—¡La victoria es nuestra! —gritaron de todas partes los zaporogos.
Sonaron los clarines, y la bandera de la victoria tremolaba impulsada por el viento. Los polacos huían en confuso desorden en todas direcciones.
—¡No, no, la victoria no es nuestra todavía! —dijo Taras, mirando las puertas de la ciudad.
En efecto: las puertas de la ciudad se habían abierto, y un regimiento de húsares, la flor de los regimientos de caballería, salía por ellas. Todos los jinetes montaban,
argamaks
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castaños. Al frente de los escuadrones galopaba el jinete más hermoso y apuesto de todos.
Sus cabellos negros asomaban, por debajo de su casco de bronce, y rodeaba su brazo una banda bordada por las manos de la belleza más seductora. Taras quedóse estupefacto al reconocer a su hijo Andrés; y éste, sin embargo, inflamado por el ardor del combate, ávido de merecer el presente que adornaba su brazo, precipitóse como un fogoso lebrel, el más hermoso, más veloz y más joven de la jauría. «¡
Aton
!»
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exclama el viejo cazador, y el lebrel se precipita, lanzando sus piernas en línea recta al aire, inclinando todo su cuerpo sobre el costado, levantando la nieve con sus uñas, y adelantándose diez veces a la liebre misma, en el ardor de su carrera. El viejo Taras se detuvo, contemplando cómo Andrés se abría paso, hiriendo a derecha e izquierda, y derribando a los cosacos que le interceptaban el paso.
Taras pierde la paciencia y exclama:
—¡Cómo! ¡A los tuyos! ¡A los tuyos! ¡Así los hieres, hijo del diablo!
Pero el intrépido joven no veía si los que hallaba a su paso eran de los suyos o de los otros; no veía sino rizos de sedoso cabello, largos y ondulantes, un cuello de nieve semejante al de los cisnes, blancos hombros, y todo lo que Dios ha creado para besos insensatos.
—¡Hola, camaradas! atráiganlo, atráiganlo solamente al bosque —gritó Taras.
Inmediatamente presentáronse treinta de los más ágiles cosacos para atraer al joven hacia el bosque. Enderezando sus altas gorras, lanzaron sus caballos para cortar la retirada a los húsares, atacaron de flanco a las primeras filas, las derrotaron, y habiéndolas separado del grueso de la partida, pasaron a cuchillo a unos y a otros. Entonces Golokopitenko dio a Andrés con su sable de plano, y todos, al instante emprendieron la fuga con toda la rapidez cosaca. Andrés se lanzó como un león; su joven sangre hervía en sus venas; hundiendo sus largas espuelas en los costados del noble bruto, echóse volando en persecución de los cosacos, sin volverse, y sin ver que solamente habían podido seguirle una veintena de hombres. Los cosacos, huyendo con toda la celeridad de sus cabalgaduras, daban la vuelta hacia el bosque.
Andrés, disparado como una flecha, alcanzaba ya a Golokopitenko, cuando de repente una férrea mano detuvo su caballo por la brida. El joven volvió la cabeza y vio delante de él a Taras, su padre. Un fuerte estremecimiento agitó todo su cuerpo, y se volvió pálido como un escolar sorprendido por su maestro merodeando. La cólera de Andrés se apagó como si nunca se hubiese encendido. Sólo veía delante de él al terrible autor de sus días.
—¡Y bien! ¿Qué vamos a hacer ahora? —dijo Taras, mirándole fijamente.
El joven no respondió, tenía la vista inclinada hacia el suelo.
—Y bien, hijo, ¿te han prestado un gran socorro tus polacos?
Andrés continuó mudo.
—Hacernos traición de este modo, vender la religión, vender a los tuyos… Espera, baja del caballo.
Andrés, obedeciendo como un niño dócil, bajó del caballo, y se detuvo, más muerto que vivo, delante de su padre, el cual le dijo:
—Quédate ahí, y no te muevas; yo te he dado la vida, yo te la quitaré.
Y, dando un paso atrás, preparó su mosquete. El semblante del joven se cubrió de mortal palidez; sus labios se movían pronunciando un nombre; pero este nombre no era el de su patria, ni el de su madre, ni el de sus hermanos: era el nombre de la linda polaca.
Taras disparó.
Como una espiga de trigo segada por la hoz, Andrés inclinó la cabeza, y cayó sobre la hierba sin pronunciar una palabra.
El parricida, inmóvil, contempló largo tiempo el cadáver inanimado de su hijo: hasta después de muerto era hermoso. Su semblante viril, antes brillante de fuerza y de una irresistible seducción, expresaba, todavía una hermosura maravillosa. Sus cejas, negras como un terciopelo de luto, sombreaban sus pálidas facciones.
—¿Qué le faltaba para ser un cosaco? —dijo Bulba. Tenía elevada estatura, cejas negras, un semblante lleno de nobleza, y mano fuerte en el combate. ¡Y ha muerto, muerto sin gloria como un perro cobarde!
—¿Qué has hecho, padre? ¿Le has muerto tú? —dijo Eustaquio, que llegaba en este momento.
Taras hizo con la cabeza un signo afirmativo.
