Authors: Eiji Yoshikawa
—¿Es eso todo?
—Entonces dijo que tenía necesidad de descansar un poco.
—Es audaz y se está volviendo presuntuoso.
La expresión de Nobunaga no mostraba un verdadero resentimiento hacia Hideyoshi, aun cuando le había censurado verbalmente. Sin embargo, cuando Katsuie y los demás generales de la campaña del norte regresaron por fin, Nobunaga se enojó de veras.
En primer lugar, aun cuando Hideyoshi había recibido la orden de permanecer bajo arresto domiciliario en el castillo de Nagahama, en vez de manifestar su arrepentimiento, daba fiestas a diario. No había ninguna razón para que Nobunaga no estuviera irritado, y la gente conjeturaba que, en el peor de los casos, Hideyoshi recibiría la orden de hacerse el seppuku, y en el mejor probablemente sería convocado al castillo de Azuchi para enfrentarse a un consejo de guerra. Pero al cabo de un tiempo Nobunaga pareció olvidarlo todo y en lo sucesivo nunca mencionó siquiera el incidente.
***
En el castillo de Nagahama, Hideyoshi había adquirido el hábito de levantarse tarde. Cada mañana, cuando Nene veía el rostro de su marido, el sol ya estaba alto en el cielo.
Incluso su madre estaba preocupada y comentaba a Nene:
—Estos días ese chico no es el mismo de siempre, ¿no te parece?
A Nene no le resultaba nada fácil responderle. La razón de que Hideyoshi se levantara tan tarde era que todas las noches bebía. Cuando lo hacía en casa, su rostro enrojecía vivamente después de cuatro o cinco tacitas, y cenaba a toda prisa. Entonces reunía a sus veteranos y, cuando todos estaban animados, bebían copiosamente sin preocuparse de la hora. La consecuencia era que el señor del castillo se quedaba dormido en la sala de los pajes. Una noche, cuando su esposa andaba por el corredor principal con sus doncellas, vio a un hombre que avanzaba lentamente hacia ella. Era Hideyoshi, pero ella dijo: «¿Quién es ese que viene por ahí?», y fingió no conocerle.
El sorprendido marido dio media vuelta e intentó ocultar su confusión, pero sólo consiguió dar la impresión de que estaba practicando alguna clase de danza.
—Estoy perdido —le dijo al tiempo que se le acercaba tambaleándose, y se apoyó en su hombro para mantener el equilibrio—. Ah, estoy borracho. ¡Llévame, Nene! ¡No puedo andar!
Cuando Nene vio sus intentos de ocultar el penoso estado en que se hallaba, se echó a reír y le dijo con fingido mal genio:
—Claro, claro, te llevaré. Por cierto, ¿adonde vas?
Hideyoshi se encaramó a su espalda, riendo entre dientes.
—A tu habitación. ¡Llévame a tu habitación! —le imploró, y agitó los talones en el aire como un niño.
Nene, con la espalda doblada bajo el peso, bromeó con las doncellas:
—Oídme todas, ¿dónde dejo a este mugriento viajero que he encontrado por el camino?
El regocijo de las doncellas era tan grande que se sujetaban los costados mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Entonces, como jaraneros alrededor de una carroza de festival, rodearon al hombre a quien Nene había recogido y se divirtieron durante toda la noche en la habitación de su señora.
Tales incidentes no ocurrían con frecuencia. Por la mañana Nene tenía a menudo la sensación de que su papel consistía en mirar el rostro malhumorado de su esposo. ¿Qué ocultaba en su interior? Llevaban casados quince años. Ahora Nene tenía más de treinta y su marido cuarenta y uno. Ella no podía creer que la expresión disgustada de Hideyoshi se debiera tan sólo a su estado de ánimo. Temía el mal genio de su marido, pero rogaba fervientemente para poder comprender de alguna manera sus aflicciones, aunque sólo fuese un poco, a fin de mitigar su sufrimiento.
En esas ocasiones Nene consideraba a la madre de Hideyoshi como un modelo de fortaleza. Una mañana su suegra se levantó temprano y salió a la huerta del recinto norte cuando el suelo estaba todavía cubierto de rocío.
—Nene, el señor tardará un poco en levantarse —le dijo—. Vamos a recoger unas berenjenas mientras aún hay tiempo. ¡Trae un cesto!
La anciana empezó a recoger las berenjenas. Nene llenó un cesto y luego trajo otro.
—¡Eh, Nene! ¿Estáis ahí afuera tú y mi madre?
Era la voz de su marido, el cual últimamente no solía levantarse tan temprano.
—No sabía que te habías levantado —se disculpó Nene.
—No, me he despertado de repente. Hasta los pajes estaban aturdidos. —Hideyoshi sonreía como ella no le había visto hacerlo en bastante tiempo—. Takenaka Hanbei me ha dicho que navega desde Azuchi un barco con la bandera de un enviado. Me he levantado de inmediato, he ido a presentar mis respetos al santuario del castillo y luego he venido aquí para disculparme por haberte desatendido en los últimos días.
