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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (26 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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La ciudad entera siguió al cortejo, la sultana Katima lo encabezaba montando su caballo bayo. La multitud expresaba su pesar como el mar en la playa de guijarros. Enterraron el cuerpo de cara al inmenso océano gris; después, el luto duró muchos meses.

Por alguna razón nunca superaron aquel año de luto. Se trataba de algo más que la muerte del soberano; era que la sultana continuaba gobernando sola.

Pues bien, Bistami y todos los demás hubieran dicho que la sultana Katima siempre había sido quien reinaba, y el sultán simplemente su elegante y amado consorte. Sin duda eso era cierto. Pero ahora, cuando la sultana Katima de Baraka entraba en la gran mezquita y dirigía la oración del viernes, Bistami se sentía incómodo otra vez, y podía ver que la gente de la ciudad también lo estaba. Katima había hablado ya antes muchas veces de aquella manera, pero ahora todos sentían la ausencia de la ayuda del ángel protector ofrecida por la indulgente presencia del sultán al otro lado del río.

Este malestar se transmitía a Katima, por supuesto, y sus charlas se volvieron más estridentes y quejumbrosas.

—Dios quiere que las relaciones en el matrimonio, entre marido y esposa, sean entre iguales. ¡Lo que puede ser el marido, la esposa también puede serlo! En la época del caos antes del año uno, en la época cero, sabéis, los hombres trataban a las mujeres como a bestias domésticas. Dios habló a través de Mahoma y dejó claro que las mujeres eran almas iguales a los hombres y que debían ser tratadas como tales. Dios les dio muchos derechos específicos: en herencia, divorcio, poder de elección, poder de mando sobre sus hijos; les dio su vida, ¿comprendéis? Antes de la primera hégira, antes del año uno, justo en el centro de aquel caos tribal de asesinatos y robos, esta sociedad de monos, Dios dijo a Mahoma que lo cambiara todo. Dijo, Oh sí, por supuesto que puedes casarte con más de una esposa, si quieres y si puedes hacerlo sin conflictos. Luego el siguiente verso dice: «¡Pero no puede hacerse sin conflictos!». ¿Qué es esto sino una prohibición de la poligamia expuesta en dos frases, en forma de acertijo o de lección, para hombres que no podrían imaginarlo de otra manera?

Ahora estaba muy claro que ella estaba tratando de cambiar la manera en que funcionaban las cosas, la manera en que funcionaba el islamismo. Por supuesto que todos habían estado haciéndolo, siempre, pero tal vez secretamente, sin admitirlo ante nadie, ni siquiera ante ellos mismos. Ahora lo enfrentaban en el rostro de su único soberano, una mujer. En el islam no había reinas. Ninguna de las hadith era útil entonces.

Bistami, desesperado por ayudar, inventó su propia hadith y, o bien proporcionó isnads plausibles pero falsos, atribuyéndolos a antiguas autoridades sufies creadas de la nada, o bien diciendo que eran palabras del sultán Mawji Darya o de algún viejo sufí persa que conocía; o dejaba que fueran entendidos como un saber tan común que no necesitaba adscripción alguna. La sultana hacía lo mismo, siguiendo su ejemplo, pensaba él, pero se apoyaba mucho en el Corán, regresando obsesivamente a los suras en los que ella basaba sus opiniones.

Pero todos sabían cómo se hacían las cosas en al-Andalus, y en el Magreb y en La Meca y, de hecho, en todos los sitios de Dar al-Islam, de uno a otro océano conocido (de los cuales ahora Ibn Ezra aseguraba que no eran más que uno que abarcaba la parte más grande de la Tierra, un globo cubierto en su mayor parte de agua). Las mujeres no dirigían la oración. Cuando la sultana lo hacía, seguía impresionando; y aquella sensación se triplicaba por la ausencia del sultán. Todos lo decían; si ella quería seguir por este camino, necesitaba volver a casarse.

