Territorio comanche (5 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

BOOK: Territorio comanche
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Para Barlés, como para cualquier reportero veterano, cada guerra estaba ligada al nombre de un hotel. Cuando la tribu de los enviados especiales desentierra el hacha y acude al olor de la pó1vora, muchos rostros e identificaciones se sitúan mencionando fechas y hoteles: el Ledra Palace en Chipre, el Commodore y el Alexandre en Beirut, los Intercontinental de Managua, Bucarest o Amman, el Hilton en Kuwait, el Chari de Yamena, el Camino Real de El Salvador, el Continental en Saigón, El Sheraton de Buenos Aires, el Parador de El Aaiún, el Dunav de Vukovar, el Mansour y el Rachid en Bagdad, el Explanade en Zagreb, el Anna María de Medugorje, el Meridien en Dahran, el Holiday Inn de Sarajevo, y tantos otros repartidos por la vasta geografía de la catástrofe. Los hoteles elegidos como cuartel general por los reporteros contienen un mundo singular y pintoresco: equipos de televisión entrando y saliendo, cables que cruzan el vestíbulo y las escaleras, baterías cargándose en cualquier enchufe, parábolas de teléfonos y equipos de transmisiones por todas partes, el bar sometido a expolio sistemático, apagones, velas en las habitaciones, camareros, soldados, proxenetas, furcias, traficantes, taxistas, espías, confidentes, policías, interpretes, dó1ares, mercado negro, fotógrafos sentados en el vestíbulo, tipos con la Sony pegada a la oreja escuchando France Inter o la BBC, cámaras por el suelo, equipos de edición, ordenadores portátiles, maquinas de escribir, chalecos antibalas apilados con cascos y sacos de dormir… A veces, como en Chipre, Kuwait o Sarajevo, también hay agua chorreando por las escaleras, cristales rotos a tiros y habitaciones deshechas a bombazos, colchonetas en los pasillos y el ruido de los generadores de gasolina para conseguir energía eléctrica. Barlés recordaba hoteles con Aglae Masini arrastrándose junto a Enrique Gaspar y Luis Pancorbo por el vestíbulo mientras paracaidistas turcos les disparaban desde la piscina. Cornelius emborrachándose con Josemi Díaz Gil en la hora feliz —dos copas al precio de una— del Camino Real, después que un helicóptero salvadoreño los atacara con cohetes en las montañas. Enric Martí limpiando sus Nikon en el bar del Holiday Inn cuando los serbios volaban la habitación 326 de un bombazo. Achille D'Amelia, Ettore, Peppe y los otros periodistas italianos en bañador y con mascara antigás en la piscina del Meridien mientras los Scud iraquíes hacían sonar la alarma en Dahran. Alfonso Rojo mentándole la madre a Peter Arnett porque no le dejaba usar el teléfono en el Rachid de Bagdad. Ricardo Rocha con una copa en la mano, saliendo a la puerta del Intercontinental a ver cómo los sandinistas atacaban el bunker de Somoza. Manu Leguineche tecleando en la Olivetti en la terraza del Continental, con el Vietcong a tiro de piedra. Javier Valenzuela con gafas negras en el bar del Alexandre, descubriendo la guerra enamorado de una libanesa. Tomas Alcoverro hablando muy serio con el loro del Commodore, haciéndole repetir:
Cembrero, te odio
,
Cembrero, te odio
. Todo el mundo corriendo al refugio del Osijek Garni y Julio Fuentes dormido en su habitación sin enterarse de nada, porque se desconectaba el
sonotone
de la oreja para dormir tranquilo. O las dieciocho putas rumanas reclutadas personalmente por Barlés en la fiesta de Nochevieja de los periodistas en el Intercontinental, con los chulos y los camareros tomando copas, Josemi esnifándose un Actrón picado, los hermanos Dalton —televisión gallega— liando canutos, y Julio Alonso y Ulf Davidson, muy mamados, tirándole bolas de nieve al tipo de la CNN que en ese instante emitía en directo al pie de la ventana.

