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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (23 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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—Son bienvenidos todos los que tengan el espíritu de unirse a nosotros —dijo ella.

Bistami se aclaró la garganta, e Ibn Ezra, con disimulo, le hizo dar un paso adelante.

—Éste es mi joven amigo Bistami, un erudito sufí oriundo de Sind, que ha estado en La Meca y ahora continúa sus estudios en Poniente.

La sultana Katima lo miró y se detuvo de golpe, visiblemente sorprendida. Sus gruesas cejas negras se juntaron en concentración sobre los pálidos ojos, y de repente Bistami vio que era la marca del pájaro alado que había atravesado la frente de la tigresa, la marca que siempre había hecho que aquélla pareciera estar vagamente sorprendida o confundida, como sucedía con esta mujer.

—Me alegro de conocerte, Bistami. Siempre esperamos ansiosamente aprender de los eruditos del Corán.

Más tarde ese mismo día envió a un esclavo para pedir a Bismati que se reuniera con ella en privado en el jardín que se le había asignado mientras durara su estancia. Él acudió, sacudiendo inútilmente su túnica, sucia a pesar de todo intento de limpiarla.

Era el atardecer. Las nubes brillaban en el cielo occidental entre las siluetas negras de unos cipreses. Los frutos de los limoneros entregaban al aire su fragancia, y al verla sola junto a una fuente gorgoteante, Bistami sintió como si hubiera entrado en un sitio en el que ya había estado antes; pero aquí todo estaba al revés. Diferente en detalles, pero sobre todo, extraño, terriblemente familiar, como el sentimiento que lo había invadido brevemente en Alejandría. Ella no era como Akbar, tampoco como la tigresa, nada de eso. Pero esto ya había sucedido antes. De repente fue consciente de su respiración.

Ella lo vio bajo los arcos con arabescos del camino de entrada y le indicó con un gesto que se acercara. Y sonrió.

—Espero que no te importe que no lleve velo. Nunca lo haré. El Corán no dice nada acerca del velo, salvo un mandamiento que ordena velar el pecho, lo cual es obvio. En cuanto al rostro, la esposa de Mahoma Khadijeh nunca utilizó el velo, ni tampoco las otras esposas del Profeta después de que muriera Khadijeh. Mientras ella vivió, él le fue fiel, ya sabes. Si ella no hubiera muerto, él nunca se habría casado con ninguna otra mujer, él mismo lo dice. Así que si ella no utilizaba velo, yo no siento necesidad de hacerlo. El velo comenzó cuando lo utilizaron los califas en Bagdad, para separarse a sí mismos de la gente, y de cualquier khajiriti que pudiera aparecer. Era un símbolo de poder en peligro, un símbolo de miedo. Desde luego que las mujeres son peligrosas para los hombres, pero no tanto como para tener la necesidad de ocultar el rostro. De hecho, cuando nos vemos las caras entendemos mejor que todos somos iguales ante Dios. No hay velos entre nosotros y Dios, esto es lo que cada musulmán se ha ganado con su sumisión, ¿no lo crees así?

—Sí —dijo Bistami.

Continuaba sorprendido por la sensación de «ya he estado aquí» que lo había invadido. Hasta la forma de las nubes en el oeste le era familiar en ese momento.

—Y no creo que en el Corán haya ninguna, ¿verdad? La única insinuación posible de semejante cosa es el sura 4:34: «En cuanto a aquellas mujeres frente a las cuales temes deslealtad en cualquier conducta, amonéstalas, y luego niégate a compartir su cama», qué horrible sería eso, «finalmente golpéalas ligeramente».
Daraba
, no
darraba
, que es realmente la palabra «golpear» después de todo. Daraba es «empujar», o incluso «acariciar con una pluma», como en el poema, o incluso para provocar mientras se está haciendo el amor, sabes,
daraba
,
daraba
. Mahoma lo dejó muy claro.

