Taras había visto de lejos, el peligro que amenazaba a los
koureni
de Nesamaï koff y de Steblikoff, y gritó con todas sus fuerzas:
—¡Abandonen pronto los carros, pronto, y que cada uno monte a caballo!
Pero los cosacos no hubieran tenido tiempo de cumplir ninguna de estas dos órdenes, si Eustaquio no se hubiese arrojado en medio del enemigo y arrancado las mecha de las manos de seis artilleros de los diez que estaban al pie de los cañones. No obstante, los polacos le rechazaron. Entonces el oficial extranjero tomó una mecha para pegar fuego a un enorme cañón, tan enorme, que los cosacos no habían visto otro igual, y cuya ancha boca vomitaba muertes a centenares. Su disparo y el de otros tres cañones que estaban cerca de él, hicieron temblar sordamente la tierra, y llevaron la desolación a todas partes. Más de una anciana madre cosaca llorará a su hijo y se golpeará el pecho con sus manos huesosas; en Gloukhoff, Nemiroff, Tchernigoff y en otras ciudades habrá más de una viuda que, desconsolada, correrá todos los días a la ventura, detendrá a todos los transeúntes y les mirará a los ojos para ver si alguno de ellos es el amado de su alma. Pero pasarán por la ciudad varias tropas de todas clases, sin que pueda encontrar al que más ama entre todos los hombres.
La mitad del
kouren
de Nesamai' koff había desaparecido. El cañón barrió y derribó las filas cosacas, como el granizo abate un campo de trigo en el cual se balanceaban antes graciosamente las espigas.
En cambio, ¡de qué modo se lanzaron los cosacos! ¡Cómo se precipitaron todos sobre el enemigo! ¡De qué modo el
ataman
Koukoubenko se encendió de rabia, al ver que la mitad del
kouren
había sucumbido! Entró con lo restante de sus hombres, de Nesamai' koff en el centro mismo de las filas enemigas, y en su furor tronchó como a una col al primero que encontró a su paso; derribó a varios jinetes hiriéndoles con su lanza y también al caballo; llegó hasta la batería y se adueñó de un cañón. Mira, y viene precedido por el
ataman
del
kouren
de Oumane, y de Stepan Gouska que ha tomado ya la pieza principal. Cediéndoles entonces el puesto, se vuelve con los suyos contra otra masa de enemigos. Las gentes de Nesamai' koff han abierto una calle por donde han pasado, y una encrucijada por donde vuelven. Veíase cómo aclarábanse las filas enemigas, y cómo los polacos caían como gavillas. Vovtousenko estaba en pie junto a los carros; delante de él se veía a Tcherevitchenko; más allá de los carros a Degtarenko, y detrás de éste, el
ataman
del
kouren
, Vertikhvist. Degtarenko, lanza en ristre, ha hecho morder la tierra a dos polacos, pero encuentra un tercero más difícil de vencer. El polaco era delgado y vigoroso, y estaba magníficamente equipado, llevando más de cincuenta hombres de escolta. Hizo retroceder a Degtarenko, le tiró al suelo, y levantando su sable le gritó:
—¡Perros cosacos, no hay uno solo de ustedes que se atreva a resistirme!
—¡Sí que lo hay —costestóle Mosy Chilo; y se adelantó.
