—En la Gomera hay mujeres que tienen hasta doce hijos.
—Y en Andalucía… Y en muchos lugares del mundo. Pero entre los pieles rojas lo normal es que por término medio una pareja tan sólo aporte a la tribu dos adultos en disposición de procrear. Eso quiere decir que su población se puede mantener estable, pero en cuanto uno de esos hijos ya adultos muere en una guerra, en un accidente de caza o por cualquier otra causa fortuita, disminuye.
—¿Y no hacen nada por evitarlo?
—¡Nada! Para ellos las tradiciones son sagradas y jamás las rompen. Cuando en alguna ocasión les dije que me parecía una barbaridad que las madres amamantaran a los niños hasta que cumplían diez años, casi me matan.
—¡No puedo creer que nadie amamante a un niño durante diez años! —señaló el canario, al que cada vez desconcertaban más las cosas que su compañero de viaje le contaba—. ¡Eso es un auténtico disparate! Todo el mundo sabe que la leche materna es buena hasta una cierta edad, pero que luego se debe permitir que el crío se fortalezca por sí mismo.
—Todo el mundo, exceptuando a los sioux —replicó el otro—. Ya te he dicho que a los niños les permiten hacer lo que les da la gana, por lo que, si les apetece mamar, maman. Son esa serie de curiosas circunstancias las que consiguen que estas fértiles y gigantescas praderas continúen prácticamente deshabitadas.
—¡De acuerdo! —dijo el gomero—. Lo entiendo y acepto gran parte de lo que has dicho, pero a mi modo de ver hay algo que está por encima de tales argumentos, y son las necesidades fisiológicas. Cuando las ganas de joder aprietan, nadie se detiene a pensar en tanta pendejada.
—¡Desde luego que no! Pero para esos casos tienen una fácil solución; desde muy jovencitos se aficionan al sexo oral, que tanto ellos como ellas practican con auténtica maestría. De hecho, estoy convencido de que casi disfrutan más de ese modo, que del que nosotros consideramos «natural». Especialmente las mujeres.
Al pobre Cienfuegos, entusiasta partidario y asiduo practicante de las relaciones entre hombre y mujer que el andaluz había calificado de «naturales», todas aquellas aclaraciones sobre juegos amorosos mucho más sofisticados tenían la virtud de romperle los esquemas, por lo que se sumió en un profundo y reflexivo silencio hasta el momento en que su compañero le recordó que había llegado la hora de tomar una decisión respecto al río.
—¿Nadamos o no nadamos? —inquirió indicando con un ademán de la barbilla las turbias aguas.
—Nadamos.
—¿Pues a qué esperamos?
—A nada esperamos…
—¡Cobarde el último!
Si hay algo que ha permitido al ser humano sobreponerse a todas las adversidades y convertirse a la larga en el rey de la creación, ha sido su portentosa capacidad de adaptarse a cualquier circunstancia por dura y difícil que pueda parecer.
Tan indestructible especie sobrevive de igual modo en los helados polos que en las ardientes arenas del desierto, y de igual modo se alimenta de grasa de ballena que de leche de camella.
Tras atravesar el Missouri —que, como el gomero sospechaba, era el mayor de los afluentes de aquel portentoso Mississippi que había conocido en su desembocadura meses atrás—, la pareja de incansables andarines decidió continuar su peregrinación con la naturalidad de quien ha convertido el hecho de viajar de noche y esconderse de día, en una rutina que no ofrece ningún tipo de alternativa.
Antes de reemprender la marcha se zamparon, eso sí, mano a mano y sin dejar más que los huesos, una de aquellas extrañas aves negras a las que colgaba un rojo y largo moco que el canario había visto en un corral del campamento indígena, y al que Andújar daba el nombre de «pavipavo», alabando entusiasmado la excelencia de su carne, ya que era el manjar predilecto de los pieles rojas a la hora de celebrar un banquete con el que dar gracias por algún acontecimiento feliz.
Los llamados pavipavos no sólo se dejaban atrapar sin el menor esfuerzo, sino que tenían la estúpida costumbre de anunciar su presencia entre la maleza con un cántico monótono y chirriante.
Al parecer, su insistente llamada estaba destinada a atraer a una pareja en celo, pero con demasiada frecuencia lo que solía atraer era a un hambriento depredador.
Pavipavos, liebres, perrillos de las praderas, peces, serpientes, huevos de todo tipo y algún que otro venado constituían principalmente el régimen alimenticio de los expedicionarios, que preferían evitar aproximarse a los bisontes, conscientes de que no disponían de armas lo suficientemente potentes para abatirlos.
La vieja ballesta no podía compararse, ni remotamente, a los poderosos arcos de los sioux, ni sus pequeñas flechas de punta de hierro a las largas y pesadas flechas de punta de piedra pulimentada.