Seguían tumbados el uno junto al otro, mirando el río. Barlés observó una vez mas el perfil del cámara: llevaba barba de dos días, y las arrugas verticales a cada lado de la boca le daban una expresión de dureza obstinada.

—No queda mucho tiempo —dijo Barlés.

—Me da igual. Esta vez no voy a perderme el puente.

Márquez tenía en Madrid una mujer y dos hijas a las que veía un mes al año, y transcurridos veinte días de ese mes se volvía tan insoportable que su propia familia le aconsejaba coger el avión y largarse a una guerra. quizá por eso Eva, su mujer, no se había divorciado aún: porque existían guerras a las que mandarlo. A veces, en sus raros momentos de confidencia, Márquez se volvía a Barlés y le preguntaba que coño iba a hacer cuando fuera demasiado viejo para viajar y tuviera que quedarse en casa meses y meses. Barlés solía responderle que no tenía ni puta idea. Si no muere antes o logra salirse a tiempo, un reportero jubilado es como un marino viejo: todo el día apoyado en la ventana, recordando. Uno termina en los pasillos, tomando cafés en la máquina y contándole batallitas a los jóvenes igual que el abuelo de la familia Cebolleta, como Vicente Talón. A veces se preguntaba si no era preferible pisar una mina al modo de Ted Stanford en la carretera de Famagusta, o reventar de una buena trompa o un sifilazo en un bar de El Cairo o un burdel de Bangkok. O de un Sida en condiciones como Nino, primero técnico de sonido y luego cámara de TVE, que se lo había bebido todo y se lo había cepillado todo antes de hacer mutis por el foro con menos de treinta años. Habían trabajado mucho juntos en el norte de África y el Estrecho, incluido un mes tendiendo emboscadas a los marroquíes con el Polisario, y Barlés todavía lo recordaba, estremeciéndose, en una pelea con botellas rotas en un bar de contrabandistas, en Gibraltar. Salieron de allí de milagro mientras Nino, que con pluma y todo era un tipo muy bravo cuando se colocaba, repartía tajos a diestro y siniestro. Ahora Nino estaba muerto y no tenía que preocuparse por la vejez, ni por la jubilación, ni por nada.

La jubilación. Hermann Tertsch solía mencionarla con lengua insegura hacia el tercer whisky, cuando su ordenador portátil ya había transmitido por línea telefónica la crónica que publicaría
El País
a la mañana siguiente. Hermann acababa de escribir un libro explicando la guerra en la ex Yugoslavia y lo habían ascendido a jefe de Opinión del diario, lo que significaba jubilarse de los viajes y la acción después de muchos años como reportero en Europa central. Era un fulano de la escuela austrohúngara, como Ricardo Estarriol, de
La Vanguardia
, y el maestro de maestros, Francisco Eguiagaray, a quien todos los taxistas de todos los hoteles de todo el este europeo saludaban con un elocuente
champán, chicas, factura, no problema
. Generoso como un gran señor, entrañable, nostálgico del Imperio y capaz de verter lagrimas con la Marcha de Radetzky, Paco Eguiagaray era el gran especialista de la zona, y sus crónicas para televisión, ferozmente antiserbias en los primeros momentos de la guerra, le costaron una jubilación anticipada. Sin embargo, el tiempo le daba la razón. Con Estarriol y Tertsch llegó a predecir, al pie de la letra, lo que se avecinaba en los Balcanes:

—Esos imbéciles de las chancillerías europeas no leen historia.

Solía referirse al tema mientras invitaba a champaña helado en Viena, Zagreb o Budapest a los colegas mas jóvenes, que acudían a el en busca de doctrina y experiencia. Acudían todos salvo la Niña Rodicio, que después de sólo dos años de periodismo activo se había transformado directamente de modosa becaria en pozo de experiencia, y no necesitaba doctrina de nadie, ni siquiera cuando confundía los calibres, hablaba de los B52 bombardeando en picado, o permitía que Márquez y los cámaras que trabajaban con ella le sacaran las castañas del fuego. quizá por eso la Niña Rodicio hablaba mal de Paco Eguiagaray, de Alfonso Rojo, de Hermann y de todo el mundo, y trataba a patadas a la gente de su equipo. Como decían Miguel de la Fuente, Fermín, Álvaro Benavent y los que tuvieron el privilegio de vivir de cerca el asunto, trabajar con ella era igualito que hacerlo con Ava Gardner.

