Nunca pudo nadie afirmar, sin miedo a equivocarse, que se diera el caso de que una nave partiera en busca de tan absurdo destino, exceptuando la expedición, abierta y sin tapujos, que organizó en su día Juan Ponce de León y que, tras fracasar en su intento, se consoló conquistando en 1509 la isla de Puerto Rico y descubriendo en 1512 la península de La Florida, en cuyas proximidades se afirmaba que se encontraba Bímini.
Ahora, allí sentado en la litera de un estúpido capitán que al parecer se había dejado enredar por los fulleros, el canario tenía la prueba evidente e incontestable de que al menos en una ocasión las maquinaciones del canallesco Melquíades Corrales habían tenido éxito, con lo que había enviado a una muerte segura a un grupo de infelices soñadores.
¡Maldito hijo de puta!
Quien busca Bímini,
eternamente joven será
porque joven morirá
y joven permanecerá
por toda la eternidad.
Quien busca Bímini
dejará de ser pobre
porque ningún cadáver
necesitó nunca dinero.
Quien busca Bímini
encontrará la alegría
porque nadie ha conocido
a un muerto triste.
Alguien de buena fe pergeñó un día aquellos versos como aviso a los incautos, pero resultaba evidente que los incautos abundaban en exceso.
Durmió a bordo en la única hamaca de la tripulación que aún soportaba su peso sin romperse, y el hecho de pasar la noche bajo cubierta, aspirando el olor a brea de calafatear que le había acompañado a todo lo largo de su travesía del océano, le trajo a la mente viejos recuerdos de cuando era un ignorante muchacho tan despistado que en la Gomera se coló de polizón en una carabela confiando en que lo desembarcaría en Sevilla cuando en realidad navegaba en dirección opuesta.
A la hora de mirar hacia atrás se veía obligado a reconocer que su azarosa vida había sido el fruto de una serie de situaciones absurdas, que comenzaron el bendito día en que una hermosa y noble dama se enamoró locamente de un cabrero analfabeto, y parecía a punto de concluir con la aciaga noche en que un pez ponzoñoso le clavó su aguijón en el brazo.
¿Hasta cuándo estaba dispuesto a reservarle el caprichoso destino sorpresas semejantes?
¿Acaso no existían millones de seres humanos a los que fastidiar con sus estúpidos caprichos?
Durante años rodó de aquí para allá, como una de esas semillas de blanco penacho que el viento traslada por entre los árboles en primavera, y cuando al fin había conseguido arraigarse y dar sus frutos, una vez más le arrastraban hacia Dios sabía dónde.
¿Por qué?
—¿Por qué, Señor, me has elegido como juguete si jamás he tenido intención de ofenderte? —inquirió momentos antes de quedarse profundamente dormido—. ¿Por qué no demuestras un poco de compasión y me permites regresar con los míos?
Aquello era lo más parecido a una plegaria que el canario Cienfuegos se sentía capaz de elevar, pero era al fin y al cabo una plegaria que partía de lo más profundo de su corazón.
Soñó que navegaba por entre las calmas del mar de los Sargazos y que su buen amigo Pascualillo de Lebrija dormía a su lado.
También debían de encontrarse cerca el siempre malhumorado timonel Caragato, el afable cartógrafo Juan de la Cosa, el converso Luis de Torres, e incluso su excelencia el almirante de la Mar Océana, don Cristóbal Colón, pero cuando la luz del sol penetró por entre las rotas tablas de la amura de estribor, abrió los ojos para descubrir, desalentado, que no dormía nadie en las destrozadas hamacas vecinas.
Ni tampoco el ceñudo contramaestre paseaba su eterno insomnio sobre cubierta.
Tuvo que admitir una vez más que era un hombre solo, espantosamente solo en la inmensidad de un universo poblado por hercúleos salvajes de los que no sabía qué demonios se podía esperar.
No hizo ademán alguno de levantarse porque por primera vez en su vida prefirió no hacerlo de inmediato con el fin de permanecer allí, bajo la mísera protección de las cuadernas de una nave varada en la arena, consciente de que era el único lugar que lo mantenía unido a su pasado y a lo que había sido su mundo, visto que en el exterior le aguardaban sin duda incontables penalidades que no podría compartir con nadie.
En ese hecho estribaba a su modo de ver lo peor de su amargo destino: raramente había tenido la oportunidad de compartir con los seres que amaba ni lo bueno, ni lo malo, ni las alegrías, ni las tristezas, ni la heroicidad o el miedo.
Cuanto le acontecía se veía obligado a rumiarlo como un buey aislado en mitad de un gigantesco prado.
La mayor parte de su existencia había transcurrido al aire libre, sin otro techo que el cielo ni otro lecho que el suelo, y por ello encontrarse allí, balanceándose suavemente sobre una hamaca en el interior de una abovedada nave, era casi tanto como regresar al vientre de su madre, que era el único lugar del mundo en el que se había sentido protegido.
