—Entonces, ¿cuándo me ayudarás?
Estamos sentados en el café que hay debajo del Doheny Plaza, disfrutando tranquilamente de un desayuno tardío, dejando atrás la resaca del Xanax y de la hierba que fumamos anoche.
—Creo que deberías hacer las llamadas lo antes posible —dice, mirándose en el espejo—. En cuanto vuelva todo el mundo.
Sonrío con calma, asintiendo. Finjo no ver las arrugas de recelo que aparecen en su cara aun después de quitarme las gafas de sol y la tranquilizo con un «Sí» seguido de un beso ardiente.
Esta supuesta paz solo dura alrededor de una semana. Siempre existe la posibilidad de que ocurra algo aterrador, y normalmente ocurre. Dos días antes de que encuentren el cuerpo de Kelly Montrose, Rain se despierta y comenta que ha tenido un sueño. Yo ya estoy levantado, haciéndole fotos mientras duerme, y hace una mueca cuando le hago otra mientras me explica que en su sueño ha visto a un hombre joven en mi cocina, un chico en realidad, pero lo bastante mayor para ser deseable, y que se le quedaba mirando, y que tenía sangre seca por encima del labio superior y un tatuaje borroso de un dragón en el brazo, y que el chico le decía que había querido vivir allí en 1508, pero que no se preocupara, que tuvo suerte, y entonces su cara se volvía negra y le enseñaba los dientes, y de pronto era polvo, y le hablo a Rain del calavera al que perteneció este apartamento y de que el edificio está encantado, que de noche los vampiros se esconden en las palmeras que rodean el edificio y esperan a que se apaguen las luces, y luego deambulan por los pasillos, y Rain por fin presta atención a la cámara y se anima, y sigo haciendo fotos con la cabeza apoyada en una almohada mientras ella mira el televisor de pantalla plana —una toma de gente saliendo en estampida de una selva, un episodio de
Perdidos
—, y cojo una Corona de la mesilla de noche.
—Los vampiros no deambulan por los pasillos —murmura ella por fin, recuperada—. Los vampiros son los dueños de todo.
Y luego repasamos el papel de Martina en
The Listeners
.
Corría el rumor de que Kelly Montrose estaba saliendo con la actriz hispana a la que habían encontrado en una fosa común poco antes de Navidad. La última vez que alguien lo había visto fue en una cancha de tenis de Palm Springs una tarde de mediados de diciembre. Su cuerpo desnudo había sido arrastrado por una carretera de Juárez y arrojado contra un árbol. A los otros dos hombres los encontraron cerca, sepultados bajo bloques de cemento. A Kelly le habían arrancado la piel de la cara y amputado las manos, y en su cuerpo había una nota clavada en la que se leía «¿Cabrón?, ¿cabrón?, ¿cabrón?». Cosas que no sabía de Kelly: su adicción al cristal, una madrastra que murió en una operación de cirugía plástica, sus supuestos contactos con el cártel del narcotráfico. Este descubrimiento parece solo tangencial, ya que no conocía mucho a Kelly Montrose —él producía películas y habíamos hablado varias veces sobre varios proyectos— y nunca estuvo lo bastante unido a nadie que yo conociera para condicionar ninguna de mis relaciones. El día anterior al descubrimiento de Kelly Montrose, Rain está distante: se pasea por el balcón, envía mensajes de texto, recibe y devuelve llamadas, cada vez más agitada, apoyada contra la barandilla y mirando a dos hombres que hacen footing sin camisa por la calle. Cuando le pregunto qué le pasa, empieza a culpar a su familia. Trato de arrastrarla de nuevo al dormitorio, pero ella siempre se resiste, prometiendo: «Ahora, ahora…». Después de tomarse dos tequilas holgazanea en el balcón en tanga sin hacer caso del helicóptero que desciende sobre ella, y esa noche en el oscuro dormitorio del Doheny Plaza, borracho de margaritas, con velas encendidas alrededor de ella, mientras me quejo de otra película que pasan en la gigante pantalla plana, Rain no puede evitarlo y por primera vez algo la hace desconectar, y cuando por fin me doy cuenta me empieza a temblar la voz y me callo, y ella se limita a preguntar con voz neutral, sin apartar la vista de la pantalla: «¿Qué es lo peor que has hecho nunca?».
—Tengo que ir a San Diego —dice.
Acabo de despertarme y entorno los ojos por la luz que entra a raudales por la ventana. Las persianas están subidas y ella da vueltas en la luminosa habitación, recogiendo cosas.
—¿Qué hora es? —pregunto.
—Casi mediodía.
—¿Qué estás haciendo?
—Tengo que ir a San Diego —dice—. Ha surgido algo.
Alargo un brazo y la atraigo hacia la cama.
—Clay, para. Tengo que irme.
—¿Por qué? ¿A quién vas a ver allí?
—A mi madre —murmura—. Mi puta madre loca.
—¿Qué pasa? —preguntó— ¿Qué ha ocurrido?
—Nada. Lo de siempre. No importa. Te llamaré desde allí.
—¿Cuándo volveré a verte?
