—Será mejor que lo prometas —dijo él con hosquedad, aunque a todas luces un poco más calmado—. Será mejor que me lo prometas, Flora, porque no me importa nada el oro si no te puedo tener a ti también.
—Calla —indicó ella—, ahí están, y ya iba siendo hora; llegan media hora tarde.
El hombre volvió los ojos en la dirección de la mirada de ella y los dos observaron aproximarse a los cuatro hombres que acababan de entrar en la casa de comidas. Dos de ellos tenían aspecto inglés; eran tipos corpulentos, carnosos, de clase media, que aparentaban lo que realmente eran: ex pugilistas; el tercero, Adolph Bluber, era un alemán gordo y de baja estatura, con el rostro redondo y colorado y el cuello ancho; el otro, el más joven de los cuatro, era con mucho el mejor parecido. Su rostro delicado, de tez clara y grandes ojos oscuros, habría podido ser suficiente para provocar los celos de Miranda; pero una buena mata de pelo castaño ondulado, la apostura de un dios griego y la gracia de un bailarín ruso, resumían, en verdad, lo que era Carl Kraski cuando decidió no ser más que un bribón.
La muchacha los saludó con cordialidad y el español se limitó a un simple y malhumorado gesto de asentimiento con la cabeza mientras ellos cogían sendas sillas y se sentaban a la mesa.
—¡Cerveza! —pidió Peebles a gritos, dando un golpe en la mesa para llamar la atención de un camarero—. ¡Queremos cerveza!
Esta sugerencia recibió la aprobación unánime y, mientras esperaban la bebida, hablaron de manera informal de asuntos intrascendentes: el calor, la circunstancia que les había retrasado, las pequeñas anécdotas sucedidas desde la última vez que se habían visto. Entretanto, Esteban permanecía sentado en hosco silencio, pero después de que el camarero volviera y brindaran por Flora, ceremonia con la que hacía tiempo tenían la costumbre de señalar cada reunión, se pusieron a trabajar.
—Bueno —dijo Peebles, golpeando de nuevo en la mesa con su rollizo puño—, vamos a ver. Lo tenemos todo, Flora…, los planes, el dinero, al señor Miranda… y estamos preparados, querida, para tu participación.
—¿Cuánto dinero tenéis? —preguntó Flora—. Se necesitará mucho dinero, y no vale la pena empezar si no disponemos del suficiente para proseguir.
Peebles se volvió a Bluber.
—Ahí —dijo, señalándole con un grueso dedo— está el tesorero. Este gordo bribón te dirá cuánto tenemos.
Bluber esbozó una hipócrita sonrisa y se frotó las rollizas manos.
—Bueno —dijo—, ¿cuánto
crrree
que deberíamos
tenerrr, señorrrita Florrra
?
—No menos de dos mil libras, para ir sobre seguro —respondió ella sin vacilar.
—
Ach, weh
! —exclamó Bluber—. Eso es mucho
dinerrro
, dos mil
librrras
.
La muchacha hizo una mueca de disgusto.
—Os dije desde el primer día que no quería saber nada de un hatajo de ladrones de pacotilla, y que hasta que no tuvierais suficiente dinero para llevar a cabo el plan como es debido no os daría los mapas ni las instrucciones, sin los cuales es imposible llegar a las cámaras donde hay oro suficiente para comprar toda esta isla, si la mitad de lo que he oído decir de ellas es cierto. Podéis gastar vuestro dinero, pero tenéis que enseñarme que al menos disponéis de dos mil libras antes de que os dé la información que os hará los hombres más ricos del mundo.
—El tipo tiene el dinero —gruñó Throck—. Que me aspen si sé de qué habla.
—No puede evitarlo —dijo el ruso—; Bluber es de la clase de tipos que regatearía con el encargado de las licencias matrimoniales si fuera a casarse.
