Tarzán se encogió de hombros.
—Los de tu especie no tienen miedo de ti; éstos son realmente los míos, por mucho que tú intentes civilizarme, y quizá por esto no tienen miedo de mí cuando les doy muestras de amistad. Incluso este pequeño bribón al parecer lo sabe, ¿no es así?
—Nunca lo entenderé —comentó Korak—. Creo que conozco bastante bien a los animales africanos; sin embargo, no poseo el poder que tú tienes sobre ellos, ni los entiendo como tú. ¿Por qué será?
—Sólo existe un Tarzán —dijo lady Greystoke en tono burlón, sonriendo a su hijo; sin embargo, se percibía en su voz cierto orgullo.
—Recuerda que nací entre fieras y fui criado por fieras —le recordó Tarzán—. Quizá después de todo mi padre fuera un simio; ya sabes que Kala siempre insistía en que así era.
—¡John!, ¿cómo puedes decir eso? —exclamó Jane—. Sabes perfectamente quiénes eran tu padre y tu madre.
Tarzán miró con aire solemne a su hijo y le guiñó un ojo.
—Tu madre nunca aprenderá a apreciar las buenas cualidades de los antropoides. Casi se diría que pone objeciones a la insinuación de que se ha apareado con uno de ellos.
—John Clayton, jamás volveré a hablarte si no dejas de decir estas cosas horribles. Me avergüenzo de ti. Ya es suficiente con que seas un impenitente hombre salvaje, no hace falta que sugieras que además tal vez seas un simio.
El largo viaje desde Pal-ul-don casi había llegado a su fin; en menos de una semana se hallarían de nuevo en el lugar donde había estado su antiguo hogar. No sabían si encontrarían algo de las ruinas que los alemanes habían dejado. Ardieron los graneros y los edificios anexos y parte del interior del bungaló fue destruido. Los waziri, los leales criados de los Greystoke, a quienes los soldados del capitán Fritz Schneider no habían matado, se agruparon a la llamada del tambor de guerra y se pusieron a disposición de los ingleses para cualquier acción que pudiera ser útil a la gran causa de la humanidad. Tarzán lo sabía ya antes de emprender la búsqueda de lady Jane; pero no sabía cuántos de sus waziri guerreros habían sobrevivido a la guerra y qué había ocurrido con sus vastas propiedades. Era posible que tribus errantes de nativos o árabes en busca de esclavos hubieran puesto fin a la devastación llevada a cabo por los tudescos, y también era probable que la jungla se hubiera apropiado de las tierras cubriendo los espacios abiertos y borrando con su exuberante vegetación toda señal del breve paso del hombre por sus reservas, viejas como el mundo.
Tras adoptar al pequeño Numa, Tarzán se vio obligado a considerar las necesidades de su protegido al planear sus marchas y sus paradas, pues el cachorro debía alimentarse y este alimento no podía ser más que leche. Era imposible encontrar leche de leona, pero por fortuna se hallaban en una región relativamente poblada, donde las aldeas eran frecuentes y donde el gran Señor de la Jungla era conocido, temido y respetado, y así, la tarde en que había encontrado al joven león, Tarzán se acercó a una aldea para conseguir leche para el cachorro.
Al principio, los nativos se mostraron hoscos e indiferentes y miraron con desprecio a los blancos que viajaban sin un gran séquito; con desprecio y sin miedo. Si no llevaban séquito, no podían transportar regalos para ellos ni nada con que pagar la comida que sin duda desearían, y si no iban askaris con ellos, no podían exigir comida o, mejor dicho, no podían ordenarles nada, ni podían protegerse en caso de que valiera la pena meterse con ellos. Los nativos parecían hoscos e indiferentes y, sin embargo, estaban interesados, pues el insólito aspecto y adornos de los visitantes habían despertado su curiosidad. Iban casi tan desnudos como ellos y armados de forma similar salvo uno, el hombre más joven, que llevaba un rifle. Los tres vestían como los de Pal-u-don, con atavíos primitivos y bárbaros y completamente extraños a los ojos de los negros.
—¿Dónde está vuestro jefe? —preguntó Tarzán cuando entró con grandes pasos en la aldea entre las mujeres, los niños y los perros que ladraban.
Unos cuantos guerreros que dormitaban salieron de las sombras de las chozas donde estaban tumbados y se acercaron a los recién llegados.
—El jefe duerme —respondió uno—. ¿Quién eres tú para despertarle? ¿Qué quieres?
—Deseo hablar con el jefe. ¡Ve a buscarle!
El guerrero le miró con ojos atónitos y luego estalló en una fuerte carcajada.
—Hay que traerle al jefe —exclamó, dirigiéndose a sus compañeros, y entonces, riendo estrepitosamente, se dio una palmada en el muslo y propinó un codazo a los que estaban más cerca.
