Las filas de los cosacos permanecían silenciosas delante de las murallas; ninguno de ellos llevaba oro en sus vestidos; solamente se veían brillar los metales preciosos en algunos puñales, sables o en algunas culatas de los mosquetes. Los cosacos no eran aficionados a vestirse ricamente para entrar en batalla; sus caftanes y sus armaduras eran sencillísimos, y en todos los escuadrones no se veían más que largas filas de gorras negras con la punta roja.
Dos cosacos salieron de las filas de los zaporogos. El uno era muy joven, el otro tenía un poco más de edad: ambos poseían, según su modo de decir, buenos dientes para morder, no solamente con palabras sino con obras. Llamábanse Okhrim Nach y Mikita Golokopitenko. Démid Popovitch les siguió; era éste un viejo cosaco que frecuentaba hacia tiempo la
setch
, que había llegado hasta los muros de Andrinópolis, y que había sufrido muchos contratiempos en su vida. Una vez, salvándose de un incendio, volvió a la
setch
con la cabeza embreada, enteramente ennegrecida, y los cabellos quemados; pero después de esta aventura tuvo tiempo para rehacerse y engordó: sus largos y espesos cabellos rodeaban su oreja, y sus bigotes habían vuelto a brotar negros y espesos. Popovitch tenía fama por su lengua bien afilada.
—Todo el ejército de ustedes tiene
joupans
rojos —dijo— pero quisiera saber si el valor del ejército es también rojo.
—Esperen —exclamó desde arriba el obeso coronel— voy a agarrotarles a todos. Ríndanse, esclavos, entreguen sus mosquetes y sus caballos. ¿Han visto cómo he agarrotado ya a los suyos? Que se conduzca a los prisioneros al parapeto.
Y se condujo a los zaporogos maniatados a dicho punto. Al frente de ellos marcaba su
ataman
Khlib, desnudo completamente, en el estado que le habían preso, llevando la cabeza baja, avergonzado de su desnudez y de que hubiese sido sorprendido durmiendo, como un perro.
—No te aflijas, Khlib, nosotros te libertaremos —gritáronle desde abajo los cosacos.
—No te aflijas, amigo —añadió el
ataman
Borodaty— no es culpa tuya si te han pescado en cueros, eso puede suceder a cualquiera. Ellos son los desvergonzados, que te exponen ignominiosamente sin haber cubierto, por decencia, tu desnudez.
—Parece que no son ustedes valientes sino cuando tienen que habérselas con gente dormida —dijo Golokopitenko mirando al parapeto.
—Esperen, esperen; nosotros les cortaremos esos mechones de pelo le respondieron desde arriba.
—Quisiera ver de qué modo nos lo cortarán —decía Popovitch caracoleando delante de ellos montado en su caballo; y luego añadió, mirando a los suyos: Pero tal vez los polacos dicen la verdad si aquel gordinflón les conduce, no corren ningún peligro.
—¿Por qué crees tú que no corre ningún peligro? —preguntaron los cosacos, seguros anticipadamente de que Popovitch iba a soltar un chiste.
—Porque todo el ejército puede ocultarse detrás de él, y sería en extremo difícil alcanzar a alguno con la lanza más allá de su barriga.
Los cosacos se echaron a reír, y largo tiempo después muchos de ellos meneaban aún la cabeza, repitiendo:
—¡Ese diablo de Popovitch! si le ocurre soltar un chiste a alguno, entonces…
—¡Retrocedan, retrocedan! —exclamó el
kochevoi
.
Como parecía que los polacos no querían sufrir semejante bravata, el coronel hizo un signo con la mano. En efecto, apenas se habían retirado los cosacos, resonó desde lo alto del parapeto una descarga de mosquetería. En la ciudad hubo un gran movimiento; el anciano
vaivoda
apareció, montado en su caballo. Abriéronse las puertas, y el ejército polaco salió. A la vanguardia marchaban los
húsares
[38]
, perfectamente alineados; luego los coraceros con las lanzas, con sus cascos de cobre; detrás cabalgaban los más ricos nobles, vestidos cada uno según su capricho; no querían mezclarse con los soldados, y el que no tenía algún mando se adelantaba solo a la cabeza de su gente; después venían otras filas, después el oficial delicado, luego otras filas todavía, detrás el coronel grueso, y el último que salió de la ciudad fue el coronel seco y flaco.
—Impídanles, impídanles que se formen —exclamó el
kochevoi
. Que todos los
koureni
ataquen a la vez. Abandónenles las otras puertas. Que el
kouren
de Titareff ataque por su lado, y el
kouren
de Diadkoff por el suyo. Koukoubenko y Palivoda, caigan sobre ellos por la espalda; divídanlos, confúndanlos.
Y los cosacos atacaron por todas partes; rompieron las filas polacas, revolviéronlas y se mezclaron con los soldados sin darles tiempo de disparar sus mosquetes; sólo se hacía uso de los sables y de las lanzas. En este zafarrancho, todos tuvieron ocasión de darse a conocer: Démid Popovitch mató a tres infantes y derribó a dos hidalgos de sus caballos, diciendo:
—Buenos caballos, hace tiempo que deseaba unos como éstos.
