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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Territorio comanche (9 page)

BOOK: Territorio comanche
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—Deberíamos irnos —recomendó Jadranka.

Mientras cambiaba la batería usada por otra nueva, Barlés miro el humo que salía de Bijelo Polje. Después encogió los hombros.

—Márquez quiere su puente.

—Dios mío —dijo ella.

Conocía de sobra a Márquez para saber que cuando algo le entraba en la cabeza no había mas que hablar.

Su leyenda estaba llena de historias, apócrifas o verdaderas. Se contaba de el que una vez, en Vietnam, insistió para que a un vietcong condenado a muerte, vestido con ropas negras, lo fusilaran sobre una pared de color claro, a fin de que la imagen no empastara al filmarlo. Si se lo van a cargar de todas formas, decía, mas vale que sirva de algo. Le preguntaron al vietcong y dijo que le daba igual, que pasaba mucho. Así que lo cambiaron de pared.

Barlés iba a preguntarle a Jadranka que más había dicho la radio. Pero entonces sonó un estampido tremendo, y la onda expansiva movió la puerta abierta del Nissan y agito las hojas del cuaderno de la interprete. Con lo que Barlés se dijo que tal vez, después de todo, Márquez tenía su jodido puente.

Pero no se trataba del puente. Cuando se acerco a la curva junto a la granja, vio que un cañonazo o un mortero pesado, tal vez 82 ó 120 mm., había caído en un ala del edificio, hundiendo un muro y sembrando de tejas rotas la carretera. Oía a su espalda los pasos de Jadranka pero no se volvió, sino que se puso a correr hacia la casa. Al llegar a la verja vio fugazmente, a su izquierda y a lo lejos, que Márquez se incorporaba sobre el talud y tenía la cámara pegada a la cara, grabando la humareda que aún se alzaba en el aire tras la explosión.

La verja estaba abombada y fuera de sus goznes. Saltó por encima, al patio, y lo primero que encontró fue una vaca muerta y un reloj de cuco suizo, roto en el suelo y con el pajarito fuera. Olía muy fuerte a explosivo quemado. La puerta de la casa estaba abierta y el suelo lleno de cristales rotos, pero no halló a nadie. Gritó para llamar al campesino croata y al poco lo vio asomar por la escalera del sótano, con el semblante de color gris ceniza.

—¿Todo
dobro
? —le preguntó, haciendo un gesto con la mano hacia el suelo para referirse a los niños—. ¿…
Nema problema
?

El croata negaba con la cabeza. Cuando Barlés se acerco a la escalera oyó a los críos llorar abajo. Márquez apareció en la puerta, con Jadranka; había entrado filmando, en
travelling
, por si encontraba dentro algo que mereciera la pena. Barlés hizo un gesto negativo. Lo único a filmar era el sótano, pero el flash estaba en el Nissan. De todos modos, aquel sótano ya lo habrían filmado cien veces en cien lugares distintos, y también era siempre el mismo, como las casas en llamas y los muertos que se parecían a Sexsymbol: una madre acurrucada en un rincón, estrechando a dos críos aterrorizados. Una anciana medio invalida con la mirada ausente, absorta en las aguas negras de su pasado, mas allá del bien y del mal. Y un hombre con esa tonalidad grasienta, gris, que el miedo da a la piel. Un hombre humillado, confuso, incapaz de hacer nada por los suyos. No merecía la pena ir hasta el Nissan, por el flash, para grabar otra vez aquello.

—No merece la pena le dijo a Márquez.

El cámara se encogió de hombros y salió al patio de la granja. Jadranka hablaba con el hombre en serbocroata, y este asentía con aire perplejo, retorciéndose las manos. El cielo sobre la cabeza, pensó Barlés. Nos pasamos la vida creyendo que nuestros esfuerzos, nuestro trabajo, lo que conseguimos a cambio de todo eso, son definitivos, estables. Creemos que van a durar; que nosotros vamos a durar. Y un día el cielo nos cae sobre la cabeza. Nada es tan frágil como lo que tienes, se dijo. Y lo mas frágil que tienes es la vida.

