Kineas se acurrucó al lado de Diodoro, que no dormía.
—¿De qué tenemos miedo? Has pagado el tributo; con nuestros caballos, que conste.
Kineas pensó si fingir que dormía y no contestar, convencido de que todos los hombres que había en la tienda estaban pendientes de una pregunta que sólo Diodoro podía hacerle. Finalmente dijo:
—No lo sé. Ha sido simpática. Más franca que muchos oligarcas. Pero cuando ha visto esos malditos broches…, me temo que he desencadenado algo. Y quiero llegar a Olbia antes de lo que sea que vaya a ocurrir.
Diodoro silbó bajito.
—Tú eres el capitán —dijo.
«Y que lo digas», pensó Kineas, y se dispuso a dormir.
Ártemis, desnuda, su ancha espalda y estrecha cintura tan bien recordadas. Él se le acercó por detrás, la verga dura como la madera, como algo que un actor se pondría, y ella se volvió y le sonrió por encima del hombro, pero al volverse era la noble asagatje, la gargantilla de oro le ocultaba los pechos, y le habló con ira, diciendo palabras que sonaron cual gruñidos, y en cada mano sostenía uno de los broches, y le clavó los alfileres en los ojos…
Se despertó con la mano de Diodoro tapándole la boca.
—Estabas chillando —dijo Diodoro.
Kineas se tumbó de nuevo, temblando. Sabía que tenía sueños más vívidos que los demás hombres, y sabía que se los enviaban los dioses, pero, no obstante, a menudo le inquietaban.
Cuando se hubo serenado se levantó, cogió su copa de plata de una bolsa y la llenó de vino de su frasco, se alejó caminando por la playa y vació la copa entera en el mar a modo de libación. Y rezó.
Olbia destacaba en la costa baja del Euxino como una estatua pintada en un mercado polvoriento. Desde donde estaba sentado Kineas, sobre un acantilado al otro lado del gran río Borístenes, veía una larga península que se adentraba en el mar desde la lejana costa. Una cortina de humo de mil chimeneas cubría la ciudad como polvo u hollín, pero el templo de Apolo se alzaba con prístino esplendor en lo alto de una empinada colina en el istmo de la península cuya punta llenaba la ciudad, con macizas murallas tan altas como tres hombres: las murallas más altas que Kineas había visto desde el sitio de Tiro. Las murallas parecían fuera de lugar, desproporcionadas para el tamaño de la plaza y la ubicación de la ciudad. Y la ciudad se derramaba extramuros, casas pequeñas y edificios de adobe llenaban el terreno desde la base de las murallas hasta la colina del templo, un suburbio mal defendido que tendría que ser sacrificado en caso de sitio. Olbia tenía dos puertos, uno a cada lado de la península, y los delfines, el símbolo de la ciudad, retozaban en el agua bajo el acantilado y resplandecían dorados en los lejanos pilares de mármol de las puertas de la ciudad.
Los delfines dorados le tranquilizaron. Casi a sus pies había una verdadera polis: gimnasios, ágora, un teatro…, y un hipódromo. Kineas se alegró al constatar que no había conducido a sus hombres por un paraje inhóspito en balde. Aunque las altas murallas y el descuidado suburbio desentonaban: no estaba claro si la ciudad necesitaba defenderse o no.
Niceas tosió y se formó una nube de aliento delante de su boca. Hacía frío. El verano hacía tiempo que había terminado.
—Necesitaremos…—Volvió a toser, esta vez más rato—. Necesitaremos un transbordador. Hermes, cómo me gustaría acostarme en una cama de paja.
Kineas localizó lo que tenía que ser el transbordador cruzando a unos diez estadios de la desembocadura del río, bien apartado del tráfico del puerto.
—Tendrías que ponerte a cubierto.
Niceas no era el único enfermo.
Sólo Ataelo era inmune al frío. Tenía una capucha forrada de piel que había ganado en una partida de dados con los otros escitas, y una capa más larga. El aire helado y limpio no le hacía sorberse la nariz ni toser, y seguía durmiendo a la intemperie con las riendas en la mano. Los demás sakje se habían marchado dos días antes para regresar al lado de su jefa, allí donde aquélla estuviera, después de haber llevado a Kineas hasta la desembocadura del Borístenes. Habían sido buenos huéspedes y mejores anfitriones, y noche tras noche todos habían cenado gracias a su destreza como cazadores. Casi todos los hombres habían aprendido unas cuantas palabras de su lengua y el gruñido grave, «uuhaah», que hacían cuando ganaban a los dados.
Mientras descendían hacia el vado, con los caballos abriéndose camino entre hierbas altas plateadas por la escarcha matutina, Kineas trotó hasta Ataelo.
—Todos tenemos una deuda de agradecimiento contigo. Eres muy buen explorador.
Ataelo sonrió y se encogió de hombros.
—Es para bien para contigo —contestó mirando su fusta como si hubiese reparado en algún desperfecto para disimular su vergüenza—. Bien contigo. Yo me quedo, tú das un caballo más. ¿Sí?
Kineas no se esperaba algo así. Le colmó la mañana.
