Contra lo que cabía esperar, el cabrero no hizo intención de esquivarle o rehuir la lucha cuerpo a cuerpo, sino que permitió que se estrechara firmemente contra su pecho; pero en el momento en que se encontraban a tan sólo unos centímetros de distancia y el indígena le mostró los dientes con evidente intención de morderle el cuello, se metió los dedos en la boca provocándose una arcada con el fin de arrojarle en pleno rostro a su enemigo un chorro de verdes y malolientes vómitos.
La sorpresa del dakota no hubiera sido mayor si el mundo se le hubiera caído súbitamente encima, puesto que los ácidos de los hediondos jugos gástricos le habían penetrado hasta el fondo de la garganta, obligándole a toser, y en los ojos, cegándole, por lo que de inmediato soltó a su presa en un desesperado intento por limpiarse el rostro y recuperar la visión.
A sabiendas de que estaba actuando contra su conciencia, pero también de que lo que estaba en juego era su propia vida y la de Silvestre Andújar, Cienfuegos no le dio tiempo a reaccionar y le propinó una feroz patada en la entrepierna que le obligó a caer de rodillas llevándose las manos al lugar tan salvajemente lastimado.
Teniéndole momentáneamente ciego y por completo a su merced, le aferró por el espeso moño y le bajó violentamente la cabeza al tiempo que le golpeaba en el mentón con la rodilla.
La mandíbula se partió en dos.
El gigante quedó de bruces, con las dos manos apoyadas en la arena y dejando escapar por la nariz y la boca chorros de sangre, aunque haciendo un supremo esfuerzo por intentar levantarse.
A la vista de ello, Cienfuegos se colocó tras él para lanzarle una nueva patada en los testículos, tan brutal, que lo arrojó contra el suelo, totalmente inconsciente. A continuación, se apartó unos metros con el fin de volverse a Silvestre Andújar y señalar:
—Dile a su gente que, por mí, la lucha ha acabado.
—Dudo que acepten.
—No me agrada la idea de matar a un hombre inconsciente, y esto ha ido ya demasiado lejos.
El gaditano tradujo sus palabras; los anonadados indígenas se consultaron entre sí, y al fin uno de ellos señaló:
—Las leyes del
sakcsawua
tienen cientos de años de antigüedad y por lo tanto son sagradas; un guerrero no debe sobrevivir gracias a la compasión de su enemigo.
—¡Pero está indefenso! —protestó el canario.
—No les importa; se avergüenzan de él, y te recuerdo que se trata de su vida o la nuestra.
El cabrero Cienfuegos recordaría hasta el día de su muerte el tétrico chasquido que hicieron las vértebras del gigante en el momento en que apoyó la rodilla en su espalda y le giró bruscamente la cabeza.
Cuando se alejó por la orilla del río lloraba en silencio.
—Es lo más repugnante que he visto en mi vida.
—Pero la única forma que tenía de vencer. Era el truco predilecto de Vasco Núñez de Balboa, al que ni siquiera Alonso de Ojeda se atrevía a enfrentarse, porque el muy cerdo no necesitaba meterse los dedos en la boca; vomitaba con la misma facilidad con que otros se tiran un pedo.
—¡Menudo guarro! Ha sido una pelea de lo más rastrera y asquerosa.
—Estoy de acuerdo, y por ello te rogaría que no volviéramos a hablar de este asunto; me avergüenza.
En efecto, ni Cienfuegos ni Silvestre Andújar volvieron a mencionar jamás tan desagradable incidente, pero conscientes de que pronto o tarde nuevas partidas de pieles rojas acabarían por descubrirles, tomaron de común acuerdo una sensata decisión: lo mejor que podían hacer era dormir de día y caminar de noche.
Para ello, lo primero que tenían que establecer era el rumbo que pretendían seguir, para lo cual debían seleccionar una serie de estrellas que les sirvieran de guía en la oscuridad.
Muy pronto llegaron a la conclusión de que el mejor rumbo era el oeste, ya que de esa forma podrían comenzar a avanzar con las primeras sombras, guiados por la última claridad de poniente, y aprovechar de igual modo los amaneceres, cuando los primeros rayos se anunciaran a sus espaldas.
Aguardaron por tanto a que esa misma tarde se ocultara el sol y marcaron con una flecha extendida en el suelo el punto exacto por el que había desaparecido.
Luego observaron con mucho detenimiento cuál era la estrella que hacía su aparición en el horizonte lo más cerca posible de la punta de dicha flecha.
Cuando esa primera estrella se elevó casi una cuarta en el horizonte, eligieron otra que surgía un poco a la izquierda y marcaron en un pedazo de piel de conejo cuántos grados tenían que desviarse con el fin de seguir siempre la misma dirección.
De ese modo, eligiendo las siete estrellas o conjuntos de estrellas que iban surgiendo una tras otra sin apartarse más de un grado a cada lado del punto de destino, podían tener la casi absoluta seguridad de que, cuanto más tenebrosa fuera la noche, mejor avanzarían en la dirección correcta.
