—No se dan por estas tierras, pero de vez en cuando los ríos las traen flotando y los chamanes aseguran que son regalos que los dioses les envían desde el lejano lugar en que habitan. Las usan como maracas en las grandes ceremonias religiosas.
Los amables, untuosos y sonrientes anfitriones se habían apresurado a llenar cuatro cuencos de una bebida oscura, espesa y maloliente que el andaluz no dudó un instante en ingerir. Ante la evidente desconfianza de su compañero de viaje, se apresuró a señalar:
—¡Bebe y no los ofendas! Es una especie de aguardiente hecho de hierbas con el que los guerreros se emborrachan después de una batalla o una gran cacería. Las mujeres no pueden probarlo, y cuando los hombres lo están preparando no se atreven a aproximarse porque corren el riesgo de que las muelan a palos. Los hombres aseguran que si una mujer se acerca, la bebida se agria en el acto.
—Eso también se suele asegurar en mi tierra cuando el vino está fermentando.
—Y en la mía. Pero allí se refiere únicamente a cuando las mujeres se encuentran menstruando. Aquí no; aquí es en cualquier día del mes.
El canario bebió y al instante tuvo la impresión de que los ojos se le salían de las órbitas y la sangre se le subía a la cabeza.
—¡Dios bendito! —no pudo menos que exclamar—. ¡Esto es fuego!
—¡Fuertecillo sí que es! —admitió sonriendo el gaditano—. He visto a los nativos coger unas cogorzas que les duran una semana, y lo más curioso del caso es que cuando se emborrachan, en lugar de ponerse a cantar o bailar, lo que hacen es gemir y llorar como si se les acabaran de morir todos los hijos.
—¡País de locos! —El gomero indicó con un ademán de cabeza un desvencijado cesto que se distinguía en un rincón, para inquirir desconcertado—: ¿Eso que hay ahí no es oro?
—Lo es.
—Pues o yo ya estoy borracho, o estoy viendo pepitas del tamaño de un puño.
—No estás borracho y en efecto son pepitas del tamaño de un puño —repuso el otro—. Si quieres puedes llevártelas.
—¿Llevármelas? —se horrorizó el gomero—. ¿Es que pretendes que nos maten?
—¡En absoluto! —respondió tranquilo el andaluz—. Para esta gente el oro carece de valor. Prefieren esas otras piedras porque el oro se les antoja demasiado blando para tallar hachas o puntas de flecha.
—¿Y no han aprendido a fundirlo?
—No; no tienen ni la menor idea de en qué consiste la fundición de los metales. Y además, ¿para qué iban a fundir oro si no les serviría para nada práctico? —fue la respuesta, no carente de una cierta lógica—. Una punta de flecha de oro se aplastaría al tropezar contra las costillas de un bisonte. Lo único que podrían hacer con el oro es adornos, pero prefieren engalanarse de pies a cabeza con plumas de muchos colores y que pesan menos.
Los
sicsquaws
habían comenzando a preparar amorosamente un banquete a base de mazorcas de maíz a la brasa, hojas de tuna también a la brasa, lengua de bisonte seca —que estaba considerado y con razón el manjar más exquisito de las praderas— y huevas de pescado, todo ello aderezado con un poco de auténtica sal que extrajeron, como si se tratara del más preciado de los tesoros, de un cuerno de búfalo primorosamente tallado.
—¡Sal! —exclamó el andaluz, al que le brillaron los ojos de incontenible entusiasmo—. ¡Auténtica sal! ¡Hace tres años que no la pruebo!
Los afeminados sonrieron orgullosos del efecto que había tenido su ofrecimiento y se dispusieron a guardar con sumo cuidado tan preciado elemento, pero de improviso el más joven cuchicheó algo con su compañero, éste asintió sonriente y al poco comentó algo en su idioma.
Tras dudar unos instantes, Silvestre Andújar se decidió a traducirlo.
—El de los ojitos picarones ofrece regalarnos un puñado de sal si aceptas enseñarle lo que ocultas bajo los calzones, porque no puede creer que algo natural abulte tanto.
El gomero lo observó auténticamente estupefacto, para acabar exclamando visiblemente nervioso:
—¿Acaso me estás insinuando que le enseñe la polla?
—Estos dos juran que eso seguro que no puede ser una polla —puntualizó el gaditano—. Opinan que ocultas algo más y les gustaría verlo.
—¡Anda y que les den por el culo!
—No cabe duda de que es lo que ellos quisieran, pero no se trata de eso —fue la divertida respuesta—. Es simple curiosidad y prometen solemnemente que se limitarán a mirar.
—¡Pero bueno! —masculló el indignado Cienfuegos—. ¿Es que también te has vuelto afeminado?
—¡En absoluto! Pero ten en cuenta que aquí un puñado de sal constituye una auténtica fortuna. ¿Enseñarías tu polla por diez doblones de oro? —inquirió—. Que yo sepa casi la mitad de las mujeres de La Española la han visto gratis.
