—¡Hola! ¡Qué sorpresa! —Eva se alegra de verme—: He intentado llamarte al móvil, pero lo tenías apagado. ¿Estabas en dulce compañía?
—Sólo con unos amigos.
Miento y me siento un poco culpable, pero no sé ni siquiera porqué. No tiene sentido.
—Yo no te he buscado.
—Bueno, has venido directamente. Has hecho bien, porque mañana me voy otra vez.
—¿Adónde?
—A Sudamérica, ¿quieres venir conmigo?
—Ojalá. Pero tengo que quedarme en Roma, tengo cosas que hacer.
—Ah, entiendo.
Menos mal que no me pregunta cuáles. En realidad, ni siquiera yo sé qué cosas tengo que hacer. Empezar a trabajar, empezar una historia… Acabar finalmente otra… No. No ahora, no es el momento. Su recuerdo está volviendo, pero lo borro con facilidad. Quizá porque Eva lleva puesto otro conjunto. Es bonito y elegante como el otro. Más transparente. Le veo el pecho.
—¿Sabes, Eva?, no sabía si venir; pensaba que quizá estuvieras con alguien.
—Después de anoche… ¿Por quién me has tomado?
Eva se echa a reír, pone una cara divertida y sacude la cabeza. Luego se arrodilla, me desabrocha los vaqueros y se humedece los labios. No me deja dudas. Claro, ¿por quién la he tomado?
Por la mañana. Vanni bulle de gente. Todos atareados, bien vestidos, muy bien, mal, fatal. Heterogéneos, hasta la locura. Los útiles y los inútiles del grande y deslumbrante mundo de la televisión. Sea como sea, presentes. Siempre.
—Hola, director.
—Buenos días, licenciado.
—¿Abogado, se acuerda de mí? No quería molestarlo, pero ¿qué ha pasado con ese proyecto?
—¿Es cierto que han paralizado esa emisión?
—O sea que, ¿empieza o no empieza ese bendito programa?
—De todos modos, tenemos que meter a esa chica como sea.
—Pero ¿cómo es?, ¿guapa?
—¿Y qué importa? Sea como sea, tiene que estar.
Y venga: crear, manipular, ganar, adular, tratar, imponer, construir, entusiasmar, producir y matar horas y horas de televisión. Sea como sea, con ideas nuevas, viejos formatos, copias aquí y allá, pero sea como sea transmitir. De mil maneras mediante ese pequeño aparato que todos conocimos nada más nacer. Ella, la televisión, nuestro hermano mayor, nuestra segunda mamá. O quizá la primera y la única.
Nos ha hecho compañía, nos ha querido, nos ha amamantado generación tras generación, con la misma leche catódica, fresca, de larga conservación, agria…
—¿Entiendes?
—O sea, que eso es lo que piensas. Y has venido desde Verona para hacer televisión.
—Para crear imágenes y logos y… venga.
—Basta ya de «venga». Es aproximativo, demasiado aproximativo.
Marcantonio me mira y sonríe.
—Muy bien, estás mejorando. Agresivo y cabrón, así me gustas.
—Lo reconozco:
Platoon
.
—Empiezas a asombrarme en serio… Ven, vayamos a ver en qué punto está el TdV.
—¿Qué es el TdV?
—Pero ¿cómo?, ¿no lo sabes? El Teatro delle Vittorie, el que fue el templo histórico de la televisión.
—Si es «histórico», entonces vamos.
Cruzamos la calle. Un puesto de libros ocupa el espacio de los jardines. Chicos y chicas con aspecto más o menos intelectual hojean libros a buen precio. Una chica gordita tiene en la mano un libro de recetas. A Marcantonio no se le escapa.
—Compra sexo y deporte, es más gratificante.
Se ríe solo mientras ella lo mira medio humillada. Marcantonio se enciende en seguida un Chesterfield y lo fuma con avidez imitando quién sabe qué acto sexual, según él.