Mosy Chilo era un intrépido cosaco que más de una vez había mandado en el mar, y pasado por muchas pruebas. En Trebizonda, los turcos le hicieron prisionero con toda su tropa, llevándoselos a todos en sus galeras, aherrojados de pies y manos, privándoles, de comer arroz durante semanas enteras, y haciéndoles beber agua salada; los pobres cautivos, antes de renegar de su religión ortodoxa, lo habían sufrido todo, sobrellevado todo. Pero el
ataman
Mosy Chilo no tuvo valor de sufrir; holló con sus pies la santa ley, rodeó su cabeza de un odioso turbante, captóse la confianza, del bajá, llegó a ser arráez del buque y jefe de la chusma. Su conducta causó una gran pesadumbre a los prisioneros, los cuales sabían que si uno de los suyos vendía su religión y pasaba al partido de los opresores, ¡desgraciado del que estaba bajo su poder! Y, en efecto, así sucedió: Mosy Chilo les puso nuevos hierros, atándolos de tres en tres, agarrotóles hasta el cuello, y les dio golpes en la nuca. Cuando más satisfechos estaban los turcos de haber encontrado semejante servidor, empezaron a regocijarse, y se embriagaron sin respetar las leyes de su religión, y entonces Mosy Chilo entregó las sesenta y cuatro llaves de los hierros a los prisioneros a fin de que pudiesen abrir las cadenas, tirar al mar sus ataduras, y cambiarlas por sables para atacar a los turcos. Los cosacos hicieron un espléndido botín, y regresaron victoriosos a su patria, en donde, durante largo tiempo, los tocadores de bandolas ensalzaron las glorias de Mosy Chilo. Hubiérasele elegido
kochevoi
, pero no lo hicieron porque era un cosaco de carácter muy extraño. Algunas veces obraba con tanto acierto como no era fácil lo hiciese ningún sabio, y otras caía en una increíble estupidez. Bebió y disipó cuanto había adquirido, contrajo deudas con todos los de la
setch
, y para colmar la medida, una noche deslizóse como ratero en un
kouren
extranjero, apoderóse de todos los arneses, y los empeñó en casa del tabernero. Por esta vergonzosa acción fue atado a un poste de la plaza, y se le puso cerca un enorme bastón a fin de que cada uno, según sus fuerzas, pudiese propinarle un garrotazo. Pero entre los zaporogos, no se encontró un solo hombre que levantase el bastón contra él recordando los servicios que había prestado. Tal era el cosaco Mosy Chilo.
—Sí, perros —contestó Mosy Chilo arrojándose sobre el polaco— los hay para darles de palos.
¡Cómo se batieron! Las corazas y brazales se doblaron en los cuerpos de ambos. El polaco le desgarró su camisa de hierro, y le hirió con su sable. La camisa del cosaco se enrojeció, pero Chilo ni siquiera hizo caso de ello. Levantó la mano pesada y nudosa, y descargó tan tremendo golpe en la cabeza de su adversario que le aturdió. Su casco de bronce voló hecho astillas; el polaco bamboleó y cayó de la silla; entonces Chilo empezó a descargar sobre él sendos sablazos. «Cosaco, no pierdas tiempo en acabar con él, vuélvete enseguida» le dijeron; pero el cosaco no se vuelve, y uno de los criados del vencido le hiere con su cuchillo en el cuello. Chilo se volvió de frente, y ya alcanzaba al audaz, cuando éste desapareció entre el humo de la pólvora. El ruido de la mosquetería resonaba por todas partes. Chilo bamboleó, y conoció, que su herida era mortal. Cayó, puso la mano sobre su herida, y volviéndose hacia sus compañeros, les dijo:
—Adiós, señores hermanos camaradas, que el suelo ruso ortodoxo permanezca en pie hasta el fin de los siglos, y que se le tribute un honor eterno.
Cerró sus mortecinos ojos, y su alma cosaca abandonó su feroz envoltura.
Zadorojni se adelantaba ya a caballo, al mismo tiempo que el
ataman
de
kouren
Vertikhvisty Balaban.
—Díganme, señores —exclamó Taras dirigiéndose a los
atamans
de los
koureni
— ¿hay todavía pólvora? ¿No se ha debilitado, la fuerza cosaca? ¿Los nuestros cejan?
—Padre, aún tenemos pólvora, la fuerza cosaca no se debilita, ni los nuestros cejan.
Y haciendo un vigoroso ataque los cosacos rompieron las filas enemigas.