Sorprendido, Bistami se las arregló para asentir con la cabeza. Podía sentir que tenía una expresión de asombro en el rostro.

Ella lo notó y sonrió.

—Esto es lo que me dice el Corán —dijo ella—. El sura 2:223 dice que «tu esposa es para ti como tu granja, así que trátala como lo harías con tu granja». Los ulemas han citado esto como si significara que se puede tratar a las mujeres como a la tierra que se pisa con los pies, pero estos clérigos, que son mediadores innecesarios entre nosotros y Dios, nunca son granjeros, y los granjeros leen bien el Corán y ven que su esposa es su comida, su bebida, su trabajo, la cama sobre la que se acuestan por la noche, ¡la mismísima tierra que pisan con sus pies! ¡Sí, por supuesto que tratas a tu esposa como a la tierra que pisas con tus pies! Agradece a Dios por habernos dado el Corán sagrado y toda su sabiduría.

—Gracias a Dios —dijo Bistami.

Ella lo miró y se rió en voz alta.

—Piensas que soy una atrevida.

—En absoluto.

—Oh, pero es cierto que soy una atrevida, créeme. Soy muy atrevida. ¿Pero no estás de acuerdo con mi lectura del sagrado Corán? ¿Acaso no he sido a fiel a cada una de sus frases, como una buena esposa es fiel a cada movimiento de su esposo?

—Eso es lo que yo creo, sultana. Creo que el Corán... insiste siempre en que todos somos iguales ante Dios. Y por lo tanto, hombres y mujeres. En todas las cosas hay jerarquías, pero cada miembro de la jerarquía tiene el mismo prestigio ante Dios, y éste es el único prestigio que realmente importa. Así que los de rango mayor y menor aquí en la Tierra tienen que ser considerados, todos ellos, como miembros iguales de la fe. Hermanos y hermanas en la creencia, no importa si son califas o esclavos. Y así con todas las normas coránicas sobre el trato con los demás. Son limitaciones, incluso para un emperador la relación a su esclavo más humilde, o el enemigo prisionero.

—El libro sagrado de los cristianos tenía muy pocas normas —dijo ella indirectamente, siguiendo el hilo de sus propios pensamientos.

—No lo sabía. ¿Lo has leído?

—Un emperador en relación a su esclavo, has dicho. Hay normas hasta para eso. Sin embargo, nadie elegiría ser esclavo en lugar de emperador. Y los ulemas han tergiversado el Corán junto con toda su tradición, y lo han hecho siempre en favor de los que están en el poder, hasta que el mensaje que Mahoma trazó tan claramente, directamente de parte de Dios, ha sido cambiado completamente, y las buenas mujeres musulmanas son convertidas nuevamente en esclavas, o peor. No tanto como ganado, pero tampoco como los hombres. La esposa es al esposo como un esclavo a su emperador, en lugar de lo femenino para lo masculino, el poder para el poder, la igualdad para la igualdad.

Para entonces sus mejillas estaban encendidas; él podía ver sus colores incluso bajo la pobre luz del anochecer. Sus ojos eran tan pálidos que parecían pequeños focos en el cielo crepuscular. Cuando los sirvientes trajeron las antorchas, su rubor se acentuó; ahora había cierto brillo en sus ojos claros, el fuego de las antorchas danzaba en aquellas pequeñas ventanas de su alma. Ahí dentro había mucha furia, furia caliente, pero Bistami nunca había visto tanta belleza. La miraba fijamente e intentaba grabar aquel momento en la memoria, pensando: nunca olvides esto, ¡nunca lo olvides!

El silencio pesaba, Bistami se dio cuenta de que si no decía algo, la conversación podía llegar a su fin.

—Los sufíes —dijo entonces—, hablan a menudo sobre el acercamiento directo a Dios. Es una cuestión de iluminación; yo mismo..., yo mismo lo he vivido, en un momento extremo. Para los sentidos es como estar lleno de luz; para el alma es el estado de baraka, gracia divina. Y esto es posible para todos por igual.