Sin embargo, ella no mostraba señal alguna de estar interesada en eso.

Llevaba su vestido negro de viuda, se mantenía alejada de todo el mundo y no tenía comunicación alguna con las cortes de al-Andalus. El hombre que había pasado algún tiempo con ella aparte Mawji Darya era Bistami; cuando él comprendió el significado de aquellas miradas con que algunas de las personas de la ciudad le observaban, insinuando que tal vez podría casarse con la sultana y quitarles de encima aquella dificultad, esto lo hacía sentirse mareado, casi nauseabundo. La amaba tanto que no podía imaginarse casado con ella. No era ese tipo de amor. Tampoco pensaba que ella pudiera imaginárselo, así que no era cuestión de probar aquella idea, que era tan atractiva como aterradora, y por eso mismo sumamente dolorosa. Una vez ella estaba hablando con Ibn Ezra y Bistami estaba presente, le preguntó acerca de lo que aquél decía sobre el mar que los enfrentaba.

—¿Dices que éste es el mismo océano que ven los de las islas Molucas y los de Sumatra, del otro lado del mundo? ¿Cómo puede ser?

—Con toda seguridad el mundo es redondo —dijo Ibn Ezra—. Redondo como la luna o como el sol. Una esfera. Y nosotros hemos llegado hasta el extremo occidental de la tierra en el mundo y del otro lado del globo está el extremo oriental de la tierra del mundo. Y este océano cubre el resto del mundo, ¿entendéis?

—¿O sea que podríamos navegar hasta Sumatra?

—En teoría, sí. Pero he estado intentando calcular el tamaño de la Tierra, utilizando algunos cálculos hechos por los antiguos griegos y por Brahmagupta, del sur de la India, y también mis estudios del cielo; aunque no puedo estar seguro, creo que su circunferencia debe de ser de unas diez mil leguas. Brahmagupta dijo cinco mil yogandas, que por lo que yo entiendo es más o menos la misma distancia. Y la masa de tierra del mundo, desde Marruecos hasta las Molucas, supongo que son alrededor de cinco mil leguas. Así que el océano que miramos cubre la mitad del mundo, cinco mil leguas o más. Ningún barco lograría atravesarlo.

—¿Estás seguro de que es tan grande?

Ibn Ezra sacudió una mano inciertamente.

—No estoy seguro, sultana. Pero creo que debe de ser algo así.

—¿Qué hay de las islas? ¡Seguramente el océano no estará completamente vacío durante cinco mil leguas! ¡Seguro que hay islas!

—Sin duda, sultana. Quiero decir, parece probable. Los pescadores andalusíes hablan de algunas islas que han visto cuando alguna tormenta o las corrientes los han arrastrado lejos hacia el oeste, pero no mencionan la distancia ni la dirección.

La sultana parecía esperanzada.

—Así que tal vez podríamos navegar desde aquí y encontrar las mismas islas, u otras.

Ibn Ezra sacudió nuevamente la mano.

—¡Muy bien! —dijo ella repentinamente—. ¿Crees que podrías construir un barco para alta mar?

—Probablemente, sultana. Pero abastecerlo para una travesía tan larga... No sabemos cuántas leguas habría que navegar.

—Bueno —dijo ella sombríamente—. Tendremos que averiguarlo. Con el sultán muerto y nadie con quien pueda casarme —y le lanzó una única y breve mirada a Bistami—, habrá más de un villano andalusí que estará pensando en gobernarnos.

Fue como una puñalada al corazón. Aquella noche Bistami no paró de dar vueltas en la cama, viendo una y otra vez esa breve mirada. ¿Pero qué podía hacer él? ¿Cómo podía esperarse que él ayudara en semejante situación? No pudo dormir durante toda la noche.

