Basta. Estoy fuera. De los recuerdos. Del pasado. Pero también estoy perdido. Antes o después las cosas que has dejado atrás te alcanzan. Y las cosas más estúpidas, cuando estás enamorado, las recuerdas como las más bonitas. Porque su simplicidad no tiene comparación. Y me dan ganas de gritar. En este silencio que hace daño. Basta. Déjame. Ponlo todo de nuevo en su sitio. Así. Cierra. Doble vuelta de llave. En el fondo del corazón, allí, en aquella esquina. En aquel jardín. Algunas flores, un poco de sombra y después dolor. Ponlos allí, bien escondidos, te lo ruego, donde no duelan, donde nadie pueda verlos. Donde tú no los puedas ver. Eso. Otra vez enterrados. Ahora está mejor. Mucho mejor. Y me alejo del hotel. Y conduzco despacio. Via Pinciana, via Paisiello, recto hacia Piazza Euclide. No hay nadie en la calle. Un coche de la policía está parado delante de la embajada. Uno duerme; el otro lee quién sabe qué. Acelero. Paso el semáforo y después bajo por vía Antonelli. Noto cómo el viento fresco me acaricia. Cierro los ojos un instante y creo que estoy volando. Respiro hondo. Bonito. Además, el servicio de la azafata ha sido impecable. Eva. Perdida en ese «azul perdido». Guapa. Tiene un cuerpo perfecto. Y además me gustan las mujeres que no se avergüenzan de su deseo. Dulce. Dulce como una sandía. Es más, aún más. Tomo corso Francia. Es noche cerrada. Llego hasta el puente. Ahora hace casi frío. Algunas gaviotas levantan el vuelo del Tíber. Se asoman al puente. Es como si saludaran con timidez. Después, se lanzan de nuevo hacia el río. Articulan unas voces suaves, una llamada, una petición. Pequeños gritos ahogados, como si temieran despertar a alguien. Cambio de marcha y giro por Vigna Stelluti. Después me pongo a reír solo. Eva… Qué raro, ni siquiera sé su apellido.
En Castel di Guido la fiesta enloquece. Dentro la música es ensordecedora. Luces rojas, violetas, azules. Unas bailarinas bailan sobre balas de paja, completamente desnudas. Un culturista encadenado con un capuchón en la cabeza, con el cuerpo oleoso cubierto sólo con un tanga grecorromano, gruñe y finge que arranca las cadenas de la pared para intentar cogerlas. Dani y Giuli gritan divertidas. Un caballero y su dama desnuda cruzan el salón a caballo. En un sofá, relajados, chicos y chicas beben, ríen, se besan parapetados en la penumbra, iluminados a ratos por un pequeño foco verde que atraviesa las habitaciones al ritmo de la música. Camareros con impecable chaqueta blanca pasan con bandejas sirviendo las mejores bebidas, del ron John Bally a la ginebra Sequoia. Chicco coge dos al vuelo y se los bebe. Después baila sin moverse del sitio levantando los dos brazos al cielo.
—¡Este lugar es estupendo! Es el infierno sólo para ricos, o sea, que es sólo para nosotros… ¡Grande!
Después coge a Daniela y la hace girar al ritmo de la música. Se ríe con ella, la abraza y la besa delicadamente en los labios. Luego la suelta así, con una pequeña vuelta de baile más o menos lograda.
—¡Esperad aquí, muñecas, voy a buscar algo más para beber!
Giuli lo observa marcharse y después se vuelve hacia Daniela y la mira en silencio.
—Dani…, ¿de verdad estás decidida?
—No puedo más…
—¡Ah, es eso!
—Claro que no, me gusta un montón, es sólo que tengo que soltarme y tú me lo haces todo aún más difícil.
—¿Yo?
—¡Quién si no! Me tengo que entonar. Lo que pasa es que si bebo, después me encuentro mal.
—Dani, mira, ¿ése no es Andrea Palombi?
—Sí, es él. ¡Madre mía, hacía un montón que no lo veía!
—Parece otro. Pero ¿qué le han hecho? ¿Le han pegado?