—Oh, bueno —suspiró Bluber—,
¿porrr
qué íbamos a
gastarrr
más
dinerrro
del
necesarrrio
? Si podemos
hacerrrlo
por mil
librrras
, mucho
mejorrr
.
—Sin duda —espetó la muchacha—, y si sólo se necesitan mil, será todo lo que tendréis que gastar, pero es mejor tener dos mil por si ocurre alguna emergencia, y por lo que sé de ese país es probable que topéis con alguna.
—
Ach, weh
! —exclamó Bluber.
—Tiene el dinero —dijo Peebles—, vayamos al grano.
—Puede que lo tenga, pero antes quiero verlo —replicó la muchacha—.
—¿Qué
crrrees
, que llevo todo ese
dinerrro
en el bolsillo? —se quejó Bluber.
—¿No le crees? —gruñó Throck.
—Sois un puñado de rufianes —dijo ella riendo abiertamente ante los fornidos rufianes—. Pero aceptaré la palabra de Carl; si él dice que lo tenéis y que será empleado para pagar todos los gastos de nuestra expedición, le creeré.
Peebles y Throck fruncieron el ceño y Miranda miró al ruso con los ojos entrecerrados. Bluber, por el contrario, no se alteró; cuanto más le insultaban, mejor; al parecer le gustaba. Si alguien le trataba con consideración o respeto habría sido arrogante mientras acariciara la mano que estrechaba la suya. Sólo Kraski sonreía con una autocomplacencia que hacía hervir la sangre al español.
—Bluber tiene el dinero, Flora —dijo—; cada uno de nosotros ha puesto su parte. Nombraremos tesorero a Bluber, porque sabemos que exprimirá el último penique hasta encogerlo antes de dejarlo escapar. Nuestro plan es partir de Londres en parejas.
La mujer sacó un mapa de su bolsillo y lo desplegó sobre la mesa. Con el dedo señaló un punto marcado con una X.
—Aquí nos encontraremos y equiparemos nuestra expedición. Bluber y Miranda irán primero; después, Peebles y Throck. Cuando tú y yo lleguemos, todo estará a punto para partir hacia el interior, donde montaremos un campamento permanente, junto al camino general y lo más cerca posible de nuestro objetivo. Miranda se divertirá tras sus bigotes hasta que esté listo para iniciar la etapa final de su largo viaje. Tengo entendido que ha aprendido bien el papel que debe interpretar y que representa su personaje a la perfección. Como sólo tendrá que engañar a nativos ignorantes y fieras salvajes no necesitará una gran habilidad histriónica. —Aunque velada, la nota de sarcasmo en su tono suave y patoso hizo que los ojos negros del español brillaran con perversidad.
—¿Entiendo que tú y la señorita Hawkes viajaréis solos a X? —preguntó Miranda, apenas reprimiendo su enojo.
—Así es, a menos que tu comprensión sea escasa —respondió el ruso.
El español se levantó y se inclinó hacia Kraski amenazadoramente. La muchacha, que estaba sentada a su lado, lo agarró del abrigo.
—¡Nada de eso! —exclamó, obligándole a sentarse de nuevo—. Ya es suficiente, y si seguís así os dejaré y buscaré compañeros más sociables para mi expedición.
—¡Pues muy bien, déjanos ya! —profirió Peebles en tono belicoso.
—John tiene razón y yo le apoyo. Y si seguís así, que me aspen si no os doy una paliza a los dos —rugió Throck, y miró primero a Miranda y después a Kraski.
—Bueno —trató de calmarlos Bluber—, estrechémonos la mano y seamos buenos amigos.
—Está bien —dijo Peebles—, de acuerdo. Dame la mano, Esteban. Vamos, Carl, guarda el hacha. No podemos empezar este asunto con animosidades, ya está.
El ruso, seguro de su posición con Flora, y por tanto de un humor magnánimo, tendió la mano por encima de la mesa hacia el español. Por un momento, Esteban vaciló.