—Buenos días, Tony.
—Salud, conde, ¿cómo va?
—Desde que cayó la monarquía, mal.
Tony se echa a reír. Él, un simple vigilante del Teatro delle Vittorie, se divierte estando allí. En su pequeño universo ha encontrado el poder. Se ocupa de la puerta. Deja entrar a gente importante, directores, figurantes, actores…, y para a otra gente sólo porque no tiene pase. En resumen, un portero de variedades.
—Cuánta razón tienes, conde. Al menos podrías enviarme un equipo de plebeyos para abrir esta puerta de seguridad. Hace una semana que llamé a los técnicos y todavía no ha venido nadie. —«De todos modos, es un repelente», pienso. Después se acerca y le confiesa en voz baja—: No por nada, pero es que pasaba por esa puerta para ir a mear al baño de abajo. Ahora, en cambio, tengo que dar toda la vuelta…, menudo coñazo.
Y estalla en una carcajada, simple improvisador, oportunista comodón.
—Perfecto, Tony, ya tenemos quien resuelva tu problema.
—¿Quién?
—¡Él, Step!
—¿Y quién es, uno de tu corte?
—¿Bromeas? Es un héroe de real importancia… Extranjero en la tierra que entonces dominaba el tirano… Además, Tony, ¿quieres ir a mear de prisa o no?
—Ojalá… Step, si lo consigues te deberé un favor.
—Tony… Héroe de real importancia sólo impulsa nobleza de ánimo. Un héroe no regatea. En todo caso, el favor me lo deberás a mf.
—De acuerdo, qué importa, la puerta la arreglará él… Sólo quería ser amable.
Podrían estar así durante horas. Al fin y al cabo, un héroe es un héroe; así que decido interrumpirlos:
—Bueno, cuando hayáis acabado y me indiquéis cuál es la puerta…
—Tienes razón, perdona…
Tony nos hace de guía:
—Venid por aquí. —Dentro del teatro todos dan golpes, hay mucho ruido: sierras mecánicas, soldadores…—. Casi está acabado. Están montando las luces —se excusa Tony—. Aquí, ésta es la puerta, lo he intentado de mil maneras, pero nada. No hay nada que hacer.
La miro atentamente. Es una de esas puertas a presión; debe de haberse bloqueado la cerradura lateral. Alguien habrá puesto el bloqueo interno, quizá el propio Tony y no se acuerda o no quiere admitir que ha metido la pata. Haría falta la llave. O bien:
—¿Tienes una barra de hierro no demasiado larga?
—¿Como ésta? —Coge una de una caja que hay allí en el suelo—. Lo he intentado de todas las maneras, ¿eh?, que quede claro.
—Ya.
Fijo la barra en la cerradura y doy una patada con fuerza, pero tampoco demasiada.
—Ábrete, sésamo. —Y la puerta se abre como por arte de magia—.
Et voilà
, ya está.
Tony está felicísimo, parece un niño.
—Step, no sé cómo agradecértelo, eres un mago.
Le devuelvo la barra.
—Bueno, no exageremos.
Marcantonio toma el mando de la situación:
—Exacto, no exageremos. Acuérdate sólo de que nos debes un favor a cada uno, ¿eh?
—Hecho, hecho… —Tony sonríe y, animado, inaugura la puerta yendo a mear. Marcantonio me guiña el ojo y pasa delante.
—Ven, te enseñaré el teatro.