—Dile —prosiguió el hombre-mono— que Tarzán quiere hablar con él.
Al instante la actitud de sus oyentes experimentó una notable transformación: se apartaron de él y dejaron de reír, con los ojos muy abiertos. El que se había reído más fuerte habló de pronto con solemnidad:
—Traed esteras —dijo— para que Tarzán y los suyos se sienten mientras yo voy a buscar a Umanga —y partió a todo correr, como si se alegrara de tener una excusa para escapar de la presencia del poderoso al que temía haber ofendido.
No importaba que no llevaran séquito, ni askaris ni regalos. Los aldeanos competían entre sí para rendirles honores. Incluso antes de que el jefe llegara muchos ya habían traído comida y adornos de regalo. Entonces apareció Umanga. Era un anciano que ya era jefe incluso antes de que naciera Tarzán de los Monos. Su actitud era patriarcal y digna, y saludó a sus invitados como un gran hombre saludaría a otro, aunque era innegable que le complacía que el Señor de la Jungla hubiera honrado su aldea con una visita.
Cuando Tarzán explicó sus deseos y mostró el cachorro de león, Umanga le aseguró que habría leche en abundancia siempre que Tarzán les honrara con su presencia; leche tibia, recién ordeñada de las cabras del jefe. Mientras parlamentaban, los aguzados ojos del hombre-mono captaron todos los detalles de la aldea y de su gente, y después se posaron en una gran perra de entre los numerosos perros comunes que correteaban entre las chozas. Su ubre estaba hinchada por la leche que contenía y verla sugirió a Tarzán un plan. Señaló con el dedo en dirección al animal.
—Te compro esa perra —dijo a Umanga.
—Es tuya,
bwana
, sin pagar —respondió el jefe—. Hace dos días que parió y anoche robaron todos sus cachorros del cubil; sin duda, fue una gran serpiente. Pero si los aceptas, te daré tantos perros más jóvenes y más gordos como desees, pues estoy seguro de que esa perra es insuficiente.
—No deseo comérmela —replicó Tarzán—. Me la llevaré para que amamante al cachorro. Que me la traigan.
Unos muchachos atraparon al animal y le ataron una correa al cuello para llevarla a rastras hasta el hombre-mono. Igual que el león, el perro al principio tenía miedo, pues el olor del tarmangani no era el olor de los negros, gruñó y quiso morder a su nuevo amo; pero al final éste se ganó la confianza del animal, que se tumbó tranquilamente a su lado, mientras él le acariciaba la cabeza. Sin embargo, lograr que el león se acercara fue otro asunto, pues los dos animales estaban aterrados por el olor enemigo del otro; el león rugía y bufaba, y el perro le enseñaba los dientes y gruñía. Se necesitó paciencia, infinita paciencia, pero al fin consiguió que la perra amamantara al hijo de Numa. El hambre había logrado vencer el natural recelo del león, mientras que la actitud firme pero amable del hombre-mono se había ganado la confianza del can, que estaba más acostumbrado a los golpes y patadas que a la bondad.
Aquella noche Tarzán se llevó la perra a la choza que ocupaba, la ató y dos veces antes de que amaneciera hizo que se tumbara para alimentar al cachorro. Al día siguiente, se despidieron de Umanga y su gente, y con la perra, sujeta con una correa, trotando junto a ellos, partieron hacia su hogar; el joven león iba acurrucado en un brazo de Tarzán, o el hombre-mono lo transportaba en la bolsa que llevaba colgada al hombro.
Le llamaron el león Jad-bal-ja, que en el lenguaje de los pitecántropos de Paul-ul-don significa león de oro, debido a su color. Cada día estaba más acostumbrado a ellos y a su madre adoptiva, quien por fin lo aceptó como carne de su carne. A la perra la llamaron Za, que significa chica. El segundo día le quitaron la correa y la perra les siguió de buen grado por la jungla; a partir de entonces, jamás intentó abandonarles ni estaba contenta si no se hallaba cerca de uno de los tres.
Cuando se acercaban al desvío que conducía a la llanura donde había estado el hogar de Tarzán y su familia, una emoción contenida les embargó a los tres, aunque ninguno pronunció ni una sola palabra referente a la esperanza y al miedo que anidaban en su corazón. ¿Qué encontrarían? ¿Qué podían encontrar aparte de la misma enmarañada vegetación que el hombre-mono había aclarado para construir su hogar cuando llegó allí por primera vez con su esposa?
Al fin salieron de la espesa vegetación de la jungla y contemplaron la llanura donde, a lo lejos, se distinguían claramente los contornos del bungaló situado entre los árboles y la maleza que se habían conservado o trasladado para embellecer el entorno.
—¡Mirad! —exclamó lady Jane—. ¡Está allí… todavía está allí!
