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Authors: Federico Moccia

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Tengo ganas de ti (16 page)

BOOK: Tengo ganas de ti
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Ginevra se ríe y se mueve al ritmo de los Red Hot Chilli Peppers.

—¿Adónde vamos a cenar? —Ahora está mucho más tranquila, dueña de la situación. Me quedo en silencio. Hostia, me ha jodido. Buen golpe, pero propio de un imbécil. ¿Cómo se puede bromear sobre una cosa así? Sigo conduciendo mirando hacia delante. Por el rabillo del ojo la veo bailar. Lleva el ritmo perfectamente y baila divertida su
Scar Tissue
. Se agita moviendo el pelo. Se ríe de vez en cuando mordiéndose el labio inferior—. Venga, no te habrá sentado mal… —Me mira—. Perdona, pero estás conduciendo mi coche; cierto, con tu gasolina, lo digo yo antes de que me lo repitas tú. Llevas a una chica a cenar con tus amigos, ¿no?, o algo parecido… Así que no tienes ningún motivo para enfadarte. Lo has dicho tú… Diviértete… ¡Sonríe! Yo lo he hecho. ¿Por qué no lo haces tú ahora? —Sigo sin hablar—. Mira, te has pasado, te has enfadado. ¿Preferirías que estuvieran muertos de verdad? Está bien, entonces intentemos conversar un poco… ¿Cómo están tus padres?

—Estupendamente, están separados.

—¡Claro, claro! Madre mía, qué poco original eres. ¿No puedes inventarte algo mejor?

—¿Qué puedo hacer si es así? Mira que eres tozuda. ¿Ves?, es culpa tuya, tú has suprimido la credibilidad de nuestros diálogos.

—No estarás hablando en serio…

—Ya te he dicho que sí.

Se queda ella también un momento en silencio. Me mira con perplejidad y me estudia casi de soslayo.

—No es verdad.

—Te he dicho que sí.

Aún no está del todo convencida de mis palabras. Mientras conduzco, me vuelvo para mirarla. Nos quedamos un momento así, mirándonos a los ojos. Es una especie de competición. Después ella es la primera en bajar la mirada. Parece sonrojarse, pero hay demasiada penumbra para decidir si es verdad o no.

—Eh, mira hacia delante, mira la calle. La gasolina es tuya, pero el coche es mío, ¿no? Así que no me lo destroces.

Sonrío sin que lo note.

—Me has mentido, ¿verdad? No están separados.

—¿Cómo que no?, y desde hace varios años.

—Bueno, pues si es verdad, lo siento. De todos modos, he leído en algún sitio que los matrimonios separados con hijos mayores son más del sesenta por ciento. O sea que…

—¿O sea?

—Es un dato que no puedes usar para hacerte la víctima.

—Pero ¿quién quiere hacerse la víctima? Qué tontería…

Querría contarle toda la historia, quizá porque no sabe nada de mí o porque me inspira confianza, o bien por cualquier otro motivo que no sé. Pero no lo hago, algo me frena.

—¿En qué estás pensando? ¿En tus padres?

—No, pensaba en ti.

—¿Y en qué pensabas, si ni siquiera me conoces?

—Pensaba en lo bonito que es cuando no conoces a alguien pero lo tienes al lado, en los problemas que no tienes, en cómo te lo imaginas, en los juegos de la fantasía, en que vas donde quieres.

—¿Y adónde has llegado?

Hago adrede una pausa.

—Lejos. —Aunque no es verdad, me divierte decírselo—. Es más, he vuelto a pensarlo y me parece que tienes razón tú.

—¿En qué?

—En lo del «aprovechamiento».

—Idiota, qué tonto eres. Quieres que me preocupe, ¿verdad? Pero no lo lograrías, lo siento. Soy tercer dan. ¿Sabes qué quiere decir «tercer dan» o no tienes ni idea? Bueno, pues te lo explico en un momento. —Habla con ímpetu y yo la escucho divertido—. Quiere decir que no te da tiempo a ponerme la mano encima cuando yo ya te he tumbado, ¿lo has entendido? Tercer dan de kárate. Y he hecho también
kick boxing
. Prueba a alargar la mano y estás acabado. Acabado.