Salió al patio. Márquez hacía una panorámica desde la vaca muerta al muro destruido de la granja. A veces un animal muerto resulta mas patético que un ser humano. todo es cuestión de como se componga el plano, o la foto. Incluso un animal vivo Recordaba el perro con una pata rota de un balazo que los siguió una vez, cojeando, a Paco Olmedilla y a el, en Beirut, durante el asedio de Sabra y Chatila. En la guerra, los ojos de un animal herido son idénticos a los de un niño, porque mira a los hombres como el chiquillo mira a los adultos: reprochándoles un dolor que siente y cuya causa no comprende. Todos aquellos ojos de críos quemados por el napalm, desorbitados por el sufrimiento entre los vendajes que les cubrían la cara, en Jorramchar, en Estelf, en Tiro y en cientos de sitios que también eran siempre el mismo; todos los ojos de todos los niños de todas las guerras eran una larga recriminación sin palabras al mundo de los adultos. Pero no hacía falta que estuviesen heridos, o muertos como aquel de seis años que filmaron pequeño y solo, con un inútil vendaje en torno a la cabeza, tan frágil con su boca abierta y los brazos y el pecho desnudos, en el suelo de la morgue de Sarajevo el día que Paco Custodio le pasó la cámara a Miguel de la Fuente y se echó a llorar sentado en los escalones, con las lágrimas goteándole por el bigote. A veces el horror te aguarda agazapado, tranquilo, en la mirada de un crío vivo cualquiera, en una carretera perdida, en un sótano. En la cara del niño judío que levantaba —¿levanta?, ¿levantará?— las manos junto a su madre, ante el impasible verdugo nazi en el ghetto de Varsovia. La memoria de un reportero siempre es la memoria de un largo álbum de viejas fotos, de imágenes que a veces se funden unas con otras, de recuerdos propios y ajenos. Los vertederos llenos de muchachos torturados y muertos, en El Salvador. Las cárceles de Ceaucescu. La toma de la Quarantina por los falangistas libaneses.

El horror. Barlés movió la cabeza: la gente no tiene ni puta idea. Cualquier imbécil, por ejemplo, lee
El corazón de las tinieblas
y cree saberlo todo sobre el horror, así que pasa dos días en Sarajevo para elaborar la teoría racional de la sangre y de la mierda, y a la vuelta escribe trescientas cincuenta paginas sobre el tema y asiste a mesas redondas para explicar la cosa, junto a cantamañanas que no han peleado jamás por un mendrugo de pan, ni oído gritar a una mujer cuando la violan, ni se les ha muerto nunca un crío en los brazos antes de pasar tres días sin poderse quitar la sangre de encima porque no hay agua para lavar la camisa. Con los compromisos intelectuales, con los manifiestos de solidaridad, con los artículos de opinión de los pensadores comprometidos y las firmas de las figuras de las artes y las ciencias y las letras, los artilleros serbios se limpiaban el culo desde hacía tres años. Una vez, Barlés se ganó una bronca de sus jefes por negarse a entrevistar para Telediario a Susan Sontag, que por aquellas fechas montaba
Esperando a Godot
con un grupo de actores locales, en Sarajevo. Mandad a un redactor de Cultura, había dicho. O mejor a un intelectual comprometido. Yo soy un analfabeto hijo de puta y sólo me la ponen dura la guerra y la vorágine.

Miró la vaca muerta y luego su propio rostro en el reflejo de un cristal roto por la explosión, que aún se mantenía unido al marco de la ventana, y se dirigió a sí mismo una mueca. El horror puede vivirse o ser mostrado, pero no puede comunicarse jamás. La gente cree que el colmo de la guerra son los muertos, las tripas y la sangre. Pero el horror es algo tan simple como la mirada de un niño, o el vacío en la expresión de un soldado al que van a fusilar. O los ojos de un perro abandonado y solo que te sigue cojeando entre las ruinas, con la pata rota de un balazo, y al que dejas atrás caminando deprisa, avergonzado, porque no tienes valor para pegarle un tiro.

A veces, el horror se llama asilo de ancianos de Petrinja. Barlés pensaba eso cuando llegó junto a Márquez, que habla terminado con la vaca y encendía otro cigarrillo, aún con la Betacam al hombro.

—¿Qué hay en el sótano? —pregunto el cámara.

—Lo de siempre. Los críos, la mujer. Una vieja.

Márquez exhalo el humo y miró alrededor, como si aún buscara algo que grabar.

