Territorio comanche (10 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

BOOK: Territorio comanche
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Al proseguir camino por el centro de la carretera, Barlés echó un vistazo a su derecha, hacia el bosque, sin ver a ningún soldado. Los javeos seguían ocultos, imaginó, si es que no habían tomado las de Villadiego. Márquez estaba otra vez en su posición de espera, tumbado en el talud con la Betacam apuntando al puente, junto a la mochila y el casco de Barlés. Este se hallaba a unos diez metros del cámara cuando miró otra vez hacia el lugar que había ocupado el campanario. Después bajó la vista hasta la curva de la carretera, al otro lado del puente y el río. Entonces vio el primer tanque.

Un tanque produce siempre una desazón especial. Es una masa de acero siniestra, que se mueve con estrépito y chirridos, como un dragón antiguo. Un tanque es lo mas antipático que puede uno encontrar en una guerra, sobre todo si está en el bando contrario. Hasta cuando le han pegado un misilazo y está quieto y oxidado resulta un artilugio con muy mala sombra. Un tanque despierta un miedo atávico, irracional, y siempre da gana de echar a correr. En 1982, recién llegado de las Malvinas, Barlés pasó ocho horas con un grupo de cazadores de carros palestinos, media docena de jóvenes equipados con RPG-7 que luchaban en los suburbios de Borj el Barajne, al sur de Beirut. Había un Merkava judío junto a un bloque de apartamentos, y todo el rato los chicos, de los que el mayor apenas tendría diecisiete años, intentaban destruirlo con los lanzagranadas. Iban una y otra vez, acercándosele protegidos por las ruinas, y le tiraban granadas de carga hueca que no conseguían dar en el blanco o atravesar el blindaje. Por fin, como un monstruo al que hubieran despertado del sueño, el Merkava giró lentamente la torreta, disparó un solo cañonazo y mató a dos de los palestinos. Después la infantería israelí cayó sobre el lugar disparando con todo, con los Galil y con las ametralladoras, y fue entonces cuando Philipot, el fotógrafo de Sygma, dijo que no merecía la pena hacerse matar por una foto —
se faire tuer
, dijo—, y salió corriendo, y Barlés también salió corriendo, y todo el mundo salió corriendo, y Barlés y Philipot no pararon hasta llegar al hotel Commodore, donde Tomas Alcoverro, de
La Vanguardia
, los esperaba en el bar para contarles, una vez mas, cómo su mujer lo había abandonado por Pablo Magaz, de ABC.

Eso ocurría con frecuencia en el oficio. Uno estaba, por ejemplo, corriendo delante de un tanque libio en Yamena, y mientras tanto la legítima estaba en los juzgados de Barcelona pidiendo el divorcio. Pero lo cierto es que la mayor parte de los miembros de la tribu no se lo tomaban muy a mal. A fin de cuentas, mientras ellos jugaban a héroes cruzando calles y todo eso, ellas lidiaban con el colegio de los críos, los plazos del televisor, la factura del butano y la soledad. Tomas Alcoverro se hacía cargo y se consolaba como podía. Era el mas veterano de los reporteros y corresponsales en Oriente Medio, y una noche, en una playa de los Emiratos, le confesó a Barlés que esperaba morirse en Beirut porque en España ya no conocía a nadie. Lo mismo le pasaba a Julio Fuentes, de
El Mundo
, que cuando era joven y guapo se había calzado a Bianca Jagger, contaban, en la guerra de Nicaragua. O quizá ella se lo había calzado a él; la peña discrepaba en las versiones. Después, como Tomas y tantos otros, Julio tuvo una novia que le dijo adiós muy buenas, harta de que pasara la vida en Sarajevo. Con tanto zambombazo Julio Fuentes estaba muy para allá, alucinando en colores como si se metiera cada día guerra en la vena con una jeringuilla. Así que Pedro Jota, su jefe, decidió retirarlo de corresponsal a Italia, donde ahora llevaba corbata y tenía un coche deportivo, y una novia nueva. Lo malo es que algunas noches a Julio se le iba la olla y se despertaba en Bosnia. Las tres Des, solía decir el abuelo Leguineche: desequilibrados, divorciados, dipsómanos.