El pequeño coronel mandó tocar retirada e izar ocho banderas pintadas para reunir a los suyos que estaban dispersos en la llanura. Todos los cosacos corrieron a agruparse alrededor de las banderas; pero aún no se habían formado, cuando el
ataman
Koukoubenko dio con su gente de Nesamai' koff una carga en el centro, y cayó sobre el coronel barrigudo que, no pudiendo sostener el choque, volvió grupas huyendo a todo escape. Koukoubenko le persiguió a través de los campos sin dejarle reunirse con los suyos. Stepan Gouska, viendo eso desde el
kouren
vecino, púsose en persecución del coronel, con su
arkan
en la mano; inclinando la cabeza sobre el cuello de su caballo, y aprovechando una coyuntura favorable, echóle de repente su nudo corredizo a la garganta. El coronel se volvió como la púrpura, y asiendo la cuerda con las dos manos probó de romperla: pero un poderoso golpe había ya hundido en el ancho pecho de su perseguidor el mortífero acero. Apenas tuvieron los cosacos tiempo de volverse cuando Gouska se encontraba ya levantado sobre cuatro picas. El pobre
ataman
sólo tuvo tiempo de decir:
—¡Perezcan todos los enemigos, y que el suelo ruso se regocije en la gloria por los siglos de los siglos!
Y cerró los ojos para siempre. Los cosacos volvieron la cabeza, y vieron, por un lado, al cosaco Metelitza que se batía con los polacos haciendo horrible carnicería, y por el otro al
ataman
Nevilitchki que avanzaba a la cabeza de los suyos junto a un cuadro formado por carros, Zakroutigouba revuelve el enemigo como si fuese un montón de heno, y le rechaza, mientras que, delante de otro cuadro más lejano, Pisarenko el tercero ha rechazado a una tropa entera de polacos, y cerca del tercer cuadro los combatientes han llegado a las manos y luchan encima de los mismos carros.
—Díganme, señores —gritó el
ataman
Taras, por segunda vez, adelantándose al frente de los jefes— ¿hay todavía pólvora? ¿Se ha debilitado la fuerza cosaca? ¿Los nuestros cejan?
—Padre, todavía tenemos pólvora, la fuerza cosaca no se ha debilitado; los nuestros no cejan.
Bovdug, herido por una bala en el corazón, ha caído de lo alto de un carro; pero en el momento de exhalar su vieja alma el último suspiro, dijo:
—¡Nada me importa dejar el mundo!, ¡Ojalá Dios quiera dar a todos un fin semejante y que el suelo ruso sea glorificado hasta el fin de los siglos!
Y el alma de Bovdug se elevó a las alturas para ir a contar a los ancianos, muertos hacía mucho tiempo, cómo saben batirse en el suelo ruso, y cómo saben mejor aun morir por su santa religión.
El
ataman
de
kouren
, Balaban, cayó poco después, con tres heridas mortales: de bala, de lanza y de un pesado sable recto. Era un cosaco de los más valientes. Como
ataman
, había emprendido un sinnúmero de expediciones marítimas, de las cuales la más gloriosa fue la de las costas de Anatolia. Su gente había reunido muchos cequíes, telas de Damasco y rico botín turco. Pero a su regreso sufrieron muchos descalabros: los desventurados tuvieron que pasar por debajo de las balas turcas; cuando el buque enemigo disparó todas sus piezas, la mitad de sus barcos se fueron a pique, pereciendo en las aguas más de un cosaco; pero los haces de juncos atados a los costados de los botes les salvaron de morir todos ahogados; durante la noche, sacaron el agua de las barcas sumergidas, con palas cóncavas con sus gorras, y repararon las averías; de sus anchos pantalones cosacos hicieron velas y, arriando con presteza, alejáronse rápidamente de los buques turcos. Por fin, pudieron llegar sanos y salvos a la
setch
, trayendo una casulla bordada de oro para el archimandrita del convento de Mejigorsh en Kiev, y adornos de plata para la imagen de la Virgen, en el mismo
zaporojié
y largo tiempo después los tocadores de bandolas ensalzaban las proezas de los cosacos. En esta hora, inclina Balaban su cabeza, sintiendo las angustias de la muerte, y dice con agónico acento:
—Creo, señores, que muero de una buena muerte. He matado a siete a sablazos, he atravesado a nueve con mi lanza, he aplastado a una infinidad bajo los pies de mi caballo, y no sé a cuántos han alcanzado mis balas. ¡Florezca, pues, eternamente el suelo ruso!
