Territorio comanche (4 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

BOOK: Territorio comanche
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Barlés miró hacia el otro lado del río, donde los tejados de Bijelo Polje seguían en llamas. Imaginó qué objetos alimentaban aquel fuego: libros, muebles, fotos, vidas. Desde el incendio de la biblioteca de Sarajevo le resultaba imposible ver una casa ardiendo sin pensar en lo que había dentro. La biblioteca de la ciudad ardió también durante aquel tiempo, verano-otoño del 92, en que Manucher y Custodio y tantos otros se fueron y vinieron otros nuevos. El promedio de permanencia era de un par de semanas, pero a veces llegaban y los mataban, o los herían y evacuaban con tanta rapidez que no daba tiempo a saber sus nombres; como aquel productor de la ABC a quien, viniendo del aeropuerto, un francotirador le metió la bala explosiva en los riñones, justo entre la T y la V de la gran TV que lucia en la trasera de la furgoneta, y lo dejó listo de papeles cuando aún no llevaba veinte minutos en la ciudad. O la pareja de fotógrafos franceses, jóvenes,
freelancers
y desconocidos, en su primer reportaje de guerra. Llegaron a la diez de la mañana en el Hércules de la ONU, y a las once ya le había caído un mortero a uno de ellos, Así que lo evacuaron a Zagreb en el mismo avión en que vino. Su compañero, un pelirrojo tímido llamado Oliver, estuvo dos días vagando por el vestíbulo del Holiday Inn en estado de shock, incapaz de trabajar y de relacionarse con nadie, hasta que Fernando Múgica, de
El Mundo
, se apiadó de el y le dio alcohol y conversación durante toda una noche. Múgica justificaba Así su acto de caridad:

—Sólo hay algo peor que ser un fotógrafo desconocido al que hieren apenas llega a Sarajevo: ser el amigo desconocido del fotógrafo desconocido.

Barlés siempre sonreía al recordar a Fernando Múgica, a quien conoció casi veinte años antes, en el Aaiún. Fernando era un vasco rubio, alto, con buen corazón y buen humor. A su llegada a Sarajevo, la primera vez que los acompañó en coche por la ciudad a oscuras a través de un bombardeo nocturno, uno de los impactos cayó delante de ellos, incendiando un camión. Al pasar junto a él, iluminado por las llamas, Fernando había movido la cabeza:

—Esto no es real, ¿verdad…? ¡Lo habéis organizado vosotros para asustarme!

Barlés se detuvo en la cuneta. El muerto que se parecía a Sexsymbol estaba como lo había visto un rato antes, quizá con algunas moscas más. En realidad, pensó, todos los muertos se parecen una barbaridad. Cuando hacía memoria, recordaba cadáveres que siempre parecían el mismo en distintos escenarios y posturas. A veces las imágenes se superponían unas a otras, y resultaba difícil precisar a que lugar, a que momento del pasado correspondía cada una de ellas. Muertos conocidos o muertos sin nombre: Kibreab, Belali, Alberto, Yasír. Los eritreos muertos en la colina de Tessenei, el muchacho de Esteli, Georges Karame en Acherafieh, los iraníes del rió Karun, Pedro Aristegui en Hadath, la sandinista María Asunción en el Paso de la Yegua, Jasmina en la morgue de Sarajevo, los guardias nacionales con Rolex en la muñeca, achicharrados en la carretera de Basora. Y aquella vez que se asomó a un tanque destruido, en Yamena, y había dentro un soldado libio, muy joven, como dormido sobre un inmenso charco de sangre, litros y litros, la sangre mas viva y roja que Barlés viera nunca; tanto que abrió todas las escotillas hasta que hubo suficiente luz para hacerle una foto. Aquel mismo día hizo otra que fue primera página en
Pueblo
: dos guerrilleros junto a un cadáver enemigo como si se tratara de un trofeo de caza; uno haciendo la uve de la victoria y el otro con un pie sobre la cabeza del muerto. O quizá la foto no fuese del mismo día; ni siquiera de la misma guerra. Quizá el muerto no era chadíano, sino etíope, y en lugar de Yamena había ocurrido en Tessenei, Eritrea, donde el 4 de abril de 1977 Barlés estuvo media hora en una colina donde sólo había hombres muertos, y cuando terminó el ultimo rollo de película y dejó de verlos a través del objetivo, sintió tanto miedo que bajó la ladera corriendo, como si temiera no regresar nunca al mundo de los vivos.