Desde el mismo momento en que distinguió por primera vez la luz del sol éste pareció haberle tomado un desmesurado afecto, puesto que lo seguía a todas partes.
Incluso en aquellos momentos se encontraba allí, buscándolo por entre las cuadernas o las grietas de la tablazón de cubierta como si estuviera exigiéndole que abandonara su escondite y saliera de una vez a donde pudiera contemplarle a sus anchas.
No obstante, antes de que el canario se decidiera a hacerlo comenzó a llover, primero mansamente, al poco tiempo con inusitada furia, y ello le dio una nueva razón para continuar acurrucado en su rincón contemplando un techo que no tardó en comenzar a gotear.
Estaba asustado y no sintió el menor empacho en reconocerlo, porque desconocía a qué o quién debería enfrentarse cuando abandonara su precario refugio, y a lo que en verdad temía no era a morir, que eso era algo para lo que siempre había estado preparado, sino a no volver a ver a sus seres queridos.
Resulta hasta cierto punto sencillo demostrar valor cuando se es joven y nadie te espera en ninguna parte; resulta fácil y a menudo incluso divertido, pero a medida que la vida avanza y se va llenando de afectos, ese valor disminuye en la misma proporción en que crecen los hijos.
¿Quién les contaría divertidas anécdotas a la luz de la hoguera?
¿Quién les relataría cada detalle de los mil duelos del valiente capitán Alonso de Ojeda?
¿Quién les hablaría de aquel fabuloso Gran Khan que con tanto afán buscaba el Almirante?
Para el gomero, al igual que para la mayoría de cuantos viajaban a bordo de la
Santa María
, el Gran Khan debía de ser un anciano muy alto, de luenga barba blanca y cubierto de oro de los pies a una noble cabeza que se tocaba con una increíble corona cuajada de esmeraldas cuya mayor diversión se cifraba en lanzar a cuantos se le aproximaban puñados de gruesos diamantes que extraía de un arcón que parecía no tener fondo.
Ésa era al menos la descripción que corría de boca en boca, y por el simple hecho de comprobar su veracidad valía la pena arriesgar la vida atravesando el océano y enfrentándose a los monstruos más feroces, fueran éstos marinos o terrestres.
Según Colón, el Gran Khan estaba aguardándolos en la otra orilla, con los brazos abiertos y ansiando darles la bienvenida como a los heroicos marinos que habían sabido abrir una ruta más corta entre Oriente y Occidente, lo que sin duda redundaría en beneficio de la paz mundial y del bienestar de todos los pueblos de la tierra, que a partir de aquel momento podrían comerciar libremente.
¡Hermoso sueño, vive Dios!
Hermoso sueño que había acabado por convertirse en pesadilla, puesto que resultaba evidente que nadie cubierto de oro los aguardaba con los brazos abiertos, y la mayoría de quienes habían alimentado tan absurdas ilusiones, o estaban muertos o arrastraban una existencia ciertamente paupérrima.
Incluso el mismísimo Almirante había perdido todo cuanto tenía para acabar muriendo como un paria sin que se supiera con certeza adónde había ido a parar su cadáver.
Su sueño de un Gran Khan con corona de esmeraldas había quedado reducido al hecho evidente de que la historia le reservaba un puesto de singular importancia.
¿Había valido la pena?
Cienfuegos recordaba que, cuando en cierta ocasión le preguntaron a don Cristóbal qué era lo que más le había hecho disfrutar durante su portentosa existencia, la respuesta fue rápida e inequívoca:
—La contemplación del horizonte en alta mar teniendo la certeza de que en cualquier momento harían al fin su aparición las costas de China.
—¿Más que el desembarco?
—Mucho más.
—¿Por qué?
—Porque desde el primer momento comprendí que la isla de San Salvador no era más que una escala hacia China, con lo que ya la primera ilusión se había roto.
—¿Fue eso lo que más le hizo sufrir?
—No, lo que más me ha hecho sufrir en mi vida han sido los mosquitos que en Jamaica no me permitieron descansar en paz durante más de un año.
Curioso resultaba que los peores enemigos de uno de los hombres más grandes que hubiera dado la humanidad, hubieran sido unos seres tan diminutos.
Curioso y esclarecedor; ni príncipes, ni reyes, ni cardenales, ni calmas, ni tormentas, ni monstruos de los abismos, ni salvajes armados, ni fieras de la selva, habían conseguido doblegar a un hombre de hierro al que acabaron por destrozar los millones de obsesivos mosquitos que no lo dejaron dormir, con lo que su indomable espíritu acabó por resquebrajarse.
Tal vez por eso eligió un lugar tan frío como Valladolid para acabar sus días; quería morir en paz, sin que le asediaran los mosquitos.