Bajamos a la platea. Más allá de las sillas de platea, bajo el gran arco de la galería. Allí están, al ritmo de una música envolvente, las bailarinas. Todas de colores, con los calentadores bajados, pelo largo o corto o en parte rasurado y bien perfilado. Las bailarinas. Rubias, morenas, con el pelo rojo o teñido de azul. Con el cuerpo esculpido, enjuto, delgado, con los abdominales definidos… Con las piernas musculosas y un final de la espalda redondeado pero apretado, dispuesto a explotar en un estallido sobre una nota aguda. Perfectas, dueñas de movimientos ágiles e impetuosos, cansadas pero de todos modos sonrientes. La música, a un volumen alto, llena todo el escenario. Y ellas se dejan llevar, se ensamblan, se cruzan, se unen a tiempo, se abandonan hacia atrás, se sueltan y la viven sometidas a ella. Grandes proyectores las ensalzan vistiéndolas de haces de luz. Acariciando sus piernas desnudas, sus senos pequeños, esas ropas diminutas.
—¡Stop! ¡Bien, bien, ya es suficiente!
La música se para. El coreógrafo, un hombre pequeño de unos cuarenta años, sonríe satisfecho.
—Bien, hagamos una pausa. Más tarde, repetimos.
—Éste es el ballet.
—Sí, lo he entendido.
Desfilan por nuestro lado sonriendo todas con un poco de prisa para no enfriarse, aún acaloradas pero perfumadas y ligeras. Dos o tres besan a Marcantonio:
—Hola, chicas.
Parece conocerlas bien. A una incluso le da una palmada suave en el trasero. Ella sonríe para nada molesta, es más:
—No me has vuelto a llamar.
—No he podido.
—Pues inténtalo.
Y se marcha así, con una sonrisa llena de promesas.
Me mira levantando la ceja derecha:
—Bailarinas… ¡Cómo me gusta la televisión!
Sonrío mirando a la última. Es un poco más bajita que las demás, sale corriendo, se ha quedado rezagada para recoger su sudadera. Redonda y resbaladiza, con un poco más de ropa encima pero todo en su sitio. Me sonríe.
—Adiós.
No me da tiempo a contestar cuando ya se ha marchado.
—Empiezo a quererlas yo también.
—Muy bien, así me gusta. Entonces, éste es el escenario y ése es nuestro logo. ¿Ves?, allí, en el proscenio: «Los grandes genios.» Modestamente, es obra mía…
—No tenía dudas, lo he reconocido por la letra…
Miento impúdicamente.
—Pero ¿qué pasa?, ¿me estás tomando el pelo?
—¿Bromeas? —Sonrío.
—Bueno, el mismo logo está ya en 3D. El programa consiste en una serie de personas normales, verdaderos inventores, que vienen aquí y muestran cómo han resuelto un pequeño o un gran problema de nuestra sociedad con ayuda del ingenio.
—Qué buena idea.
—Nosotros los presentamos, ponemos el ballet alrededor, construimos el espectáculo y ellos muestran la idea que se les ha ocurrido con un prototipo. Como programa es sencillo, pero creo que interesará a la gente. No sólo eso, porque a los que presenten sus inventos con nosotros el programa les servirá como plataforma de lanzamiento que les puede llevar quién sabe dónde. Pueden hacer dinero de verdad con sus inventos.
—Pues claro, si son interesantes y sirven realmente para algo…
—Sí. El programa es una idea de Romani… En mi opinión, será un gran éxito, como todo lo que hace. Yo lo llamo el rey Midas de la tele.
—¿Por lo que gana?
—Por los éxitos que tiene. Todo lo que toca da grandes resultados.
—Bien, entonces supongo que tengo que estar contento de trabajar con él.
—Has empezado en la cumbre. Aquí está.
Los veo entrar casi en procesión. Romani va a la cabeza del grupo. Lo siguen dos chicos de unos treinta y cinco años, uno robusto, completamente calvo y con gafas oscuras en la cabeza, el otro delgado y con entradas. Detrás de ellos va un tipo con el pelo largo pero bien peinado. Tiene aspecto de ser inteligente y mira continuamente a su alrededor. Tiene una nariz aguileña, una mirada neurótica y huidiza. Lleva un traje de terciopelo verde oscuro sin solapas. El dobladillo de los pantalones ha sido arreglado hace poco; se ve un pliegue más oscuro. Seguramente le ha dado a sus piernas algún centímetro de más y a su elegancia algo menos. Si es que eso era posible.