Se trataba de un sistema muy simple, pero muy eficaz si el viaje no se prolongaba demasiado, y resultaba evidente que no corrían peligro de tropezarse con nada en la oscuridad; no había nada con lo que tropezar, dado que una capa de suave hierba cubría el suelo como si se tratase de una mullida alfombra.
Cada estrella recibió su propio nombre: Ingrid, Rocío, Araya, Catalina, Garaona, Gaditana y Postrera, que era la que al hacer su aparición les anunciaba que había llegado el momento de andarse con ojo porque muy pronto el alba haría acto de presencia, de modo que les convenía buscar un lugar que les sirviera de refugio si no querían pasarse el día durmiendo entre la hierba y bajo un sol de justicia.
Dedicaron dos días a sangrar los árboles que se alzaban junto al río, a fin de recoger la resina que rezumaba, con la que pegaron largos haces de hierba seca sobre pieles de ciervo.
Durante sus años de esclavitud entre los cazadores de la pradera, el gaditano había adquirido una gran habilidad para confeccionar ese tipo de camuflajes. Cuando un hombre, por corpulento que fuera, se tumbaba sobre la hierba y se cubría con una de tales pieles, se convertía de inmediato en parte del paisaje.
Se podría pasar a cinco metros de él sin advertir su presencia.
Convencidos de que contaban con cuanto necesitaban, el tercer día lo emplearon en dormir y con las primeras sombras iniciaron su larga caminata hacia el oeste. No tenían ni la menor idea de hacia dónde se dirigían pero, al fin y al cabo, les daba igual un lugar que otro. Lo que en verdad importaba era abandonar cuanto antes la mayor cárcel que jamás había sido creada.
La «ruta de las estrellas» era, sin lugar a dudas, la más fiel aliada de que pudieran disponer dos desesperados fugitivos que avanzaban a ciegas por la mayor planicie conocida.
Se ataron el uno al otro por la cintura con una cuerda de unos cinco metros de largo, lo que evitaba que pudieran separarse y perderse en las tinieblas, y cada hora se alternaban en la cabecera debido a que muy pronto comprobaron que ése era el tiempo máximo que cada uno de ellos podía permanecer con la vista clavada en una distante estrella sin que los ojos acabaran por engañarlo haciéndole creer que era otra cualquiera de los millones de estrellas que constantemente hacían su aparición en la distancia.
Al gomero, nacido y criado entre montañas que determinaban con absoluta nitidez cuál era su entorno natural, le desconcertaba el hecho de que no existiera ni al frente ni a su espalda, ni a la izquierda ni a la derecha, un solo punto que sirviera de referencia, y por más esfuerzos que hacía aún no había conseguido acostumbrarse a que todo, absolutamente todo a su alrededor, fuera planicie.
Instintivamente se volvía a uno u otro lado, «buscando», y la desolación que descubría le producía una especie de angustioso vacío en la boca del estómago.
El viento era el único que de vez en cuando, y siempre de día, confería una pincelada diferente al paisaje al inclinar la alfombra de hierba en una u otra dirección, con lo que sus tonalidades variaban levemente, pero por las noches ese viento arreciaba hasta convertirse en un engorro, pues tanto los empujaba de costado como los frenaba en su avance.
Curiosamente, casi nunca soplaba llegando por la espalda, desde el este, como si también él se confabulara para impedirles la huida.
En un par de ocasiones incluso tuvieron que detenerse porque el esfuerzo que exigía luchar contra lo que acababa por convertirse en un auténtico vendaval los agotaba hasta el punto de que eran más las fuerzas que perdían que lo que conseguían avanzar.
Al fin y al cabo, no tenían prisa.
El gaditano reconoció que nadie que le importara lo más mínimo lo esperaba en parte alguna, y el canario llegó a la conclusión de que a su numerosa familia igual le daba que regresara un año antes o un año después, con tal de que regresara.
La experiencia de sus infinitas vicisitudes le había enseñado que en los tiempos en que le había tocado vivir, y cuando el destino parecía haberlo elegido como testigo de primera fila y «adelantado» de la vieja Europa en nuevos mundos de los que hasta aquel momento ni tan siquiera se tenía noticia, lo más importante era siempre intentar conservar el pellejo intacto confiando en que el caprichoso destino que lo había arrancado de su casa tuviera a bien devolverlo a ella.
En el fondo, su casa estaba donde estuvieran sus mujeres y sus hijos, y Cienfuegos confiaba en sí mismo y en su capacidad de ingeniárselas, como se las había ingeniado hasta el presente, a la hora de de reencontrarse con ellos.
Tanto el canario como el andaluz caminaban como autómatas desde que las primeras sombras se adueñaban del cielo, hasta que ese mismo cielo les anunciaba que el sol había hecho ya un primer guiño en la distancia, momento en el que esforzaban la vista buscando una laguna, un riachuelo o un simple grupo de arbustos que los pusieran a salvo de miradas indiscretas.