—¡Vamos, hombre, dame la mano! —gruñó Throck—. O puedes volver a tu trabajo de extra en el cine, maldita sea, y ya encontraremos quien te sustituya y con quien dividir el botín.
De pronto, el semblante sombrío del español se iluminó con una agradable sonrisa. Alargó el brazo y apretó con fuerza la de Kraski.
—Perdona —dijo—, mi temperamento es fogoso, pero no va más allá. La señorita Hawkes tiene razón, debemos ser amigos, aquí tienes mi mano, Kraski.
—Bien, lamento haberte ofendido —dijo Kraski, pero olvidó que el otro era actor, y si hubiera podido ver las profundidades de aquella alma oscura se habría estremecido.
—Y
ahorrra
que todos somos buenos amigos —dijo Bluber, frotándose las manos efusivamente—,
¿porrr
qué no nos preparamos para cuando empecemos a
terminarrr
todas las cosas? La
señorrrita Florrra
me da el mapa y las
instrrrucciones
y
nosotrrros
empezamos a
comenzarrr
de inmediato.
—Préstame un lápiz, Carl —dijo la chica, y cuando el hombre se lo hubo entregado ella buscó un lugar en el mapa a cierta distancia de X, en el interior, donde trazó un pequeño círculo.
—Esto es O dijo. —Cuando todos lleguemos aquí, tendréis las instrucciones finales, no antes.
Bluber alzó las manos.
—
Ach!, señorrrita Florrra
, ¿qué
crrree
, que gastamos dos mil librrras
parrra comprrrarrr
un
cerrrdo
metido en un saco?
Ach, weh
!, no nos
pedirrría
que
hiciérrramos
esto,
¿verrrdad
? Tenemos que
verrrlo
todo, debemos
saberrrlo
todo antes de
gastarrr
un solo penique.
—Sí, eso es, y ya está —rugió John Peebles, golpeando la mesa con el puño.
La muchacha se levantó tranquilamente de su asiento.
—Muy bien —dijo encogiéndose de hombros—. Si pensáis así, lo mejor es que lo dejemos.
—
Esperrre, esperrre, señorrrita Florrra
—exclamó Bluber, apresurándose a levantarse—. No se ponga nerviosa. Pero ¿no ve dónde estamos? Dos mil
librrras
es mucho
dinerrro
, y
nosotrrros
somos buenos
hombrrres
de negocios. No vamos a
gastarrrlo
todo sin
obtenerrr
nada a cambio.
Yo no os pido que lo gastéis sin obtener nada a cambio —replicó la muchacha con aspereza—, pero si alguien debe confiar en alguien en este asunto, sois vosotros quienes debéis confiar en mí. Si os doy ahora toda la información, nada os puede impedir adelantaros y dejarme en la estacada, y no tengo intención de que esto ocurra.
—Pero no somos tontos,
señorrrita Florrra
—insistió Bluber—.
Nosotrrros
no pensamos ni
porrr
un instante en
engañarrrla
.
—Tampoco ninguno de vosotros sois unos angelitos, Bluber —repuso la chica—. Si queréis seguir adelante con esto debéis hacerlo a mi manera, y estaré en la meta para asegurarme de que recibo lo que me corresponde. Os he dado mi palabra, hasta el momento, de que poseo la información, y lo aceptáis hasta el final o lo dejamos. ¿De qué me serviría penetrar en una puñetera jungla y sufrir todas las penalidades que sin duda nos esperan, y llevaros conmigo, si no pudiera entregar la mercancía cuando llegara? No soy tan blanda para creer que podría salir indemne con un montón de bandidos como vosotros si intentara engañaros. Mientras actúe con seriedad me sentiré a salvo, porque sé que o Esteban o Carl cuidarán de mí, y no sé si los demás lo haríais también. ¿Estamos de acuerdo?
—Bueno, John, ¿qué
crrreéis
tú y Dick? —preguntó Bluber dirigiéndose a los dos ex boxeadores—. Sé que Carl piensa lo que piense
Fiorrra
. ¿Eh? ¿Qué decís?