En cuanto a los fulanos de las chancillerías citados por Paco Eguiagaray al predecir el negro futuro de los Balcanes, estaban demasiado ocupados ensayando sonrisitas de autocomplacencia y posturas ante el espejo como para hacerle caso. "Vemos la crisis con razonable optimismo”, había dicho el ministro español de Exteriores días antes de que los serbios atacaran Vukovar."Habrá que hacer algo un día de estos", declararon sus colegas europeos cuando la segunda parte empezó en Sarajevo. Entre pitos y flautas habían tardado tres años en reaccionar, y lo hicieron chantajeando a los musulmanes bosnios para que aceptasen el hecho consumado de la partición del país; cuando ya nada podía devolver la virginidad a las niñas violadas, ni la vida a las decenas de miles de muertos. Hemos parado la guerra, decían ahora que todo parecía cerca de acabar, y se empujaban unos a otros para salir en la foto, presentándose en el cementerio a pintar de azul las cruces. Cuarenta y ocho de esas cruces correspondían a reporteros, muchos de ellos viejos amigos de Márquez y Barlés. Y ojalá los ministros y los generales y los gobiernos hubiesen hecho su trabajo como todos ellos: con el mismo pundonor y con la misma vergüenza.

Barlés siempre recordaba a Paco Eguiagaray y al clan de los austrohúngaros en su feudo del hotel Explanade de Zagreb. A diferencia de los anglosajones, que se alojaban en el Intercontinental, los españoles preferían el Explanade, mas en la línea de los antiguos hoteles europeos, salvo Manu Leguineche, que se alojaba en el International para ahorrar, porque siempre iba tieso. En el Explanade el servicio era impecable, la bodega surtida, y las lumis discretas y elegantes. Fue allí donde, en el invierno del 91, Hermann Tertsch y Barlés brindaron con montenegrino de Vranac —la ultima botella— a la memoria de Paco Eguiagaray al volver del asedio de Osijek. En Osijek habían estado cenando en un restaurante al aire libre durante un bombardeo serbio. Las granadas pasaban por encima del jardín y caían cerca, pero ellos no se levantaron de la mesa porque los acompañaban Márquez, Julio Fuentes, Maite Lizundía, Julio Alonso y un grupo de periodistas jóvenes a quienes no podían decepcionar poniéndose nerviosos antes de los postres. Así que Barlés le dijo a Hermann una frase que después, con el tiempo, pasaría a formar parte de la jerga de los enviados especiales:
tres bombas mas y nos largamos
. Terminaron todos corriendo a oscuras por la calle entre una lluvia de cañonazos. Fue la misma noche que una granada le llenó la espalda de astillas y vidrios a un redactor jovencito de ABC en el pasillo del hotel, y Julio Alonso se pasó horas con el en la bañera, quitándole una a una las esquirlas incrustadas en el cuerpo.

—Menuda suerte —decía Hermann, fumando sentado en el bidet—. Llegas a tu primera guerra, te hieren, sales en todos los periódicos y además firmas en primera página… A otros nos cuesta años hacernos esa reputación.

El de ABC asentía, aturdido, diciendo
¡ay!
mientras Julio Alonso le hurgaba en la espalda para extraer las astillas de vidrio.

—¿Ves? Te quejas de vicio.