—Pero cuando los sufies dicen «todos», ¿se refieren también a las mujeres?

Él pensó en eso. Los sufies eran hombres, eso era cierto. Formaban hermandades, viajaban solos y se alojaban en morabitos o en zawiyas, los refugios en los que no había mujeres ni sitio para ellas; si estaban casados eran sufies, y sus esposas eran esposas de sufies.

—Depende de dónde te encuentres —contemporizó— y a qué maestro sufí sigas.

Ella lo miró con una pequeña sonrisa, y él se dio cuenta de que en este juego por quedarse cerca de ella, había movido una pieza sin ser consciente de que lo hacía.

—Pero el maestro sufí no podría ser una mujer —dijo ella.

—Pues, no. A veces dirigen las oraciones.

—Y una mujer nunca podría dirigir las oraciones.

—Bueno —dijo Bistami sorprendido—, nunca he oído decir que haya sucedido algo así.

—Igual que un hombre nunca ha dado a luz.

—Exactamente —dijo aliviado.

—Pero los hombres no pueden dar a luz —señaló ella—. Mientras que las mujeres podrían dirigir las oraciones sin ninguna dificultad. En el harén, yo las dirijo cada día.

Bistami no sabía qué decir. Todavía estaba sorprendido por la idea.

—Y las madres siempre les dicen a sus hijos qué rezar.

—Sí, eso es cierto.

—Los árabes anteriores a Mahoma adoraban a diosas, sabes.

—Eran ídolos.

—Pero la idea estaba allí. Las mujeres son poderes en el reino del alma.

—Sí.

—Y así como arriba, abajo también. Esto es verdad en todo.

De repente, ella dio un paso hacia él y puso una mano sobre su brazo desnudo.

—Sí —dijo él.

—Necesitamos eruditos del Corán para que vengan con nosotros hacia el norte, para ayudarnos a librar el Corán de esas redes que lo oscurecen, y para enseñarnos acerca de la iluminación. ¿Vendrás con nosotros? ¿Lo harás?

—Sí.

La caravana de los tontos

El sultán Mawji Darya era casi tan atractivo y elegante como su esposa y estaba tan interesado como ella en hablar de sus ideas, que generalmente giraban alrededor del tema de «la convivencia». Ibn Ezra le dijo a Bistami que aquél era el interés del momento entre algunos de los jóvenes nobles de al-Andalus: recrear la época de oro del califato omeya del siglo VI, cuando los gobernantes musulmanes habían permitido que florecieran los cristianos y los judíos que estaban entre ellos, y todos juntos habían creado la hermosa civilización que había sido al-Andalus antes de la Inquisición y la peste.

Cuando la caravana salía de Málaga con su harapiento esplendor, Ibn Ezra le contó a Bistami más acerca de aquel período, al cual Khaldun había tratado sólo muy brevemente, y los eruditos de La Meca y de El Cairo menos aún. En particular habían florecido los judíos andaluces, traduciendo al árabe muchísimos textos antiguos griegos, con comentarios propios, realizando originales investigaciones en medicina y astronomía. Los eruditos musulmanes de al-Andalus emplearon entonces lo que habían aprendido de la lógica griega, principalmente la de Aristóteles, para defender los principios del islam con toda la fuerza de la razón; entre ellos, Ibn Sina e Ibn Rashd habían sido los dos más importantes. Ibn Ezra no tenía más que elogios para los trabajos de aquellos hombres.

—A mi humilde manera, espero ampliar esos trabajos, si Dios quiere, con una particular aplicación a la naturaleza y a las ruinas del pasado.