De uno u otro modo, Barlés se alegraba de trabajar desde hacía diez años para la televisión, mientras sus viejas Pentax enmohecían en el fondo de un armario. Es mejor que de la imagen se ocupen otros.

Aún miraba el cadáver. Tenía los bolsillos vueltos del revés; sin duda sus compañeros lo registraron en busca de municiones, dinero y tabaco antes de dejarlo allí. Alejó con el pie las moscas del rostro, pero volvieron en seguida. Por un momento Barlés tuvo la fugaz visión de alguien esperando en alguna parte. Una mujer, tal vez. El muerto era joven, así que quizá se trataba de una madre, o una novia. De cualquier modo ese alguien, a la espera de una carta o una noticia, tal vez pendiente de la radio —
intensos combates en Bosnia Central
— ignoraba aún que el objeto de sus pensamientos era un trozo de carne pudriéndose al sol en la carretera entre Bijelo Polje y Cerno Polje. Porque en el fondo cada muerto no es sino eso: el dolor futuro de alguien que te espera y no sabe que estas muerto.

Barlés volvió la espalda a Sexsymbol y fue junto a Márquez con la mochila y el casco en la mano. De todas formas, blancos, negros o amarillos, del bando que fueran, todos los cadáveres que podía recordar eran siempre el mismo en la misma guerra, en su memoria y fuera de ella. Una vez hizo la prueba: editando un
Informe Semanal
sobre Angola, donde los muertos eran negros, insertó algunos planos de archivo con otros, blancos, filmados dos años antes, en El Salvador. Antolín, el montador de video, estaba preocupado. Veras como la liamos, decía. Pero nadie notó la diferencia.

III. Champán, chicas, factura, no problema

Una explosión sacudió los árboles al otro lado del río, y el fuego de fusilería, que se debilitaba entre los tejados en llamas, arreció por unos instantes. A la detonación siguieron otras en las que Barlés reconoció el cañón de 100 mm. de uno de los viejos T-54 capturados por los musulmanes. En algún lugar al otro lado del río tenían que estar volando tejas por los aires, y los últimos croatas defensores de Bijelo Polje iban a dejar de serlo de un momento a otro. Si los tanques habían llegado hasta allí, pensó, la tenaza estaba a punto de cerrarse en torno al pueblo. Pronto aparecerían tras la curva, con el puente a la vista, así que decidió regresar junto a Márquez.

Algunas balas pasaron silbando muy altas, casi al límite de su alcance, cuando cruzó la carretera. Procedían de la otra orilla y eran balas perdidas, de las que iban sin rumbo y a veces caían con un chasquido sobre el asfalto. Sonaban como al sacudir en el aire un largo alambre. Ziaaang. Ziaaang. Inclinó un poco la cabeza al oírlas pasar, por instinto. La bala que te mata es la que no oyes pasar, recordó. La bala que te mata es la que se queda contigo sin decir aquí estoy.

En realidad la guerra era eso, se dijo mientras llegaba junto a Márquez: kilos y kilos y toneladas de fragmentos de metal volando por todas partes. Balas, esquirlas, proyectiles con trayectorias tensas, curvas, lineales o caprichosas, trozos de acero y de hierro zigzagueando, rebotando aquí y allá, cruzándose en el aire, horadando la piel, arrancando trozos de carne, quebrando huesos, salpicando de sangre el suelo, las paredes. Después de veinte años de cubrir guerras, Barlés seguía sorprendiéndose ante el ingenioso comportamiento de algunos de esos trozos de metal: desde la mina saltarina, que en vez de estallar en el suelo cuando la pisaba Sexsymbol —efecto cónico, eficacia letal del 60%— lo hacía en el aire —efecto paraguas, eficacia del 85%—, hasta las granadas de carga hueca o la munición de calibre 5.56, que en los últimos tiempos empezaba a verse también en todos los frentes de Bosnia, a medida que los traficantes de armas conseguían mercados estables.