—¡Mujeres! —protestó muy airadamente el gomero—. ¡Solamente mujeres! ¡No unos mariquitas emplumados!
—Ninguna mujer, por muy necesitada que estuviera, te ofrecería un puñado de sal en mitad de la pradera sólo por verla. —El andaluz juntó las manos en inconfundible ademán de súplica al insistir—: ¡Por favor…!
—¡Ni hablar!
—¡Sólo un poquito!
—He dicho que no, y es que no.
Los nativos permanecían muy atentos a la discusión y parecieron comprender perfectamente en qué punto se encontraba, por lo que abrieron de nuevo el cuerno y doblaron en silencio la cantidad de sal ofrecida.
El gaditano se llevó las manos a la cabeza para exclamar casi entre sollozos de desesperación:
—¡Dios bendito! ¡Fíjate! ¿Tú sabes lo que significa esto? ¡Déjate de ridiculeces y enseña de una vez el puñetero pito, que no te lo van a comer!
—No estaría yo tan seguro…
—¡Por favor…! ¡Necesitamos esa sal!
El canario Cienfuegos dudó ante la firme actitud de su compañero y al fin no le quedó más remedio que ponerse en pie, desanudar la cuerda que mantenía los calzones en su sitio y dejarlos caer.
Los tres testigos permanecieron un largo tiempo en silencio, y al cabo uno «de los que jugaban a ser mujeres» hizo un comentario que el andaluz se apresuró a traducir:
—Éste opina que tú sí que eres un auténtico «hombre serpiente» y no los sioux.
—¿Puedo guardarla ya?
—Sí, hijo, sí, no vaya a ser que te la roben. —El gaditano lanzó un resoplido para añadir sonriente—: ¡Menos mal que yo no tengo algo así, porque en ese caso las malditas viejas hubieran acabado conmigo!
Concluido el almuerzo, que fue en realidad excelente y casi pantagruélico, los nativos cuchichearon entre sí como siempre y luego uno de ellos señaló que les interesaría mucho conocer la opinión de tan distinguidos visitantes respecto a un extraño artilugio que llevaba dos años en la
tippba
, pero que nadie había conseguido averiguar para qué demonios servía.
Se retiró a una estancia vecina, que debía de ser el lugar en el que dormían y probablemente guardaban los objetos más valiosos, para regresar poco después con un envoltorio de piel de marta que colocó en el suelo con sumo cuidado.
Al dejar al descubierto su contenido dio la impresión de que sentía un profundo respeto e incluso un cierto temor, y de inmediato alzó el rostro con objeto de observar la reacción de los «hombres barbudos».
Silvestre Andújar y Cienfuegos se miraron, y el primero comentó en tono de profundo pesar:
—Es el arcabuz del capitán Barroso. Nunca se separaba de él, lo que a mi modo de ver significa que ha muerto.
—¿Seguro que es el suyo?
—Ahí están sus iniciales: «V-S», Vasco Barroso. Más de una vez he disparado con ese trasto.
Se volvió a preguntar a los nativos cómo había llegado a su poder, y éstos le respondieron que al parecer un grupo de sioux se lo habían cambiado por pieles a los criks, una tribu que habitaba muy al sur, pero que cuando los sioux se cansaron de cargar con algo tan inútil y pesado decidieron cambiarlo por sal.
—¿Para qué sirve? —quisieron saber.
La respuesta del andaluz fue tan rápida que podía engañar a cualquiera:
—Es la representación del más poderoso de nuestros dioses.
Los
sicsquaws
intercambiaron una larga mirada de desconcierto, y el más alto no pudo menos que inquirir sorprendido:
—¿Un dios con ese aspecto?
—¿Y qué aspecto tienen los dioses, si no se sabe de nadie que los haya visto? —replicó el astuto gaditano.
La respuesta debió de resultarles convincente, puesto que tras cuchichear entre sí tal como tenían por costumbre, «el de los ojos picarones» señaló el arma con un ademán de cabeza al tiempo que preguntaba:
—¿Qué nos dais a cambio de vuestro dios?
Silvestre Andújar se volvió hacia el canario.
—¿Nos interesa?
—Parece en bastante buen estado y contamos con un pequeño barril de pólvora —replicó el interrogado observando el arma más de cerca—. En un lugar como este un arcabuz nos puede ser de mucha utilidad.
—¿Y dónde conseguiremos la munición?
Su compañero de penalidades hizo un gesto con la barbilla hacia el cesto del rincón.
—De ahí.
—¿Del oro? —se asombró el otro—. ¿Pretendes hacer balas de oro?
—¿Y por qué no? Es el único metal que tenemos a mano, y si no sirve para otra cosa, bueno es.
El andaluz no pudo menos que echarse a reír al tiempo que agitaba la cabeza con gesto de profunda incredulidad al exclamar:
—¡Manda cojones! Si pudiéramos cargar con todo ese oro seríamos los hombres más ricos de Andalucía, y ahora resulta que pretendes que lo convirtamos en balas. —Agitó una y otra vez la cabeza negativamente y añadió—: ¡Cuando yo digo que tenemos la suerte de espaldas!