Ambos adoptaron el conocido ritmo de la caravana. Amanecer: avivar las hogueras del campamento, preparar el café, alimentar a los camellos. Empacar y cargar, emprender el camino. La hilera de camellos se extendía más de una legua, con varios grupos retrasándose, alcanzándolos, deteniéndose, comenzando; por lo general avanzando muy lentamente. Tarde: en un campamento o un caravasar, aunque a medida que avanzaban hacia el norte pocas veces encontraban algo más que ruinas desiertas; hasta el camino había casi desaparecido, cubierto de árboles bastante viejos, con troncos gruesos como barriles.

La hermosa tierra que atravesaban estaba recorrida por cadenas de montañas entre las cuales había altas y amplias mesetas. Al atravesarlas, Bistami sentía que habían viajado hasta llegar a una esfera más alta, donde las puestas de sol proyectaban largas sombras sobre un inmenso mundo oscuro y ventoso. Una vez, cuando el último destello de luz del atardecer se vio debajo de unas oscuras nubes bajas, Bistami oyó a un músico que tocaba el oboe turco, dibujando en el aire una larga y quejumbrosa melodía que hería más y más, que parecía la canción de la propia voz o el alma de aquella morena meseta. La sultana estaba con él en el borde del campamento, escuchando también, con su perfecta cabeza inclinada como la de un halcón mientras miraba bajar el sol. Caía a la velocidad del propio tiempo. No había necesidad de hablar en este mundo de canto, tan inmenso, tan anudado; ninguna mente humana podría comprenderlo jamás, incluso la música apenas lo rozaba; ambos eran incapaces de aprehender el instante; sólo lo sentían. El todo universal los superaba.

Sin embargo, a veces, como en este momento, al atardecer, en el viento, alcanzamos a ver, con un sexto sentido que no sabemos que poseemos, atisbos de ese mundo más grande; inmensas figuras de trascendencia cósmica, una sensación de todo lo sagrado en una dimensión que está más allá de la razón o del pensamiento o incluso de los sentimientos, este visible mundo nuestro, encendido desde dentro, lleno de realidad.

La sultana se estremeció. Las estrellas brillaban en el cielo añil. Se acercó a uno de los fuegos. Bistami se dio cuenta de que lo había elegido como su qadi, para darse a sí misma más espacio para sus propias ideas.

Una comunidad como la de ellos necesitaba un maestro sufí más que un mero erudito. Ella había sido una muchacha muy estudiosa, decía la gente, y había padecido varios ataques hacía tres años. Ahora estaba cambiada.

Bueno, las cosas se aclararían a medida que fueran sucediendo. Mientras tanto, la sultana; el sonido del oboe; esta inmensa meseta. Esas cosas pasan una sola vez. La fuerza de esta sensación lo invadió tan intensamente como lo había hecho el sentimiento de «ya he estado aquí» en el jardín del morabito.

Así como las mesetas andalusíes se erguían altas bajo el sol, sus ríos eran profundos y con barrancos, como los uadi del Magreb, pero con sus aguas siempre en movimiento. Los ríos también eran anchos, y cruzarlos no era algo fácil. La ciudad de Zaragoza había crecido en el pasado debido a su inmenso puente de piedra, el cual atravesaba uno de los más grandes de estos ríos, el llamado Ebro. Ahora la ciudad estaba muy abandonada, sólo había algunos comerciantes y vendedores y pastores ambulantes agrupados alrededor del puente, en construcciones de piedra que parecían haber sido erigidas por el propio puente, mientras dormía. El resto de la ciudad había desaparecido, cubierta de pinos y arbustos.

Pero el puente seguía estando allí. Estaba hecho de piedra desbastada, grandes bloques más o menos cuadrados, tan desgastados por el agua que parecían biselados, aunque finalmente se unían en líneas que no admitirían una moneda, ni siquiera una uña. Las bases en cada orilla eran torres de piedra aplastantemente achaparradas, que descansaban sobre cimientos, decía Ibn Ezra. Las estudiaba con gran interés mientras la caravana lo cruzaba e instalaba el campamento en el otro lado del río. Bistami observó el dibujo de todo aquello que Ibn Ezra estaba haciendo.

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