Barlés abrió la boca para gritarle a Márquez lo del tanque, pero en ese instante oyó llegar la primera granada. Esta vez no era mortero sino tiro tenso, directo, sobre las inmediaciones del puente. Se tiró al suelo al oírla pasar sobre su cabeza, alta, con sonido de tela rasgada, y la oyó reventar mas atrás, al otro lado de la granja. El Nissan, pensó. Ojalá esos hijoputas no le den al Nissan. Después pensó en Jadranka. Ojalá esos hijoputas tampoco le den a ella.

Se levantó para franquear los diez metros que lo separaban de Márquez, y al hacerlo vio que de la linde del bosque salían dos javeos a todo correr, hacia la carretera. Llevaban los Kalashnikov en la mano y parecían tener mucha prisa. Al otro lado del río, el tanque se movía despacio, como a cámara lenta, pero Barlés supo que era solo una ilusión óptica producida por la distancia. Los tanques siempre se mueven mas aprisa de lo conveniente.

Se dejó caer junto a Márquez, en el talud, justo cuando una segunda granada pasaba sobre sus cabezas, en la misma dirección. El cámara tenla la Betacam encendida y grababa el puente en plano general fijo, pero con el ojo izquierdo vigilaba el tanque que se aproximaba todavía fuera de cuadro. Habla figurillas confusas cerca, detrás, por la carretera.

—Infantería —dijo Barlés.

—La he visto.

Los dos javeos llegaron hasta ellos. Uno era muy joven y sudaba a chorros bajo un chaleco antibalas enorme, de esos que utilizan los artificieros, con un faldón que le protegía los testículos y lo incomodaba al correr. El otro era grande, con mostacho. Estaban muy nerviosos y subieron hasta la mitad del talud, gesticulando.

—Dicen que nos larguemos —interpreto Barlés.

Márquez, atento a la cámara y al puente, no se molestaba en responder. El mas joven subió un poco mas y le tocó la bota.

—Anda y que te den por culo —le dijo Márquez.

La tercera granada hizo impacto entre el talud y el bosque, justo por donde habrían venido corriendo los javeos, y algunos terrones con hierba cayeron en la carretera. Todos se aplastaron contra el suelo menos Márquez, que no perdía el puente de vista. Pasando mucho del que dirán, Barlés se puso el casco. El javeo joven dijo
glupan
mirando a Márquez, que en serbocroata viene a ser algo así como gilipollas, y se fue con el otro a lo largo de la carretera, protegiéndose en el talud, en dirección a la granja.

—Se piran —dijo Barlés.

Tenía unas ganas locas de salir corriendo, pero hay cosas que no pueden hacerse. Mientras se ajustaba el barbuquejo del casco vio que otros dos javeos salían del bosque y se iban corriendo por el campo, también hacia la granja. Ahora una ametralladora del 12.7 tiraba desde el otro lado del río, y las trazadoras rojas venían muy despacio, a lo lejos, pareciendo aumentar de velocidad a medida que se acercaban: como la línea central de una carretera cuando se va muy rápido, en coche.

—Mierdamierdamierda —dijo Barlés.