—Bueno, ¿en qué punto estamos? —Romani mira a su alrededor—. Pero ¿no hay nadie? —Llega a la carrera un hombre bajo de pelo rubio y ojos azules—. Buenos días, maestro. Estoy acabando de montar las luces; todo está listo para esta noche.
—Muy bien, Terrazzi, como siempre digo, eres el mejor.
Terrazzi sonríe complacido.
—Vuelvo a las consolas para poner los puntos de luz.
—Vete, vete.
El tipo con el pelo largo se acerca a Romani:
—Siempre hay que animarlos, ¿eh? Así rinden más.
Romani entorna los ojos y lo mira con dureza.
—Terrazzi es bueno de verdad, el mejor. Trabaja con la iluminación desde antes de que tú nacieras.
El tipo con el pelo largo regresa en silencio a su sitio.
Se pone en fila, el último. Vuelve a mirar a su alrededor y finge interesarse por una esquina cualquiera de la escenografía. Al final, para desfogarse con alguien, la toma con su mano derecha y empieza a comerse las uñas.
—Ésos son los autores. Romani es también el director, te acuerdas de él, ¿no? —Me lo dice de manera irónica.
—¿Cómo no?, es el que nos da trabajo.
—Los otros dos, el robusto y el delgado, son Sesto y Toscani, el medio calvo y el calvo. Los llamaban «el Gato y el Zorro» y desde siempre son los esclavos de Romani. Intentaron hacer un programa por su cuenta, se lo quitaron tras un par de patadas y desde entonces los hemos rebautizado como «el Gato & el Gato». En ese grupito el único zorro de verdad es Romani, y de raza. Después, además del Gato & el Gato, está Renzo Micheli,
el Serpiente
. Ese bajito y un poco gordito con el pelo largo y la nariz aguileña es de Salerno; tiene las manos en todas las masas y un aliento que incluso tumbaría a una rata. Romani lo lleva detrás desde hace más de un año. Creo que es fruto de un favor que le ha salido muy caro. Lo llaman Serpiente por que habla mal de todos, incluso de Romani, mejor dicho, sobre todo de él, que es su único pase de entrada aquí. Y lo más absurdo es que Romani lo sabe muy bien.
—Serpiente, qué apodo tan fuerte, ¿no?
—Cuidado con él Step, tiene casi cuarenta años, muchos amigos en el poder y lo intenta con todas, sobre todo con las jovencitas.
—Entonces te equivocas, Mazzocca. Si es así, es él quien tiene que tener cuidado conmigo. Y ahora enséñame cuál es nuestro sitio.
—Gin, no sé por qué te obstinas en llevarme contigo a las pruebas, ¿no ves que soy la eterna eliminada?
Miro a Eleonora y sonrío. Ella, en cambio, sacude la cabeza.
—O sea, que disfrutas viendo cómo me eliminan. Debo de haberte hecho algo en otra vida, o tal vez en ésta.
—Ele, no digas eso. Es que me traes suerte.
—Entiendo, ¿pero no podrías ser como todas? Qué sé yo, llevar un amuleto en el bolsillo, un animalito, una rana, un cerdito…, un elefante con la trompa levantada…
—No,
I want you
.
—Pareces el tío Sam con los pobres soldados americanos. Sólo falta que decidas hacer una prueba en Vietnam.
—Y tú, naturalmente, me seguirías.
—Claro, cómo no… ¡Te traigo suerte!
Después, un encuentro imprevisto.
—Mierda, mi helado.
Marcantonio tiene todo el helado en la chaqueta. Gin se echa a reír:
—Traes suerte, pero no a él.
—Eh, chicas, ¿por qué no miráis hacia adelante cuando camináis?
—¿Y tú qué mirabas?, ¿tu helado?
—Sí, sólo que ahora vivo de recuerdos.