Authors: Eiji Yoshikawa
Detrás del ejército central, Katsuyori aullaba como un demonio. Finalmente había enviado a todos los batallones, incluida la unidad de reserva que solía retenerse para emergencias. Si Katsuyori hubiera comprendido la situación con mayor rapidez, podría haber zanjado el asunto sólo con una fracción de los daños sufridos por su ejército. Lo que hizo, en cambio, fue convertir a cada momento un pequeño error en uno monstruoso. En una palabra, lo que importaba en aquella batalla no era simplemente el espíritu marcial y el valor. Era lo mismo que si las fuerzas de Nobunaga e Ieyasu hubieran tendido trampas en los cazaderos y esperado a que acudieran patos silvestres o jabalíes. Los regimientos de Kai que atacaban con tal fiereza no hicieron más que perder sus valiosos soldados en un insensato «escudo de la muerte».
Se dijo que, desafortunadamente, incluso Yamagata Masakage, quien tan bien había luchado con el ala izquierda desde la mañana, había caído en combate. Otros generales famosos, hombres de gran valor, cayeron uno tras otro, hasta que muertos y heridos abarcaban más de la mitad de todo el ejército.
—Es evidente que el enemigo va a ser derrotado. ¿No es éste el momento apropiado?
El general que así decía era Sassa Narimasa, el cual había estado observando la batalla con Nobunaga.
Nobunaga encargó de inmediato a Narimasa que transmitiera sus órdenes a las tropas dentro de la empalizada.
—Abandonad la empalizada y atacad. ¡Destruidlos a todos!
Incluso el cuartel general de Katsuyori se vino abajo en el ataque. Las fuerzas de Tokugawa avanzaron por la izquierda. Las de Oda irrumpieron en la vanguardia de los Takeda y llevaron a cabo un feroz asalto del ejército central. Atrapados en el medio, las numerosas banderas de las unidades, estandartes de mando, banderas de señales, caballos que relinchaban despavoridos, relucientes armaduras, lanzas y espadas que centelleaban como constelaciones alrededor de Katsuyori estaban ahora envueltos en sangre y pánico.
Sólo las fuerzas de Baba Nobufusa, que habían permanecido en Maruyama, seguían intactas. Baba envió un samurai a Katsuyori con un mensaje solicitando la retirada.
Katsuyori, lleno de irritación, golpeó el suelo con un pie, pero no podía oponerse tercamente a la realidad. El cuerpo central del ejército se había retirado, derrotado y cubierto de sangre.
—Deberíamos retirarnos temporalmente, mi señor.
—Olvidad vuestra cólera y pensad en cuáles son nuestras perspectivas.
Dirigiendo desesperadamente a los hombres del campamento principal, los generales de Katsuyori lograron de alguna manera sacarle de la trampa en que había caído. El enemigo vio claramente que el ejército central de Kai se retiraba en desorden.
Tras acompañar a Katsuyori a un puente cercano, los generales volvieron atrás, formando una retaguardia para luchar con las tropas que les perseguían. Fueron heroicamente abatidos en combate. Baba también acompañó a Katsuyori y los patéticos restos de su ejército en huida hasta Miyawaki, pero finalmente el viejo general hizo girar su caballo hacia el oeste. Innumerables pensamientos cruzaban por su mente.
«He vivido una larga vida, aunque también podría decir que ha sido corta. Sea verdaderamente larga o corta, supongo que sólo este momento es eterno. El momento de la muerte... ¿Puede la vida eterna ser algo más que eso?»
Entonces, poco antes de internarse al galope entre el enemigo, juró: «Presentaré mis excusas al señor de Shingen en el otro mundo. He sido un consejero y general incompetente. ¡Adiós, montañas y ríos de Kai».
Dio media vuelta, vertió una sola lágrima por su provincia y, de repente, espoleó a su caballo.
—¡Muerte! ¡No deshonraré el nombre del señor Shingen!
Su voz se hundió en el mar del gran ejército enemigo. Ni que decir tiene, todos y cada uno de sus servidores le siguieron para morir gloriosamente.
Desde el mismo principio nadie había sido capaz de ver por anticipado el desenlace de aquella batalla como lo había hecho Baba.
Sin duda había percibido que a partir de entonces el clan Takeda caería e incluso sería destruido, y que ése era su destino. No obstante, ni siquiera con su previsión y lealtad pudo salvar al clan del desastre. Las enormes fuerzas del cambio eran completamente abrumadoras.
Junto con una docena más o menos de ayudantes montados, Katsuyori cruzó los bajíos de Komatsugase y finalmente buscó refugio en el castillo de Busetsu. Era un hombre valiente, pero estaba tan silencioso como un sordomudo.
Cuando el sol empezó a ponerse, toda la superficie de Shidaragahara se tiñó de un rojo intenso. La gran batalla de aquel día había comenzado alrededor del alba y terminado al caer la tarde. Ningún caballo relinchaba, ningún soldado gritaba. La amplia llanura quedó en seguida envuelta por la oscuridad, en una completa desolación.