—Caramba —dijo Throck—, nunca me ha gustado confiar en nadie si no es por obligación, pero al parecer ahora tenemos que confiar en Flora.
—Lo mismo digo —coincidió John Peebles—. Si intentas hacernos alguna faena, Flora… —Se pasó significativamente el índice por la garganta.
—Entiendo, John —dijo la muchacha con una sonrisa—, y sé que lo harías con igual rapidez por dos libras que por dos mil. Bueno, entonces ¿estáis todos de acuerdo en que se lleve a cabo según mis planes? ¿Tú también, Carl?
El ruso hizo un gesto afirmativo.
—Lo que digan los demás está bien para mí —observó.
Y así, el pequeño grupo discutió sus planes en la medida en que les fue posible; hasta el detalle más insignificante necesario para situarlos en el punto O que la chica había señalado en el mapa.
LO QUE INDICABAN LAS HUELLAS
C
UANDO Jad-bal-ja, el león de oro, tenía dos años de edad, era un magnífico ejemplar de su especie tal como los Greystoke esperaban. En tamaño era mucho más grande que el macho maduro corriente; en figura era soberbio, y su noble cabeza y su espléndida melena negra le daban el aspecto de un macho adulto, mientras que en inteligencia sobrepasaba de lejos a sus hermanos salvajes de la jungla.
Jad-bal-ja era una fuente inagotable de orgullo y placer para el hombre-mono, que lo había adiestrado con tanto cuidado y alimentado con astucia con el fin de desarrollar al máximo todas sus cualidades innatas. El león ya no dormía a los pies del lecho de su amo, sino que ocupaba una robusta jaula que Tarzán había construido para él en la parte posterior del bungaló, pues el hombre-mono sabía que un león, dondequiera que estuviera o comoquiera que lo hubiesen educado, siempre era un león: un salvaje carnívoro. Durante el primer año, había rondado a voluntad por la casa y los terrenos próximos; después, sólo salia en compañía de Tarzán. A menudo, ambos cazaban juntos por la llanura y la jungla. Por una parte el león era casi igual de familiar con Jane y Korak, y ninguno de los dos le temía o desconfiaba de él, pero hacia Tarzán de los Monos mostraba el mayor afecto. A los negros del hogar de Tarzán los toleraba y tampoco ocasionaba daños a ninguno de los animales domésticos y aves de corral, después de que Tarzán grabara en él, cuando aún era un cachorro, que a cualquier excursión depredadora a los corrales o gallineros le seguía un castigo adecuado. Que nunca se le permitiera estar vorazmente hambriento era sin duda el factor decisivo para proteger a los animales de la granja.
El hombre y la bestia parecían entenderse a la perfección. Es dudoso que el león entendiera todo lo que Tarzán le decía, pero en la medida de lo posible, la facilidad con que comunicaba sus deseos al león rozaba lo extraordinario. La obediencia que una combinación de seriedad y afecto había fomentado en el cachorro se había vuelto una costumbre en el león ya adulto. A una orden de Tarzán, recorría una gran distancia y traía un antílope o una cebra y depositaba su presa a los pies de su amo sin probar la carne, e incluso había cobrado animales vivos sin dañarlos. Así era el león de oro que rondaba por la selva primitiva con su divino amo.
Aproximadamente en esta época fue cuando empezaron a llegarle al hombre-mono rumores sobre una banda de depredadores que merodeaba por el oeste y el sur de su finca; se contaban horribles historias de robos de marfil, capturas de esclavos y torturas como jamás habían perturbado la quietud de la jungla salvaje del hombre-mono desde los días del jeque Amor Ben Khatour, y también había otras historias que hicieron fruncir las cejas a Tarzán de los Monos, perplejo y pensativo, y después transcurrió un tiempo durante el cual Tarzán no oyó ningún otro rumor procedente del oeste.