Cuando no lo conseguían se camuflaban entre la hierba y descansaban un par de horas; luego, atisbaban en todas direcciones con tanta paciencia y dedicación como el camaleón que aguarda, inmóvil sobre una rama, a que un desprevenido insecto se ponga al alcance de su pegajosa lengua.
Silvestre Andújar había aprendido de los nativos a ser paciente hasta el límite de la exasperación, porque en una infinita llanura en la que nada especial había sucedido durante los últimos mil años, nada especial sucedería a no ser que el ser humano lo provocara en uno de sus muchos actos de alocada precipitación.
Valorar el tiempo ha sido una de las tareas más difíciles a las que se ha enfrentado el hombre a lo largo de la historia.
El tiempo es oro en unos determinados momentos, pero en otros ese mismo tiempo debe convertirse en plomo que frene los impulsos y aplaque los ánimos.
Vidas, batallas, culturas e inclusos civilizaciones se han perdido por el simple hecho de que alguien no fue capaz de determinar cuál era el momento exacto de actuar y cuál el de mantener la calma, ya que tal como Alonso de Ojeda solía decir: «El mejor espadachín no es quien mejor maneja la espada, sino quien sabe lanzar la estocada cuando está la guardia bajada».
El capitán conquense, pequeño, delgado y aparentemente frágil, había demostrado la validez de su teoría en más de un centenar de ocasiones por la sencilla razón de que la naturaleza, que no le había dotado de altura, ni de fuerza, ni de una especial resistencia, le había proporcionado sin embargo el inapreciable don de saber elegir la décima de segundo precisa en que debía avanzar un paso y penetrar como una flecha por entre las defensas de su enemigo.
Desde que hicieron su aparición sobre la faz del planeta, los hombres han sido esclavos del tiempo, no por el hecho de que éste corra y los haga envejecer, sino porque no han sabido dominarlo y por lo tanto han acabado por convertirse en dominados.
Millones de esos hombres, y de igual modo millones de mujeres, han muerto con el convencimiento de que, si hubieran sido capaces de conseguir que el tiempo volviera atrás un día, unas horas e incluso a veces tan sólo un minuto, su vida hubiera sido muy diferente, más plena, más feliz, o con toda seguridad, menos desgraciada.
Por su parte, Silvestre Andújar era de la opinión de que esa absoluta carencia de valor del tiempo en las grandes praderas era el culpable de que los pieles rojas continuaran siendo unos seres extremadamente primitivos.
—He escuchado cómo proclamaban, con innegable orgullo, que sus antepasados de hace treinta o cuarenta generaciones vivían y cazaban tal como ellos lo continúan haciendo, convirtiendo de ese modo la tradición en la principal de sus virtudes —comentó un mediodía en el que descansaban a la sombra de un copudo roble que había crecido en mitad de la llanura por algún extraño capricho de la naturaleza o porque un ave emigrante había tenido tiempo atrás la feliz ocurrencia de aliviarse las tripas al pasar por aquel punto exacto—. Mi impresión es que nada nuevo, o fuera de lo normal, ha sucedido en estas praderas durante los últimos ochocientos años, y frente a semejante monotonía los nativos han respondido dejándose llevar por la apatía. Si les bastaba con puntas de flecha de piedra, nunca se preocuparon por mejorarlas, y si les bastaba con una tienda de piel de bisonte, nunca pretendieron construir una casa más sólida. La carencia de incentivos ha acabado por abotargar sus mentes, y sabido es que el conformismo se convierte en el peor enemigo del progreso.
—Cierto es que probablemente han ocurrido más cosas en el último siglo en Europa que aquí en ocho… —reconoció el canario—. Pero lo que cabe preguntarse es si allá son más felices que aquí.
—«La piedra es más feliz que el cactus, el cactus más feliz que la rosa, la rosa más feliz que la cabra, la cabra más feliz que el pastor y el pastor más feliz que el sabio —recitó el andaluz repitiendo la frase predilecta de su padre—. Pero yo sería más feliz siendo sabio que siendo piedra.»
—A mí no me iba nada mal como pastor hasta que conocí a Ingrid. Por ella intenté ser más sabio, con lo que se me acumularon los problemas —admitió el gomero—. Pero, en mi modesta opinión, a los pieles rojas no les queda mucho tiempo para continuar viviendo como lo han hecho hasta ahora —puntualizó—. Hemos llegado nosotros.
—¿Acaso crees que les cambiaremos la vida? —se sorprendió su interlocutor—. ¿Tan importantes nos consideras?
—¡No, por supuesto que no! Tú y yo no cambiaremos nada, de la misma manera que en la Gomera la llegada de un par de saltamontes africanos no altera la vida de los lugareños. Pero los gomeros saben que tras semejante avanzadilla acabará por llegar una plaga de langosta que devorará las cosechas y les condenará a pasar un año de penuria.