—Menos mal. Entonces estoy seguro contigo.

No me da tiempo a acabar la frase cuando el volante se me escapa de la mano. El Micra se ladea pavorosamente. Rectifico en seguida y levanto el pie del acelerador. Ginevra acaba encima de mí. Llevo el coche dulcemente hacia la derecha mientras ella se incorpora. Me propina un fuerte un puñetazo en el hombro, siempre en el mismo punto.

—¡Gilipollas, me has asustado! ¡Imbécil!

Me río.

—Ah, para ya, sé buena. Yo no tengo nada que ver: me parece que hemos pinchado.

—¡Pero qué dices! ¡Lo has hecho adrede!

—Te digo que no.

Bajo del coche y me agacho junto al capó para mirar las ruedas.

—¿Ves?, ¿has visto?

Ella también baja y ve la rueda pinchada.

—¿Y ahora?

—Y ahora espero que lleves la rueda de repuesto.

—Pues claro que la llevo.

—¡Muy bien!

Nos quedamos un momento mirándonos.

—¿Y?

—¿Y qué? Tráela, ¿no?

—Perdona, pero estabas conduciendo tú. O sea que la culpa es tuya.

—Quizá… Pero el coche es tuyo, o sea que la rueda la cambias tú.

Ginevra resopla y se dirige hacia el capó.

—¡Está en el maletero!

—Estaba comprobando que no se hubiera roto nada.

Miente.

—Claro…, claro… Faltaría.

Abre el maletero y levanta el cartón debajo del cual está la rueda.

—¿Cómo se saca?

—¿Ves ese tornillo grande que hay en lo alto? Sácalo y después tira de la rueda hacia ti.

Sigue todas mis instrucciones y libera la rueda. Intenta sacarla del coche, pero a medio camino ésta se le vuelve a caer dentro del maletero, rebotando. No puede con ella.

—Oye, ¿por qué no me ayudas?

—¿Cómo? Tú haz como si yo no estuviera. Eres tú la que ha dicho que no contabas conmigo esta noche, ¿no? Eso por no hablar del tema de la igualdad de sexos… Además, hay una cosa aún más importante.

Se planta frente a mí con los brazos en jarras.

—Oigámosla. ¿Qué?

—Has dicho que eres tercer dan, ¿no? Pero si te gana una rueda… Ah, ah…

Me mira hecha una furia. Casi se zambulle dentro del maletero, abraza la rueda y enarca la espalda hacia atrás. Hace un gran esfuerzo; voy de prisa hacia ella para ayudarla, pero lo consigue antes de darme tiempo a llegar.

—He podido, ¿qué creías?

Después, pasando por mi lado, me da un empujón con el hombro.

—¡Sal! No te quedes ahí en medio incordiando.

Hace rodar la rueda manteniéndola recta y casi arrojándomela encima.

—¿Te vas a apartar o no?

—¿Cómo no?, es más, voy a sentarme debajo de ese árbol a fumarme un cigarrillo. ¡No tardes demasiado, ¿eh?!

—Eso, vete, vete.

Diecinueve

Me siento al borde de la calle, sobre un muro bajo, y enciendo un cigarrillo. Me quedo así, mirándola oculto en la oscuridad. Después le grito desde lejos:

—Muy bien, muy bien, lo estás haciendo de maravilla.

Se mete debajo del coche para colocar el gato. Está arrodillada, las manos apoyadas en el suelo con los dedos crispados, mientras mira dónde tiene que poner el gato. El trasero apretado por los vaqueros sobresale como una pequeña colina en el asfalto, destacándose contra la carrocería del vehículo, como si éste fuera el cielo azul. Lo mueve mientras intenta encontrar el punto adecuado donde poner la palanca del gato. Es todo un espectáculo.

—Oye, no sabes el panorama que hay desde aquí. Tendrías que verlo. La luna, redonda, perfecta. Hay luna llena, ¿sabes?