Ziaaang. Ziaaang. Pasaron zumbando, altas, dos balas más, pero esta vez no agachó la cabeza porque las esperaba y porque Márquez, recostado en el talud junto a su Betacam, lo estaba mirando. También eso de la 5.56 tiene su miga, pensó Barlés. Menos pesada que sus hermanas de otros calibres, posee además la ventaja de que al dispararse viaja en el límite de su equilibrio, de forma que cuando encuentra carne humana altera la trayectoria. Entonces, en lugar de salir en línea recta va y se tuerce, sale por otro sitio y, de paso, provoca la fractura de los huesos y el estallido de los órganos huecos, la muy zorra. también es cierto que mata menos, por ejemplo, que un calibre 7.62 OTAN o el más corto del Kalashnikov; pero todo esta estudiado. En cuanto a las balas, los muertos enemigos están muertos y ya está. Pero lo eficaz de verdad es que el enemigo tenga, más que muertos, muchos heridos graves, mutilados y cosas así: requieren esfuerzos de evacuación, cura y hospitales, complican la logística del adversario y le revientan la organización y la moral. Matar al enemigo ya no se lleva. Ahora lo moderno es hacerle muchos cojos y mancos y tetrapléjicos y dejar que se las arregle como pueda. A esa conclusión, suponía Barlés, llegaron los estados mayores tras leer el informe —las estadísticas de Vietnam cruzadas con las campañas napoleónicas, o vaya usted a saber— que algún calificado especialista elaboró después de analizar factores, tendencias y parámetros. Barlés imaginaba al fulano en mangas de camisa, llamándose Mortimer, o Manolo, con la secretaria trayéndole café, gracias, cómo van las cosas, bien, muy bien, siete mil muertos por aquí, diez mil por allá y me llevo cinco, diablos, este café esta ardiendo, oye, preciosa, si eres tan amable tráeme los porcentajes de quemaduras de napalm. No, este es de quemaduras en la población civil, me refiero al de soldados de infantería. Gracias, Jennifer, o Maripili. ¿Tomas una copa a la salida del trabajo…? No fastidies con eso de que estas casada. Yo también estoy casado.

Barlés lo sabía muy bien: el hecho de que un artillero serbio, por ejemplo, disparase la granada de mortero PPK-SlA en lugar de la PPK-SBB contra la cola del pan en Sarajevo podía suponer la diferencia entre que Mirjan, o Liljiana, vivieran, muriesen, recibieran heridas leves o quedasen mutilados para toda la vida. Y la existencia o disponibilidad de la PPK-SlA o la PPK-SBB dependían menos de las ganas del artillero serbio que de los cálculos estadísticos realizados por los citados Mortimer o Manolo mientras, entre café y café, intentaban llevarse al huerto a la secretaria. La bala retozona del 5.56, esa misma que hace zigzag y en vez de salir por aquí sale por allá o hace estallar el hígado, se comporta así porque un brillante ingeniero, hombre pacífico donde los haya, quizá cató1ico practicante, aficionado a Mozart y a la jardinería, pasó muchas horas estudiando el asunto. Tal vez hasta le dio nombre —
Bala Louise
,
Pequeña Eusebia
— porque el día que se le ocurrió el invento era el cumpleaños de su mujer, o su hija. Después, una vez terminados los planos, con la conciencia tranquila y la satisfacción del deber cumplido, el asesino de manos limpias apagó la luz en la mesa de proyectos y se fue a Disneylandia con la familia.

Llegó al talud, tumbándose junto a Márquez. El cámara había encendido otro cigarrillo y fumaba tranquilo, lanzando de vez en cuando miradas hacia los tejados del pueblo en llamas.

—¿Has oído los tanques? —preguntó.