Pero una cosa era pretender quedarse con el arcabuz, y otra muy diferente convencer a sus propietarios para que se lo cediesen, porque en buena lógica los pintarrajeados nativos exigían algo a cambio y ciertamente no era mucho lo que sus huéspedes podían ofrecerles.
Como transcurrió un largo rato de inútiles regateos sin que el gaditano consiguiera resultados positivos, Cienfuegos se decidió a intervenir para señalar:
—Di que se lo cambiaremos por la magia que aleja para siempre a los malos espíritus.
—¿De qué carajo hablas? —quiso saber el desconcertado Silvestre Andújar.
—Tú limítate a ofrecerles cuatro poderosas magias que luego podrán intercambiar por sal o por lo que les apetezca, y yo me ocuparé del resto.
Silvestre Andújar trasladó la sorprendente propuesta, y tras las consultas de costumbre los pieles rojas argumentaron que, si la magia era realmente poderosa y los convencía, estarían de acuerdo en el trato.
El cabrero canario salió al exterior, buscó una gruesa caña de casi una cuarta de largo, la rellenó de pólvora, la cerró con barro por ambos extremos y al regresar tomó asiento frente al fuego con el fin de comenzar a salmodiar palabras ininteligibles con gesto de profunda concentración.
Cuando consideró que el ambiente se encontraba lo suficientemente «caldeado», y justo antes de que el andaluz comenzara a partirse de risa, lanzó el canuto de caña al fuego al tiempo que alzaba los brazos al cielo clamando la ayuda de los dioses.
La explosión, que hizo volar pedazos de caña en todas direcciones y fue seguida de una columna de humo negro, espeso y agrio, tuvo la virtud de que «los que juegan a ser mujeres» prorrumpieran en gritos de espanto, abandonaran la estancia para correr como locos por la explanada y acabaran lanzándose de cabeza al agua, sin parar de nadar hasta alcanzar la otra orilla.
El gaditano precisó toda su capacidad de persuasión para convencerlos de que «el dios del trueno» no volvería a hacer su aparición hasta que ellos lo mandaran llamar, y al cabo de casi media hora de charla consiguió que regresaran mohínos y aún temblorosos, con los cabellos lacios y empapados, las pinturas corridas por todo el cuerpo y un aspecto harto lamentable.
Cuando se encararon al gomero lo observaron entre aterrorizados y arrobados, y no pudieron menos que reconocer que la magia del hombre serpiente era tan digna de admiración como sus increíbles atributos masculinos.
Sus últimas palabras fueron casi una súplica:
—Si se quedara a vivir con nosotros le convertiríamos en un auténtico rey de las praderas.
A partir de ese día, cada vez que el gaditano tenía ganas de tomarle el pelo a Cienfuegos, alargaba los labios como lanzándole un provocativo beso, al tiempo que lo llamaba «mi dulce rey de las praderas».
El arcabuz de Vasco Barroso resultó ser un armatoste pesado, engorroso, incómodo de manejar y bastante más propenso a desgraciar, arrancando una mano, un ojo o una oreja, a quien intentara utilizarlo, que a cumplir con su obligación de herir aunque tan sólo fuera levemente, al enemigo que se pusiera a su alcance.
No hacía mucho daño, pero sí mucho ruido.
Apenas mataba, pero asustaba.
Lejos ya de la mirada de los desconsolados
sicsquaws
, que los habían despedido con lágrimas en los ojos agitando las manos desde el porche de la cabaña tras colmar de regalos a unos «dueños del dios Trueno» que eran tan crueles como para abandonarlos cuando todavía no se habían conocido «a fondo», tomaron asiento al borde de uno de los incontables riachuelos de la zona dispuestos a convertir aquel trasto herrumbroso e inútil en algo que mereciera la pena ser cargado durante semanas o tal vez meses de viaje.
Lo primero que hicieron fue limpiarlo, lijarlo con arena del río y engrasarlo con grasa de venado.
A continuación, sangraron un árbol e impregnaron con su pegajosa resina una delgada cuerda que espolvorearon con pólvora, de forma que ésta se adhirió de tal modo que cuando estuvo seca había adquirido completamente la consistencia y las propiedades de una rústica mecha.
Mientras tanto habían buscado una rama cuyo diámetro coincidiera exactamente con el ánima del arma y la afilaron por uno de los extremos, que introdujeron y volvieron a sacar con suma delicadeza y más de una docena de veces en una masa de barro espeso que se iba secando al sol.
Concluidos los moldes, y tras comprobar con sumo cuidado que las medidas seguían siendo las correctas, encendieron una hoguera sobre la que colocaron su única cazuela, en cuyo interior brillaban tres gruesas pepitas de oro.
Necesitaron mucho tiempo, mucha leña de los árboles cercanos y mucho soplar avivando la llama, hasta conseguir que el metal se fundiera hasta alcanzar el punto de poder derramarlo sobre los huecos practicados en el barro.