El trazo rojo pasó alto, unos diez metros sobre sus cabezas, y después se desvió a la izquierda antes de extinguirse, aproximadamente por donde estaba Sexsymbol. Pirotécnicamente, la guerra era todo un espectáculo. La primera vez que los Phantom iraníes bombardearon Bagdad, en septiembre de 1980, Barlés pasó la noche, fascinado, en la terraza del hotel Mansur, con Pepe Virgilio Colchero, del
Ya
, y Fernando Dorrego, de ABC, tumbados boca arriba y conversando mientras veían subir las trazadoras y los misiles tierra-aire. Once años mas tarde, Barlés repetiría experiencia con Pepe Colchero en Dahran, cuando los Patriot norteamericanos derribaban Scud iraquíes sobre Arabia Saudí, y todos observaban el espectáculo con las mascaras antigás al alcance de la mano. Y es que la del Golfo fue una guerra singular: cinco meses de espera, un mes de incursiones aéreas y una sola semana de guerra terrestre. Hay una vieja regla del oficio: los enviados especiales hacen la carrera juntos, pero el
sprint
lo corre cada uno por su cuenta. Eso ocurrió la noche del avance aliado, con todo el mundo disimulando sus intenciones en los centros de prensa y en el Meridien de Dahran. Que si habrá que intentar ir a Kuwait un día de estos. Que si yo prefiero esperar un poco. Que si nosotros también. Que si es demasiado arriesgado viajar ahora. Etcétera. Y apenas se dijeron buenas noches, cada equipo de televisión, Pierre Peyrot y la gente de EBU, Achile d'Amelia y la RAI, TV3, TVE y los demás, cargaron sigilosamente agua, combustible y provisiones en sus todo terreno, y tras ponerles señales de identificación aliadas —una V invertida en los costados y una franja naranja en el techo— subieron por el desierto, hacia el norte, a base de mapas y brújula, entre los campos de minas. Al día siguiente se encontraban unos con otros en Kuwait City, barbudos y cubiertos de polvo, sin sorprenderse lo mas mínimo ni formular el menor reproche: son los usos de la tribu. Barlés y Josemi Díaz Gil llegaron a tiempo de grabar los últimos combates entre iraquíes rezagados y tropas norteamericanas, con la casa Rolex saqueada y llena de cajas vacías, el Sheraton en ruinas, el Hilton destrozado y a oscuras, los kuwaities dándoles besos por las calles, y todo aquel horizonte en llamas, los pozos de petró1eo ardiendo bajo un cielo negro de cenizas, con Don McLean cantando
Vincent
en el radiocassette del Land Cruiser, y los tanques iraquíes humeantes a ambos lados de la carretera.

Barlés vio aparecer un segundo tanque por la curva de Bijelo Polje y supo que al puente le quedaba menos de un minuto. Tumbado en el talud se volvió a medías, buscando una ruta de retirada. Bajo el fuego nadie corre en línea recta, sino que traza un itinerario mental previo antes de moverse: de aquella piedra al árbol, y de allí a la cuneta, respetando el viejo principio
never in the house
: nunca en la casa. Cuando tienes que echar a correr, las casas son trampas peligrosas: no sabes lo que hay dentro y además, si te quedas allí, al final las balas atraviesan sus paredes y las bombas te las derrumban encima. Uno entra creyéndose a salvo, y ya no sale nunca.

La ametralladora del 12.7 seguía disparando a intervalos, y el tramo de carretera hasta Sexsymbol quedaba excluido por demasiado expuesto. Tal vez era mejor seguir el talud, como hicieron los dos javeos, y después una carrera rápida por delante de la granja para llegar al Nissan. Barlés se puso la mochila a la espalda y apretó los dientes, sintiendo el desagradable hormigueo de las ingles y el vientre. Ya voy estando mayor para esto, se dijo. Es mejor ser joven, creer en buenos y malos, tener só1idas piernas, sentirse protagonista implicado y no simple testigo. A partir de los cuarenta, en este oficio te vuelves condenadamente viejo.