Se levanta limpiándose las manos. Se frota una palma con sus finos dedos haciendo volar granos de arenilla pegados en la piel suave.

—Pero ¿qué luna?, si no se ve nada.

—Hace dos minutos estaba ahí, te lo juro, una luna con vaqueros, una maravilla. Asomaba desde debajo de tu coche.

—No pienso contestarte, que lo sepas.

Empieza a subir el gato bombeando arriba y abajo mientras el coche se mueve ligeramente.

—Avísame cuando hayas acabado, que a lo mejor me duermo.

Me dejo resbalar hacia atrás sobre el borde del murito. Miro las nubes que pasan en el cielo oscuro. Ahora se mezclan con el humo que dejo escapar de la boca. Nítidas, transparentes, bañadas de luz oculta, esa luna más alta, que no se ve pero que está ahí, más arriba, no con vaqueros. Respiro hondamente. Sonrío y me vuelvo para mirarla. Está aflojando los pernos. Intenta con fuerza girar la llave de cruz. No lo consigue y salta encima dándole golpes con el pie. La llave enganchada al perno se cae al suelo. Resopla, y con el canto de la mano, para no ensuciarse, se aparta el pelo de la cara. Guapa y acalorada. Vuelve a meter la llave de cruz en el perno y lo intenta otra vez. Se acerca un coche. Es oscuro, pasa a media velocidad, hace luces y toca Ia bocina. Después oigo un frenazo algo más adelante y el ruido de una marcha atrás acelerada, de hortera. Es un Toyota Corolla. Retrocede a toda velocidad, ladeándose ligeramente. Da media curva marcha atrás. Después se para delante del Micra de Ginevra. De él bajan varias personas. Me siento en el murito. Son tres chicos. Tiro el cigarrillo al suelo y me quedo allí siguiendo la escena.

—Hola, ¿qué haces aquí sola de noche?

—Has pinchado, ¿no? Qué mala suerte.

—Qué mala suerte la nuestra: por un momento hemos pensado que eras una puta.

Se echan a reír.

Uno tose. Tendrán unos veinte años y llevan el pelo corto; deben de ser soldados.

Ginevra no mira hacia mí.

—Escuchad, ¿podríais ayudarme a cambiar la rueda?

—Cómo no… Será un placer.

El más bajo se agacha y con la llave de cruz empieza a aflojar los pernos.

—Pues sí que están oxidados.

—Es que no he cambiado nunca una rueda de este coche… Es la primera vez que pincho.

—Bueno, siempre hay una primera vez.

Uno de los tres se ríe a mandíbula batiente y los otros lo secundan.

—Pues menos mal que ha sido esta noche, que pasábamos nosotros.

—Claro, menos mal que estáis vosotros. —Esta vez Ginevra me lanza una mirada y, sin que la vean, hace un gesto como diciendo: «Mira, ¿ves? Éstos me están ayudando.»

El pequeñajo cambia la rueda en un periquete: quita en seguida todos los pernos y aparta la rueda pinchada. La deja caer al suelo haciendo que rebote y pone de inmediato la nueva. Centra los agujeros en un instante y coloca de nuevo los pernos. Les da un apretón general, uno tras otro, sin hacer demasiada fuerza, y después los repasa todos para el apretón decisivo. Debe de ser mecánico. Da un último empujón a la llave de cruz con el pie y luego se incorpora.


Et voilà
, ya está. ¡Todo en su sitio, señorita!

Se limpia las manos frotándoselas en los vaqueros por encima de las rodillas. Están tan sucios que no deja ni rastro.

—Gracias, sin vosotros no hubiera sabido qué hacer.

«No tiene remedio», pienso. Es una princesa. La frase adecuada en el momento adecuado. O equivocada, tal vez… Un intento como otro cualquiera para sacárselos de encima de manera simpática. Pero no tenía dudas: no cuela.

—¿Qué haces? ¿Nos largas así?

