Suites imperiales (2 page)

Read Suites imperiales Online

Authors: Bret Easton Ellis

Tags: #Drama, Intriga

BOOK: Suites imperiales
9.38Mb size Format: txt, pdf, ePub

El verdadero Julián Wells no murió de una sobredosis al volante de un descapotable rojo cereza en una carretera en Joshua Tree mientras se elevaba un coro de fondo. El verdadero Julián Wells murió asesinado veinte años después, y su cuerpo fue arrojado detrás de un edificio de pisos abandonado de Los Feliz después haber sido torturado hasta morir en otro lugar. Tenía la cabeza aplastada —le habían golpeado la cara con tanta fuerza que se había doblado sobre sí misma— y lo habían apuñalado de forma tan brutal que el juez de instrucción de Los Ángeles contó ciento cincuenta y nueve heridas de tres cuchillos diferentes, muchas superpuestas. Encontraron su cuerpo unos chavales que iban al CalArts y que daban vueltas por los alrededores de Hillhurst en un BMW descapotable buscando aparcamiento. Cuando lo vieron, y cito del primer artículo que apareció en la primera plana de la sección de California de
Los Ángeles Times
sobre el asesinato de Julián Wells, creyeron que lo que había junto a un cubo de basura era «una bandera». Cuando me topé con esa palabra, tuve que parar de leer y empezar de nuevo desde el principio. Los estudiantes que encontraron el cadáver lo creyeron así porque Julián llevaba un traje Tom Ford blanco (era suyo, pero no lo llevaba la noche que lo secuestraron) y esa reacción instantánea tenía su lógica, ya que la americana y los pantalones estaban manchados de sangre. (Habían desnudado a Julián antes de matarlo y lo habían vuelto a vestir.) Pero si creyeron que era una «bandera», mi pregunta inmediata fue: ¿dónde estaba el azul? Si el cuerpo parecía una bandera, seguí preguntándome, ¿dónde estaba entonces el azul? Luego lo comprendí: en su cabeza. Los estudiantes creyeron que era una bandera porque Julián había perdido mucha sangre y su cara arrugada estaba de un azul tan oscuro que parecía negro.

Pero debería haberlo comprendido antes, ya que, a mi manera, yo había puesto a Julián allí, y había visto todo lo que le había ocurrido en otra —y muy diferente— película.

El jeep azul empieza a seguirnos por la 405, en alguna parte entre el aeropuerto LAX y la salida de Wilshire. Me doy cuenta porque el taxista ha estado observando por el retrovisor de encima del parabrisas por el que yo he estado observando los pilotos rojos que avanzan hacia las colinas, borracho, en el asiento trasero, mientras por los altavoces suena débilmente un inquietante tema de hip-hop, mi móvil en el regazo iluminándose con mensajes de texto que no puedo leer de una actriz con la que me he tropezado poco antes en la sala de primera clase de American Airlines del aeropuerto JFK (ella me ha leído la mano y los dos nos hemos reído), los otros mensajes de texto de Laurie de Nueva York ya borrosos. El jeep sigue el sedán por Sunset, dejando atrás las mansiones llenas de luces de Navidad mientras mastico nervioso pastillas de menta de una lata de Altoids, sin lograr disimular mi aliento cargado de ginebra, y en ese momento el jeep azul toma la misma curva a la derecha y avanza hacia el Doheny Plaza, siguiéndonos como un niño perdido. Pero cuando el sedán tuerce para meterse en el camino de entrada, donde un aparcacoches y un guardia de seguridad levantan la vista del cigarrillo que están fumando debajo de una alta palmera, el jeep titubea antes de seguir avanzando por Doheny hacia Santa Mónica Boulevard. El titubeo deja claro que hemos estado llevándolo a alguna parte. Bajo del taxi tambaleándome y observó cómo el jeep frena antes de torcer en Elevado Street. No tengo frío pero estoy temblando, con unos pantalones de chándal raídos y un jersey Nike con capucha rasgado que me cuelgan por todas partes por los kilos que he perdido este otoño, y tengo las mangas húmedas por la bebida que he derramado durante el vuelo. Son las doce de una noche de diciembre y he estado fuera cuatro meses.