—No, cuando lo dejamos se deprimió.
—¡Joder! Eso, tu primera vez tendría que ser con él, con uno que al menos te quería de verdad. ¿Cuánto tiempo estuvisteis juntos?
—Seis meses.
—¿Y en seis meses no hubo ocasión?
—Supongo que sí, ¡pero si estoy así quiere decir que al final no la hubo! O sea que… ¡Además, no son cosas que se puedan decidir en frío!
—¡Pero qué dices! ¡Esta noche lo estás haciendo todo en frío!
—Basta, me estás liando. No lo conseguiré nunca. ¡Tengo que tomarme un éxtasis! Eso, eso es lo que necesito.
—Sí, es una pasada. Yo me tomé uno en la fiesta de Giada, eso sí que ayuda.
—¿Qué te hizo?
—Nada, me sentía de maravilla. Estaba también Giovanni e hicimos el amor. Fue maravilloso.
—Te creo, estabas bajo los efectos del éxtasis.
—¿Y qué tiene que ver? ¡Con Giovanni estoy siempre muy bien! Siempre me he encontrado bien con él desde ese punto de vista, nos entendemos muy bien en la cama, ¿qué te crees?
—¡Claro, él en la cama se entiende bien con cualquiera que respire!
—Oye, que ahora la ácida eres tú, ¿eh? Entonces, podrías acostarte directamente con Giovanni en lugar de complicarte tanto la vida, ¿no?
—Basta, venga, no discutamos. ¿Dónde puedo encontrarlo?
—¿El qué?
—A Giovanni… ¡No, tonta, un éxtasis! ¡Te has acojonado!
—Mira, allí hay una camella.
—¿Quién?
—Una camella. Estás en Babia. Las camellas son las listillas, las que pasan las cosas. ¿La ves? Es aquella con el pelo con trencitas. ¡Venga, boba! La que está cerca de las consolas. Tiene de todo. La vi en la entrada. ¿Sabes quién te digo? Esa de allí, ¿la has visto?
—Sí, la que está al lado de Madda.
—¿De quién?
—De Madda Federici. La que acabó a hostias con mi hermana hace dos años.
—¿Y a ti qué más te da? ¿Qué tienes que ver tú en eso? Además, esas trabajan juntas. Tú salúdala y ya verás cómo no tienes problemas.
—¿Seguro?
—Venga.
Daniela se envalentona y cruza el salón. Desde lejos, Madda la ve llegar y la reconoce. Nunca se olvidó de ella, de ninguna de las dos. Se dirige a la camella.
—Sophie, ¿qué te queda?
—Un éxtasis y un
scoop
.
—¿Ves a esa que viene hacia aquí?
La camella mira a Daniela.
—Sí, ¿qué?
—Si te pide algo, dale el
scoop
.
—¿Y cuánto le pido?
—Eso es cosa tuya.
Daniela llega y se para frente a las dos. La camella levanta la barbilla como diciendo: «¿Buscas algo?» Daniela saluda primero a Madda.
—Hola, ¿cómo estás?
Madda no contesta. Daniela sigue.
—Perdona, quería saber si tenías un éxtasis.
—Y yo quiero saber si tienes dinero —dice la camella.
—¿Cuánto tendría que darte?
—Cincuenta euros.
—De acuerdo, toma.
Daniela se saca un billete del bolsillo del pantalón y se lo da. La camella lo hace desaparecer en un momento en uno de sus bolsillos delanteros. Después se saca de la muñequera una pastilla blanca. Daniela la coge y hace ademán de marcharse.
—Eh, quieta. —Madda la para—. Eso no te lo puedes llevar por ahí. Te lo tomas ahora y aquí. Toma. —Y le alarga la media botella de cerveza que estaba bebiendo.
Daniela la mira preocupada.
—Pero ¿no me sentará mal con la cerveza?
—¡Si has venido hasta aquí, sólo puede sentarte bien!
Daniela se mete la pastilla en la boca y da un largo trago. Después baja la cabeza y retoma el aliento. Traga y sonríe.