Hermann era delgado, elegante, y parecía mas un diplomático que un reportero. Usaba lentes con montura metálica y siempre vestía chaqueta y corbata, incluso en primera línea. El y Barlés se conocían desde Bucarest en la Nochebuena del 89, cuando las matanzas de la Securitate y la revolución en las calles. El día que entraron en el palacio de Ceaucescu y Hermann se llevó una corbata del dormitorio presidencial —una corbata ancha, espantosa, que nunca se puso— hacía tanto frió que los pies se les congelaban sobre el hielo. Así que, para echar los diablos, cogieron una cogorza importante. Terminaron, de madrugada, haciendo una carrera nocturna en automóvil por las calles desiertas de la ciudad, entre controles y francotiradores, pasándose la botella de coche a coche con Josemi Díaz Gil, el cámara, y con Antonio Losada, el productor de TVE. Josemi el Chunguito era flaco, nervioso, valiente, y se pasaba la vida divorciándose. Tenía pinta de gitano guapo, y una vez, en un reportaje sobre cárceles de mujeres, las reclusas intentaron violarlo sobre la marcha. Toda la tribu había llegado a Bucarest la madrugada de la revolución, tras un viaje de locos a través de los Cárpatos, con Antonio Losada al volante, derrapando sobre carreteras heladas, entre barricadas en llamas y campesinos armados hasta los dientes que bloqueaban los puentes con sus tractores y los miraban pasar desde lo alto de los desfiladeros, como en las películas de indios. En cuanto a Antonio Losada, era un tipo alto, apuesto, de gran corazón. En Bucarest iba cada día a la televisión local a transmitir el material grabado para los telediarios, y cada vez entraba y salía arrastrándose por el suelo, porque todo el mundo le disparaba. Nunca le habían pegado tiros antes, pero se aficionó tanto a aquello que cuando no tenia crónica iba de todas formas con tabaco y whisky para los técnicos rumanos, que lo adoraban y terminaron queriendo casarlo con una, montadora —de vídeo— muy guapa. Después de aquello estuvo en Bagdad la noche del bombardeo norteamericano, con Márquez y la Niña Rodicio, cuando todos menos Alfonso Rojo y Peter Arnett salieron por pies, y Márquez lloraba de rabia agarrado a la cámara porque la Niña Rodicio no quiso quedarse. Antonio Losada era el mejor productor de TVE —hablaba ingles, lo que entre los productores de Torrespaña suponía el no va mas— y además era un pedazo de pan, pero a veces le daba la neura y la liaba. Una vez que perdió un avión y se quedó tirado en Budapest, fue a tomarse una copa y, como se aburría, se estuvo pegando el solo con los gorilas húngaros de un discobar hasta que le partieron un labio. Llegó a Torrespaña al día siguiente con dos puntos en la boca, tumefacto y feliz.

Sonaron más balas perdidas y Barlés vio que Márquez sonreía un poco mientras apuraba la última chupada de su cigarrillo. Lo conocía lo bastante para adivinar sus pensamientos. Un día con buena luz, un cigarrillo, una guerra.

—Te gusta esto, cabrón.

Márquez se echó a reír, con aquella risa suya de carraca vieja, sin responder enseguida. Después tiró lejos la colilla y estuvo viéndola humear entre la hierba.

—¿Te acuerdas de Kukunjevac? —preguntó por fin, como si no viniera a cuento.

Pero Barlés sabía que si venía a cuento.

Kukunjevac fue en el 91, durante la ofensiva croata para capturar el pueblo serbio. Eran los tiempos en que uno llegaba junto a los soldados, decía hola muy buenas y se ponía a trabajar sin más trámites. Un batallón de seiscientos hombres avanzaba en dos filas a ambos lados de la carretera, recorriendo los cuatro kilómetros que los separaban del pueblo. Era la fuerza de ataque, la vanguardia, y todos sabían que los esperaba algo muy duro; a pesar de que eran jóvenes, ninguno mostró ganas de reír ni hacer bromas cuando Márquez se echó la Betacam al hombro y empezó a trabajar. Al principio siempre fingía rodar, para que se acostumbrasen y cobraran confianza, naturalidad. A eso lo llamaba trabajar con película inglesa. Pero aquel día no hizo falta. Al caer las primeras bombas, algunos sacaron rotuladores y bolígrafos para apuntarse, mientras caminaban, el grupo sanguíneo en el dorso de manos o antebrazos.

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