Y los persiguió en la llanura, gritando a los otros cosacos que los detuviesen; después volvióse a la refriega, atacó a los caballeros que había desmontado, mató a uno de ellos, echó su
arkan
[39]
al cuello del otro, y le arrastró a través de la campiña, después de quitarle su sable de rico puño y su bolsa llena de ducados. Kobita, buen cosaco, todavía joven, vino a las manos con un polaco de los más valientes, y por largo tiempo combatieron cuerpo a cuerpo. Kobita triunfó por fin, hiriendo al polaco en el pecho con un cuchillo turco; pero esto no le salvó, pues una bala todavía caliente le tocó en la sien. El polaco más noble, el más hermoso de los caballeros, descendiente de príncipes desde la más remota antigüedad, había acabado así con él. Jinete en un vigoroso caballo bayo claro, llevaba por todas partes la destrucción, y se había distinguido ya con mil proezas. Había muerto a sablazos a dos zaporogos, tumbado a un buen cosaco, Fedor de Kory, traspasándole con su lanza después de derribar a su alazán de un pistoletazo, y por fin mató a Kobita.
—Con ese me gustaría medir mis fuerzas —exclamó el
ataman
del
kouren
de Nésamai' koff, Koukoubenko.
Y espoleando a su caballo, lanzóse sobre el polaco, gritando con tan estentórea voz, que todos los que se encontraban cerca de él se estremecieron involuntariamente. El polaco quiso volver su caballo para hacer frente a su nuevo enemigo, pero el animal no le obedeció; espantado por aquel terrible grito, dio un salto de lado, y Koukoubenko pudo disparar su mosquete al polaco que cayó del caballo, herido en la espalda. Ni aun entonces se rindió el valiente polaco: procuró herir a su enemigo; pero su débil mano dejó caer el sable. Koukoubenko tomó con ambas manos su pesada espada, hundiéndole la punta en sus pálidos labios; el arma le rompió los dientes, cortóle la lengua, atravesóle las vértebras del cuello y penetró profundamente en tierra en donde le clavó para no volver a levantarse. La rosada sangre brotó de la herida, esa sangre noble, y le tiñó su caftán amarillo bordado de oro. Koukoubenko se alejó del cadáver, y se lanzó con los suyos hacia otro punto.
—¿Cómo puede dejarse ahí una tan rica armadura sin recogerla? —dijo el
ataman
del
kouren
de Oumane, Borodaty.
Y dejó a su gente para dirigirse al sitio en donde yacía el inanimado cuerpo del caballero.
—He dado muerte con mis propias manos a siete nobles, pero no he encontrado ninguno que llevase una armadura tan rica.
Y Borodaty, arrastrado por la codicia, bajóse para adueñarse de aquel rico despojo. Primeramente quitóle su puñal turco adornado con piedras preciosas; después su bolsa llena de ducados; le desató del cuello una bolsita que contenía, envuelto en fino lienzo, un rizo de cabello dado por una joven como prenda de amor. Borodaty no oyó que el oficial de la nariz colorada, el mismo a quien ya había derribado de su caballo después de darle una cuchillada en el rostro, dirigíase sobre él por la espalda. El oficial levantó su sable y asestó un terrible mandoble a su cuello inclinado. El amor al botín no había conducido a buen fin al
ataman
Borodaty. Su robusta cabeza rodó a un lado y su cuerpo a otro, rociando la hierba con su sangre. Apenas el vencedor había agarrado por sus espesos cabellos la cabeza del
ataman
para colgarla de su arzón, cuando se levantó un vengador.
Semejante al gavilán que, después de trazar círculos con sus poderosas alas, detiénese de repente, queda inmóvil en el aire, y cae como la flecha sobre la codorniz que canta en los trigos cerca del camino, el hijo de Taras, Eustaquio, lanzóse sobre el oficial polaco echándole su lazo alrededor del cuello. El semblante colorado del oficial aumentó de color al apretarle la garganta el nudo corredizo. Con mano convulsa empuñó su pistola, pero no pudo dirigirla, y la bala fue a perderse en la llanura. Eustaquio desató de la silla del polaco una cuerda de seda de que se servía para atar a los prisioneros, agarrotóle los pies y los brazos, ató el otro extremo de la cuerda al arzón de la silla, y le arrastró a través de los campos, gritando a los cosacos de Oumane que fuesen a tributar los últimos honores a su
ataman
. Al saber los cosacos de ese
kouren
que su
ataman
había muerto, abandonaron el combate para hacerse cargo del cadáver, y se concertaron para saber a quién era preciso poner en su lugar.
—Pero, ¿de qué sirven los consejos? —dijeron por fin— es imposible elegir un
kourennoi
mejor que Eustaquio Bulba. Es verdad que es más joven que todos nosotros; pero tiene talento y buen sentido como un viejo.