—Ya está.
Madda la detiene de nuevo.
—Déjame ver. Levanta la lengua.
Daniela obedece. Madda la mira bien mirada. Sí, se ha tomado la pastilla.
—Bien, adiós, y diviértete.
Daniela se aleja precisamente al mismo tiempo que Chicco Brandelli se reúne con Giuli con dos botellas de champán. Madda y Sophie se quedan mirándola.
—Esa tía va a enloquecer, ya lo verás. Si no has tomado nunca nada, un
scoop
te hunde. No te acuerdas ni de lo que has hecho.
—Le está bien merecido. ¡Así le lleva recuerdos míos a su hermana!
—¡Qué peligro enfrentarse a ti, eh!
—Bueno, es sólo cuestión de tiempo.
—Oye, Madda, yo me marcho.
—¿Y con el último éxtasis qué haces?
—Me lo meriendo en casa. Estará Damián, que por la noche vuelve pronto. Al menos, así practicaremos un poco de sexo.
—Bien, disfruta, niña. ¿Me haces un último favor? ¿Te acuerdas del coche de Ernesto?
—Sí, el azul abollado.
—Eso, ven, que te explico qué tienes que hacer.
La música parece que haya subido. El
scoop
le está haciendo efecto. Dani baila desenfrenada delante de Giuli.
—¿Cómo estás?
—De maravilla.
—¿Y qué efecto te hace?
—¡Y yo qué sé! No lo sé. ¡Ya no entiendo nada, sólo sé que quiero follar! ¡Quiero follar!
Daniela salta como una loca gritando, ahogada a veces por el sonido de la música y otras veces no. Precisamente como cuando acaba delante de Andrea Palombi.
—¡Quiero follar! —grita Daniela.
Andrea le sonríe.
—¡Al fin! —le hace eco—. ¡Yo también!
—¡Sí, pero no contigo!
Y Daniela sigue corriendo y gritando, saltando de alegría, armando jaleo, perdida entre los brazos que la tocan, bebiendo vasos que le pasan por delante, bailando con desconocidos, hasta encontrar esas manos, esos labios, esa cara, esa sonrisa… Eso es. Te buscaba a ti. Me gustas. Eres muy guapo. Y lo ve rubio y después moreno y después ya no lo ve. Y luego se encuentra en una habitación y lo ve desnudarse. Y se ve desnudarse. Alguien retira el celofán del colchón como si fuera el envoltorio de un helado, de un helado que lamer. Y eso es lo que hace. Después se pierde tumbada sobre ese colchón frío. Unas manos la cogen por debajo, le tiran de las piernas. Y poco a poco se siente acariciar. Ah, me hace daño… Duele… Pero ¿tiene que doler? Es así, piensa. Sí, es así. Es bonito también porque hace daño. Y sigue viendo ese extraño mar a su alrededor. Y todo flota, arriba y abajo, como ese cuerpo encima de ella. Y después sonríe. Y se ríe. Y tiene una sola pregunta: ¿mañana por la mañana alguien escribirá algo en una pared para mí? Es así como funciona, ¿no? Una frase de amor sólo para mí… Y sonríe. Y se queda dormida. No sabe que no habrá ninguna frase, de ningún tipo. Ni siquiera un nombre.
Más tarde. Amanece.
—¡No, no me lo puedo creer!
Ernesto corre hecho polvo hacia su coche azul.
—¡Me han roto la ventanilla!
—Ya ves —dice Madda subiendo al vehículo—, ¡pero si ya estaba totalmente abollado!
—¡No, no me entiendes, me han robado un regalo que tenía para ti! No puedes ni imaginar la pasta que me había costado. ¡Era ese abrigo rosa, el que te gustaba tanto!
—Sí, ¿así que te has ventilado mil euros por mí? ¿Y qué querías a cambio? ¡Qué listo! No me lo creo. ¡Llévame a casa, venga, que estoy cansada y tengo sueño!
—¡Te lo juro, Madda! Lo había comprado…
—Sí, sí, de acuerdo. Oye, ahora tengo que ir a casa, que mañana por la mañana me marcho pronto.