—Si. Quieren terminar pronto.

—No creo que nadie más cruce por aquí.

—Yo tampoco lo creo.

Miró Barlés su reloj, impaciente. Odiaba los relojes. Llevaba veintiún años de su vida pendiente de ellos, de la hora llamada
deadline
en jerga del oficio. La hora en que se cierra la edición del periódico o el Telediario, y tu trabajo, si no ha llegado a tiempo, se va al diablo. Todavía era preciso viajar hasta el punto de edición, una casa rodeada de sacos terreros con un grupo electrógeno y una parábola en el techo, donde trabajaban Pierre Peyrot y la gente de EBU. Aún así, la transmisión se interrumpía a veces por un fallo en las líneas, un defecto en la señal de envío, un apagón del grupo, un bombazo demasiado próximo. Todo el trabajo de la jornada podía perderse de ese modo, y entonces Barry, el técnico norteamericano, encogería los hombros mirando a Barlés como si le diera el pésame.
May be the next time
, quizá la próxima vez. Barry era un tipo fuerte, siempre de buen humor, que hablaba a través del teléfono por satélite con su mujer filipina en una curiosa mezcla de anglo-español, y antes de colgar le decía
te quiero
en voz baja y tapándose la boca con la mano, como si le diese vergüenza que lo oyeran ponerse tierno cinco segundos. Los de EBU eran un equipo mercenario muy bueno en su trabajo, que daba servicio de transmisión por satélite a las televisiones integradas en la red de Eurovisión. En cuanto a su jefe local, Pierre, era un francés flaco y amable, con lentes, que vivía la mitad del año en Ámsterdam con su mujer y su hija, y la otra mitad en las guerras de cualquier lugar del planeta. Barlés había trabajado con él en todas partes y eran viejos amigos. Cada día, sin necesidad de que Madrid hiciera la petición oficial vía Bruselas, Peyrot reservaba para Barlés y Márquez un satélite de diez minutos y una hora de montaje previo con Franz, el teutón silencioso, o con Salem, el suizo-tunecino rubio, menudo y sonriente. Los días malos editaban las cintas de video con el casco y el chaleco antibalas puesto. Una vez, en Sarajevo, Franz y Barlés se fueron de la mesa de edición treinta segundos antes de que una granada estallara junto a la ventana, regando la habitación de esquirlas de metralla. Pierre compuso, con música de un chotis proporcionada por Márquez, una canción sobre eso: el día que Televisión Española se levantó a mear, etcétera. La cantaban a menudo al emborracharse a oscuras en el Holiday Inn mientras las bombas caían afuera, Manucher contaba chistes iraníes incomprensibles, y Arianne, la corresponsal de France Inter que a veces se parecía a Carolina de Mónaco, le chuleaba a Barlés paquetes enteros de Kleenex porque se le habían terminado las compresas.

Hoteles de periodistas. Cada guerra tenía el suyo desde siempre. Vicente Talón, Giorgio Torchia, Pedro Mario Herrero, Louisset, Miguel de la Cuadra, Green, Vicente Romero, Fernando de Giles, Basilio, Bonecarrere, Claude Gluntz, Manolo Alcalá, los viejos reporteros de Argelia, Katanga, Cuba, Biafra y los Seis Días, los que estaban muertos, hechos polvo o jubilados, y de cuyas historias narradas en bares y burdeles se había nutrido Barlés en su juventud, hablaban con nostalgia del Aletti de Argel o el Saint Georges de Beirut. Cuando pensaba en ello se sentía terriblemente viejo. Con Manu Leguineche y alguno más, Barlés pertenecía a una generación casi extinguida, la que empezó a oír tiros a principios de los años setenta. Eran otros tiempos, sin tanta prisa, cuando uno tecleaba en viejos télex, rodaba en cine, arrastraba la abollada Underwood, podía perderse meses en África, y a la vuelta sus reportajes se publicaban en primera página. Ahora, sin embargo, bastaba un retraso de cinco minutos, una descoordinación de satélite, para que la información se quedara vieja y no valiese una puñetera mierda.

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