—¿Quieres quedarte con nosotros? ¿Y quieres que te dé otro caballo?
Ataelo levantó la mano.
—Más caballo, y más caballo. Tú jefe, ¿sí? Jefe más grande en ciudad, ¿sí? Yo tengo más caballo cuando tú tienes más caballo. ¿Si no por qué luchar para ciudad? ¿Sí?
Kineas le tendió la mano y encajaron. A este respecto, los escitas y los griegos eran hermanos: se estrechaban la mano para demostrar amistad y acuerdo.
—Me alegra mucho que quieras quedarte.
Ataelo asintió y volvió a sonreír casi de manera insinuante.
—Bien. Vamos a beber vino.
Pero no fue tan sencillo. Su llegada al transbordador levantó un gran revuelo: una docena de hombres ostensiblemente armados, sin mercancías y con un escita. Fueron precisas las distintas virtudes de Kineas como dirigente y como matón para hacer que el barquero cargara a sus hombres, y cuando llegaron a la otra orilla con treinta caballos mojados muertos de frío, les recibieron unos soldados.
—Por favor, decid qué os trae a nuestra ciudad —dijo el oficial. Era un hombre corpulento de largo cabello oscuro y tez morena como la de un levantino o un africano, con una inmensa barba y una costosa armadura bajo una voluminosa capa negra. Y sus hombres iban bien armados y bien disciplinados. El oficial no fue grosero pero sí muy directo—. Habéis asustado a varias personas.
Kineas tenía su carta a punto y se la entregó.
—Fui contratado para venir aquí a ponerme al mando de los hippeis. Ésta es la carta que me envió vuestro arconte.
La carta estaba un tanto maltrecha después de haber viajado desde aquella ciudad hasta Atenas por mar y haber vuelto al punto de origen en una alforja, pero aún era legible.
El oficial la leyó detenidamente. Kineas tuvo tiempo de preguntarse cuántas cosas podrían haber ido mal en seis meses: que otro hombre hubiese ocupado el puesto, que el arconte hubiese fallecido, que la ciudad hubiese cambiado de gobierno… El hombretón le devolvió la misiva.
—Bienvenido a Olbia, Kineas de Atenas. El arconte confiaba en que fueras tú, pero esperaba que llegaras en barco muchas semanas antes.
Ahora estudiaba a Kineas sin perder detalle. Kineas conocía aquella mirada: todos los oficiales del ejército de Alejandro miraban exactamente de aquel modo.
Kineas le tendió la mano.
—Kineas, hijo de Eumenes, de Atenas.
El oficial se la estrechó con firmeza.
—Menón, hijo de Patrocles. ¿Serviste con el Conquistador?
—En efecto —dijo Kineas haciendo una seña a sus hombres para que comenzaran a descargar.
—Yo estuve en Issos, pero con el Gran Rey —dijo Menón. Se volvió y bramó una orden, y sus hombres cambiaron la posición de las lanzas y golpearon el suelo con el casquillo—. ¡En descanso! —chilló. Su voz no era tan grave como su corpulencia había hecho prever a Kineas, y daba las órdenes con un curioso sonsonete griego.
Sus hombres dejaron de ser autómatas y devinieron bastante humanos: dejaron caer sus pesados escudos y se envolvieron con las capas mientras miraban con abierta curiosidad a los hombres de Kineas.
Unos esclavos de la ciudad salieron de detrás de los hoplitas y comenzaron a hacer fardos con sus pertenencias, cargándolos en la cabeza. Casi todos eran persas. Kineas los observó: rara vez había visto persas empleados como esclavos.
Menón reparó en su interés.
—El Gran Rey efectuó una incursión contra un grupo de bandoleros hace unos cuantos años y como resultado el mercado se saturó de persas.
Kineas asintió.
—¿Una banda de escitas?
Menón sonrió con media boca.
—¿Los hay de otra clase?
Kineas vio que Niceas, entre accesos de tos, había puesto a los hombres a almohazar a los caballos mojados allí mismo: bien hecho. Apoyó una mano en el hombro de Niceas.
—Éste es Niceas, mi hipereta. Y Diodoro, mi segundo en el mando. —Volvió a mirar al grupo—. ¿Dónde está Filocles?
—Estaba ahí hace un momento —dijo Diodoro.
Menón no les quitaba el ojo de encima.
—¿Falta uno de vuestros hombres?
Diodoro rió.
—Me figuro que se ha ido derecho a la taberna más cercana. Iremos en su busca —dijo. Kineas encogiendo un poco los hombros.
Kineas interpretó que el gesto significaba que Filocles había ido a hacer un mandado o que tenía algo que hacer por su cuenta. Al parecer Diodoro sabía lo que estaba ocurriendo. Kineas no, de modo que se limitó a decir:
—Le encontraremos enseguida.
—Da igual, el arconte está aguardando. —Menón sonrió de manera desagradable—. Detesta que le hagan esperar.
Transcurrió una hora hasta que todos los hombres de Kineas hallaran el cuartel. Los habían puesto en el hipódromo de la ciudad, en unos barracones recién construidos junto a las caballerizas. Las habitaciones eran nuevas pero pequeñas, y ninguno de sus hombres, y los caballeros menos que nadie, tenía humor para estar contento. Los reunió a todos en una cuadra.