—Pero ¿qué es aquello que hay a la izquierda, ahí detrás? —preguntó Korak.
—Son las chozas de los nativos —respondió Tarzán.
—¡Los campos están cultivados! —exclamó la mujer.
—Y han reconstruido algunos de los edificios anexos —dijo Tarzán—. Esto sólo puede significar una cosa: los waziri han regresado de la guerra… mis leales waziri. Han reconstruido lo que los alemanes destruyeron y han vigilado nuestro hogar hasta nuestro regreso.
Alargó el brazo y agarró al león por el pescuezo.
EL ADIESTRAMIENTO DE JAD-BAL-JA
A
SÍ FUE como Tarzán de los monos, Jane Clayton y Korak llegaron a su hogar tras una larga ausencia y, con ellos, Jad-bal-ja, el león de oro, y Za, la perra. Entre los primeros que salieron a su encuentro para darles la bienvenida a casa, se hallaba Muviro, padre de Wasimbu, que había dado su vida en defensa del hogar y la esposa del hombre-mono.
—Ah,
bwana
—exclamó el fiel negro—, mis viejos ojos se rejuvenecen al verte. Has estado mucho tiempo fuera, pero aunque muchos dudaban que regresaras, el viejo Muviro sabía que en el gran mundo no había nada que pudiera vencer a su amo. Y así sabía también que su amo regresaría al hogar de su amor y a la tierra donde sus leales waziri le aguardaban; pero que ella, a quien había dado por muerta y llorado, regrese es increíble, y grande será la alegría en las chozas de los waziri esta noche. Y la tierra temblará bajo los pies de los guerreros cuando dancen y en los cielos resonarán los gritos de alegría de sus mujeres, puesto que los tres más amados en la tierra han regresado a ellos.
Y, en verdad, grande fue la alegría en las chozas de los waziri. Las danzas y el regocijo no cesaron una sola noche, sino que prosiguieron durante muchas noches, hasta que Tarzán puso fin a los festejos para que él y su familia pudieran gozar de unas horas de ininterrumpido sueño. El hombre-mono descubrió que no sólo sus leales waziri, bajo la guía igualmente leal de Jervis, su capataz inglés, habían reconstruido por completo sus establos, corrales y dependencias anexas, así como las chozas de los nativos, sino que, además, habían restaurado el interior del bungaló, de modo que su aspecto estaba exactamente igual que antes del ataque de los alemanes.
Jervis se encontraba en Nairobi por asuntos de la propiedad y volvió a la hacienda varios días después de la llegada de Tarzán. Su sorpresa y felicidad no fueron menos auténticas que las de los waziri. Se pasó horas sentado con el jefe y los guerreros a los pies del Gran Bwana, escuchando el relato de la extraña tierra de Pal-ul-don y las aventuras que habían vivido los tres durante la cautividad de lady Greystoke, y junto con los waziri se maravilló de las mascotas que el hombre-mono había traído consigo. Que Tarzán se hubiera encaprichado de una perra callejera de los nativos era extraño, pero que hubiera adoptado a un cachorro de sus grandes enemigos, Numa y Sabor, parecía increíble, y no menos sorprendente para ellos era la manera como Tarzán educaba al cachorro.
El león de oro y su madre adoptiva ocupaban un rincón del dormitorio del hombre-mono, que pasaba cada día muchas horas entrenando y educando a la pelotita amarilla con manchas, ahora todo afecto y ganas de jugar, pero que algún día se convertiría en un depredador salvaje y de gran tamaño.
A medida que transcurrían los días y el león de oro crecía, Tarzán le enseñaba muchas cosas: a ir a buscar algo y llevárselo, a tumbarse y quedarse inmóvil, escondido, a la más inaudible de sus órdenes, a moverse de un lado a otro como él le indicaba, a encontrar cosas escondidas por el olor y a recuperarlas, y cuando se añadió carne a su dieta, siempre provocaba una sonrisa triste en los labios de los aguerridos waziri, pues Tarzán siempre ataba, a la garganta de un muñeco semejante a un hombre, la carne que el león iba a comer. Jamás varió la manera de alimentarlo. A una sola indicación del hombre-mono, el león de oro se agazapaba, poniendo el vientre en el suelo, y Tarzán señalaba el muñeco y susurraba una sola palabra: mata. Por muy hambriento que estuviera, el león aprendió a no moverse hacia la carne hasta que su amo hubiera pronunciado esa única palabra; y entonces, con un salvaje rugido, se abalanzaba sobre la carne. Al principio, cuando era pequeño, le costaba subir por el muñeco para llegar al sabroso bocado, pero, a medida que fue creciendo y haciéndose mayor, cada vez le resultaba más fácil llegar al objetivo, hasta que un solo salto le bastó y el muñeco caía de espaldas con el joven león mordiéndole en la garganta.