—Es malo ser viejo —comentó, y Barlés supo que se refería a la guerra. Cuando abría la boca, Márquez siempre se refería a la guerra.

—Un día ya no habrá mas —dijo Barlés—. Me refiero a todo esto, y a nosotros.

Márquez entornó los ojos, asintiendo.

—Prefiero no llegar tan lejos —aspiró una profunda bocanada del cigarrillo y después rió chirriante, sin ganas—. Por eso fumo dos paquetes diarios.

—Sí. Mejor eso que el asilo de Petrinja.

Supo que Márquez rumiaba el mismo pensamiento, porque vio que sus ojos quedaban fijos en un punto indeterminado y la boca se le endurecía. Lo del asilo ocurrió al principio de la guerra, cuando medía Petrinja, evacuada por los croatas, aún no estaba en maños serbias. Era territorio comanche en estado puro, y el ruido de los cristales rotos chascaba bajo sus pasos cuando caminaron con precaución por el lugar vacío, uno a cada lado de la calle, vigilando los edificios y atentos a los cruces, por si los francotiradores. Con esa sensación en la cara interior de los muslos y en el estomago que da saberse solo en tierra de nadie. Habrían buscado provisiones en una tienda despanzurrada: chocolate, galletas, una botella de vino. Mas tarde, en unos grandes almacenes saqueados, Barlés encontró un suéter de lana inglesa a su medida y Márquez una corbata de pajarita que se puso en el cuello de la camisa caqui. Después hicieron una entradilla en una plaza llena de agujeros, estamos aquí, etcétera, ciudad abandonada y demás. Barlés con el micro de TVE en la mano y Márquez haciéndole un plano medio, con un ojo en el visor de la cámara y el otro alrededor, atento. Y cuando ya se marchaban dieron con el asilo de ancianos.

Hubieran pasado de largo de no haber escuchado una voz, o un gemido, a través de los cristales rotos de una ventana. En el edificio, oficialmente evacuado ante el avance serbio, abandonados por los enfermeros en fuga, una docena de inválidos habrían quedado atrás, tendidos sobre camillas, en un corredor oscuro junto a la puerta. Eran tres los días que llevaban sin agua ni comida, entre el zumbido de las moscas y el hedor de sus excrementos. Y cuando Márquez y Barlés usaron sus Maglite para verlos mejor, desearon no haberlo hecho nunca. Un par de ellos estaban muertos. En cuanto a los que seguían vivos, iban a estarlo poco tiempo. Así que apagaron las linternas, encendieron el flash y los filmaron a todos, a los vivos y a los muertos. Al acercarles la cámara los ancianos se encogían en sus camillas, entre los orines y la mierda que manchaba ropas y sabanas, y chillaban débilmente enloquecidos de terror, tapándose los ojos alucinados, ciegos, deslumbrados por la luz del flash, suplicando a las dos sombras que se movían a su alrededor. Márquez y Barlés trabajaban sin hablar ni mirarse, y a la luz del flash sus rostros crispados y pálidos parecían los de dos fantasmas. Sólo se interrumpieron una vez, cuando Barlés se apoyó en la pared y se puso a vomitar, pero ninguno de los dos hizo comentarios. Después dejaron en las camillas toda el agua y la comida que tenían y subieron al primer piso, donde una bomba había sorprendido a un anciano vistiéndose para escapar. El viejo seguía allí. Llevaba tres días muerto, solo, sentado entre los escombros, cubierto de una capa de polvo y yeso desmenuzado, inmóvil y todavía con los zapatos ante los pies, junto a una conmovedora maleta de cartón y un sombrero. Tenía los ojos cerrados y una expresión serena, inclinada la barbilla sobre el pecho. Una costra de sangre seca le salía por la nariz hasta la barbilla sin afeitar y el cuello sucio de la camisa, y Barlés le dijo a Márquez que le filmara el rostro; pero este prefirió hacerlo de espaldas, encuadrándolo tal y como se veía desde el pasillo: sentado ante la ventana destrozada por la bomba, silueta patética, gris, inmóvil en la sobrecogedora soledad de aquella habitación deshecha, entre los ladrillos y muebles rotos, los hierros retorcidos y los jirones —maleta, sombrero, zapatos, ropa, papeles entre los escombros— de su pobre vida concluida a oscuras, cuando oía correr a los otros por el pasillo, despavoridos, y el se vestía buscando a tientas los zapatos para escapar.