—Me ha parecido que nos seguía ese coche —dice el taxista, abriendo el maletero—. No paraba de cambiar de carril con nosotros. Lo hemos tenido detrás todo el camino hasta aquí.

—¿Qué cree que quería? —pregunto.

El portero de noche baja la rampa que comunica el vestíbulo con el camino de entrada y me ayuda con las maletas. Le doy una propina exagerada al taxista, que vuelve a subirse al sedán y sale a Doheny para ir a recoger a su próximo pasajero en el aeropuerto LAX, un recién llegado de Dallas. El aparcacoches y el guardia de seguridad me saludan con la cabeza cuando paso por su lado siguiendo al portero hasta el vestíbulo. Este deja las maletas dentro del ascensor y, antes de que se cierre la puerta y lo interrumpa, dice: «Bienvenido».

Al recorrer el pasillo art déco de la planta quince del Doheny Plaza detecto el débil olor a pino antes de ver la guirnalda que han colgado de las puertas dobles negras de la habitación 1508.

Y en el interior del apartamento hay un árbol de Navidad, discretamente colocado en la esquina de la sala de estar y destellante de luces blancas. En la cocina hay una nota de la asistenta recordándome cuánto le debo y una lista de lo que ha comprado, y al lado un pequeño montón de cartas que no han sido remitidas a la dirección de Nueva York. Compré el apartamento hace dos años —dejando la habitación que había ocupado en El Royale durante una década— a los padres de un calavera rico de Hollywood Oeste que estaba rediseñándolo cuando murió inesperadamente mientras dormía después de una noche de copas. El diseñador que había contratado terminó el trabajo y los padres del chico muerto lo pusieron rápidamente en venta. Decorado en un estilo minimalista en beiges y grises suaves, con suelos de madera noble e iluminación ambiental, solo tiene ciento diez metros cuadrados —un dormitorio doble, un despacho, un salón inmaculado que se comunica con una cocina futurista y esterilizada—, pero toda la cristalera que se extiende a lo largo del salón es en realidad una puerta corredera dividida en cinco paneles que abro para ventilar el piso, y el amplio balcón de azulejos blancos ofrece una colosal vista de la ciudad, que abarca desde los rascacielos del centro, los oscuros bosques de Beverly Hills y las torres de Century City y Westwood hasta Santa Mónica y la costa del Pacífico. La vista es impresionante sin llegar a crear una sensación de aislamiento; es más íntimo que el de un amigo que vivía en Appian Way, que estaba tan por encima de la ciudad que tenías la impresión de contemplar un mundo enorme y abandonado que se extendía en cuadrículas anónimas, una vista que confirmaba que estabas mucho más solo de lo que creías, una vista que inspiraba vacilantes pensamientos suicidas. La vista que se tiene desde el Doheny Plaza es tan táctil que casi tocas los azules y los verdes del centro del diseño de Melrose. Debido a su gran altura sobre la ciudad, es un buen lugar para esconderme cuando trabajo en Los Ángeles. Esta noche el cielo está teñido de violeta y hay bruma.

Después de servirme un vaso de Grey Goose que dejé en el congelador al salir huyendo de allí el pasado agosto, estoy a punto de encender las luces del balcón, pero me detengo y me acerco despacio a la sombra de los aleros. El jeep azul está aparcado en la esquina de Elevado con Doheny. En el interior se enciende un móvil. Me doy cuenta de que mi mano que no sostiene el vodka está cerrada en un puño. El miedo vuelve a apoderarse de mí mientras miro el jeep. Hay un destello: han encendido un cigarrillo. A mis espaldas suena el teléfono. No contesto.