El rocío de la noche se posó antes de que los cadáveres hubieran podido ser retirados. Se decía que sólo los muertos de Takeda se elevaban a más de diez mil.
No hacía mucho que el emperador había elevado a Nobunaga al cargo cortesano de consejero de Estado, y ahora le había nombrado General de la Derecha. La ceremonia de felicitación por su último ascenso tuvo lugar durante el undécimo mes con una pompa que excedía cuanto se había visto en eras anteriores.
El alojamiento de Nobunaga en la capital se hallaba en el antiguo palacio del shogun en Nijo. Todos los días había una multitud de invitados en el palacio: cortesanos, samurais, maestros del té, poetas y mercaderes de las cercanas ciudades comerciales de Naniwa y Sakai.
Mitsuhide tenía la intención de dejar a Nobunaga y regresar a su castillo de Tamba, y mientras aún era de día se había trasladado al palacio de Nijo para despedirse.
—Mitsuhide —le saludó Hideyoshi con una ancha sonrisa.
—¿Hideyoshi? —respondió Mitsuhide riendo.
—¿Qué te trae hoy por aquí? —le preguntó Hideyoshi, cogiéndole del brazo.
—Sólo he venido porque Su Señoría se marcha mañana.
—Así es. ¿Dónde crees que volveremos a encontrarnos?
—¿Estás borracho?
—Ni un solo día dejo de emborracharme cuando estoy en la capital. Su Señoría también bebe más cuando está aquí. La verdad es que si vas a verle ahora te hará beber una buena cantidad de sake.
—¿Otra vez está celebrando una fiesta? —preguntó Mitsuhide.
Desde luego, Nobunaga bebía más en los últimos tiempos, y un viejo servidor, que llevaba muchos años con Nobunaga, había observado que éste jamás había bebido tanto como ahora.
Hideyoshi siempre participaba en esas jaranas, pero no tenía la resistencia de Nobunaga. La constitución física de éste parecía más delicada, pero era con mucho el más fuerte de los dos. Si uno le observaba atentamente, podía ver su fuerza espiritual. Hideyoshi era todo lo contrario. Su aspecto externo era el de un campesino sano, pero carecía de verdadero vigor.
Su madre todavía le amonestaba por el descuido de su salud.
—Está bien que te diviertas, pero hazme el favor de cuidar tu salud. Fuiste enfermizo desde tu nacimiento, y hasta los cuatro o cinco años ninguno de los vecinos creía que vivirías hasta llegar a adulto.
La preocupación de su madre surtía efecto en Hideyoshi, porque conocía el motivo de su debilidad infantil. Cuando su madre estaba embarazada, la pobreza de la familia era tal que a veces no había ningún alimento en la mesa, y era indudable que ese estado de adversidad había afectado al crecimiento del feto.
El hecho de que hubiera sobrevivido se debía casi exclusivamente a los desvelos de su madre. Y así, aunque ciertamente no le desagradaba el sake, recordaba las palabras de su madre cada vez que tenía una taza en las manos. Por otro lado, no podía olvidar las ocasiones en que su madre había llorado tanto debido a las borracheras de su padre.
Sin embargo, nadie habría creído que se tomaba la bebida tan en serio. La gente decía de él: «No bebe mucho, pero le encantan las fiestas. Y cuando bebe, lo hace con toda libertad». De hecho, nadie era más prudente que Hideyoshi, mientras que Mitsuhide, con quien se había encontrado ahora en el corredor, ingería considerables cantidades de alcohol. Sin embargo, Mitsuhide parecía decepcionado, y era evidente que el hecho de que Nobunaga se entregara a la bebida, como acababa de confirmar Hideyoshi, inquietaba no poco a sus servidores.
Riéndose, Hideyoshi negó lo que acababa de decir.
—No, eso era una broma. —Divertido al ver a Mitsuhide tan dubitativo, sacudió la cabeza, con las mejillas enrojecidas—. La verdad es que te he tomado un poco el pelo. La fiesta ha terminado, y la prueba es que estoy aquí y me marcho ebrio. Y eso también es mentira. —Volvió a reírse.
—Ah, qué malo eres.
Mitsuhide forzó una sonrisa. Toleraba las bromas de Hideyoshi porque éste no le desagradaba. Tampoco Hideyoshi sentía ninguna hostilidad hacia Mitsuhide. Siempre bromeaba francamente con su serio colega, pero al mismo tiempo le respetaba cuando era preciso mostrar respeto.
Por su parte, Mitsuhide parecía reconocer la utilidad de Hideyoshi. Éste le superaba un poco en categoría y ocupaba un lugar más elevado en las reuniones de estado mayor, pero al igual que los demás generales veteranos, Mitsuhide estaba orgulloso del rango de su familia, de su linaje y educación. Ciertamente no tomaba a Hideyoshi a la ligera, pero de alguna manera manifestaba una actitud condescendiente hacia el hombre de más categoría, con comentarios como: «Eres un hombre simpático».
Esa condescendencia se debía, por supuesto, al carácter de Mitsuhide, pero incluso cuando Hideyoshi la notaba no le molestaba. Por el contrario, consideraba natural que un hombre de intelecto superior como Mitsuhide le tuviera a menos. No le incomodaba reconocer la gran superioridad de Mitsuhide en cuanto a su intelecto, educación y antecedentes.