—Quedaos aquí, limpiad los cuartos, caldeadlos y daos un baño. Quiero que Niceas y Diodoro vengan conmigo a atender al arconte. El resto de vosotros… Aquí es donde estamos. Os sugiero que busquéis la manera de hacer que os guste. —Hablaba con dureza, quizá con más severidad de la que quería—. Y encontrad al espartano.
Luego, sin bañarse, se puso una túnica limpia, sandalias buenas y se peinó el pelo y la barba.
En la entrada al cuartel se encontró con Diodoro, que presentaba un aspecto limpió y cuidado como el de una insignia recién forjada, y con Niceas, que parecía un hombre con un tremendo resfriado. Un soldado y un esclavo de la ciudad aguardaban fuera, el esclavo para cargar con cualquier cosa que le pidieran, el soldado para llevarlos ante el arconte.
El soldado los condujo a la ciudadela, una torre de piedra con imponentes bastiones y murallas de dos brazas de espesor. Los hombres de Menón custodiaban la entrada, intimidatorios con sus capas. Más hombres guardaban las puertas del otro extremo de un pórtico largo y frío. Las murallas y los guardias prepararon a Kineas en cierta medida para lo que le esperaba. Ningún arconte de una ciudad libre necesitaba guardias mercenarios, una ciudadela y una antecámara. El arconte de una ciudad libre estaría en su casa, o haciendo negocios en el ágora. De ahí que no se sorprendiera cuando los guardias de las puertas indicaran a sus hombres que no eran bien recibidos. Les hizo una seña para que le aguardaran y siguió adelante. Un guardia le quitó la espada; un bárbaro que llevaba una torques.
Kineas vio cómo abrían los cerrojos de las puertas, oyó un choque de armas en el interior, más guardias, y entró tras su guía en una sala caldeada y oscura, decorada con gran profusión de objetos de oro: estatuas de dioses con las vestiduras resaltadas en oro; tapices persas bordados con hilo de oro; lámparas de oro colgadas de cadenas desde el techo que emitían una pálida luz dorada; un brasero de hierro con patas de oro que resplandecía rojo y desprendía humo aromático; un biombo de oro; una mesa puesta con copas de oro y una enorme crátera dorada. Y detrás de la mesa, casi invisible en la perfumada tiniebla, un hombre con una diadema sentado en una silla. Menón se situó detrás de él; su armadura parecía al rojo vivo con aquella luz rojiza. Flanqueando al hombre de la diadema había un par de esclavos muy musculosos cubiertos con pieles de león que empuñaban garrotes pesados.
—¿Kineas de Atenas? —La voz era dulce, muy queda. El humo del brasero y la oscuridad hacían que su voz pareciera surgir de todos los rincones de la estancia como la voz de un dios—. Llegas cincuenta días tarde. —Una risa apagada—. No resulta fácil viajar a los confines de la tierra, ¿verdad? Por favor, sírvete vino. Háblame de tus aventuras.
—Poco hay que contar, Arconte. Busqué el modo de traer a mis caballos y lo hallé. Me disculpo por el retraso.
Kineas estaba desconcertado e inseguro. El humo del incienso era empalagoso, le irritaba la garganta. Y los hombres con pieles de león, sin duda bárbaros, parecían una amenaza directa.
—No es preciso que te disculpes, joven. Al menos por el retraso. Son cosas que pasan. Por favor, dime cómo has venido hasta aquí.
—Vine por mar hasta Tomis y luego por tierra con mis caballos.
—Vamos, hombre. Más detalles.
—¿Qué puedo decir? Tuvimos un roce con unos bandidos. Encontramos a un grupo de sakje.
Kineas estaba cansado. Tenía la sensación de que le estaban tendiendo una trampa.
—Los bandidos con los que te enfrentaste eran getas, ¿no? Qué lástima que sean aliados de esta ciudad. Y los sakje…, a decir verdad, son los peores bandidos de todos. Tuviste suerte de escapar indemne.
—Los getas eran unos pocos hombres al mando de un jefe local. Nos atacaron para robarnos los caballos. —Kineas se atusaba la barba como solía hacer cuando se desconcertaba—. No sabía que fuesen aliados de esta ciudad.
—Ni ellos sospechaban que tú estuvieras a mi servicio. Una circunstancia de lo más lamentable. Aunque más lamentable es aún que volvieras a los sakje en su contra. Han perdido diez pueblos, quemados. Comerciamos con los getas, y los getas son aliados de Macedonia. Has perjudicado nuestro comercio. —El arconte apoyó el mentón en una mano y levantó la vista hacia Kineas—. Y tal vez no sabías que mi propia familia proviene de los getas…
Kineas se estremeció.
—No tenía ni idea.
—Es una lástima. Y los sakje… ¿Te pidieron un tributo?
—Arconte, pareces estar al tanto de todas estas cosas.
—Te ruego contestes a las preguntas que se te formulan. Estás a mi servicio y al servicio de mi ciudad. Exigimos tu plena cooperación.