Y su alma voló a otra tierra mejor.
¡Cosacos, cosacos!, no entreguen la flor de su ejército. El enemigo ha cercado ya a Koukoubenka, y sólo le quedan siete hombres del
kouren
de Nesamai koff, y esos se defienden con valor: los vestidos de su jefe están ya enrojecidos de sangre; Taras mismo, viendo el peligro que corre se lanza en su auxilio; pero los cosacos han llegado demasiado tarde. Antes que el enemigo fuese rechazado, una lanza se había hundido en el corazón de Koukoubenko; inclinóse, dulcemente en brazos de los cosacos que le sostenían, y su joven sangre brotó de su pecho como de una fuente, semejante a un vino precioso que torpes criados traen de la bodega en un vaso de vidrio, y que lo rompen a la entrada de la sala resbalando en el pavimento. El vino se derrama por el suelo, y el dueño de la casa corre, tirándose de los cabellos, porque lo había guardado para la ocasión más hermosa de su vida, a fin de que, si Dios se lo había dado, pudiese en su vejez festejar con él a un compañero de su juventud, y regocijarse con él al recordar un tiempo en que el hombre sabía disfrutar de otra manera y mejor. Koukoubenko paseó su mirada, en torno suyo y murmuro:
—¡Compañeros: doy las gracias a Dios por haberme otorgado morir en presencia de ustedes! ¡Él haga que los que nos sucedan tengan una vida más tranquila que nosotros, y, que el suelo ruso amado de Jesucristo sea eternamente bendito!
Y su alma joven, llevada en brazos de los ángeles, voló hacia la mansión de los justos, en donde deberá gozar de la bienaventuranza. «Siéntate a mi derecha, Koukoubenko —le dirá Jesucristo— no has hecho traición a la fraternidad, no has cometido ninguna acción vergonzosa, no has abandonado a un hombre en el peligro. Has conservado y defendido mi Iglesia» La muerte del joven y valeroso cosaco entristeció a todo el mundo, las filas cosacas se aclaraban cada vez más; muchos valientes habían ya dejado de existir; y, sin embargo, los cosacos se mantenían firmes.
—¡Díganme, señores! —gritó Taras por tercera vez a los
koureni
que habían quedado en pie— ¿hay, todavía pólvora? ¿Se han enmohecido los sables? ¿La fuerza cosaca se ha debilitado? ¿Los cosacos cejan?
—Padre, aun hay bastante pólvora; los sables se hallan en buen estado; la fuerza cosaca no se ha debilitado; los cosacos no han cejado todavía.
Y nuevamente lanzáronse los cosacos como si no hubiesen experimentado pérdida alguna. Sólo quedan con vida tres
atamans
de
kouren
. Por todas partes corren torrentes de sangre y se elevan pirámides formadas de cadáveres de cosacos y polacos. Taras dirige su vista al cielo y ve una bandada de buitres que cruzan el espacio. ¡Ah! Alguien se regocijará, pues. Allá abajo, una lanzada ha dado fin a Metelitza; la cabeza de Pisarenko segundo ha dado vueltas en el aire revolviendo los ojos en sus órbitas, y Okhrim Gouska ha caído pesadamente hecho trizas.
—¡Sea! —dijo Taras, haciendo una seña con su pañuelo— Eustaquio comprendió el movimiento de su padre, y saliendo de su emboscada, cargó vigorosamente contra la caballería polaca. El enemigo no sostuvo la violencia del choque; y él, persiguiéndole, sin dar cuartel, le rechazó hacia el sitio en donde se habían plantado estacas gruesas y cubierto el suelo de trozos de lanza. Los caballos empezaron a tropezar, a faltarles los pies, y los polacos a rodar por encima de sus cabezas. En tan difícil situación, los cosacos de Korsonn, que estaban de reserva detrás de los carros, viendo al enemigo a tiro de mosquete, hicieron una horrible descarga. Los polacos se desconciertan, el desorden se introduce en sus filas, y los cosacos recobran valor.