Se inclinó sobre el hombro de Márquez para comprobar el nivel de batería, y entonces todo ocurrió casi al mismo tiempo. Unas balas hicieron vibrar la chapa metálica del puente y una granada acertó justo en mitad de la carretera, a sus espaldas. A Sexsymbol se lo han cargado por tercera vez, pensó, y entonces el puente se movió un poco hacia arriba, estremeciéndose sobre un resplandor naranja, y Barlés no oyó estampido alguno, sino un golpe de aire denso y caliente, como si fuera só1ido, que le golpeo el pecho, la cara y los tímpanos para retumbarle dentro de los pulmones, las fosas nasales y la cabeza, y después vino el ruido, muy seco, algo Así como Crae-bang, y el río y el puente se llenaron de humo y del cielo empezaron a llover cascotes. Y cuando miró a Márquez vio que tenía el ojo pegado al visor de la cámara y que el muy cabrón sonreía de oreja a oreja.

Ahora caía de todo. Furiosos por lo del puente, los de la Armija arrasaban la orilla. Barlés vio que los últimos javeos, cuatro hombres, salían del bosque y echaban a correr hacia la granja.

—Vámonos—dijo Márquez.

—¿Lo tienes?

—Lo tengo.

Las 12.7 chascaban en el asfalto. Barlés se deslizó hacia abajo por el talud sabiendo que tras él, con la Betacam al hombro, Márquez lo filmaba en
travelling
subjetivo mientras se largaban de allí. Otra granada estallo arriba, en la carretera. Corrieron unos treinta metros protegidos por el talud, y tras chapotear en un riachuelo de fango subieron de nuevo hacia la carretera. Lo del riachuelo habrá quedado bien con el fondo de los zambombazos, pensó Barlés antes de trepar. Se detuvo a la mitad para coger la cámara que Márquez le entregaba.

—¿Cogiste los tanques?

—Estaban fuera de cuadro; no podía cambiar de plano.

—Es igual.

Le devolvió la Betacam cuando llegaron arriba de nuevo. La 12.7 seguía tirando a lo loco, a través de la humareda que ya empezaba a disiparse. Ojalá que a este cabrón no se le ocurra filmar ahora, rogó. Ojalá que a este cabrón. Ojalá que.

De pie en mitad de la carretera, como si estuviera en la Gran Vía de Madrid, Márquez se echó la Betacam al hombro e hizo un tranquilo plano del puente.
Zoom
a general, con los hierros retorcidos del lado de acá y una sección levantada hacia arriba, como uno de esos levadizos que suben y bajan. Barlés vio perfectamente como un bala de 12.7 rebotaba en el suelo, sin fuerza, y venía rodando hasta muy cerca de las botas del cámara.

—A negro —dijo Márquez.

Lo que significaba fin del trabajo, Así que echaron otra vez a correr. Es difícil hacerlo agachado cuando te disparan; cansa mucho y da unas agujetas terribles, sobre todo si llevas los pantalones empapados de agua y barro. Se detuvieron a recobrar aliento junto a la verja reventada de la granja. El cadáver de la vaca seguía en el patio, la puerta estaba de par en par y la casa parecía desierta. Espero que ese imbécil se largara por fin, pensó fugazmente Barlés. Y que Jadranka siga esperándonos con el Nissan.

—Con suerte, llegamos para el telediario —dijo Márquez.

Barlés se conformaba con llegar al coche, pero no lo dijo. Siguieron un trecho pegados al muro de la granja, por la cuneta, escuchando impactos de mortero cerca, al otro lado. Al doblar la esquina encontraron a cuatro de los javeos que habían salido del bosque. Estaban sentados con la espalda contra la pared, fumando a cubierto, sin decidirse a recorrer el ultimo tramo de carretera hasta la ultima curva. Era allí donde batía el mortero.

—No cruza —aconsejó uno de ellos—. Mucho bum-bum.

Era un croata grandote, con canas en el mostacho. Todos parecían exhaustos. El que había hablado miró la cámara con curiosidad e hizo un gesto con las manos, imitando una explosión.

—Mucho bum-bum —repitió, y señaló a uno de sus compañeros, un jovencito de pelo rapado hasta la coronilla, quien hizo el gesto de bajar una palanca.

—He aquí al artista —dijo Barlés. Y Márquez se echó al hombro la Betacam para filmar al dinamitero javeo haciendo la V de la victoria.

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