—¡Aja! —exclamó su madre riendo—. ¡Has pedido disculpas a los dioses!
—Así es, y ahora he de pedir disculpas a mi madre e incluso a mi esposa —dijo con gran seriedad.
—¿Has venido hasta aquí para eso?
—Sí, y si comprendierais lo que siento, no tendría que volver a hacerlo nunca más.
—Ah, qué astuto es este chico —dijo su madre, riendo de buena gana.
Aunque probablemente la madre de Hideyoshi tenía ciertas sospechas sobre el talante repentinamente alegre de su hijo, no tardaría en comprender el motivo.
En aquel momento Mosuke anunció:
—Los señores Maeda y Nonomura acaban de llegar a las puertas del castillo como mensajeros oficiales de Azuchi. El señor Hikoemon ha salido de inmediato y los ha acompañado a la sala de recepción de invitados.
Hideyoshi despidió al paje y se puso a recoger berenjenas con su madre.
—Están madurando muy bien, ¿no es cierto? ¿Tú misma has colocado el estiércol a lo largo de los caballones, madre?
—¿No deberías ir en seguida al encuentro de los mensajeros de Su Señoría? —le preguntó ella.
—No. Sé muy bien a qué vienen, por lo que no tengo necesidad de aturullarme. Creo que voy a recoger unas berenjenas. No estaría mal mostrarle al señor Nobunaga su color esmeralda brillante cubierto por el rocío de la mañana.
—¿Vas a dar esto a los enviados como regalos para el señor Nobunaga?
—No, no, yo mismo las llevaré esta mañana.
—¡Cómo!
Al fin y al cabo, Hideyoshi había causado el enojo de su señor y se suponía que estaba arrepentido. Aquella mañana su madre empezó a tener dudas sobre él y la preocupación perturbó su ánimo.
—¿Venís, mi señor? —le preguntó Hanbei.
Había acudido para apresurar a Hideyoshi, el cual finalmente dejó la parcela de berenjenas.
Una vez efectuados los preparativos para el viaje, Hideyoshi pidió a los enviados que le acompañaran a Azuchi. Entonces se detuvo de repente.
—¡Ah! ¡Me olvidaba de algo! El regalo de Su Señoría.
Envió un servidor en busca del cesto de berenjenas, las cuales estaban cubiertas con hojas y su superficie purpúrea retenía aún el rocío de la mañana. Hideyoshi cogió el cesto y subió a bordo del barco.
La población fortificada de Azuchi ni siquiera tenía un año de antigüedad, pero la tercera parte estaba terminada y hervía ya de próspera actividad. Todos los viajeros que se detenían allí quedaban sorprendidos por la animación de aquella ciudad nueva y deslumbrante, la carretera cubierta de arena plateada que conducía a las puertas del castillo, los escalones de mampostería hechos con enormes bloques de piedra, los muros enyesados y los bruñidos herrajes.
Y si la visión de conjunto era impresionante, la grandiosidad de la torre del homenaje con sus cinco pisos desafiaba la descripción, tanto vista desde el lago, como desde las calles de la ciudad o incluso desde los mismos terrenos del castillo.
—Has venido, Hideyoshi.
La voz de Nobunaga resonó desde detrás de la puerta corredera cerrada. La habitación, emplazada en medio de la laca dorada, roja y azul de Azuchi, estaba decorada con una sencilla pintura a tinta.
Hideyoshi permanecía inmóvil a cierta distancia, postrado en la habitación contigua.
—Supongo que te has enterado, Hideyoshi. He prescindido de tu castigo. Entra.
Hideyoshi avanzó poco a poco desde la otra habitación, con el cesto de berenjenas.
Nobunaga le miró con suspicacia.
—¿Qué es eso?
—Veréis, espero que sea de vuestra satisfacción, mi señor. —Hideyoshi se acercó más y depositó el cesto de berenjenas ante su patrono—. Mi madre y mi esposa cultivan estas berenjenas en la huerta del castillo.
—¿Berenjenas?
—Quizá lo consideréis un regalo estúpido y extraño, pero como viajaba en veloz barco, pensé que podríais verlas antes de que se evaporase el rocío que las cubría. Las he recogido esta mañana.
—Hideyoshi, supongo que lo que querías mostrarme no son ni berenjenas ni rocío evaporado. ¿Qué es exactamente lo que deseas que pruebe?
—Os ruego que lo imaginéis, mi señor. Soy un servidor indigno y mi mérito es despreciable, pero vos me habéis elevado desde la condición de simple campesino a la de un servidor con un dominio de doscientas veinte mil fanegas. Y, no obstante, mi madre nunca deja de empuñar la hoz, regar las verduras y aplicar estiércol alrededor de las calabazas y berenjenas. Cada día doy gracias por las lecciones que me enseña. Sin necesidad de hablar, me dice: «No existe nada más peligroso que un campesino que prospera en el mundo, y tienes que acostumbrarte al hecho de que la envidia y las críticas de los demás se deben a su propia vanidad. No olvides tu pasado en Nakamura y ten siempre presentes los favores que tu señor te ha concedido».