El andaluz admitía que, pese a considerarse un hombre de evidente corpulencia, jamás había sido capaz de tensar un arco dakota hasta el punto de que la flecha llegara a más de veinte metros, y no por el hecho de que los indígenas fueran más fuertes, sino porque aprendían desde niños la forma de concentrar toda esa fuerza en el movimiento de los brazos y especialmente en la presión de los dedos.
—Cuando un guerrero dakota aprieta el pulgar contra el índice es como si cerrara una tenaza —aseguraba—. ¡Nada se les escapa! Estoy convencido de que hubiera sido capaz de tensar al máximo uno de esos malditos arcos, pero antes de que llegara a la mitad del recorrido la jodida flecha se me escapaba de entre los dedos y los muy cabrones se partían de risa. En una ocasión le hice una muesca a la flecha en la que encajar la uña del dedo gordo, y me quedé sin uña.
A Cienfuegos le encantaba escuchar las historias de Silvestre Andújar, no sólo porque le amenizaran un viaje asaz aburrido, sino especialmente porque le enseñaban cosas de unos nativos que sin duda habitaban desde hacía siglos en aquellas tierras, pero que en cierto modo se comportaban como fantasmas que rara vez se dejaran sorprender.
Resulta relativamente fácil ocultarse entre intrincadas montañas o espesas selvas, pero se necesita una especial habilidad para permanecer prácticamente invisible en la desolada inmensidad de unas llanuras en las que no crece más que la hierba.
El gaditano aseguraba que, en tiempos difíciles, cuando se encontraban en guerra con otras tribus o transitaban por zonas en las que la seguridad no estaba absolutamente garantizada, los pieles rojas solían montar sus campamentos a la orilla de una laguna, pero en ellos tan sólo dormían las mujeres, los ancianos y los niños.
Los guerreros cavaban fosas a una cierta distancia, se ocultaban en su interior y se camuflaban con hierba y ramas, para luego permanecer allí toda la noche, despiertos y al acecho, porque de ese modo sorprendían por la espalda a cualquier intruso que se dispusiera a atacarlos.
—Tienen extraordinariamente desarrollados la vista, el oído y el olfato; los he visto pasarse todo un día sin mover un músculo, pero de improviso atacan con la velocidad del rayo. Por eso sus enemigos los llaman «los hombres serpiente».
Recordando el maravilloso recibimiento que les habían hecho los nativos de la isla de Guanahaní, y hasta qué punto sus gentes eran abiertas, amistosas y apasionadas, el gomero no pudo menos que preguntarse cómo era posible que en el mismo Nuevo Mundo, descubierto hacía apenas diecisiete años, pudieran convivir gentes de costumbres tan diferentes.
Si la memoria no le fallaba, la isla de Guanahaní, o San Salvador, como había preferido llamarla el Almirante, se encontraba al este de Cuba, es decir, casi equidistante entre la isla de La Española y las costas de aquella especie de enorme continente al que lo habían arrastrado las corrientes mientras se encontraba inconsciente. No obstante, los nativos de Guanahaní se parecían mucho a los de La Española, pero nada en absoluto a los pieles rojas de aquellas inmensas praderas.
¿Acaso no establecían contactos entre sí pese a que sus respectivas playas no estuvieran separadas más que por un par de jornadas de navegación?
Ni siquiera Silvestre Andújar, que tanto sabía sobre los habitantes de la llanura, se sentía capaz de dar una respuesta convincente a semejante pregunta.
—Los sioux únicamente hacen referencia a las siete familias en que se divide su pueblo, que son las que hablan su misma lengua y practican sus mismos ritos y costumbres. El resto son «extraños», el solo hecho de mencionarlos constituye una especie de ofensa, y lo único que admiten de ellos es el maíz y la sal, pero ni tan siquiera se rebajan a comerciar directamente. Siempre se hace a través de una
tippba
.
—¿Y eso en qué consiste?
—En unas enormes cabañas, o «casas de intercambio», que se alzan en un territorio que se considera neutral y que están consideradas como una especie de refugio al que únicamente se acude a comerciar.
—Parece algo muy civilizado e impropio de pueblos primitivos —señaló el canario.
—El comercio es lo único que en ocasiones puede hacer que los pueblos más primitivos se comporten de una forma civilizada —le hizo notar el gaditano—. ¡Ojalá tropezáramos con alguna de esas benditas
tippbas
!
Por primera vez desde el malhadado día en que, por una u otra razón, tanto el gomero Cienfuegos como el gaditano Andújar tuvieron la desgracia de recalar en aquel desconocido territorio, se hizo realidad uno de sus deseos: cinco días más tarde, y cuando el sol comenzó a iluminar con sus primeros rayos la desesperante llanura, hizo su aparición allá a lo lejos, elevada sobre gruesos pilares de nogal y a la orilla de una laguna poco profunda, una sólida construcción de madera de unos veinte metros de largo por diez de ancho.