La razón por la que me he vendido a mí mismo regresando a Los Ángeles: ha empezado el casting de
The Listeners
. El productor que me pidió que adaptara la complicada novela en la que está basada se quedó tan aliviado cuando lo resolví que casi inmediatamente contrató a un director entusiasta, y los tres estábamos trabajando como colaboradores (incluso después de unas tensas negociaciones en las que mi abogado y representante insistió en que debía constar en los créditos también como productor); ya habían elegido a los cuatro protagonistas adultos, pero los papeles de sus hijos eran los más complicados y específicos, y el director y el productor querían oír mi opinión. Esta es la razón oficial por la que estoy en Los Ángeles. Pero volver a la ciudad es en realidad un pretexto para huir de Nueva York y de lo que me ocurrió este otoño.

El móvil vibra dentro de mi bolsillo. Lo miro con curiosidad. Un mensaje de texto de Julián, una persona de la que hace más de un año que no sé nada. «¿Cuándo vuelves? ¿Estás aquí? ¿Quieres que nos veamos?» Casi automáticamente suena el fijo. Entro en la cocina y miro la pantalla del auricular. «Nombre privado. Número privado.» Al cabo de cuatro tonos, quien sea que está llamando cuelga. Cuando miro fuera, la bruma sigue extendiéndose sobre la ciudad, envolviéndolo todo.

Entro en la oficina sin encender las luces. Consulto todas mis cuentas de correo electrónico: un aviso para recordarme una cena con los alemanes que financian un guión, otra reunión con el director, mi agente de la televisión preguntándome si ya he terminado mi programa piloto Sony, un par de jóvenes actores que quieren saber qué está pasando con
The Listeners
, invitaciones a distintas fiestas de Navidad, mi entrenador de Equinox, que se ha enterado por otro cliente de que he vuelto y quiere saber si me interesa reservar alguna hora. Como no hay suficiente vodka, me tomo un Ambien para dormir. Cuando me acerco a la ventana del dormitorio y bajo la vista hacia Elevado, el jeep está saliendo a la calzada haciendo señales con los faros, tuerce en Donhen y sube hacia Sunset, y en el armario encuentro unas cuantas cosas que dejó una chica con la que estuve saliendo el verano pasado, y de pronto no quiero pensar en dónde podría estar en estos momentos. Recibo otro mensaje de texto de Laurie: «¿Me sigues deseando?». Son casi las cuatro de la madrugada en el apartamento de más abajo de Union Square. Murieron muchas personas el año pasado: una sobredosis accidental, un accidente de coche en East Hampton, una enfermedad sorpresa. La gente desaparece sin más. Me quedo dormido escuchando la música que llega del Abbey, una canción del pasado, «Hungry Like the Wolf», que se eleva débilmente por encima del parloteo a voz en grito saltarín de la discoteca, transportándome durante un rato hacia alguien que es a la vez joven y viejo. Tristeza: está en todas partes.

El estreno de esta noche es en el Chinese y la película va de enfrentarse al mal, una trama tan obvia que la película se vuelve prudentemente ambigua para asegurarse de que el estudio le compra premios, de hecho ya hay una campaña publicitaria en marcha, y yo estoy con el director y el productor de
The Listeners
y caminamos con el resto de la gente por Hollywood Boulevard hacia el Roosevelt para asistir a la fiesta de después, donde los
paparazzi
se amontonan a la entrada del hotel y yo pido inmediatamente una copa en la barra mientras el productor desaparece en el lavabo y el director, de pie a mi lado, habla por el móvil con su mujer, que está en Australia. Cuando recorro con la mirada la sala oscura, devolviendo la sonrisa a desconocidos, el miedo vuelve y no tarda en estar en todas partes y sigue avanzando sin parar: está en el éxito inminente de la película que acabamos de ver, está en las preguntas seductoras de los jóvenes actores sobre posibles papeles en
The Listeners
, y en los mensajes de texto que envían al alejarse, con la cara iluminada por el móvil mientras cruzan el enorme y tenebroso vestíbulo, y está en los bronceados de bote y en el blanco manchado de los dientes. «He estado en Nueva York los cuatro últimos meses» es mi mantra, y mi máscara, una sonrisa inexpresiva. Al final el productor aparece por detrás del árbol de Navidad y dice «Vámonos de aquí», y menciona un par de fiestas en las colinas, y Laurie sigue enviándome mensajes de texto desde Nueva York («Eh, tú»), y no puedo sacarme de la cabeza que en esta habitación hay alguien que me está siguiendo. Los repentinos flashes de las cámaras son una distracción, pero el pálido miedo vuelve cuando caigo en la cuenta de que quienquiera que estuviese anoche en ese jeep azul se encuentra probablemente ahora entre la multitud.

Recorremos Sunset hacia el oeste en el Porsche del productor y giramos en Doheny para dirigirnos a las dos primeras fiestas por las que quiere pasar Mark, con el director siguiéndonos en su Jaguar negro, y dejamos atrás las Bird Streets, calles exclusivas con nombre de pájaro, hasta que vemos un aparcacoches. Hay pequeños abetos con adornos alrededor de la barra a la que estoy arrimado fingiendo escuchar a un sonriente actor que me cuenta lo que está haciendo y repasando con mirada ebria a la chica despampanante con la que está mientras un villancico cantado por U2 ahoga todos los ruidos, y unos tipos con traje de la firma Band of Outsiders que están sentados en un sofá bajo color marfil esnifan unas rayas alrededor de una larga mesa de cristal, y cuando alguien me ofrece una raya me siento tentado pero la rechazo, porque sé adonde te lleva. El productor, ebrio, tiene que pasar por otra fiesta de Bel Air, y yo estoy lo bastante borracho para dejar que me saque de esta, aunque hay una vaga posibilidad de echar un polvo. El productor quiere ver a alguien en la fiesta de Bel Air, hay negocios que hacer en Bel Air, se supone que su presencia en Bel Air demostrará algo sobre su estatus, y se me va la mirada hacia los chicos apenas lo bastante mayores para conducir que se están bañando en la piscina climatizada, las chicas con tanga y tacones altos que hay junto al jacuzzi, esculturas animadas en todas partes, un mosaico de juventud, un lugar al que ya no perteneces.

En la casa de la zona alta de Bel Air, el productor me deja solo y voy de habitación en habitación, y por un momento me desoriento cuando veo a Trent Burroughs y todo se vuelve complicado mientras trato de sintonizar con la fiesta hasta que de pronto caigo sobriamente en la cuenta de que es la casa donde viven Trent y Blair. No me queda más remedio que tomar otra copa. Mi único consuelo es que no tengo que conducir. Trent está hablando con un representante y dos agentes (todos gays, uno prometido con una mujer y los otros dos todavía en el armario). Sé que Trent se está acostando con el representante joven y rubio con los dientes de una blancura falsa, una belleza tan insulsa que ni siquiera es una variación de un prototipo. Me doy cuenta de que no tengo nada que decir a Trent Burroughs mientras le digo:

—He estado en Nueva York los últimos cuatro meses.

La música navideña New Age no logra animar el gélido ambiente. De pronto no estoy seguro de nada.

Trent me mira y asiente, ligeramente desconcertado con mi presencia. Sabe que debe decir algo.

—Es estupendo lo de
The Listeners
. Se está haciendo realidad.

Other books

Kiss Me Quick by Miller, Danny
A Kiss to Remember by Teresa Medeiros
Selby Splits by Duncan Ball
God's War by Kameron Hurley
Exit Row by Judi Culbertson
Our House is Not in Paris by Susan Cutsforth
Final Hours by Cate Dean
The Devil's Banker by Christopher Reich
All the Blue of Heaven by Virginia Carmichael