Nobunaga asintió, e Hideyoshi siguió diciendo:
—¿Creéis, mi señor, que idearía cualquier estrategia de campaña que no fuese beneficiosa para vos cuando tengo una madre así? Considero sus lecciones como talismanes. Aunque me haya querellado abiertamente con el comandante en jefe, no existe la menor duplicidad en mi pecho.
En aquel momento, un invitado que estaba al lado de Nobunaga se dio una palmada en el muslo y dijo:
—Estas berenjenas son en verdad un magnífico regalo. Luego las probaremos.
Por primera vez Hideyoshi reparó en que había alguien más en la habitación: un samurai que aparentaba tener poco más de treinta años. La anchura de su boca era un indicio de su fuerza de voluntad. Tenía la frente prominente y el puente de la nariz era algo ancho. Sería difícil determinar si era de origen campesino o sencillamente tenía una constitución robusta, pero la luz de sus ojos y el brillo de su piel de tonalidad rojiza oscura mostraban que poseía una poderosa vitalidad interna.
—¿También te han agradado las berenjenas cultivadas en casa por la madre de Hideyoshi, Kanbei? Yo mismo estoy muy satisfecho. —Nobunaga se echó a reír y, poniéndose serio, presentó el invitado a Hideyoshi—. Éste es Kuroda Kanbei, el hijo de Kuroda Mototaka, principal servidor de Odera Masamoto de Harima.
—¡Cielos! De modo que sois Kuroda Kanbei.
—¿Y vos sois el señor Hideyoshi de quien tanto oigo hablar?
—Siempre por correo.
—Sí, pero no puedo considerar que éste es nuestro primer encuentro.
—Y ahora heme aquí, rogando vergonzosamente el perdón de mi señor. Me temo que vais a reíros de mí, pensando que éste es Hideyoshi, el hombre a quien siempre regaña su señor.
Se rió de tan buena gana que todos los motivos de conflicto parecieron eliminados. Nobunaga también se echó a reír. Sólo con Nobunaga era capaz de reírse alegremente de cosas que en realidad no eran muy divertidas.
Las berenjenas que Hideyoshi había traído fueron preparadas en seguida y muy pronto los tres hombres se pusieron a beber. Kanbei era nueve años más joven que Hideyoshi, pero no estaba en absoluto por debajo en su comprensión de la corriente de los tiempos o su intuición de quién se alzaría con el poder supremo en el país. No era más que el hijo de un servidor de un clan influyente en Harima, pero poseía un pequeño castillo en Himeji y, desde edad muy temprana, tenía una gran ambición. Además, entre todos cuantos vivían en las provincias occidentales, era el único que había aquilatado la tendencia de los tiempos con la claridad suficiente para visitar a Nobunaga y sugerirle en secreto la urgencia de la conquista de aquella zona.
La gran potencia en el oeste era el clan Mori, cuya esfera de influencia se extendía por una veintena de provincias. Kanbei vivía en medio de ellos, pero su poder no le intimidaba. Percibía que la historia del país fluía en una dirección y, armado con esta revelación, había ido en busca de un hombre, Nobunaga. Eso bastaba para que no se le pudiera considerar como un hombre corriente.
Dice un proverbio que un gran hombre siempre reconocerá a otro. Durante su conversación de aquel día, Hideyoshi y Kanbei se sintieron tan unidos como si se hubieran conocido mutuamente toda su vida.
Poco después de su encuentro con Kuroda Kanbei, Nobunaga encargó una misión especial a Hideyoshi.
—La verdad es que quisiera arriesgar a todo mi ejército en esta expedición —empezó diciendo Nobunaga—, pero la situación no lo permite todavía. Por ello te he elegido como el único en quien puedo depositar mi plena confianza. Te pondrás al frente de tres ejércitos, los conducirás a las provincias occidentales y persuadirás al clan Mori para que se me someta. Es una gran responsabilidad y sé que sólo tú puedes cargar con ella. ¿Lo harás?
Hideyoshi guardó silencio. Estaba tan entusiasmado y lleno de gratitud que no pudo responder de inmediato.
—Acepto —dijo finalmente con profunda emoción.
Ésta era tan sólo la segunda vez que Nobunaga movilizaba tres ejércitos y los ponía al mando de uno de sus servidores. La ocasión anterior fue cuando encargó a Katsuie de la campaña en las provincias del norte. Pero debido a su enorme importada y dificultad, una invasión de las provincias occidentales no podía compararse con la campaña del norte.
Hideyoshi tenía la sensación de que habían cargado un enorme peso sobre sus hombros. Al observar su expresión, de una cautela fuera de lo común, Nobunaga se sintió repentinamente inquieto, temeroso de que, al fin y al cabo, semejante responsabilidad fuese excesiva para Hideyoshi. ¿Tenía éste la confianza necesaria para aceptarla?
—¿Volverás al castillo de Nagahama antes de que movilices a las tropas, Hideyoshi? —le preguntó Nobunaga—. ¿O preferirías marchar desde Azuchi?
—Con vuestro permiso, mi señor, partiré de Azuchi hoy mismo.
—¿No lamentas abandonar Nagahama?