—Ah, sí, olvidaba algo —le dijo Hideyoshi, como si se hubiera acordado de repente—. Tengo que felicitarte. Sin duda la concesión de la provincia de Tamba te llenará de contento durante algún tiempo. Pero creo que es natural después de tantos años de servicio abnegado. Ruego por que esto sea el comienzo de la mejor fortuna para ti y que prosperes por muchos años.
—No, todos los favores de Su Señoría son honores que están por encima de mi posición. —Mitsuhide siempre devolvía una cortesía por otra con gran seriedad, pero entonces siguió diciendo—: Aunque me ha sido concedida una provincia, estaba en posesión del shogun anterior, e incluso ahora hay buen número de poderosos clanes locales que se han encerrado detrás de sus muros y se niegan a someterse a mi autoridad. Así pues, las felicitaciones son un poco prematuras.
—No, no, eres demasiado modesto —protestó Hideyoshi—. En cuanto te trasladaste a Tamba con Hosokawa Fujitaka y su hijo, el clan Kameyama capituló, de modo que ya has obtenido resultados, ¿no es cierto? He observado con interés cómo tomaste Kameyama, e incluso Su Señoría te alabó por la habilidad con que sojuzgaste al enemigo y tomaste el castillo sin perder un solo hombre.
—Kameyama no fue más que el comienzo. Las verdaderas dificultades están todavía por llegar.
—Vivir sólo merece la pena cuando tenemos dificultades ante nosotros —dijo Hideyoshi—. De lo contrario no hay ningún incentivo. Y nada sería más dulce que devolver la paz a un nuevo dominio que te ha entregado Su Señoría y gobernarlo bien. Allí serás el dueño y podrás hacer lo que quieras.
De repente ambos hombres tuvieron la sensación de que aquel encuentro casual se había prolongado demasiado.
—Bueno, hasta que volvamos a vernos —le dijo Mitsuhide.
—Espera un momento —replicó Hideyoshi, y de improviso cambió de tema—. Eres un hombre instruido, por lo que quizás lo sepas. Entre los castillos que hay ahora en Japón, ¿cuántos tienen torre del homenaje y en qué provincias se encuentran?
—El castillo de Satomi Yoshihiro, en Tateyama, provincia de Awa, tiene una torre del homenaje de tres pisos que puede verse desde el mar. También en Yamaguchi, provincia de Suo, Ouchi Yoshioki levantó una torre del homenaje de cuatro pisos en su castillo principal, que probablemente es el más imponente de todo Japón.
—¿Sólo esos dos?
—Que yo sepa, sí, pero ¿por qué me preguntas eso ahora?
—Verás, hoy estaba con Su Señoría, hablando de los diseños de diversos castillos, y Mori explicaba con vehemencia las ventajas de las torres del homenaje, declarándose firme partidario de que se incluya uno en el diseño del castillo que el señor Nobunaga construirá en Azuchi.
—¿Quién es ese Mori?
—El paje de Su Señoría, Ranmaru.
Mitsuhide frunció el ceño unos instantes.
—¿Es que tienes alguna duda al respecto?
—No especialmente.
El semblante de Mitsuhide adoptó en seguida una expresión impasible. Cambió de tema y siguieron hablando durante unos minutos. Finalmente se excusó y se apresuró a adentrarse en el palacio.
—¡Señor Hideyoshi! ¡Señor Hideyoshi!
El gran corredor del palacio de Nijo estaba lleno de gente que iba y venía para visitar al señor Nobunaga. Alguien volvió a llamarle.
—Vaya, el reverendo Asayama —dijo Hideyoshi al volverse sonriendo.
Asayama Nichijo era un hombre de fealdad fuera de lo corriente. Araki Murashige, uno de los generales de Nobunaga, destacaba por su fealdad, pero por lo menos tenía cierto encanto. Asayama, por otro lado, no era más que un sacerdote de aspecto untuoso. Se acercó a Hideyoshi y en seguida bajó la voz como si estuviera enterado secretamente de algún asunto importante.
—Señor Hideyoshi.
—Sí, decidme.
—Parece que acabáis de tener una discusión confidencial con el señor Mitsuhide.
—¿Una discusión confidencial? —Hideyoshi se echó a reír—. ¿Es éste el lugar para una discusión confidencial?
—Cuando el señor Hideyoshi y el señor Mitsuhide susurran durante largo raro en los corredores del palacio de Nijo, la gente se sobresalta.
—No es posible.
—¡Podéis estar seguro!
—¿También Vuestra Reverencia está un poco bebido?
—Bastante. Bebo demasiado. Pero, desde luego, deberíais tener más cuidado.
—¿Os referís al sake?
—No seáis tonto. Os advierto para que tengáis más discreción y no mostréis tanta familiaridad con Mitsuhide.
—¿Por qué?
—Su inteligencia es un poco excesiva.
—Pero si todo el mundo dice que vos sois hoy el hombre más inteligente de Japón.