Porque un esposo hubiera ayudado. En Baraka ahora faltaba el sentimiento de la armonía; seguramente la noticia de aquella situación había atravesado los Pirineos, porque a principios de la primavera siguiente, cuando los ríos aún fluían con fuerza y las montañas que los protegían se erguían aún blancas y con sus bordes dentados hacia el sur, un grupo de jinetes llegaron por los caminos que salían de las colinas, justo antes de una fría tormenta de primavera procedente del océano. Era una larga fila de jinetes, de hecho, llevaban pendones de Toledo y de Granada, y estaban armados de espadas y picas que brillaban al sol. Cabalgaron directamente hasta la plaza de la mezquita, llenos de color bajo las nubes cada vez más oscuras, y bajaron las picas hasta que todos apuntaban hacia adelante. Su jefe era uno de los hermanos mayores del sultán, Said Darya; se puso de pie sobre los estribos de plata para quedar más alto que el resto de la gente allí reunida y dijo:

—Reclamamos esta ciudad en nombre del califa de al-Andalus, para salvarla de la apostasía y de la bruja que urdió un hechizo sobre mi hermano y lo mató en su cama.

La multitud, que iba creciendo más y más, miraba estúpida y fijamente a los jinetes. Algunos de los ciudadanos tenían el rostro rojo y los labios apretados, algunos estaban contentos, la mayoría confundidos u hoscos. Unos pocos del grupo original del barco de los tontos ya estaban arrancando adoquines del suelo.

Bistami vio todo esto desde la avenida que llevaba al río y, de repente, algo de aquella imagen lo fulminó como un golpe; aquellas amenazantes picas y ballestas parecían la trampa para tigres de la India. Esta gente era como los Baghmari, los clanes de asesinos profesionales de tigres que recorrían el país deshaciéndose de los más problemáticos por unos honorarios. ¡Ya los había visto antes! Y no sólo con la tigresa, sino antes de aquello también, alguna otra vez que no podía recordar pero que igualmente recordaba, una emboscada para Katima, una trampa de muerte, unos hombres la apuñalaban cuando ella era alta y de piel negra; oh, ¡todo esto ya había sucedido!

Preso del pánico, atravesó el puente corriendo y llegó al palacio. La sultana Katima estaba a punto de montar para ir a enfrentar a los invasores pero él se interpuso entre ella y el caballo; Katima estaba furiosa y trató de apartarlo, y él le rodeó la cintura con el brazo, una cintura tan delgada como la de una niña. Esto sorprendió a ambos, y él gritó:

—¡No, no, no, no, no! ¡No, sultana; te lo suplico, te lo imploro; no vayas allí! ¡Te matarán, es una trampa! ¡Los he visto! ¡Te matarán!

—Tengo que ir —dijo ella, con las mejillas ardientes—. La gente me necesita...

—¡No, no es así! ¡Te necesitan con vida! ¡Nosotros podemos irnos y ellos pueden seguirnos! ¡Nos seguirán! ¡Tenemos que dejar que esa gente tome esta ciudad, las construcciones no significan nada, podemos ir al norte y tu gente nos seguirá! ¡Escúchame, escucha! —Y la cogió de los hombros, con fuerza, mirándola a los ojos—: Ya he visto todo esto antes. Me ha sido dado cierto conocimiento. Tenemos que escapar o nos matarán.

Podían oír los gritos al otro lado del río. Los jinetes andalusíes no estaban acostumbrados a tener como adversarios a un pueblo sin soldados, sin caballería, y estaban recorriendo las calles delante de la muchedumbre que les tiraba piedras mientras ellos huían. Muchos barakíes estaban locos de rabia; seguro que los mancos morirían para defenderla, y a los invasores no les iba a resultar todo tan fácil como ellos pensaban. Ahora la nieve caía en remolinos en el aire oscuro, volaba de un lado a otro con el viento y las nubes grises estaban cada vez más bajas. Ya había incendios en la ciudad, el barrio que rodeaba la gran mezquita comenzaba a arder.