Eustaquio miró fijamente en los ojos del muerto, y dijo con profundo pesar:
—Padre, démosle honrosa sepultura, a fin de que los enemigos no puedan insultarle, y que las aves de rapiña no despedacen su cuerpo.
—Ya se le enterrará sin nosotros —dijo Taras— y no le faltarán llorones y lloronas.
Y durante dos minutos pensó:
—¿Es preciso arrojar su cuerpo a los lobos que husmean la tierra devastada, o bien respetar en él la valentía del caballero, que todo guerrero debe honrar en quien la posee?
—Miró, y vio a Golokopitenko galopando hacia él.
—¡Desgracia,
ataman
Los polacos se han fortificado, y les han llegado tropas de refresco.
Aun no había acabado de hablar Golokopitenko, cuando acudió Vovtonsenko:
—¡Desgracia,
ataman
Nuevas fuerzas caen sobre nosotros.
Sin concluir Vovtonsenko, llega Pisarenko corriendo, pero sin caballo.
—¿En dónde estás, padre? Los cosacos te buscan. El
ataman
de
kouren
Nevilitchki ha sido muerto ya, y también Zadorodrii y Tcherevitchenko pero los cosacos se mantienen firmes; no quieren morir sin verte por última vez, deseando que les mires en la hora de su muerte.
—¡A caballo, Eustaquio! —dijo Taras.
Y se apresuró para encontrar con vida a los cosacos, para contemplarlos por última vez, y porque pudiesen mirar a su
ataman
antes de morir. Pero aun no había salido del bosque con su gente, cuando las fuerzas enemigas le cercaron completamente, y por todas partes se presentaron a través de los árboles jinetes armados de sables y de lanzas.
—¡Eustaquio, Eustaquio! mantente firme —exclamó Taras.
Y, sacando su sable, atacó a los primeros que le vinieron a mano. Seis polacos rodean a Eustaquio, pero en mal hora lo hicieron: a uno le cercenó la cabeza; el otro da una voltereta por detrás; el tercero recibe una lanzada en las costillas; y el cuarto, más audaz, ha evitado la bala de Eustaquio bajando la cabeza, y la ardiente bala hace blanco en el cuello del caballo que, furioso, se encabrita, rueda por tierra, y aplasta debajo a su jinete.
—¡Bien hijo mío, bien! —exclamó Taras— vuelo a tu socorro.
Y Taras rechaza a los que le acometen, da sablazos a diestro y a siniestro y, mirando continuamente a Eustaquio, le ve luchando cuerpo a cuerpo con ocho enemigos a la vez.
—¡Tente firme, Eustaquio, tente firme! —le grita.
Pero el joven está perdido; le echan un
arkan
alrededor del cuello, se apoderan de él y le agarrotan.
—¡Ea, Eustaquio, ea! —gritaba Taras abriéndose paso hacia él, y hendiendo con su hacha todo cuanto se le ponla delante. ¡Ea, Eustaquio, Eustaquio!
Pero en este momento recibió como una pedrada, y todo dio vueltas ante sus ojos. Las lanzas, el humo del cañón, las chispas de la mosquetería y las ramas de los árboles con sus hojas brillaron por un instante en su mirada; después cayó a tierra como una encina abatida, y una espesa niebla cubrió sus ojos.
—Parece que he dormido mucho tiempo —dijo Taras despertando como del penoso sueño de un hombre ebrio, y esforzándose por reconocer los objetos que le rodeaban.
Una terrible debilidad había quebrantado sus miembros, pudiendo apenas distinguir las paredes y rincones de una estancia desconocida. Por fin fijóse en que Tovkatch estaba sentado junto a él, y que parecía atento a cada una de sus respiraciones.
—Sí —pensó Tovkatch— hubieras podido dormirte para siempre.
Pero no habló palabra, sino que le amenazó con el dedo haciéndole seña de que callase.
—Dime pues, ¿en dónde estoy ahora? —prosiguió Taras concentrándose y procurando recordar su pasado.
—¡Cállate pues! —exclamó bruscamente su cama— rada. ¿Qué más quieres saber? ¿No ves que estás acribillado de heridas? Dos semanas que corremos a caballo a todo escape, y que la fiebre y el calor te hacen delirar. Hoy, por primera vez, has dormido tranquilo. Calla, pues, si no quieres perjudicarte a ti mismo.
Sin embargo, Taras continuaba esforzándose en poner en orden sus ideas y en recordar lo pasado.
—¡Pero yo he sido detenido y cercado por los polacos!… ¡Me era imposible abrirme paso a través de sus filas!
—¡Te callarás de una vez, hijo de Satanás! —exclamó Tovkatch montado en cólera, como una niñera a quien los gritos de un chicuelo mimado hacen perder la paciencia. ¿Quieres saber de qué modo te has salvado?… Ha habido amigos que no te han dejado allá, y eso basta. Todavía nos queda más de una noche para correr juntos. ¿Crees que te han tomado por un simple cosaco? No, tu cabeza está puesta a precio; dos mil ducados dan por ella.