En la interminable costa a la que Cienfuegos había ido ahora a parar, enormes mosquitos proliferaban hasta el punto de que nubes de ellos ocultaban el sol en los atardeceres, pero el gomero, quizás debido a que se había criado durmiendo entre las cabras, tenía la inmensa suerte de que jamás le atacaban.
Recordando las plácidas noches de su isla, la nostalgia se apoderó una vez más de su ánimo, y cualquier otro hubiera optado por quedarse allí, huyendo de los problemas que lo acosaban por el sencillo remedio de no moverse de donde se encontraba, lo que viene a ser una forma como otra cualquiera de escapar, pero al fin y al cabo él era el gomero Cienfuegos —«más terco que un mulo y con piel de un elefante»—, por lo que consideró que había llegado el momento de ponerse en marcha.
En los arcones de la tripulación encontró ropa de abrigo, un enorme chambergo y un par de botas en bastante buen estado, pero llegó a la conclusión de que las botas siempre acababan por destrozarse por lo que resultaba preferible mantener su inveterada costumbre de andar descalzo.
Se agenció de igual modo una herrumbrosa ballesta y un largo arpón cuya punta adosó al extremo de su pértiga, ya que le hacía mucho mejor servicio que el cuchillo.
La red de la hamaca en la que había dormido le sirvió de hatillo en el que envolver la vela de la barca así como un pequeño barril de pólvora, y cargó de igual modo con pedernal y yesca, un rollo de cuerda, un plato de latón y una abollada cacerola.
Luego emprendió sin prisas el camino rumbo al norte, sin volver ni una sola vez el rostro porque le constaba que el esqueleto del
Princesa del Mar
era su último lazo de unión con el que había sido su mundo.
Durante mucho tiempo Cienfuegos se preguntó por qué razón hacía decidido abandonar la costa en su camino hacia el oeste en procura de un punto desde el que tal vez pudiera dar el salto a Cuba y de ahí a su isla, y había optado en cambio por encaminarse al norte aun a sabiendas de que de ese modo se adentraba en el corazón de una desconocida región que presentía demasiado extensa.
A la larga tan sólo encontró una respuesta válida a semejante demanda: lo había hecho por la necesidad de sentirse acompañado, de hablar con alguien que le entendiera, y de compartir con su propia gente los temores y las esperanzas ante un futuro que se presentaba ciertamente imprevisible y angustioso.
Y es que las horas, los días y las semanas de absoluta soledad y obligado silencio comenzaban a pesar sobre su ánimo como una losa de mármol.
Cuando navegaba a bordo de la
María Galante
—¡qué difícil le había resultado siempre llamarla
Santa María
!—, el afectuoso y paciente Juan de la Cosa, el mejor cartógrafo de su época, le había inculcado su apasionada afición a la astronomía, enseñándole a reconocer las principales estrellas y constelaciones, al tiempo que le explicaba cómo se movían y de qué forma un buen observador podía saber dónde se encontraba o hacia dónde se dirigía tan sólo con observarlas.
De niño, cuando la mayor parte de las veces se veía obligado a dormir al aire libre en lo alto de un risco sin más compañía que las cabras, solía pasar largas horas contemplando esas mismas estrellas, por lo que lógicamente había llegado a la conclusión de que se movían constantemente e incluso ocupaban distintas posiciones según las diferentes épocas del año, pero nunca se había sentido capaz de dar una explicación a tales cambios, entre otras cosas por el simple hecho de que tampoco se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que la Tierra fuera redonda.
¿Lo era realmente?
A veces no podía evitar plantearse serias dudas, lógicas por otra parte en un hombre al que le había tocado vivir en unos tiempos en los que Juan Sebastián Elcano aún no había circunnavegado el globo y demostrado así, de un modo absolutamente irrefutable, la veracidad de tan controvertidas teorías.
Y es que por otra parte la región en la que se había internado no contribuía en lo más mínimo a sacarlo de dudas al respecto, pues era tan plana como lo fuera en su día el mismísimo mar de los Sargazos de nefasta memoria.
Jornada tras jornada, y como si se tratara de una auténtica pesadilla, lo único que se ofrecía a los ojos del gomero —acostumbrado a los mil accidentes de su isla natal, en la que resultaba imposible caminar más de cinco minutos por un llano— era un horizonte verde o amarillento en el que, muy de vez en cuando, destacaba una ligera ondulación que apenas superaba su propia altura.
La hierba crecida, que incluso en ocasiones le llegaba al pecho, se encontraba fuertemente afirmada a una tierra suelta y sin consistencia, de tal manera que, cuando la arrancaba de raíz, lo que quedaba bajo ella era una especie de polvo blanquecino que un viento firme y constante se apresuraba a arrastrar muy lejos.