El tipo más alto, y también algo más gordo que los demás, toma las riendas de la situación.

—Bueno, ya os he dado las gracias. Yo habría tardado más, ¡pero la hubiera cambiado también sola!

El tipo mira a los demás y sonríe. Lleva una camiseta larga de color granate, con el cuello estrecho y una raya negra sobre el pecho.

—Está bien, pero danos al menos un beso.

—Pero ¿qué dices?

—Oye, que no te he pedido que nos la chupes…

Se ríe divertido, mostrando una sonrisa que me entristece hasta a mí. Tiene los dientes tan estropeados que hacen de su cara una máscara grotesca.

—Te sale barato con un beso…

Coge a Ginevra al vuelo y la atrae hacia sí. Ella está horrorizada. Él la estrecha por la cintura e intenta besarla. Ginevra aleja la cara instintivamente. El tipo le da un lametón en la mejilla y sigue intentando meterle la lengua en la boca. Ginevra se suelta. El tipo es fuerte y la agarra decidido. Ella trata de propinarle un rodillazo entre las piernas, pero él está demasiado cerca y no lo consigue. El pequeñajo, el que ha cambiado la rueda, está callado y mira la escena en silencio. Es más, parece ligeramente fastidiado. El otro, el gordito, se ríe en una esquina, interesado, casi excitado, y anima al amigo.

—Muy bien, Pie, métele la lengua en la boca.

Pero Pie —imagino que Pietro—, no lo consigue. Es más, Ginevra se mueve tanto que al final le da incluso un cabezazo.

—Ah, me cago en diez.

Pietro se lleva las manos a la frente.

—¡Así aprenderás, cabrón!

Ginevra se arregla el pelo, inmóvil en medio de la calle, no muy lejos de él, sin escapar, sin llamarme.

—¿Cabrón yo? Ahora verás…

El tipo va decidido a su encuentro. Ginevra baja la cabeza y se protege con las manos. Pietro la agarra por la chaqueta.

Es el momento de intervenir:

—Oíd, ya os habéis divertido bastante, ahora basta.

Pietro la suelta y los otros dos se quedan sorprendidos al verme salir de la sombra. Voy hacia ellos.

—¿Y tú quién coño eres?

—Por causalidad, pasaba por aquí. ¿Y tú quién coño te crees que eres?

He llegado hasta ellos. Pietro me mira. Está sopesando si vale la pena contestarme. Es decir, si puede conmigo o no. Opta por el sí.

—Largo de aquí, vamos.

Se equivoca. Le lanzo un puñetazo certero, perfecto. Ni siquiera lo ve. Lo pillo de lado, pero no demasiado, lo que basta para romperle la nariz. Lo veo tambalearse sobre las piernas y hacer un amago de reaccionar. Lo golpeo de nuevo, con la izquierda, encima de la ceja derecha: un impacto fuerte, preciso, sordo, con malicia. Cae al suelo con un ruido seco y ni siquiera le da tiempo a moverse cuando le salgo al encuentro con una patada en toda la cara. Pum. En cuanto retiro la pierna, se forma un charco de sangre. De la nariz baja mucha, blanda y caliente, calle abajo, lenta, en penumbra, y se mezcla con el asfalto. Pietro, o como coño se llame, tiene la boca abierta y respira formando extrañas burbujas con el reguero de sangre que tropieza en sus labios. Escupe de vez en cuando alguna gota mezclada con saliva.

Ahora ya no se ríe.

—Bueno —miro a Ginevra—. Vámonos, que llegaremos tarde.

Cojo la rueda pinchada, la lanzo al interior del maletero y vuelvo a cerrarlo. Paso cerca del pequeñajo y lo adelanto. El gordito, en cambio, está cerca del coche. Tarda en reaccionar. Lo cojo al vuelo con la derecha. Me encuentro con su oreja entre el pulgar y el índice, la aprieto fuertemente y se la retuerzo con rabia. Me gustaría arrancársela.

—Ay, joder, ay.

—Sal de en medio, cabrón. Y adelgaza un poco.

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