Eustaquio se quitó su gorra, dio las gracias a sus compañeros por el honor que le dispensaban, pero sin dar por pretexto para rehusarlo ni la juventud ni la falta de experiencia, pues en tiempo de guerra no es permitido vacilar. Enseguida condujo a sus tropas contra el enemigo, y les probó lo acertado de su elección. Los polacos conocieron que el asunto se complicaba, y retrocedieron atravesando la llanura para reunirse al otro lado. El pequeño coronel hizo seña a una tropa de cuatrocientos hombres que estaba de reserva junto a la puerta de la ciudad, e hicieron una descarga de mosquetería contra los cosacos; pero las balas alcanzaron a pocos hombres: algunas tocaron a los bueyes del ejército que miraban estúpidamente la refriega. Espantados, esos animales mugieron, echáronse sobre el
tabor
de los cosacos, rompieron los carros y pisotearon a mucha gente; pero Taras, en este momento, arrojándose con su
polk
de la emboscada en donde se había apostado, les cortó el paso, haciendo que sus hombres gritasen con toda la fuerza de sus pulmones. Entonces, desatinada la bueyada, volvióse hacia los regimientos polacos introduciendo el desorden entre ellos.
—¡Mil gracias, bueyes —gritaron los zaporogos— nos habéis prestado un gran servicio durante la marcha, y ahora nos servís en la batalla!
Los cosacos se precipitaron de nuevo sobre el enemigo. Sucumbieron muchos polacos, y se distinguieron muchos cosacos, entre ellos Metelitza, Chilo, los dos Pisarenko y Vovtousenko. Los polacos, viéndose estrechados por todas partes, alzaron su bandera en señal de replegarse, y empezaron a gritar para que se les abriesen las puertas de la ciudad. Las ferradas puertas giraron sobre sus goznes y recibieron a sus fugitivos caballeros, molidos, cubiertos de polvo, como el aprisco recibe las ovejas. Algunos zaporogos querían perseguirles hasta dentro de la ciudad, pero Eustaquio detuvo a los suyos diciéndoles:
—Aléjense, señores hermanos, aléjense de las murallas, pues no es bueno acercarse a ellas.
El joven tenía razón, pues en aquel mismo instante resonó de lo alto de las murallas una descarga general. El
kochevoi
se acercó para felicitar a Eustaquio.
—Ese
ataman
es aún muy joven, pero conduce a sus huestes como un jefe encanecido en el mando.
El viejo Taras Bulba volvió la cabeza para ver quién era el novel
ataman
, y vio a su hijo Eustaquio a la cabeza del
kouren
de Oumane, con la gorra sobre la oreja, y la maza de
ataman
en la diestra.
—¡Miren el pícaro! —se dijo lleno de satisfacción.
Y dio las gracias a todos los cosacos de Oumane por el honor dispensado a su hijo.
Los cosacos volvieron grupas hasta su labor; los polacos aparecieron de nuevo sobre el parapeto, pero esta vez sus ricos
joupans
estaban rotos, manchados de sangre y de polvo.
—¡Hola! ¿Se han curado ya las heridas? —gritáronles los zaporogos.
—¡Esperen! ¡Esperen! —respondió desde lo alto el coronel gordo agitando una cuerda con sus manos.
Y durante algún tiempo, los dos bandos dirigíanse injurias y amenazas.
Por fin se separaron. Los unos se retiraron a descansar de las fatigas del combate, y los otros fueron a ponerse tierra en sus heridas haciendo vendajes de los ricos vestidos que habían quitado a los muertos. Los que habían conservado más fuerzas ocupáronse en reunir los cadáveres de sus camaradas y tributarles los últimos honores. Con sus espadas y sus lanzas abrieron zanjas, de las que extraían la tierra en los paños de sus vestidos, y en ellas depositaron cuidadosamente los cuerpos de los cosacos, cubriéndolos de tierra fresca para librarlos de la voracidad de las aves carnívoras. Los cadáveres de los polacos fueron atados de diez en diez a la cola de los caballos, que los zaporogos lanzaron hacia la llanura, ahuyentándolos a latigazos. Los caballos, furiosos, corrieron veloces por largo tiempo a través de los campos, arrastrando los cadáveres ensangrentados que rodaban y chocaban en el polvo.
Llegada la noche, todos los
koureni
se sentaron formando círculo y empezaron a hablar de los altos hechos del día. Así estuvieron largo tiempo en vela. El viejo Taras se acostó más tarde que los otros; no comprendía por qué Andrés no se había presentado entre los combatientes. ¿Había tenido Judas vergüenza de batirse contra sus hermanos? ¿O bien el judío le había engañado, y Andrés era prisionero? Pero Taras se acordó que el corazón de Andrés había sido siempre accesible a las seducciones de las mujeres, y en su desesperación maldijo a la polaca que perdiera a su hijo, jurando que se vengaría; juramento que hubiera cumplido sin que la hermosura de esa mujer le hubiese conmovido; hubiérala arrastrado por sus abundosos cabellos a través del campamento de los cosacos; hubiera magullado y manchado sus bellas espaldas de nítida blancura, y hubiera hecho trizas su hermoso cuerpo. Pero el mismo Bulba ignoraba lo que Dios le preparaba para el día siguiente… Concluyó por dormirse, mientras que el centinela vigilante y sobrio se mantuvo toda la noche junto al fuego, mirando con atención a todos lados en las tinieblas.