—Cuando regrese.
—¿Cuándo regresarás?
—No lo sé. Pronto. Dentro de un par de días.
—¿Estás bien? —pregunto—. Anoche parecías ida.
—No, estoy mejor. Estoy bien.
Para aplacarme me besa en la boca.
—Lo he pasado muy bien —dice, acariciándome la cara, y el ruido del aire acondicionado compite con la gran sonrisa, y de pronto la sonrisa y el aire fresco se amplifican en la corriente de cosas, se vuelven casi frenéticos, y la tumbo a mi lado en la cama y, apretando la cara contra sus muslos, inhalo, luego trato de darle la vuelta, pero ella me aparta con suavidad.
Bajo la sábana para enseñarle mi erección, y ella intenta frivolizar y pone los ojos en blanco. De pronto me veo reflejado en un espejo del rincón del dormitorio: un adolescente envejecido. Ella se levanta y recorre la habitación con la mirada para ver si ha olvidado algo. Cojo la cámara de la mesilla y empiezo a hacerle fotos. Ella mira dentro de la bolsa Versace que en su día estuvo llena de coca, algo que también ha contribuido a avivar el sexo, algo que ha ayudado a hacer la fantasía mucho más discreta e inocente de lo que es en realidad, y que me ha llevado a pensar que el deseo es recíproco.
—¿Puedes pedir que me traigan el coche? —pregunta con el entrecejo fruncido mientras comprueba si tiene mensajes.
—No quiero que te vayas.
—He dicho que volveré —murmura distraída.
—No me hagas suplicar. Te lo advierto.
—Aunque lo hicieras, no serviría de nada. —No levanta la mirada cuando lo dice.
—¿Puedo ir contigo?
—Basta.
—Me estoy imaginando cosas.
—No lo hagas.
—Me estoy imaginando que hay muchas versiones de este asunto.
—¿De este asunto? Voy al puto San Diego a ver a mi puta madre.
—Ninguno de los dos quiere admitir que pasa algo —murmuro, sacando otra foto.
—Tú acabas de admitirlo.
Posa un instante. Otro flash.
—Rain, hablo en serio…
—Deja de dramatizar, loco. —De nuevo, la sonrisa traviesa.
—¿Dramatizar? —pregunto inocente—. ¿Quién? ¿Yo?
Lo último que dice antes de irse:
—¿Te asegurarás de que me llaman?
Las vallas publicitarias digitales que brillan en la bruma gris parecen decir «no» y las flores de pascua que bordean la mediana de Sunset Plaza se están muriendo y las torres de Century City siguen envueltas en niebla y el mundo se convierte en una película de ciencia ficción… porque nada de todo eso tiene que ver conmigo. Es un mundo donde ponerte ciego es la única opción. Todo se vuelve más impreciso y abstracto porque los deseos y los caprichos que se han visto continuamente colmados esta última semana de diciembre ya no existen y no quiero reemplazarlos con alguien más porque no hay sustituta —los sitios pornos de adolescentes parecen distintos, repintados de algún modo, nada surte efecto, ya no funcionan—, de modo que recreo mentalmente casi hora por hora el sexo del que hemos disfrutado en el dormitorio estos ocho días que ella ha estado aquí y cuando trato de esbozar un guión que se me ha atragantado, me sale entre sincero e irónico, porque el hecho de que Rain no me devuelva las llamadas ni me conteste los mensajes de texto se convierte en una distracción, y luego, a los tres días escasos de su partida, pasa a ser oficialmente un obstáculo. Las heridas en el pecho y en los brazos, las huellas de sus dedos, los arañazos en los hombros y en los muslos, empiezan a borrarse y dejo de contestar e-mails porque no tengo ganas de cotillear sobre Kelly Montrose, ni de menospreciar los rumores de premios, ni de enterarme de los proyectos de alguien para Sundance, y no tengo motivos para volver a las sesiones de casting de Culver City (porque lo que quiero ya ha sucedido) y sin Rain todo se disipa y la tranquilidad se vuelve imposible, es algo que no puedo controlar. De modo que me encuentro en Sawtelle, en la consulta del doctor Wolf, donde vuelven a ponerse de manifiesto el patrón recurrente y las razones que lo originan, y practicamos técnicas para aliviar el dolor. Y justo cuando creo que voy a ser capaz de sobrellevarlo todo, un jeep azul con las ventanillas tintadas pasa por mi lado en Santa Mónica mientras voy por el cruce de Wilshire. Una hora después recibo un mensaje de texto de un número oculto, el primero en casi once días: «¿Adonde se ha ido?».
Una mañana de la primera semana de enero corren rumores dentro de la comunidad de que ha circulado por Internet un vídeo de la «ejecución» de Kelly Montrose y de que lo han visto «fuentes fidedignas». Se supone que había un link en alguna parte que conducía a otro link, pero el primero se ha retirado y ya no hay nada aparte de varios blogs en los que se discute la «autenticidad» del vídeo. En él salía supuestamente un cuerpo decapitado con una cazadora negra colgando de un puente, un inhóspito desierto bordeado de maleza debajo y una cinta policial agitándose al árido viento, y alguien escribió que el asesinato había tenido lugar en un «laboratorio» de las afueras de Juárez y otro respondió con seguridad que había sido cometido por unos hombres encapuchados en un campo de fútbol, y alguien más añadió: «No, a Kelly Montrose lo mataron en un cementerio abandonado». Pero no hay nada que lo corrobore. Alguien envió una foto de una cabeza decapitada sonriendo en el asiento del pasajero de un todoterreno acribillado por las balas, pero no es Kelly. De hecho, no hay ninguna toma de él siendo arrastrado por una carretera atado con cuerdas, ni primeros planos de cómo le arrancan la piel de la cara o le amputan las manos con música de mariachis de fondo, y una vez que el punto más alto de la emoción y la justificación de los chismorreos se rinden ante la realidad, los rumores sobre los clips de Kelly Montrose entran en una fase crepuscular.
Pero no me importa. Después de buscar los links reemprendo la rutina de mirar las fotos que Rain me envió, y a recordar las promesas que le hice que no estaban relacionadas con
The Listeners
pero que trataban de agentes y de películas con títulos como
Boogeyman 2
y
Bait
, y se las recuerdo en los mensajes de texto que le envío —«Eli, he hablado con Don y Braxton», «Nate quiere ser tu agente», «Vuelve y repasaremos tu papel» y «Estoy hablando de ti a todo el mundo»—, que ella solo responde en plena noche: «¡Eh, loco, eso suena genial!» y «¡Volveré pronto!», salpicados de emoticones. La causa de que vuelva mi miedo —a diferencia de la de los demás— no es Kelly Montrose. Y vuelve oficialmente, y debido a la ausencia de Rain deja de ser una leve distracción. Luego lo hace el jeep azul que pasó por mi lado una noche en Santa Mónica en la esquina con Elevado y mientras lo miro sombrío otra noche desde la ventana de mi despacho arranca y se va. Y por primera vez me fijo en otro coche, un Mercedes negro que sale despacio de una plaza de aparcamiento que hay un poco más abajo y que sigue al jeep por Doheny en dirección a Sunset. En el apartamento más abajo de Union Square, Laurie ha dejado de escribirme.
—¿Qué has hecho estas vacaciones? —me pregunta Rip Millar cuando en mi móvil aparece un número que no reconozco y contesto compulsivamente, pensando que podría ser Rain.
Después de mencionar unas pocas reuniones familiares y de decir que básicamente he estado trabajando, Rip explica:
—Mi mujer quiso ir a Cabo. Todavía está allí.
Sigue un largo silencio que me veo obligado a llenar.
—¿Qué has estado haciendo tú?
Rip me explica un par de fiestas en las que parece haberse divertido, las pequeñas complicaciones de abrir una discoteca en Hollywood y una cita inútil con un concejal. Me dice que está tumbado en la cama viendo la CNN en su portátil, imágenes de una mezquita en llamas y cuervos volando contra un cielo escarlata.
—Quiero verte —dice—. Quedemos para tomar una copa o comer.
—¿No podemos hablar por teléfono?
—No. Tenemos que vernos en persona.
—¿Tenemos? —pregunto—, ¿Necesitas verme por alguna razón?
—Sí. Hay algo de lo que quiero hablarte.
—Pronto volveré a Nueva York —digo.
—¿Cuándo?
—No lo sé. —Callo un momento—. He de zanjar unos asuntos primero y…
—Sí —murmura—. Supongo que te sobran motivos para quedarte. —Deja la frase suspendida en el aire antes de añadir—: Pero creo que lo que tengo que decirte te interesará mucho.
—Miraré mi agenda y te diré algo.
—¿Tu agenda? —pregunta—. Qué curioso.
—¿Qué es curioso? —replico—. Estoy muy ocupado.
—Eres guionista. ¿Qué quieres decir con que estás ocupado? —Su tono deja de ser relajado—, ¿Con quién andas últimamente?
—Estoy… en el casting casi todo el día.
Un silencio antes de decir:
—Ah, sí.
No es una pregunta.
—Mira, Rip, te llamaré.
—Bueno, ¿y qué tal va
The Listeners
?
—Va bien. —Estoy esforzándome—. Es muy… estresante.
—Sí, estás muy ocupado. Ya lo has dicho.
Sal de este terreno, hazlo impersonal, concéntrate en los cotilleos, cualquier cosa para suscitar comprensión y poder colgar. Pruebo otra táctica.
—Y estoy muy afectado por lo de Kelly. Me ha estresado un montón.
Rip guarda silencio momentáneamente.
—¿Sí? Ya me he enterado. —Otro silencio—. No sabía que estabais tan unidos.
—Sí. Lo estábamos.
El ruido que hace Rip suena como una risa ahogada, un acertijo privado cuya respuesta le divierte.
—Supongo que se encontró en una situación imposible. A saber la clase de gente con la que se juntaría.
Da a las dos frases un ritmo sincopado.
Aparto el móvil de mi oreja y lo miro hasta que me calmo lo bastante para volver a acercarlo. No hay nada que decir.