—¡Vamos, Sultana, no hay tiempo que perder! ¡He visto cómo sucede esto, no tendrán piedad, están acercándose al palacio, tenemos que marcharnos ahora! ¡Esto ya ha ocurrido antes! ¡Podemos fundar una nueva ciudad en el norte; algunos vendrán con nosotros, organicemos una caravana y comencemos otra vez, defendámonos correctamente!

—¡Está bien! —gritó de repente la sultana Katima, mirando la ciudad en llamas al otro lado del río.

El viento soplaba racheado, y apenas podían oír los gritos de la ciudad a través de la ráfaga del viento.

—¡Malditos sean! ¡Malditos sean! ¡Trae un caballo, entonces, vamos, todos vosotros, vamos! ¡Tendremos que cabalgar a toda velocidad!

Otro encuentro en el Bardo

Y así fue que cuando todos se encontraron nuevamente en el Bardo, muchos años más tarde, después de haber ido hacia el norte y fundado la ciudad de Nsara en la desembocadura del río Lawiyya, y de haberla defendido exitosamente de los sultanes andalusíes taifa que la atacaron después de muchos años y de haber construido el comienzo de una potencia marítima, pescando en todos los mares y comerciando aún más lejos, Bistami quedó muy satisfecho. Él y Katima nunca se habían casado, el tema nunca había vuelto a surgir, pero él había sido el ulema principal de Nsara durante largo tiempo y había ayudado a crear una legitimidad religiosa para aquella cosa nueva, una reina islámica. Él y Katima habían trabajado juntos en este proyecto casi todos los días de su vida.

—¡Te reconocí! —le recordó él a Katima—. En medio de la vida, a través del velo del olvido, cuando importaba, vi quién eras, y tú..., tú también viste algo. ¡Sabías que estaba ocurriendo allí algo de una realidad más elevada! Estamos progresando.

Katima no respondió. Estaban sentados sobre las losas de un patio en un sitio muy parecido al santuario de Chishti en Fatepur Sikri, excepto que el patio era mucho más grande. La gente esperaba en una cola para entrar en el santuario y ser juzgada. Parecían los peregrinos haciendo cola para ver la Kaaba. Bistami podía escuchar dentro de él la voz de Mahoma, elogiando a algunos, amonestando a otros.

—Necesitas intentarlo otra vez —oyó que una voz como la de Mahoma le decía a alguien.

Todo estaba en silencio y contenido. Era la hora antes del amanecer, fría y húmeda, y el aire se llenaba de cantos de pájaros distantes. Sentado allí a su lado, Bistami podía ver ahora muy claramente que Katima no tenía nada que ver con Akbar. Sin duda, Akbar había sido enviado a una esfera más baja, e incluso ahora estaría merodeando por la selva en busca de comida, como había estado Katima en su existencia anterior, cuando había sido una tigresa, una asesina que sin embargo había entablado amistad con Bistami. Ella lo había salvado de los rebeldes hindúes, después lo había sacado del morabito en al-Andalus.

—Tú también me reconociste —dijo él—. Y los dos conocíamos a Ibn Ezra.

En ese momento Ibn Ezra inspeccionaba la pared del patio, pasando una uña por la línea que separaba dos bloques, admirando la mampostería del Bardo.

—Esto es auténtico progreso —exclamó Bistami—, ¡finalmente estamos llegando a algún sitio!

Katima le lanzó una mirada escéptica.

—¿A eso llamas progreso? ¿Perseguidos hasta caer en un pozo en el último rincón del mundo?

—¿Pero a quién le importa dónde estábamos? Nos reconocimos el uno al otro, a ti no te mataron...

—Estupendo.

—¡Fue estupendo! Yo vi a través del tiempo, sentí el tacto de lo eterno. Creamos un lugar donde la gente pueda amar lo bueno. Pequeños pasos, vida tras vida; y finalmente estaremos allí para siempre, en la luz blanca.

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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