El horror. Márquez reía como para sí mismo con gesto absorto, amargo. Y Barlés también se echó a reír entre dientes, mirando los ojos de la vaca muerta.

VI. El puente de Márquez

Jadranka se reunió con ellos en la carretera, frente a la granja.

—¿Qué te ha dicho? —le preguntó Barlés.

La interprete se encogió de hombros. Tenía aspecto fatigado.

—El hombre esta hecho un lío. No sabe que hacer: si irse o quedarse.

—Ese tío es idiota. Todo se acabó: este lugar, su granja. La Armija llegara hasta aquí, con puente o sin el.

—Eso he intentado explicarle.

Sonaron dos estampidos lejanos tras la curva del río, y los tres miraron en esa dirección.

—También nosotros tendríamos que irnos —dijo Jadranka.

Ni Márquez ni Barlés dijeron nada. Sabían que lo de ella no era temor, sino enunciación de un hecho objetivo. También Jadranka sabía que ellos lo sabían. Los tres estaban de acuerdo en que las posibilidades de largarse sin problemas disminuían a cada minuto.

—¿Qué pasa en Cerno Polje? —preguntó Márquez, mirando el puente.

—La radio dice que la carretera sigue abierta. Pero no por cuanto tiempo.

Márquez hizo un leve gesto afirmativo con la cabeza, como dándose por enterado. Después cambio la batería de la cámara y echó a andar de regreso al talud, en dirección al puente.

—Hijo de puta —dijo Barlés.

Le dijo a Jadranka que volviera al Nissan y desanduvo camino hacia el puente siguiendo a Márquez. Sexsymbol continuaba en su sitio y la humareda suspendida sobre Bijelo Polje era mas espesa. Ya no se oían disparos en el pueblo. Al observar el paisaje echó en falta algo, como en el juego de los siete errores, aunque en principio no pudo precisar de que se trataba. Se detuvo un instante hasta que por fin comprendió. Faltaba algo que antes estuvo allí: el campanario de la iglesia había desaparecido.

Resultaba curiosa, se dijo, la afición de los contendientes de todas las razas y colores por liquidar los símbolos religiosos del adversario. Recordó la mezquita del Morabitum en Beirut, con su minarete tan lleno de agujeros que parecía un queso de Gruyere. O las iglesias ortodoxas o cató1icas y las mezquitas dinamitadas por todas partes en la ex Yugoslavia. En otro tiempo, al menos, los turcos encalaban las paredes de Santa Sofia o los cristianos edificaban catedrales sobre los recintos religiosos andaluces, como si la arquitectura religiosa fuera, en cierto modo, compatible con el degüello. Ahora, sin embargo, las soluciones se aplicaban por la vía rápida: unos cañonazos, una carga de plástico en los cimientos, y santas pascuas. No habla siglos de Historia que resistieran al exógeno, la pentrita, la estupidez o la barbarie. La biblioteca de Sarajevo, por ejemplo. O la sinagoga bombardeada. O la mezquita Begova, con sus tejas de plomo de cuatro siglos alfombrando la calle Saraci. O el puente de Mostar, que tras resistir guerras e invasiones durante 427 años, no aguantó una hora de bombardeo de la artillería croata. Habían estado allí filmando sus ruinas desde la orilla este, el día que un francotirador le pego un tiro en la cabeza a una mujer y después otro en la espalda a Carla, la morena guapa que trabajaba para Unicef, y tres cascos azules españoles tuvieron que ir a rescatar a Carla, bajo el fuego, mientras un
freelance
les hacía fotos con teleobjetivo apalancado entre las ruinas. Gracias a aquellas fotos Carla se hizo famosa, los cascos azules tuvieron una medalla de Unicef y el fotógrafo consiguió cinco páginas en
París Match
. En cuanto a la mujer muerta, que aparecía en las imágenes boca abajo junto a los rostros crispados de los cascos azules con los tiros impactando en la pared, la bala explosiva le destrozó la cara, así que la enterraron sin poder identificarla, junto a aquel puente que ya no existía, y que —
most
significa puente en serbocroata— todavía daba nombre a una ciudad que ni siquiera parecía una ciudad. Lo que no dejaba de tener mucha irónica y puñetera gracia.

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