—¿Adónde?
—A Florencia, estaré fuera una semana. Ya te llamaré cuando vuelva.
—¿Y qué vas a hacer?
—Voy por trabajo, otras fiestas, otras cosas. Pero ¿qué pasa?, ¿es esto un interrogatorio? Me estresas…, ¡siempre estás encima, déjame en paz!
Y así es como Madda baja en un segundo y se sube al primer coche que pasa. Es el de Mengoni y parece mucho más contenta de irse con él. Ernesto corre detrás, gritando.
—¿Adónde vas? ¡Espera!
Madda sonríe para sus adentros. ¿Espera, qué? El abrigo rosa ya está en casa, esperándome. Y sin darte nada a cambio. ¡Genial! Además, también he jodido a la menor de las Gervasi. ¡Ha sido una pasada! Pero Madda no tiene ni idea de la pesadilla de la que ella es responsable.
Duermevela. Oigo a Paolo trasteando en la cocina. Mi hermano. Mueve los cacharros intentando no hacer ruido, lo sé por cómo deja los platos sobre la mesa y cómo cierra los cajones. Mi hermano es como una mujer. Tiene los mismos detalles que tenía mi madre. Mi madre… Hace dos años que no la veo, quién sabe cómo llevará ahora el pelo. En el último año se lo cambiaba a menudo. Seguía la moda, los consejos de sus amigas, una foto en una revista… Nunca he entendido por qué las mujeres están siempre tan obsesionadas con su pelo. Me acuerdo de una película con Lino Ventura y Francoise Fabian,
Una dama y un bribón
. 1973. Él acaba en la cárcel. Ella va a buscarlo. Oscuro. Se oyen sólo sus voces.
—¿Qué pasa?… ¿Por qué me miras así?
—Has cambiado de peinado.
—¿No te gusta?
—Sí, pero cuando una mujer cambia de peinado significa que también está a punto de cambiar de hombre.
Sonrío. Mi madre ha visto muchas veces esa película. Quizá se haya tomado en serio esas palabras. Una cosa es segura: cada vez que la veo lleva un corte distinto. Paolo aparece en la puerta, la abre despacio, con cuidado de que no chirríe:
—Stefano, ¿vienes a desayunar?
Me vuelvo hacia él:
—¿Has preparado algo bueno?
Se queda un momento perplejo.
—Sí, creo que sí.
—De acuerdo, ahora voy.
Nunca entiende cuando hablo en broma. En eso no ha salido a mi madre. Me pongo una sudadera y me quedo en calzoncillos.
—Caray, cómo has adelgazado.
—Otra vez… Ya me lo dijiste.
—Tendría que ir yo también un año a Estados Unidos. —Se toca un michelín de la barriga cogiéndolo entre dos dedos—: Mira esto.
—El poder y la riqueza sientan bien a la barriga.
—Entonces tendría que estar delgadísimo.
Intenta bromear. También en eso es distinto de mamá, porque no lo consigue.
—¿En qué piensas?
—En que eres bueno poniendo la mesa.
Se sienta satisfecho.
—Bueno, sí, me gusta…
Me pasa el café. Yo lo cojo y le añado un poco de leche fría, sin siquiera probarlo, y después meto una gran galleta de chocolate.
—Están buenas.
—Son de cacao amargo. Las compré para ti. A mí no me gustan, son demasiado amargas. Mamá te las compraba siempre cuando estábamos todos en casa.
Me quedo en silencio bebiendo el café con leche. Paolo me mira. Por un instante querría añadir algo, pero lo piensa mejor y se prepara su capuchino.
—Ah, anoche te llamó una chica, Eva Simoni. ¿Te encontró en el móvil?
Eva. Ahora ya sé cómo se llama: Simoni. Mi hermano sabe hasta el apellido.
—Sí, me encontró.
—¿Y la viste?
—¿Qué son todas estas preguntas?
—Curiosidad: tenía una bonita voz.
—A la altura de todo lo demás.
Acabo de beberme el café con leche.