—Una noche divertida, ¿eh?
—Una pasada. —Sobre esto soy sincero—. Han cambiado los locales del Testaccio.
—¿Qué quieres decir?
—A mejor. Buena música, la gente parece divertirse de verdad. Canciones potentes, se baila un montón. Sí, una noche bonita.
Pallina se hurga en el bolsillo y en la chaqueta.
—Oye, me parece que he olvidado las llaves en tu casa.
—No pasa nada, subamos.
En el ascensor, un extraño silencio. Nuestras miradas se cruzan. No hablamos. Pallina sonríe. Lo hace con ternura. Yo tamborileo en el metal de la pared, en el espejo. Joder, a veces el ascensor parece no llegar nunca. ¿O son los muchos rones los que ralentizan el viaje? ¿U otra cosa? Ya hemos llegado. Abro la puerta de casa y Pallina se mete dentro. Mira a su alrededor y después va hacia la mesa.
—¡Aquí están!
Me tapa el ángulo de visión, o sea, que no veo nada. ¿Estaban realmente las llaves sobre la mesa, se las había olvidado o era una excusa para subir? Pero ¿en qué piensas, Step? Estás mal. ¿Por qué piensas esas cosas? Demasiados rones. Las llaves estaban sobre la mesa, tenían que estar allí.
—Oye, pero si hasta tienes terraza.
—Sí, ¿sabes que ni me había fijado?
—¡Anda ya! Sigues tan distraído como siempre.
Abro la ventana y salgo fuera. Hay una luna preciosa. Alta, redonda, allí, entre los edificios lejanos, todos ellos bañados por su palidez. Siluetas de viejas antenas, modernas parabólicas y después, casi un contrasentido, ropa tendida el día anterior. Respiro hondo, perfume de jazmines estivales, aire nocturno de septiembre, grillos lejanos, silencio alrededor. Llega Pallina a mis espaldas.
—Toma, te he traído otro.
Me pasa un vaso.
—Para acabar bien la noche.
Lo cojo y me lo llevo a los labios, olfateándolo.
—Otro ron, y parece bueno.
Paolo me asombra cada vez más. Ron en casa… Está mejorando. Tomo un sorbo. Debe de ser Pampero. No, Havana Club, como mínimo siete años.
—Muy bueno.
Vuelvo a mirar a lo lejos. Después, el ruido de un coche desaparece por algún lado.
—¿Sabes, Step?, tengo que decirte algo.
Me quedo en silencio. Sigo mirando a la lejanía. Doy otro sorbo sin volverme. Pallina sigue hablando. La noto detrás de mí, cerca de mi espalda.
—No te lo creerás, pero desde que Pollo murió, no he vuelto a estar con ningún chico. ¿Te lo puedes creer?
—¿Por qué no tendría que creerlo?
Permanezco de espaldas.
—Ni siquiera un beso, te lo juro.
—No jures. No creo que me estés mintiendo.
—Te he dicho una mentira…
Me vuelvo y la miro a los ojos. Ella sonríe.
—Tenía las llaves en la chaqueta.
Una ráfaga de viento caliente de la noche agita con suavidad su pelo oscuro. Pallina, toda una pequeña mujer. Tiene la carne de gallina y cierra los ojos, regalándose una respiración profunda. Después se acerca y me abraza. Apoya su cabeza en mi pecho. Dulce amiga perfumada. La dejo hacer.
—¿Sabes, Step?, estoy muy contenta de que estés aquí.
Tengo los brazos inertes sin saber qué hacer. Después apoyo el vaso en el alféizar y la abrazo despacio. La noto sonreír.
—Bienvenido. Por favor, abrázame fuerte.
Me quedo así, sin encontrar la fuerza para abrazarla aún más fuerte. Intento disculparme.
—Oye…
Pero es un instante. Ella levanta la cabeza de mi pecho y me da un beso. Apoya sus labios sobre los míos y entreabre la boca. Después intenta moverse, se agita lenta, con los ojos cerrados, buscando el encaje adecuado, la posición, el desarrollo natural. Pero es imposible. Yo permanezco quieto, inmóvil. No sé qué hacer, no quisiera herirla. Me quedo así, con los labios cerrados, seguramente fríos, quizá de piedra. Pallina lentamente afloja su desesperado movimiento. Después inclina otra vez la cabeza sobre mi pecho y rompe a llorar. En silencio. Pequeñas sacudidas de su cabeza, después sollozos más breves, desesperados. Me abraza para no separarse de mí, vergonzosa de mi mirada. Yo, muy despacio, le acaricio el pelo y después le susurro al oído.
—Pallina… Pallina, no llores.
—No, no debería haberlo hecho.
—Pero ¿qué has hecho? No ha pasado nada. Nada de nada. Todo está en orden.
—No, he intentado besarte.
—¿En serio? Ni me he dado cuenta. Venga, que nuestro amigo seguramente nos estará mirando y se estará riendo de nosotros.
—De mí, quizá.
—Está enfadado conmigo porque no he querido besarte.
Pallina se echa a reír. Pero es una carcajada nerviosa, sorbe por la nariz y se seca con la manga de la chaqueta. Se ríe y llora al mismo tiempo.
—Perdóname, Step.
—Otra vez… ¿Qué es lo que tengo que perdonarte? Mira que si sigues con esa historia, te llevo a la cama.
—Ojalá.
Se ríe otra vez pero ahora más tranquila. Le muevo delante de la cara el índice amenazador.
—A dormir, ¿qué creías, eh?
Sonríe de nuevo.
—Eso lo voy a hacer, en serio. —Y sin decir nada más, aún apurada, se dirige hacia la puerta y se detiene un instante—. Por favor, Step, olvídate de esto y llámame.
Le sonrío y asiento con la cabeza. Después cierro los ojos y un segundo después Pallina ya no está. Me quedo así, en silencio, de pie en el salón. Después miro a mí alrededor y veo la botella de ron. Tenía razón. Es Havana Club. Pero sólo tres años. Qué tacaño es Paolo. Salgo a la terraza. Miro hacia abajo y apenas me da tiempo a ver el Cinquecento de Pallina, que gira al final de la calle. Me bebo el último sorbo de la botella sin pasar por el vaso y me quedo allí. Con los brazos cruzados, apoyado en el alféizar, con la botella al lado ahora vacía.
—¡Me cago en la puta!
Estoy furioso y no sé con quién tomarla. Mierda, a tomar por el culo. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? Mierda. No puedo hacer nada. ¿Ni siquiera blasfemar? No, no serviría de nada.
Pero no lo quiero pensar. Estoy mal, joder. Miro hacia abajo. Ahí está. Gracias. Ahora estoy más contento. Cojo la botella por el cuello, hago acopio de todas mis fuerzas y la lanzo como un bumerán, perfecto, veloz…, sólo esperemos que no vuelva. La botella da vueltas a toda velocidad y, pum, acierta de pleno en el parabrisas del Twingo, desintegrándolo. Era un Twingo nuevo, perfecto. Creo que negro o, en todo caso, oscuro. El conjunto de todo lo que odio. Un solo golpe. Como
El cazador
.
Un viento suave se escabulle entre pequeñas casas ordenadas, entre mármoles blancos y grises, entre flores recién marchitas y otras recién plantadas. La foto y las fechas recuerdan a alguien. Amores pasados, vidas rotas o naturalmente amputadas. Sea como sea, pasadas, arrebatadas. Como la de mi amigo. A veces, todo esto sucede sin un porqué, y el dolor es aún mayor. Camino entre las tumbas. Llevo un ramo de flores en la mano, los girasoles más bonitos que he podido encontrar. En la amistad, como en el amor, no hay que reparar en gastos. Ya está, he llegado.
—Hola, Pollo.
Miro esa foto, esa sonrisa que tantas veces me ha hecho compañía. Esa imagen pequeña. Esa imagen pequeña, así como grande y generoso era su corazón.
—Te he traído esto.
Como si no me viera, como si no lo supiera. Me agacho y quito las flores marchitas de un pequeño jarrón. Me pregunto quién se las ha traído y cuándo. Quizá haya sido Pallina. Pero después abandono esa idea, la alejo de mí con las flores recién quitadas. Acomodo lo mejor que puedo los girasoles. Parecen aún fuertes de esos campos, sanos de esos soles. Los coloco con cuidado, dejando espacio entre unos y otros. Parecen casi acomodarse naturalmente. Y en seguida se orientan hacia el sol, como un suspiro largo, de satisfacción, como si hubieran buscado siempre ese jarrón.
—Eso, ya está.
Me quedo un momento en silencio, casi preocupado por poder haber sido malinterpretado, por haber tenido algún pensamiento equivocado, no puro como, en cambio, es nuestra amistad.
—Pero no es así, Pollo, y tú lo sabes. Ni siquiera ha sido así por un instante.
Y después, casi me erijo en defensa de Pallina.
—Tienes que entenderla, es una chiquilla y te echa de menos. Y tú sabes, o quizá no lo sabes, qué diantre le dabas, qué eras para ella, cuánto la hacías reír, qué feliz la hacías. Nosotros podemos decirlo. Cuánto la querías…
Miro a mi alrededor, casi preocupado por si alguien oye esa confidencia.
Lejos, muy lejos, hay una mujer mayor vestida de negro. Reza. Un poco más allá, un jardinero y su rastrillo intentan recoger algunas hojas ya amarilleadas. Vuelvo con mi amigo. Y con ella.
—Debes entenderla, Pollo. Es una chica guapa. Se ha convertido en una mujer. Es increíble cómo se transforman… Las ves, te reencuentras con ellas, y ha bastado un poco de tiempo, un instante, para hallar en su sitio a otra distinta. Ayer no tuve dudas, no sé, no podría, nunca. Ya sé que mil veces nos hemos reído y hemos bromeado sobre «nunca digas nunca», pero es bonito poder tener algo en la vida que represente una certeza, ¿no? Joder, la verdad es que sólo nosotros podemos ser una certeza nuestra. Y me gusta mucho decir «no», ¿entiendes? Me gusta mucho decir «no». ¡Y me gusta mucho decir «nunca»! Joder, me gusta decirlo por ti, por la que ha sido y es nuestra amistad. Porque es una certeza, es mi certeza. Ya me lo imagino, te estarás riendo. Me tomas por imbécil, ¿eh? Es más, lo soy. Si te hubiera soltado este discurso mientras estábamos en cualquier sitio juntos, te hubieras burlado de mí. Pero como no puedes contestarme…, bueno, pues tienes que tomarte toda esta historia tal como es, ¿de acuerdo? Y de todos modos, ya sé qué me habrías preguntado. No, no la he visto y no tengo intención de hacerlo, ¿vale? Al menos por ahora; no estoy preparado. ¿Sabes?, a veces pienso cómo sería si las cosas hubieran ido de otra manera. Si se hubiera marchado ella en tu lugar. Tú y yo, como amigos, nunca nos hubiéramos dejado, mientras que a ella, quizá nunca podría haberla olvidado. Pero quería contarte algo de esa Gin: es una bocanada de aire fresco. Te lo juro; es alegre, simpática, inteligente, es una pasada. No te puedo decir más porque, porque…, aún no me he acostado con ella…
En ese momento, la anciana pasa por mi lado. Ha acabado sus oraciones. Me mira con curiosidad y esboza una extraña sonrisa. No se entiende bien si es una sonrisa de solidaridad o de simple curiosidad. Lo cierto es que sonríe y se aleja.
—Bueno, Pollo, yo también me marcho ya. Espero poder contarte pronto alguna novedad sobre Gin, algo bueno.
No demasiado lejos acaba de llegar un nuevo inquilino. Algunas personas bajan del coche en silencio. Ojos brillantes, flores frescas, últimos recuerdos. Palabras dichas a media voz intentando saber qué hacer. Todo es confuso a causa del dolor. Después, me agacho por última vez. Coloco mejor ese gran girasol; le concedo algo más de espacio y la ocasión de hacerle compañía a mi amigo del alma. Me viene a la cabeza una frase de Winchell: «El amigo es aquel que entra cuando todo el mundo ha salido.» Y tú, Pollo, aún estás dentro de mí.
—¿Qué?, ¿saliste ayer?
Lo miro sonriendo.
—Salí con una vieja amiga.
—Y mojaste el churro en el pasado…
Lo miro. Marcantonio tiene una cara estilo Jack Nicholson e intenta entender con simpatía mis secretos. Pero no conoce la historia. No sabe quién es Pallina. No sabe nada de mí y de Pollo. ¿Le habría caído bien?
—Pues yo quedé con Fiori.
—¿Y?
—Oh, yo no entiendo a las mujeres. Un beso, otro beso, un roce, la empiezas a tocar como Dios manda… y al final, ¿no es mejor follar directamente? Pues no, es demasiado pronto, demasiado pronto. ¡Pero para qué, joder!
Un poco más allá. Misma ciudad, misma historia. Mejor dicho, en femenino.
—¿Vas a contarme qué hiciste?
Silencio. Cojo a Ele por detrás del cuello y le pongo mi pinza del pelo en la garganta.
—Si no hablas, te degüello.
Ele casi tose.
—Vale, vale… ¿Estás loca? Casi me estrangulas. Además, ¿quién sino yo te cuenta
prudités
?
—¿Qué?
—
Prudités
: pequeñas cosas… Estás totalmente fuera de órbita.
Ele sacude la cabeza mirándome.
—Oye, Ele, aparte de que en este caso es
pruderies
, ¿cómo puede ser que no consigas poner juntas tres palabras en italiano sin introducir un extranjerismo?
—
Yes, I do
.
Levanto los ojos al cielo. Incorregible.
—De acuerdo, ¿me lo cuentas o no?
—¿Sabes qué hizo? Me invitó a cenar a su casa.
—¿Quién?
—Marcantonio, el diseñador gráfico.
—¡El amigo de Step!
—Marcantonio es Marcantonio y punto. Y no sabes qué encantador, cómo se esforzó: me preparó una cena espléndida.
Marcantonio sonríe. Como uno que se las sabe todas. O mejor, se las sabe de memoria, tantas deben de ser las veces que las pone en práctica.
—Para empezar, fui a Paolo, el japonés de vía Cavour, y compré algunas cosas. Tempura, sushi, sashimi, fruta de la pasión… Cosas que animan, de alto contenido erótico. Las subí, calenté el tempura,
et voilà
, hecho. Puse la mesa con los clásicos palillos japoneses más un tenedor por si estaba poco familiarizada con la comida oriental…
—¿Le habías comprado al marroquí de la esquina las clásicas flores de cinco euros?
—Bueno, sí, ésas son las ideales: ¡mínimo gasto para un efímero centro de mesa!
Ele parece entusiasmada con la velada.
—Vamos, sigue. Y además, seguro que había puesto la mesa con esmero, todas las cosas elegidas con gusto…
—Con mucho gusto.
Una pregunta fundamental: ¿había flores?
—¡Claro! Rosas pequeñas, preciosas; hasta había hecho un juego con mi apellido…
Estallamos en una carcajada y después vuelvo a ponerme seria.
—Ele, ahora dime la verdad…
Ella levanta los ojos al cielo.
—Lo sabía… Hubo tema y adiós a la próxima cita. —Le salto otra vez al cuello—. Esta vez te degüello de verdad.
—No, de acuerdo, de acuerdo, ya hablo.
La libero del apretón. Ele me mira con ojos preocupados, enarcando incluso las cejas.
—Imagino que después no me degollarás de verdad.
La miro preocupada.
—¿Qué hiciste?
—De acuerdo… ¡Le hice una mamada!
—¡No, Ele, no es posible! ¡En la primera cita! En la vida había oído eso.