—¿Y Eustaquio? —exclamó de repente Taras que procuró incorporarse recordando cómo a su vista se habían apoderado de su hijo, cómo le habían agarrotado, y cómo se encontraba en manos de sus enemigos.
Entonces el dolor se apoderó de aquella vieja cabeza. Arrancó los vendajes que cubrían sus heridas, y los tiró lejos de sí; quiso hablar en alta voz, pero de sus labios sólo salieron palabras incoherentes. La fiebre le había vuelto y le hacía delirar. Sin embargo, su fiel compañero estaba de pie delante de él, dirigiéndole crueles reprensiones e injurias. En fin, agarróle por los pies y por las manos, le fajó como se hace con un niño, volvióle a poner los vendajes, envolvióle en una piel de buey, sujetóle con cuerdas a la silla de un caballo y emprendió de nuevo el camino.
—Aunque fueses un cadáver, te conduciría a tu país. No permitiré que los polacos insulten tu origen cosaco, que hagan trizas tu cuerpo y lo arrojen al río. Si el águila ha de arrancar los ojos de tu cadáver, que sea al menos el águila de nuestras estepas, no el águila polaca, no la que viene de las tierras de Polonia. Aunque estuvieses muerto, te conduciría a Ukrania.
Así hablaba el fiel compañero, corriendo día y noche, sin tregua ni descanso, conduciéndole al fin, privado de sentidos, a la misma
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de los zaporogos. Una vez allí, curóle con simples compresas y aprovechóse de la habilidad en el arte de curar de una judía, que en el espacio de un mes le hizo tomar diversos remedios. Al fin Taras se encontró mejor. Sea que la influencia del tratamiento fuese saludable, sea que su férrea naturaleza lo hubiese vencido todo, al cabo de un mes y medio abandonó el lecho. Sus llagas se habían curado y las cicatrices hechas por el sable atestiguaban solamente la gravedad de las heridas del viejo cosaco. Sin embargo, su carácter volvióse triste y taciturno. Tres profundas arrugas se habían marcado en su frente, en donde se quedarán para siempre. Al dirigir la vista a su alrededor, todo le pareció nuevo en la
setch
. Todos sus antiguos compañeros habían muerto, no quedando ni uno solo de los que hayan combatido por la santa causa, por la fe y la fraternidad.
También habían sucumbido aquellos que, mandados por el
kochevoi
, habían ido en persecución de los tártaros; todos murieron: el uno cayó en el campo del honor; el otro había muerto de hambre y de sed en medio de las estepas saladas de la Crimea; otro murió de vergüenza en el cautiverio, por no poder sobrellevar su afrenta. El viejo
kochevoi
hacía mucho tiempo que también había pasado a mejor vida, así como sus antiguos compañeros, y la hierba del cementerio había ya crecido sobre los restos de esos cosacos llenos en otro tiempo de valor y de vida. Taras comprendía que en torno suyo había tenido lugar una grande orgía, una orgía ruidosa: toda la vajilla había volado hecha añicos, no quedando una sola gota de vino; los convidados y los criados se habían llevado todas las copas, todos los vasos preciosos, y el dueño de la casa permanecía solitario y triste, pensando que hubiera sido mejor que no hubiese habido fiesta. Los esfuerzos que se hacían para ocupar y distraer a Taras eran inútiles; los viejos tocadores de bandola de barba gris desfilaban en vano de dos en dos y de tres en tres por delante de él, cantando sus hazañas de cosaco; todo lo contemplaba con indiferencia; en sus facciones inmóviles y en su cabeza inclinada leíase un dolor inextinguible; Taras decía en voz baja:
—¡Mi hijo Eustaquio!
Sin embargo, los zaporogos se habían preparado para una expedición marítima. En el Dnieper fueron botados doscientos buques, y el Asia Menor había visto a esos cosacos de cabeza rapada y trenza flotante, pasar a sangre y a fuego sus floridas costas; había visto los turbantes musulmanes, semejantes a las innumerables flores de sus campos, dispersos en sus ensangrentados llanos o nadando cerca de la costa; también había visto un sinnúmero de anchos pantalones cosacos manchados de brea, y muchos brazos musculosos armados de látigos negros. Los zaporogos habían destruido todas las viñas y comido todas las uvas; habían convertido las mezquitas en lugar inmundo; servíanse, a guisa de cinturones, de chales preciosos de Persia, ciñendo con ellos sus sucios caftanes. Largo tiempo después encontraban todavía en los sitios que habían pisado, las pequeñas pipas cortas de los zaporogos. Cuando se volvían alegremente, dioles caza un buque turco de diez cañones, y una descarga general de su artillería hizo huir a sus ligeros buques como una bandada de aves. Una tercera parte de ellos había perecido en la profundidad del mar; los supervivientes pudieron reunirse para ganar la embocadura del Dnieper, con doce barriles llenos de cequíes. Nada de esto preocupaba ya a Taras Bulba. Íbase a los campos, a las estepas, como para cazar; pero su arma permanecía inactiva; dejábala junto a él, lleno de tristeza, y deteníase a la orilla del mar, permaneciendo largo tiempo sentado, con la cabeza baja, y diciendo siempre: