.

—Peor que eso, en realidad. Me parece que cuenta con utilizarte para purgar a algunos de los ricos; quienes convenientemente incumplan las leyes de agrupación de tropas, por ejemplo, sin duda serán arrestados, juzgadosy exiliados, o algo peor. Aunque quizás hayas desbaratado ese plan al advertirlos. Lo peor de todo, en cualquier caso, es que el arconte sin duda planea usar a los hippeis como rehenes.

Kineas se atragantó con el vino.

—¿Rehenes?

—Por descontado. Una vez que estén bajo tus órdenes, puede amenazarlos con enviarlos lejos: a combatir, a patrullar… Los tendrá dominados. Piénsalo: no hay asamblea, no hay consejo… A ese hombre le basta su palabra para decidir si hay paz o hay guerra. Puede mandar a esos ricos lejos de su ciudad con el pretexto de prestar un servicio público, y mantenerlos alejados tanto tiempo como quiera. — Diodoro bebió el resto de su copa de vino y se limpió la boca—. La verdad, me sorprende que a nadie se le haya ocurrido pensarlo antes.

—Que los dioses nos ayuden si alguna vez alcanzas el poder político —dijo Kineas.

—Es grato que mis dotes sean admiradas. Me voy a la cama. Aunque tengo otro asunto que plantear.

Diodoro miró su copa de vino como si el diseño le sorprendiera.

—Adelante. —Kineas se rascó el mentón, al que parecía faltarle un poco de pelo.

—Filocles.

—¿Causa problemas? Creía que se llevaba bien con todos.

—Es buen compañero. Pero va y viene a su antojo… Por los huevos de Ares, qué difícil es abordar esto. Pasa casi todo el tiempo fuera, y no está yendo de putas. Creo que lleva algún asunto entre manos. — Diodoro se encogió de hombros—. No digo que haya que espiarle, pero…

Kineas hacía girar el vino de su copa.

—Pensaré en ello. No os vigilo a ninguno de vosotros; procuro no saber quién tiene una amante o quién bebe más de la cuenta. Estás dando a entender… ¿Qué? ¿Que Filocles es un espía?

Diodoro se quedó un buen rato mirando su copa vacía.

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