De inmediato, el andaluz comenzó a dar tantos gritos y saltos de alegría que cabría imaginar que acababa de distinguir en la distancia la mismísima bocana del puerto de Cádiz.
La más elemental prudencia aconsejaba no obstante esperar, y tan sólo decidieron aproximarse cuando el sol estuvo muy alto y se cercioraron de que frente a la puerta de la gran cabaña aparecía clavada una larga lanza adornada con plumas de múltiples colores.
Según Silvestre Andújar, aquella lanza indicaba que en esos momentos no había visitantes en el interior, por lo que quien lo deseara podía acudir a comerciar sin ningún temor.
A la vista de ello se acercaron, desclavaron la lanza y, tras llamar a la puerta con ella, la colocaron extendida sobre la balaustrada.
Al rato hizo su aparición un indígena que no lucía más que un minúsculo taparrabos y un gran penacho de plumas rojas, pero que, como compensación a tan escueto atuendo, se encontraba exageradamente pintarrajeado.
Observó con innegable sorpresa a los recién llegados, gritó hacia el interior, y casi al instante surgió un personaje algo más alto aunque con un aspecto muy semejante, que se mostró igualmente desconcertado ante la presencia de dos hombres blancos y barbudos.
El andaluz les explicó en su idioma, que al parecer hablaba con notable fluidez, que acudían en son de paz y que su única intención era realizar algunos «intercambios».
El que había surgido en segundo lugar se limitó a preguntar a qué tribu pertenecían, y cuando le respondió que eran «españoles de allende los mares» meditó unos instantes, penetró en la cabaña y regresó a poco con un cuenco de pintura negra y una especie de rústica brocha. Exigió que dibujaran sobre la fachada de la cabaña el símbolo totémico de su tribu como señal inequívoca de que respetaban el refugio de paz.
El gaditano se volvió a Cienfuegos para inquirir, un tanto desconcertado:
—¿Y qué símbolo pinto? ¿La enseña de Castilla?
—¿De color negro? ¡No jodas! Limítate a pintar una cruz.
—¡Buena idea…!
Lo hizo trazando una gran cruz junto a un sinnúmero de dibujos de bisontes, pumas, ciervos, lanzas cruzadas, escudos, manos o estilizadas figuras humanas que al parecer conformaban los símbolos representativos de las diferentes tribus o familias que habían aceptado anteriormente la neutralidad de la denominada «casa de intercambios».
La segunda imposición, al parecer ineludible, a la que los sometieron fue la obligación de abandonar sus armas en el porche. Pero, antes de decidirse a hacerlo, el gomero comentó visiblemente amoscado:
—Estos dos tipos me dan muy mala espina. Para mí que son algo…
—¿Afeminados? —concluyó la frase su compañero de fatigas—. ¡Naturalmente! Son
sicsquaws
, lo que viene a significar algo así como «los que juegan a ser mujeres» o tal vez «los que aspiran a ser mujeres», y que son siempre los encargados de valorar las mercancías que aportan quienes pretenden comerciar. No son los dueños del lugar ni de lo que contiene; únicamente actúan como intermediarios que intentan que los tratos sean lo más justos posible.
—¿Y no corremos peligro? —inquirió Cienfuegos, que evidentemente no las tenía todas consigo ante las miradas un tanto libidinosas de los amanerados personajes.
—Eso depende de lo apurado que te encuentres —replicó el otro sonriendo, claramente divertido—. Jamás osarían hacerte una proposición deshonesta, pero supongo que en cuanto les hicieras la menor insinuación se pondrían a dar saltos de alegría.
—¡Déjate de bromas!
—¿Bromas? —rió el otro—. El más bajito tiene ojos picarones, una linda sonrisa y una boquita de lo más excitante. ¡No te digo yo que para un caso de apuro…!
—¡A que te doy un guantazo!
Abandonaron las armas para penetrar en un espacioso local en el que no pudieron menos que impresionarse ante la ingente cantidad de objetos que se amontonaban por todas partes, puesto que aquel lugar parecía ser realmente una especie de «grandes almacenes» de las infinitas praderas.
Por doquier había pieles de bisonte, lobo, oso, castor, nutria y marta cibelina, al igual que cientos de tocados de plumas de todos los colores junto a cestos repletos de mazorcas de maíz, bayas, higos tunos e infinidad de frutos que el canario jamás había visto con anterioridad.
Abundaban también las piedras de muy diversos colores, algunas toscamente talladas, y un rincón parecía destinado casi en exclusividad a hierbas medicinales y a extraños amuletos para ahuyentar a los malos espíritus.
Grandes calabazas hermosamente talladas y decoradas ocupaban el centro de la estancia como si constituyeran la más preciada de cuantas mercaderías se exhibieran en el lugar, y cuando el canario quiso saber la razón de tal deferencia, Silvestre Andújar señaló: