—¿Te suspendieron? No me acuerdo exactamente.
—No, me marché con mi padre.
Ah, es verdad. ¡Cómo no! Balestri. Su padre es un gran no sé qué, uno que está siempre en medio de todas esas cosas, sociedades por acciones o algo parecido. Siempre estaba viajando por el mundo.
—¿Cómo estás?
—Bien, ¿y tú?
—Yo también. Qué bien, volver a verte. He oído hablar tanto de ti, Step. Aquí, en Vigna Clara, ahora eres un mito.
—Bueno, yo no diría eso.
Dirijo la mirada a Alessio. Está ordenando unos papeles y finge que no está escuchando. No consigue no tocarse el pelo. Guido se ríe divertido.
—Qué importa, eres un mito para quien conoce nuestras historias. Aún se habla de esas peleas míticas… Me acuerdo de cuando acabaste a hostias con el Toscano detrás de Villa Flaminia, en el bosquecillo.
—Éramos unos críos…
Guido parece desilusionado.
—Sé que has estado en Nueva York.
—Sí, he estado fuera dos años.
—Esta noche he quedado con unos amigos; iremos a comer una pizza. ¿Por qué no vienes tú también?
—¿Quiénes sois?
—Unos de Villa Flaminia. Debes de acordarte de ellos: Pardini, Masco, Manetta, Zurli, Bardato…, todos ésos. Es decir, con chica o sin ella. Venga, joder, les gustará volver a verte. Vamos a Bracciano, al Acqua delle Donne.
—No he estado nunca allí.
—Es un sitio muy bonito; es más, si tienes novia, llévala. Un sitio encantador. Después de comer, es un paseo…, y en bajada. El postre le espera seguro…, pero en su casa.
Consigue que me ría.
—¿A qué hora vais?
—Hacia las nueve.
—Iré a cenar pero me ahorraré el paseo…
—O sea, sin chica.
Se ríe de manera extraña. Lo recordaba más despierto. Tiene un diente de delante roto y nunca daba demasiada confianza. Ahora me acuerdo mejor. Lo llamaban Scorza. Era todo un número. Corría que daba pena. Cuando nos entrenábamos en el colegio, en la pista de carreras del Villa Flaminia, competía en el último grupo. «Los cerditos», los llamaba Cerrone, nuestro profesor de educación física. El profesor también era bien raro. Mientras hacíamos gimnasia se ponía a leer el periódico deportivo y para controlarnos hacía dos agujeros en el centro, como si no nos diéramos cuenta. Pero con los tres cerditos era implacable. Llegaban a la meta los tres, él, Biello e Innamorato, blancos como cadáveres, con la lengua fuera.
—¡Cerditos mamones! —gritaba el profesor—. Tendremos que hacer que os asen y que os achicharren.
Y se reía como un loco. Pero esto a Balestri no se lo recuerdo. Quizá sea mejor así. En el fondo, me ha invitado a cenar. Es más, se ocupa de recordármelo.
—Pues entonces, a las nueve en el Acqua delle Donne, ¿eh?, con novia o sin ella.
—De acuerdo.
Se despide de mí y se marcha. ¿Qué vendrá a hacer al gimnasio? No tiene ni un kilo de más, no sube de peso, es delgado como mi recuerdo más descolorido. Cosas suyas. Pero es simpático.
¡Claro, lo sabía! Sabía que Step iría a entrenarse al gimnasio, estaba segura. ¡Y estaba segura de que vendría precisamente a este gimnasio! Soy demasiado buena. Y él es demasiado conservador. Demasiado. ¡Espero que al menos haya cambiado en algo! Bueno, me marcho. No me ha visto. Yo, en cambio, he oído lo que tenía que oír.
Empiezo con las primeras máquinas, me caliento en seguida, series de repeticiones para ablandar los músculos. Cargo poco, lo mínimo indispensable. Veo salir a una chica de prisa con un gorrito naranja medio calado en la cabeza. Mira que hay gente rara en el mundo. Allí cerca, otras dos chicas hablan entre sí y se ríen de algo. Historias de la noche anterior o de lo que está aún por venir. Una va ligeramente maquillada, lleva el pelo corto con mechas y se lo toca todo el rato. Tiene un buen físico y está despatarrada porque sabe que lo tiene. La otra está más rellenita y no es tan alta, melena hasta el hombro, más oscura que de costumbre quizá porque está sucia. Tiene las manos en la cintura y lleva un chándal gris algo manchado del que asoma un poco de barriga.
—¡Trabajad! Al gimnasio se viene a trabajar…
Sonrío mientras paso junto a ellas. La más baja me contesta con una especie de mueca.
La otra está más tranquila:
—Estamos en fase de recuperación.
—¿De qué?
—Estrés de pesas.
—Pensaba en algo mejor.
—Eso, más tarde.
—No lo dudo.
Ahora se ríen las dos. En realidad, sobre la otra tengo algunas dudas. Pero una mujer siempre consigue lo que quiere. No hay nada que hacer, nosotros tendríamos que ser más cerrados, al menos en ciertos casos. La miro mejor. Le dice algo a su amiga señalándome con la cabeza. La otra me mira. La veo reflejada en el espejo, sonriendo. Es guapa, con el pelo corto, y tiene un pecho perfectamente diseñado debajo del body. Se le entrevén los pezones. Lo sabe pero no se tapa. Sonrío y pienso en mis abdominales. Hago en seguida una primera serie de cien. Cuando acabo, las chicas ya no están, habrán ido a ducharse. Quién sabe si las reconoceré cuando me las encuentre por ahí. Es increíble cómo una mujer que sale del vestuario puede ser distinta de la que has visto algo antes bajo las pesas. Pero no hay manera, todas mejoran. Como mucho te la podrías imaginar elegante, pero luego la ves salir con botas con tachuelas doradas o cosas parecidas. Sea como sea, distintas. Milagros del maquillaje. Por eso lo consiguen todo. Segunda serie de cien. Miro el techo sin parar, uno tras otro, con las manos detrás de la cabeza, con los codos alineados, tensos, abiertos. Uno tras otro. Aún con más fuerza. No puedo más, el dolor empieza a notarse; pienso en mi padre y en su nueva novia. Sigo sin parar: 88, 89, 90. Pienso en mi madre: 91, 92. En lo mucho que hace que no la veo: 94, 95. Tengo que llamarla, tendría que llamarla: 98, 99,100. Se acabó.
—¡Step, no me lo puedo creer!
Me vuelvo y casi no puedo hablar del dolor en los abdominales. Por un instante, me acuerdo de la película de Troisi, quien para ver a la mujer que ama, corre alrededor de un edificio y, cuando la encuentra, no tiene aliento para hablar. Qué pasada, Troisi.
—¿Qué haces aquí? O sea, que has vuelto… ¡Me habían dicho que estabas fuera, en Nueva York!
¿Otra vez? Oh, no hay nada que hacer. No he conseguido precisamente pasar inadvertido.
Al fin me recupero y a él lo reconozco fácilmente.
—Hola, Velista, ¿cómo estás?
—Otra vez con ese apodo. ¿Sabes que ya nadie me llama así?
—¿Eso quiere decir que has cambiado?
—Pero ¿en qué? Nunca entendí por qué todos me llamabais Velista; ni siquiera me gustan las barcas, me he subido muy pocas veces.
—¿De verdad no sabes el significado de tu apodo?
—No, te lo juro.
Lo miro. Los dientes un poco largos, como entonces, una sudadera descosida, un par de pantalones cortos verde claro, los calcetines caídos, raídos, perfectamente a juego con un par de Adidas Stan Smith ahora decrépitas. El Velista.
—¿Y bien?
Miento.
—Te llamaban Velista porque te gustaba mucho el mar.
—¡Ah, eso! Ahora lo entiendo, eso es verdad. Me gusta muchísimo.
Ahora está satisfecho, orgulloso de su nombre. Casi parece mirarse al espejo de tanto que lo ha revalorizado. En realidad, no tenía nunca una lira y venía con nosotros sólo para comer pizza y gorronear. Por eso todos decían que «estaba a dos velas». Pobre Velista. Una vez se llevó un montón de hostias a manos de una puta allí en la bolera, cerca del Aniene, porque después de no sé qué trabajito quería descuento. Llevaba sólo diez euros en el bolsillo y había disfrutado al menos por veinte.
—Oye, me alegro mucho de volver a verte. —Me mira contento, lo parece de verdad.
—¿Has visto ya a alguien?
—No, llegué ayer. Aquí en el gimnasio no he visto a nadie.
—¿Sabes?, ahora entrenan un poco en todas partes. Además, alguno se ha puesto a trabajar, otros se han ido al extranjero… Oye, mira quién llega.
Por fuera de la ventana se ve pasar una bolsa azul oscuro al hombro de un tipo de pelo corto.
—No lo reconozco.
Lo miro mejor. Nada. El Velista intenta echarme un cable.
—Pero vamos, si es el Negro. ¿No te acuerdas de él?
—Ah, sí, ya sé quién es, pero sólo lo conocía de vista.
El tipo entra y saluda al Velista:
—Hola, Andre. ¿Qué haces, te entrenas?
Incrédulo, el Velista me señala orgulloso.
—Pero ¿no has visto con quién estoy? Es Step.
El Negro me mira un momento y después sonríe. Tiene una cara simpática, con un pómulo algo magullado, y viene hacia mí.
—Pero claro, Step… Claro, cómo no. Hace siglos que no te vemos.
Ahora lo reconozco. Lleva el pelo corto. Antes lo llevaba siempre un poco largo, engominado, y estaba fijo con una chaqueta azul en el Euclide de Vigna Stelluti.
—No sabía que tuvieras ese apodo: el Negro. Recuerdo que te llamas Antonio.
—Sí, después de la historia de Tyson, dicen que me parezco.
Tiene el cuello como un toro, la piel porosa, una nariz algo machacada y el pelo corto al estilo Tyson. Tiene los ojos un poco salidos y el labio superior más grueso de lo normal.
—Pues tampoco te pareces tanto.
—¡No físicamente! —Se ríe a mandíbula batiente y empieza a toser—. ¡Es por la historia de la pelea! Fui a un concurso de misses en Terracina y después lo intenté con una que participaba, ¿lo entiendes? Por eso dicen que soy Tyson. Esa imbécil me hizo subir a su habitación; yo quería follar y ella pensaba que quería contarle chistes. Se ofendió y no quiso. Pero yo entendí que el suyo era sólo un problema de tozudez. Y desde entonces me llaman el Negro.
Él y el Velista se ríen como locos.
—¿Sabes que la historia salió en todos los periódicos de Borgo Latino, antes de Latina? El Tyson de Pontina, una leyenda. Y además, al final tenía razón yo, y a ésa hasta le gustó.
El Velista carga las tintas:
—Mejor que Tyson.
Y siguen riendo y tosiendo.
—A propósito, sé que has estado en Estados Unidos, en Nueva York, si no me equivoco.
Volvemos a empezar.
—Sí. He pasado dos años allí, hice un curso y volví ayer. Y ahora tengo ganas de entrenarme.
Intento cortar.
—Oye, ¿te apetece dar unos golpes? Todos me decían que eras bueno boxeando. —Ante su propuesta, el Negro sonríe. Está seguro de sí mismo, y continúa—: Bueno, quizá hace un montón de tiempo que no te entrenas, o sea que si no te apetece, no te preocupes. Es que todos hablábamos de ese mito, ese mito, y ahora que lo tengo delante…
El Negro se ríe divertido, demasiado seguro de sí mismo. Debe de ser uno de esos que entrenan todos los días al menos durante una hora y media.
—Claro, faltaría más. Me apetece.
—Entonces voy en seguida a cambiarme.
Veo una luz distinta en sus ojos, más despiertos, penetrantes, ligeramente entornados.
El Velista, en cambio, permanece idiotizado como antes:
—Vaya, qué fuerte este encuentro. Tengo una sed terrible, Negro. Oye, ¿te puedo apuntar un Gatorade, que hoy no llevo una lira encima?
El Negro asiente con la cabeza y va directo al vestuario. El Velista se dirige entonces alegre hacia el bar, confirmando así su apodo. Yo, en cambio, me quedo solo. En la secretaría, Alessio me mira. Está comiendo un Chupa-Chups y me mira de un modo distinto al de antes. Baja los ojos y se dispone a leer un
Parioli Pocket
que ha apoyado en la mesa. Hojea un par de páginas, después me mira otra vez y sonríe.
—Step, perdona por lo de antes. No te conocía, no sabía quién eras.
—¿Por qué?, ¿quién coño soy?
Se queda un momento perplejo, buscando alguna respuesta en el aire. Pero no encuentra nada. Después vuelve a pensarlo y se arma de valor.
—Bueno, pues eres un tipo conocido.
—Un tipo conocido… —Lo pienso un momento—. Sí, es un tema interesante. Muy bien. ¿Ves?, a veces… No lo había pensado.
Sonríe feliz, para nada consciente de que le estoy tomando el pelo.
—Oye…
—Dime, Step.
—¿Sabes si hay algo para boxear?
—Por supuesto.
Sale de detrás del mostrador y se mueve veloz hacia un banco de la entrada. Levanta el asiento.
—Aquí debajo están las cosas de Marco Tullio. Él no quiere que nadie las use.
—Gracias.
Me mira con entusiasmo. Me siento en el banco y empiezo a ponerme los guantes. No lo miro, pero siento sus ojos sobre mí.
—¿Quieres que te los ate?
Lo miro por un instante.
—Vale.
Viene de prisa hacia mí. Coge los cordones con cuidado, los envuelve alrededor de los guantes y los ata con precisión. Ahora no se ríe, está serio. Se muerde ligeramente los labios mientras el pelo claro le tapa de vez en cuando los ojos. Con la otra mano se lo echa hacia atrás mientras sigue haciendo su trabajo. Lentamente, con cuidado, apretando con precisión.
—¡Ya está!
Sonríe. Me pongo en pie y golpeo los guantes uno contra el otro.
—¡Perfecto!
Del vestuario femenino salen las dos chicas de antes. La alta lleva un par de pantalones negros de pitillo, un maquillaje suave y un carmín que vuelve sus labios sosegados y acogedores. Un bolso en bandolera sobre una camisa blanca con pequeños botones de perlas, el conjunto a tono con su paso elegante. La baja, en cambio, lleva una falda escocesa de cuadros azules y marrones demasiado corta para sus piernas y dos mocasines negros que no pegan nada con su camisa azul cielo. Con el maquillaje ha intentado de alguna manera hacer un milagro en su cara. Hoy, en Lourdes debían de estar de vacaciones. Se paran en la secretaría. Alessio da media vuelta y les devuelve sus tarjetas.
La alta se me acerca.
—Hola, me llamo Alice.
—Stefano.
Tiro del guante como para darle la mano. Ella lo aprieta riendo.
—Y ella es mi amiga Antonella.
—Hola.
—¿Qué haces, peleas?
—Sí, lo intento.
—¿Te molesta si nos quedamos a ver un poco el encuentro?
—¿Por qué iba a molestarme? Si me animáis, seguro que no me molesta.
Se ríen.
—De acuerdo, apostamos por ti. ¿Qué se gana?
En ese momento sale el Negro. Lleva unos culotes azules, suaves y largos, los de auténtico púgil. Ya se ha puesto los guantes. Tiene alguna que otra cicatriz en los brazos y dos o tres tatuajes de más. Está bien formado. No lo recordaba así.